FUEGO CRUZADO ENTRE LAS RUINAS

Se diría que el asediado campamento de los santos (Ap. 20,9), al modo de aquellas tribus galas entretenidas en mutuos e interminables pleitos en vísperas de ser sometidas por César, se encuentra abocado a una sangría que lo hará más vulnerable cuando deba presentar la decisiva batalla. Indecorosa batracomiomaquia, guerra civil de escupitajos y regüeldos, el enemigo ya la cerca por todos sus flancos -con múltiples agentes infiltrados, incluso, que preparan el terreno para la invasión postrera- mientras los guerreros de este lado se distraen en estériles recíprocos reproches. Este desvarío funesto (ἄτη) que afecta a tirios y troyanos de consuno, reconoce en todos los casos un idéntico pecado de origen: el irrealismo, la renuncia a sostener una mirada insobornable e indistracta ante la realidad, a trueque de tomar atajos engañosos que acaban por poner a la conciencia ante su propio espejo doblado en realidad. Autocomplacencia de carácter típicamente idealista -por no decir ideologizante-, de sello moderno, ya que no modernista, creemos un deber nombrarla siquiera, en el instante mismo en que amenaza extenderse como el fuego. Máxime, en una sazón en que la viña del Señor rebosa de hojarasca y de sarmientos secos.

No hablamos, quede claro al empezar, de los progresistas: de éstos sólo cabe comprobar la paradoja de que, estando, no estén, y todo cuanto digamos sobre ellos resultará bastante obvio. Nos referimos a dos opuestas direcciones, dos tesituras ante el «problema Bergoglio» que, en este momento de crisis colapsante, exasperan en el seno mismo de la Iglesia ese dialecticismo morboso, esa polarización tan fácil de advertir, por lo demás, en la praxis política del último siglo. Simiente de Hegel inoculada ora por inadvertencia ora por malévolo cálculo a la Iglesia, la crispación estéril es todo su fruto, al tiempo que la andadura declinante de los hechos continúa su marcha triunfal, sin detención.

Un tótem para uso de los "normalistas"
Están, por empezar, los que aplican genérica y malévolamente el dudoso y despectivo mote de «lefebvrianos» (ver un caso típico aquí) a todos cuantos se sirven deplorar los evidentes estropicios que provoca el Papa tristemente reinante. Conciencias tiranizadas por el tótem de turno, que atribuyen a la Providencia las notas sombrías que mejor cuadrarían a la fatalidad, los vemos reconocer (en esto sí acertados) el problema del «gran cisma que se nos viene encima», aunque la causa próxima del mismo se les ocurra ser no la «progresía clerical sino, precisamente, [...] los conservadores o tradicionalistas», si vale intercambiar sin equívoco estos dos términos.

¿Qué les imputan a los "tradicionalistas", a los que llaman imprudentemente carcas, término éste que, si hay alguien a quien cabe aplicar con mayor rigor, es a los progres, estaqueadas sus aspiraciones en el lejano 1968, o aun en el más lejano 1789? «El problema de los tradicionalistas con el Papa Francisco no es de verdad sino de caridad» -señalan (y señalan un peligro real, que a todos acecha. Quizás en primer término a cuantos aplauden a Francisco). Invitan a orar incesantemente por él, omitiendo toda crítica pública. Porque -en el colmo del delirio encomiástico, sin calibrar la calidad del sujeto a quien dirigen sus loas, confundiendo crasamente al cargo con aquel que lo inviste-, éste es «un Papa mártir, prisionero, hasta allá donde el Espíritu Santo lo permita, de los que le alaban tanto como manipulan sus palabras». No hace falta pararse a refutar un fideísmo tan ramplón: pruebas al canto y a la evidencia un manto, el Papa prisionero y mártir no lo es sino -y en el mejor de los casos, que preferimos callar otras sulfúreas posibilidades por comprensible falta de pruebas, Ecclesia de occultis non iudicat- de su insolente mediocridad, de su cobardía en proclamar la verdad completa y sin rebajas, de su empatía con los enemigos declarados de Cristo y de su aversión obstinada y visible por por todo cuanto remita a la venerable Tradición de la Iglesia. Creemos ocioso ofrecer ejemplos: Francisco los destila a manos llenas, ad nauseam, casi a diario.

Toda vez que se mortifiquen los preambula fidei, y siempre que los presupuestos racionales de la fe resulten escamoteados, la fidelidad al Papa será vivida en clave supersticiosa, fetichista. No es sensato que no cause extrañeza -y aun alarma- que la Iglesia, depositaria de una verdad inmutable, varíe (y en mucho más que un iota o una tilde) su certeza doctrinal. No es admisible que sea el propio Vicario de Cristo quien declare tácitamente abolido el principio de identidad y no-contradicción: y si así lo hiciera, es lícito y obligado resistirle. Pues destruyendo la razón, la fe se vuelve una entelequia, puro vapor de letrinas.

Besamanos y reverencia de Francisco al salesiano
apóstata Don Michele De Paolis, público defensor
del aberrosexualismo. ¿Sólo hay que callar y orar?
No queremos dudar de la buena fe de éstos, por lo que tendremos que reconocer, en cambio, su notoria falta de cacumen. Que queda confirmada cuando, para auxilio del buen nombre de Bergoglio, recurren al expediente menos apto: los supuestos "dictados" (ellos mismos entrecomillan el término) que una mujer madrileña recibe de Jesús y de María, avalando al actual pontífice contra sus críticos. ¡Vaya argumento de autoridad que manotearon! Para apoyo de opuestas razones, otros recurren también a supuestas revelaciones privadas que afirman exactamente lo contrario.

En fin: esto es todo cuanto cabe esperar de los llamados «neoconservadores». El otro caso a reseñar, en esto de las trifulcas entre ruinas, es el de ciertos sujetos afectados de un celo lunático, caricatura del verdadero celo, cuyos "niques" o cognomina se han hecho notar en varios foros y sitios digitales católicos, inseparables de sus fijaciones y manías. Diríase que se glorían de su demencia, confundiéndola con la «locura de la Cruz». Callamos sus nombres en su obsequio, que también por acá han pasado con sus calenturientas objeciones. Cualquier crítica al Papa fundada en la suficiencia inequívoca de los facta concludentia -que no en ulteriores, improbables, eventuales desarrollos de los mismos, a los que ellos se muestran muy aficionados-, suscitará sus iras descalibradas. El argumento que repican con insistencia pueril, reputándolo válido para cuestionar cualquier otra crítica, por áspera y realista que resulte, es el de que Francisco no debe ser llamado «Papa» por tratarse de un hereje. Fanáticos de sus propias tesis, puestos a fiscales de quien peque por contradecirlos, a estos Belarminos del tic y el retintín se les deben unas pocas aclaraciones antes de que retomen sus zarpazos desde la espelunca digital.

Tuvimos un querido confesor y consejero que solía repetir una (suya) máxima digna de memoria: no llames hereje a cualquiera; para ser hereje, antes hay que ser inteligente. Por supuesto, de una inteligencia depravada, corrompida, pero inteligente -al menos en principio. Al zote le puede caber ser un repetidor de ajenas herejías, un mecedor de manoseados errores o por mentecatez o por malicia, pero la perversa originalidad del hereje le está vedada por simples cuestiones de contextura mental. Cuando los vecinos de la muy noble y muy leal ciudad de Buenos Aires (como la apellidaron las cédulas reales después de su probado valor en repeler las sucesivas incursiones piratas del siglo XVIII) escarmentaron a los ingleses en sus invasiones de 1806 y 1807, el grito que animaba cada nueva carga porteña era: «¡fuera, herejes!», pero es fuerza decir que el término más apropiado al caso hubiera sido el de «cismáticos», «seguidores de herejes» u otros afines. Con todo, a aquellos hombres podrá perdonárseles la impropiedad léxica porque, entre el olor y el estruendo de la pólvora y los relinchos de la caballería, es seguro que no pretendieran plantear las porfías teológicas concedidas al teclado y al mouse.

En rigor, ni siquiera Enrique VIII, el fautor de la ruptura anglicana, puede ser considerado un hereje, como sí lo fueron Lutero y Calvino, como muy antaño lo fueron Arrio y Pelagio. Insistir conque Francisco es hereje, y que por lo tanto no es Papa, equivale a dar valor de conclusiones a unas precarias premisas, no evidentes de suyo. A la vez que se simplifica imperdonablemente el carácter dramático de la presente hora de la Iglesia, cuya apostasía supone un proceso en el que Francisco, precedido por numerosas flaquezas doctrinales de sus inmediatos predecesores, termina actuando como catalizador hacia el abismo.

Bergoglio, bien vistas las cosas, es un oportunista que se vale de unas cuantas tesis implícitas, impuestas éstas sí por auténticos ideólogos de la religión o «herejes». Sofismas sahumados, que todo lo impregnan sin producir impacto, hacía falta quien los recogiera al modo del político de masas, para halagar los oídos previamente domesticados por los yerros y facilitar esa saturnal colectiva que llaman consenso. La Iglesia, gracias a él (que se requería de un histrión, mediocre y todo, en esta instancia) cumple el definitivo tránsito, acariciado por décadas, de la religión «cerrada» a la religión «abierta», garantía de la difícil supervivencia del estamento clerical -mundanizado, al fin de cuentas- en los tiempos que corren. Se trata de la irrupción de un nuevo clericalismo, como lo señalara oportunamente Augusto Del Noce, esta vez bajo la impronta neo-modernista:
cuando prevalezca el tipo de religión «cerrada», y la religión se suelde de tal manera con un cierto ordenamiento social que la haga aparecer como un órgano suyo, como habría ocurrido en la edad de la Contrarreforma, se pasa al anticlericalismo. [Éste, inicialmente ligado a la clase burguesa, y declinante en antiteísmo y aun en ateísmo, que acaba por ser la] forma extrema del «resentimiento contra el mundo cristiano», es [ya] en realidad una superestructura del movimiento proletario; el único modo de vencerlo es el pasaje a la religión «abierta» (Il problema dell'ateismo, il Mulino, Bologna, 2010 [1964])
Comprobamos aquí la misma infestación hegeliana que parece regir todo el proceso de la modernidad: la subordinación del esse al fieri, la afirmación de la perfectibilidad de la potencia por sobre la perfección del acto. Y con ello y como consecuencia inevitable, la negación del acto puro: Dios. Es una mentalidad que rechaza al espíritu, y que se ha filtrado trágicamente incluso en encíclicas, en documentos del Magisterio bien antes de Bergoglio. Éste no hace sino recoger, condensándolas hasta la extenuación merced a un ritmo propagandístico frenético, todas las repulsivas consejas post-conciliares acerca del sincretismo religioso, la aconfesionalidad del Estado, el latitudinarismo soteriológico y la glorificación del hombre en la tierra. Y aunque lo haga con la más desaliñada dicción, con cacofonías y aun con giros ambiguos y heretizantes, no puede decirse que haya ido mucho más lejos que sus predecesores en este punto; su salto cualitativo, en todo caso, estriba en la moral (por lo que dice, por lo que calla, por lo que sugiere acerca del celibato de los sacerdotes, del rol de la mujer en la Iglesia, de la comunión de los adúlteros, de la homosexualidad y del aborto, siempre alentando equívocos que no hallaremos fácilmente en sus predecesores). Pero como éste no es el terreno del dogma, no puede lícitamente recurrirse a él para acusarlo de herejías propiamente dichas. Bergoglio no ataca inmediatamente al dogma, sino de forma oblicua; no lo hace in re, sino en sus consecuencias e, indirectamente, en sus fundamentos.

Esto tiene una razón precisa: desde el Vaticano II viene predominando un modelo pastoral entendido como «praxis ateorética», según la expresión de un conocido estudioso de estos desmadres. Sus cultores se desentienden, por ello mismo, de las definiciones dogmáticas, a las que evitan cuestionar por reputarlas sencillamente irrelevantes. Es cierto que esto, por sí mismo y por negar prácticamente todo el depósito en bloque, podría considerarse una super-herejía, tal como un clarividente San Pío X se refirió al modernismo, llamándolo «compendio y síntesis de todas las herejías». Subsiste, con todo, la dificultad de imputarles el delito de herejía a sujetos que caen bajo esta vaporosa jurisdicción: la indefinición de los conceptos que articulan en sus sistemas es, sin dudas, su mejor aliada.

No sabemos si Francisco deja de incurrir en el definitivo desafuero de la herejía apertis verbis por astuto cálculo (para evitar la exhibición completa de sus vergüenzas, y el consiguiente descrédito de muchos que aún le sonríen por ser el Papa), o bien porque, en atención a su eminentísimo cargo, que conlleva en ciertas extraordinarias circunstancias el carisma de infalibilidad, una Mano se digna taparle la boca a tiempo incluso en las circunstancias ordinarias. Problema insoluble desde nuestra precaria perspectiva temporal. Lo cierto es que descalificar como a «tibio» al profesor Antonio Caponnetto por el solo delito de seguir llamando «Papa» a Francisco, como lo hemos visto por ahí de parte de uno de estos abribocas compulsivos, no bastante el testimonio de la voz vibrante y el ejercicio prolongado de la denuncia (y pese a la amenaza de entredicho en curso), es más de lo que desde este humilde sitio y por mor de justicia nos vemos dispuestos a tolerar.

Tendrá que caer idéntica reconvención, sin demora y como corolario de la persecución vigente a manos de la Jerarquía apóstata, sobre Gnocchi y -ya póstuma- sobre Palmaro, que fueron expulsados de Radio María por el primero de una serie de esclarecedores artículos (luego compilados en un volumen titulado Questo Papa piace troppo, «Este Papa gusta demasiado»), que aquí publicamos en su momento, «Este Papa no nos gusta». Y sobre los Franciscanos de la Inmaculada, que encima acatan (con discutible razón, pero lo acatan) un comisariamiento despótico, con fáctica prohibición de celebrar la Misa Tradicional, porque le reconocen a Francisco la autoridad pontificia. Y sobre De Mattei, también cesante en Radio María, que en ninguno de sus habituales artículos (en los que refleja agudamente la crisis de fe que afecta a quienes gobiernan a la Iglesia) deja de llamar «Papa» al susodicho.

La validez de la renuncia de Benedicto XVI (sea por el motivo aducido para la misma, sea por las fallas en la latinidad del documento de dimisión, o por la posibilidad de haber sufrido coacción) no deja de ser un problema que, de resolverse por la negativa, invalidaría automáticamente la elección de Bergoglio. Pero mientras esto no se resuelva será temerario adelantar un juicio canónico que, por razones obvias de oficio y de oportunidad, no estamos facultados a hacer. Seguir insistiendo sobre este punto supone distraerse en un argumento fútil y alentar la anarquía en la Iglesia. Por lo demás, subsiste siempre el problema inherente a nuestra fe católica: quién juzgará a la sede Apostólica, si vale aquello de Prima Sedes a nemo iudicatur.
Nuestro Señor se sometió de grado a Anás y Caifás, la validez de cuyo supremo sacerdocio no consta que haya desconocido. Y esto siendo Él quien era, y en la inminencia misma del cese del sacerdocio levítico, cuyo irresistible dictamen fue pronunciado recién con el consummatum est (Io 19,30), en la Cruz.
Seguir batiendo el parche sobre la presunta certeza de que Bergoglio es el antipapa de las postrimerías, la Bestia de la Tierra, equivale a situarse en una perspectiva post-apocalíptica, caído ya el velo de la historia y consumado el Juicio. No olvidemos que el destino de Judas quedó fijado con su muerte autoinfligida, y no antes. Y que si Bergoglio compró todos los números de la rifa para obtener tan indeseable dignidad, Dios puede suspender el sorteo, si así le place, por dos o tres siglos más. El tiempo es la garantía material de lo posible.

Y entretenerse apuntando contra las voces inteligentemente críticas de este pontificado por razones tan banales y antojadizas merece de veras alguna revisión. Se confunde, a la postre, visceralidad con razón, incurriendo en el emotivismo de raigambre modernista, cuando es al modernismo a quien se presume combatir. La ciega exasperación dialéctica no tiene ni trazas de cristiana. Triste ha de ser, a causa de una terquedad tan mal domeñada, acabar retratado por los versos del gran orihuelano -otro que disparó al blanco equivocado, sin merma de la excelencia de su estro- cuando estampó aquello de
ésta es su obra, ésta: pasan , arrasan como torbellinos, y son ante su cólera funesta armas los horizontes y muertes los caminos.
El misterio del Deus absconditus que obra en los entresijos de la historia, entre los agónicos afanes humanos por comprender lo que pasa: tal es lo que cumplió a Chesterton narrar en esa feliz pesadilla que tituló El hombre que fue Jueves. Allí seis hombres (cada uno nombrado por uno de los días de la semana) bracean y boquean, enfrentados vanamente los mismos que entendían servir a una misma causa, para ir finalmente a recibir la paga a sus esmeros (y la acabada comprensión de todo lo sufrido) en el despacho de un pletórico y jocoso Domingo, mentor de toda la trama. Allí se nos enseña, para mayor aviso nuestro, que «nadie tiene experiencia de la batalla de Armaggedon».


In exspectatione