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Tema: Concilio Vaticano I de Pío IX (1869-70): opuesto al Vaticano II de Juan XXIII

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    Concilio Vaticano I de Pío IX (1869-70): opuesto al Vaticano II de Juan XXIII

    Vaticano I: una mirada retrospectiva a un Concilio inconcluso
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    Re: Concilio Vaticano I de Pío IX (1869-70): opuesto al Vaticano II de Juan XXIII

    Este Concilio (1869-1870) aprobó como dogma de fe la doctrina de la infalibilidad del Papa.



    Tuvo cuatro sesiones:



    Primera Sesión: celebrada el 8 de diciembre de 1869 con el Decreto de apertura del Concilio.



    Segunda Sesión: celebrada el 6 de enero de 1870 con la Profesión de Fe.



    Tercera Sesión: celebrada el 24 de abril de 1870 concluyendo con la aprobación de la Constitución Dogmática Dei Filius sobre la fe católica.



    Cuarta Sesión: celebrada el 18 de julio de 1870 concluyendo con la aprobación de la Constitución Dogmática Pastor Aeternus sobre la Iglesia de Cristo que declara el dogma de la infalibilidad papal.



    El Concilio fue suspendido por Pío IX el 20 de octubre de 1870, después que se hubiera consumado la unión a Italia de los Estados Pontificios.
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

  3. #3
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    Re: Concilio Vaticano I de Pío IX (1869-70): opuesto al Vaticano II de Juan XXIII


    Vaticano I: una mirada retrospectiva a un Concilio inconcluso

    DICIEMBRE 19, 2019 FSSPX.NEWS

    (I)

    El Papa Pío IX aprovechó las grandiosas celebraciones de 1867 organizadas con ocasión del decimoctavo centenario del martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo, para anunciar su intención de convocar un concilio ecuménico en el Vaticano. Su objetivo era consolidar la obra de restauración doctrinal de la cual el Syllabus constituía la punta de la lanza. Se había propuesto particularmente hacer con el racionalismo teórico y el liberalismo reinante lo mismo que el Concilio de Trento había hecho contra la herejía protestante.

    Un año después de este primer anuncio, el Papa Pío IX convocó a los obispos de todo el mundo. La apertura se fijó para el 8 de diciembre de 1869, fecha que celebraría el decimoquinto aniversario de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María.


    A fin de contribuir al regreso de los cristianos separados a la unidad de la Iglesia, se enviaron múltiples cartas de invitación "a todos los obispos del rito oriental que no están en comunión con la Sede Apostólica", así como a los protestantes en general. Con excepción de algunos pastores luteranos y anglicanos, este llamado a la unidad no fue escuchado.

    Al enterarse del anuncio del Concilio, la masonería enfureció y decidió organizar en Nápoles un anti-concilio que también se inauguró en diciembre de 1869. Esta parodia apenas tuvo repercusión.


    ***
    La solemne apertura del Concilio Vaticano I


    El 8 de diciembre de 1869, una solemne ceremonia papal inauguró el Concilio. La ceremonia de inauguración duró alrededor de siete horas, y estuvieron presentes 20,000 peregrinos extranjeros y 700 obispos, es decir, dos tercios del episcopado mundial. Las sesiones se llevaron a cabo en el transepto derecho de la Basílica de San Pedro, acondicionada para albergar los debates.


    Entre los participantes se encontraban el famoso obispo de Poitiers, Monseñor Louis-Edouard Pie, posteriormente cardenal, así como San Antonio María Claret, arzobispo de Santiago de Cuba, fundador de los Hijos del Inmaculado Corazón de María (Claretianos): ambos fervientes defensores de la infalibilidad papal.

    El esquema, que pretendía condenar los múltiples errores derivados del racionalismo moderno, fue escrito por los Padres Schrader y Franzelin, dos jesuitas reconocidos por la calidad de sus obras sobre eclesiología.

    Sin embargo, el borrador distribuido a los Padres Conciliares fue muy mal recibido inicialmente: se le acusó de presentar un pensamiento poco claro y emplear un tono agresivo. Fue juzgado como demasiado afirmativo en puntos controvertidos.


    "Debemos enterrar este esquema con honor", dijo Monseñor Thomas Louis Connoly, un monje capuchino que se convirtió en obispo de Halifax (Canadá), y que fue un ferviente defensor de la causa de las escuelas católicas en su país.


    Pero también surgieron las críticas -y vale la pena recalcar este hecho-, de varios obispos italianos conocidos por su adhesión a las doctrinas romanas. En cualquier caso, es probable que la libertad de voz y la calidad de los debates contribuyeran a tranquilizar a quienes predijeron que los obispos prácticamente no tendrían voz, y que las definiciones dogmáticas se harían por aclamación...


    Por el contrario, del lado de los organizadores del Concilio, el sentimiento era diferente. Aunque el Papa Pío IX, expresó que "la fisionomía de los primeros debates le había causado cierta emoción", no quiso hacer nada que pudiera sugerir que las deliberaciones no gozaban de completa libertad.

    El cardenal Filippo De Angelis, camarlengo y vicepresidente del Concilio, se lamentaba con todo el mundo: "¡El Concilio solo parece estar formado por una izquierda!"

    El 10 de enero de 1870, después de seis sesiones, los presidentes anunciaron que el esquema sería devuelto a la Diputación de la Fe para su reestructuración. Mientras tanto, deberían abordarse los esquemas sobre la disciplina eclesiástica. Quizás esto proporcionaría un terreno común que permitiera respirar un poco y reconstruir la unidad, antes de reanudar los debates sobre las cuestiones más disputadas...

    ***
    Aunque en enero de 1870, la cuestión de la infalibilidad papal parecía haber sido dejada de lado temporalmente, con los Padres Conciliares aparentemente divididos, no dejó de provocar una creciente agitación durante el invierno.

    Como las congregaciones generales se celebraban por la mañana durante ciertos días de la semana, un gran número de Padres Conciliares pudieron reunirse para ofrecer la mayor retroalimentación posible a la posición que defendían.

    Así, durante el mes de enero, una petición a favor de la infalibilidad recolectó cerca de 380 firmas, y otras, similares, alrededor de cien. Entre los defensores de las prerrogativas pontificias, figuraban algunos nombres importantes: los futuros cardenales Pie, Mermillod, Deschamps y Manning.

    Los opositores a la infalibilidad -una minoría que representaba el 20% del Concilio unida en torno a obispos como Monseñor Darboy, arzobispo de París, o Monseñor Dupanloup, obispo de Orleans- presentaron, por su parte, una petición que rechazaba cualquier definición, considerada inapropiada, y propusieron que se mantuviera el statu quo. Esta petición recolectó 136 firmas, una cifra suficiente para paralizar el debate.

    También se involucró en el asunto una campaña de prensa. Sin duda, para impresionar a los círculos romanos, Monseñor Dupanloup recurrió a sus amigos Albert de Broglie y Augustin Cochin, dos importantes escritores del diario Le Français.

    A medida que la agitación aumentaba, el Concilio intentó ganar un poco de tiempo dirigiendo la atención al ámbito de la disciplina eclesiástica, que se suponía generaría menos oposiciones. Se elaboraron veintiocho esquemas por la Comisión para la Disciplina y dieciocho por la Comisión de Religiosos.


    Pero los primeros diagramas distribuidos -que se referían al papel delegado a los obispos, a los vicarios generales y a los sínodos- no fueron recibidos con gran entusiasmo. Al igual que sucedió con el tema de la infalibilidad, los Padres Conciliares se dividieron en dos grupos: uno conformado por aquellos que temían un nuevo intento de socavar los derechos del pontífice romano, y el otro que defendía las prerrogativas de los obispos diocesanos.


    Por su parte, el Patriarca de los católicos de rito caldeo, Monseñor Audo, enfatizó el peligro de alinear las costumbres de las Iglesias orientales con la disciplina de Roma. Unos días después fue reprendido por el Papa Pío IX, debido a otro asunto no relacionado con el Concilio, por lo que el alto prelado parecía, erróneamente, haber sido víctima de su franqueza. Este evento, aunque incidental, tuvo el efecto de aumentar aún más la tensión entre la minoría y el grupo romano.


    Por otra parte, el esquema sobre la vida de los clérigos y el que preveía la sustitución de los catecismos diocesanos por un catecismo universal fueron adoptados por una gran mayoría el 22 de febrero de 1870, a pesar de la oposición de Monseñor Dupanloup, que protestó una vez más contra lo que juzgaba como un "exceso de centralización romana".


    Se acercaba el final del invierno. Mientras que los jardines romanos se cubrían con sus primeras flores, los Padres Conciliares parecían estar abrumados por el agotamiento a causa de los interminables debates, incluso si, de vez en cuando, alguna intervención ayudaba a animar el ambiente cada vez más pesado. Por ejemplo, la de un obispo siciliano que justificó el uso de la sotana explicando que, según el profeta Isaías, el Señor lleva en el cielo una túnica con una larga cola...


    Además, se tomó la decisión de suspender los trabajos del 22 de febrero al 18 de marzo a fin de establecer nuevas reglas de debate para un Concilio que parecía haber durado ya mucho tiempo, y para reconfigurar la sala conciliar construida en la Basílica del Vaticano con el objetivo de mejorar la acústica. ¿Se entenderían mejor después de eso? No cabía estar seguro…

    (continúa)

    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

  4. #4
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    Re: Concilio Vaticano I de Pío IX (1869-70): opuesto al Vaticano II de Juan XXIII

    (2)

    Una primavera prometedora

    Las nuevas regulaciones aprobadas por el Papa Pío IX, el 22 de febrero, incluían cuatro modificaciones importantes:

    -Las propuestas de enmiendas y las críticas a los esquemas deberían comunicarse por escrito y no verbalmente, como era el caso anteriormente;

    -Las votaciones se llevarían a cabo según la posición "sentados" o "de pie", esto con el fin de ahorrar aproximadamente una hora y media por vez, comparación con la votación individual por "placet" que debía contarse uno por uno;

    -Los presidentes recibieron autorización para someter a voto el cierre anticipado de una discusión, si al menos diez Padres lo solicitaban;

    -Una mayoría absoluta de votos bastaría para que se adoptara una constitución.

    Como era de esperar, los líderes de la minoría mostraron su oposición a los dos últimos cambios a las regulaciones. Una protesta elaborada por Monseñor Dupanloup fue firmada por cincuenta prelados, incluidos treinta franceses. Los obispos del mundo germánico presentaron una petición más radical, que reunió catorce firmas. ¡Algunos Padres incluso amenazaron con abandonar el Concilio si no obtenían un fallo favorable!

    La suspensión de los debates permitió que los espíritus se tranquilizaran. Cuando se reanudaron, el 18 de marzo, fue el esquema sobre la Revelación, preparado por el jesuita Johann Baptist Franzelin, y reelaborado entre otros por Monseñor Pie y el Padre Kleutgen, el que se convirtió en el centro de atención.

    Parecía que las cosas empezaban a tranquilizarse: el esquema recibió el apoyo de los Padres y la discusión se centró únicamente en algunas enmiendas menores. Por ejemplo, Monseñor Joachim Pecci, futuro papa León XIII, exigió, en vano, la condena explícita del llamado error del "tradicionalismo".

    Desarrollada en el siglo XIX por pensadores como Bonald y Bonnetty, la doctrina del tradicionalismo afirma que el conocimiento del orden metafísico, moral y religioso no es accesible a la razón individual. En esta perspectiva, solo se puede adquirir este conocimiento con certeza mediante una revelación, llamada primitiva, que se transmite y atestigua con autoridad por el lenguaje, el espíritu de un pueblo, la tradición, el pensamiento colectivo, etc.

    La calma de las discusiones fue repentinamente interrumpida por un prelado croata, Monseñor Joseph Strossmayer, obispo de Bosnia y Sirmia, quien reprochó al esquema su dureza en relación con el protestantismo. Aprovechó también su intervención para quejarse de los cambios realizados en los reglamentos del Concilio, lo que le valió algunas burlas.

    Como era de esperar, el incidente fue explotado por algunos polemistas y por la prensa, quienes presentaron al público este episodio como característico de la división entre la mayoría y la minoría. Incluso hubo un sacerdote apóstata que elaboró un discurso apócrifo atribuido a Monseñor Strossmayer, que tuvo gran éxito después del Concilio.

    El 12 de abril se celebró una votación sobre el esquema modificado: 83 Padres recurrieron al "placet iuxta modum", que prevé el examen de nuevas enmiendas.

    Se organizó una votación final el 24 de abril de 1870. Monseñor Strossmayer y algunos otros Padres estuvieron tentados a rechazarlo definitivamente, pero, siguiendo el consejo de los cardenales Schwarzenberg y Rauscher, decidieron renunciar a su idea, para no mostrar una oposición sistemática, que habría perjudicado a la minoría en el resto de los debates.

    Así fue como la primera constitución del Concilio fue aprobada por unanimidad por los 667 miembros presentes. Bajo el nombre Dei Filius, constituye una verdadera brújula para protegerse contra los errores modernos. En los jardines del Vaticano, en aquel año de 1870, la primavera parecía muy prometedora.

    ***

    Monseñor Joseph Strossmayer, que representaba la línea de los padres de habla alemana opuestos al partido romano, aunque se había adherido -por razones tácticas- al texto propuesto, no estuvo presente cuando los abanicos se inclinaron ante el soberano pontífice al descender de la Silla Gestatoria, pues había acudido en persona para aprobar la nueva Constitución.

    Dei Filius, llamada así por el incipit del texto, ofrece una síntesis clara y definitiva sobre Dios, la Revelación y la fe, a fin de responder a los errores del panteísmo, el materialismo y el racionalismo moderno.

    El primer capítulo trata de la existencia de un Dios personal, libre, creador de todas las cosas, absolutamente independiente del mundo material y espiritual creado por Él.

    El segundo capítulo recuerda que todo hombre puede alcanzar con certeza, a través de la luz de la razón natural, el conocimiento de ciertas verdades, como la existencia de Dios. Además, también enseña que la revelación divina es esencial para poder conocer otras verdades.

    En el tercer capítulo, Dei Filius enfatiza la racionalidad de la fe católica, y demuestra que la Iglesia, guardiana del depósito de la fe, lleva en sí misma la garantía de su origen divino.

    El cuarto y último capítulo trata de las relaciones existentes entre la ciencia y la fe, que no se oponen entre sí, sino que, por el contrario, se llaman y responden una a la otra, de acuerdo con la distinción entre sus objetos formales.

    Dei Filius termina con una serie de dieciocho cánones que califican de anatema los errores opuestos, considerados como heréticos: en efecto, desde 1868, se decidió que los cánones se reservarían para las herejías, mientras que, en los capítulos, el Concilio señalaría otros errores.

    La aprobación de la constitución Dei Filius fue un éxito para el Concilio en general y para el Papa Pío IX en particular.

    Sin embargo, la tregua duró muy poco. El esquema De Ecclesia -documento preparatorio correspondiente a la Iglesia, sus relaciones con el Estado y las prerrogativas del sucesor de Pedro- "se filtró" en la prensa a finales de enero, ocasionando gran conmoción en las cancillerías europeas, que temían un endurecimiento de las posturas romanas.

    Presintiendo una prolongación indefinida de las discusiones sobre temas complejos, el partido romano se preguntó si no sería más prudente anticipar el debate sobre la infalibilidad. Porque el tiempo podía acabarse. No sabían cuánta razón tenían...

    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
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    Re: Concilio Vaticano I de Pío IX (1869-70): opuesto al Vaticano II de Juan XXIII

    (3)

    La decisión de Pío IX

    En la primavera de 1870, muchos Padres temían, debido al ritmo de los trabajos conciliares, que el esquema central destinado a tratar sobre las prerrogativas del sucesor de Pedro no sería examinado antes de un año. Sin embargo, los disturbios políticos en Europa hacían pensar que el tiempo se acababa: de ahí surgió la idea de anticipar el tema de la infalibilidad papal.

    La minoría opuesta a cualquier definición sobre este tema en disputa se apresuró a protestar, con el apoyo de algunos prelados italianos, pero no por ello menos importantes. Por ejemplo, el cardenal Joaquín Pecci, futuro papa León XIII, consideraba "imprudente exasperar a la oposición alterando el orden normal de las discusiones".

    Sin embargo, el partido romano no cedió: el 23 de abril de 1870, una petición firmada por cien Padres fue entregada al pontífice soberano. En ella se exigía un examen inmediato del esquema De Romano Pontifice y, por lo tanto, del tema de la infalibilidad.

    En los salones del Palacio del Quirinal -la residencia papal desde el Renacimiento hasta 1870, Pío IX reflexionaba. Escuchó la opinión contraria de ciertos Padres, como Monseñor Dupanloup, a quien le preocupaba una cuestión que estaba "trastornando a Europa en esos momentos". El embajador francés ante la Santa Sede expresó al Santo Padre que una reversión de los trabajos "daría crédito al sentimiento de que el Concilio solo había sido convocado para definir la infalibilidad del soberano pontífice".

    El 29 de abril de 1870, el Papa, para gran disgusto de la minoría, decidió a favor de un examen anticipado del tema de la infalibilidad.

    Quedaba por elaborar el esquema que se presentaría al Concilio, para no encender demasiado los debates. Así, surgieron dos corrientes entre los miembros de la Diputación de la Fe, cuyo papel era dar el último toque al esquema antes de ser examinado por los Padres conciliares. Los defensores más entusiastas de la infalibilidad se inclinaban por conservar el documento original sin ningún cambio, mientras que el ala más moderada opinaba que debía modificarse. Lo último prevaleció.

    La fórmula original propuesta para definir la infalibilidad preocupaba a más de uno, por ser considerada imprecisa y, por lo tanto, extensiva: el Papa sería declarado infalible cuando definiera "lo que en materia de fe o moral debe ser admitido por toda la Iglesia". En esto se podía entender no solo las verdades a ser creídas de la fe divina, sino también un espectro más amplio de verdades de rango inferior, como hechos dogmáticos o conclusiones teológicas aprobadas.

    Temiendo una ruptura definitiva con la minoría anti-infalibilista, el ala moderada de la Diputación logró que la fórmula fuera reelaborada. El Padre Franzelin se ocupó de ello: en su versión final, la infalibilidad se refiere a "lo que se debe creer de la fe divina", y no a "lo que debe ser admitido por toda la Iglesia".

    El esquema así modificado se presentaría a los Padres conciliares a partir de mayo. Se creía que tendría lugar un examen que ganaría rápidamente el apoyo del Concilio. Sobre todo, porque el optimismo estaba a la orden del día en Roma: en ese mes de mayo, Napoleón III acababa de ganar en París un plebiscito que fortaleció el Imperio. "En ninguna otra época el mantenimiento de la paz en Europa fue más seguro", declaró en ese momento el jefe de gobierno Emile Olivier.

    Y, sin embargo, el cielo de repente comenzó a oscurecerse.

    ***

    El 13 de mayo de 1870, bajo la cúpula de la Basílica del Vaticano, se escuchaba un murmullo continuo: las congregaciones generales finalmente habían comenzado a debatir el esquema sobre la infalibilidad pontificia, según lo propuesto por la Diputación de la Fe.

    Fue un francés, Monseñor Louis-Edouard Pie, quien tuvo el honor de presentar el proyecto que definía solemnemente las prerrogativas del sucesor de Pedro. El obispo de Poitiers fue elegido, explica su biógrafo, Monseñor Baunard, debido a la reserva y el equilibrio que siempre mantuvo cada vez que abordaba este tema tan espinoso.

    Monseñor Pie intentó aclarar el campo a nivel doctrinal: "no se trata de atribuir el privilegio de la infalibilidad al Papa como persona privada considerada por separado del resto de la Iglesia, ni de oponer la figura del Papa a la Iglesia, como si la cabeza pudiera vivir sin su cuerpo", explicó el prelado.

    Debates apasionados que terminaron estancados

    Había un consenso sobre la posición de Monseñor Pie, pero existía una discusión sobre si era realmente oportuno definir el tema de la infalibilidad en ese momento. El obispo de Nancy explicó así la naturaleza apasionada de la discusión: "varios oradores dan la impresión de hablar con los puños cerrados o con el dedo en el gatillo de un revólver", escribió Monseñor Joseph-Alfred Foulon, el 23 de mayo de 1870.

    Así, Monseñor Georges Darboy, arzobispo de París (que moriría un año después bajo las balas de los revolucionarios parisinos) se opuso categóricamente a la definición de la infalibilidad pontificia: "Si el mundo entero rechaza la verdad cuando esta es presentada por todo el cuerpo de la Iglesia docente, ¡cuánto más la rechazará cuando se la presente un doctor infalible de última hora!"

    Monseñor Henry Edward Manning, arzobispo de Westminster, inmediatamente se opuso a su colega de París. Basándose en su experiencia como converso del anglicanismo, defendió ardientemente la definición del dogma de la infalibilidad.

    Pasaron los días y los discursos se sucedían unos a otros: sesenta y cinco en dos semanas, incluidos veintiséis a favor del ala anti-infalibilidad. La repetición de los argumentos empezó a volverse gradualmente monótona, incluso tediosa, y todavía había cuarenta hablantes registrados para hablar en el aula conciliar...

    Fue así que, el 2 de junio de 1870, de acuerdo con las reglas del Concilio modificadas unos meses antes para evitar cualquier estancamiento, ciento cincuenta padres firmaron una petición solicitando el cierre de la discusión general. A partir de ese momento, los debates podrían entrar de lleno en la materia y centrarse en los diferentes capítulos del esquema.

    Pero el diablo a menudo acecha en los detalles. ¿En Roma, quizá más que en otros lugares?...

    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
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    Re: Concilio Vaticano I de Pío IX (1869-70): opuesto al Vaticano II de Juan XXIII

    (4)

    Los debates relativos al texto sobre la infalibilidad comenzaron el 6 de junio de 1870. El prólogo y los capítulos introductorios no plantearon problemas importantes. Finalmente, el 15 de junio se examinó la definición de la infalibilidad papal. En este fin de primavera romana, los rayos del sol ya eran abrumadores, y estaban listos para calentar los ánimos.

    Deseando apaciguar a la minoría opuesta a cualquier definición, un miembro del partido romano, el cardenal Filippo Maria Guidi, reconocido teólogo dominico, propuso no hablar de "la infalibilidad del pontífice romano", sino más bien de "la infalibilidad de sus doctrinas". Curiosamente, Monseñor Guidi insistió en que la asistencia divina no debía entenderse como algo que afecta a la persona del Papa, sino solo a algunas de sus acciones, y siempre que el Papa enseñe la doctrina tradicional de la Iglesia.

    Para el teólogo dominico, un examen serio de la Tradición debía preceder a cualquier definición, y este examen podría consistir en una encuesta entre los obispos del mundo católico, testigos naturales de la fe de las Iglesias locales.

    Aparentemente, estas observaciones mesuradas lograron el apoyo de la minoría anti-infalibilidad. Esta última consideraba, según lo que escribió el 29 de junio el obispo de Nancy, Monseñor Joseph-Alfred Foulon, que el puente de la concordia finalmente se había construido entre las dos fracciones de la asamblea, y que todo terminaría bien después de haber comenzado bastante mal. ¿Se acercaba el fin de las discusiones?

    Sin embargo, el partido romano reaccionó fuertemente contra lo que consideraba una concesión inaceptable: fue así que Monseñor Domenico Jacobini, miembro de Propaganda Fide, objetó al cardenal Guidi que, por haber defendido tal tesis, "el orador merecería ser condenado a ocho días de ejercicios espirituales".
    El Papa Pío IX, irritado por el informe de la intervención del dominico, mandó llamar a este último la noche del 18 de junio para reprender enérgicamente al mortificado “porporato”, exclamando: "La Tradizione son’Io", "¡La Tradición, soy yo!"

    Sin embargo, hay que reconocer un mérito en la posición defendida por Monseñor Guidi: el de evitar la trampa de una "papolatría" que podría conducir a la aceptación de cualquier reforma futura, siempre y cuando hubiera recibido la aprobación de un Papa - una trampa que surgiría sesenta años después, durante otro concilio celebrado también en el Vaticano.

    El hecho es que el sujeto de la infalibilidad es el propio Papa, aunque solo aplique a algunos de sus actos. Un acto no puede estar sujeto a la infalibilidad por sí mismo, sino por aquel que se la comunica.

    ¿Es poco realista imaginar por un momento que, si el concilio hubiera escuchado la voz del cardenal Guidi, la historia de la Iglesia habría sido diferente? Pascal sonreiría ante esta idea, un eco tan distante como fiel a su famoso pensamiento sobre "la nariz de Cleopatra"...

    ***

    Después del rechazo de la propuesta del cardenal Guidi, quien presentó una definición moderada de la infalibilidad pontificia, los miembros de la delegación de la fe no se dieron por vencidos. Trabajaron arduamente para encontrar una fórmula capaz de lograr un consenso más o menos general.

    La duración y la aspereza de los debates contribuyeron a mostrar a los partidarios de la infalibilidad la complejidad del problema y la necesidad de adoptar una actitud más moderada, así como de encontrar las palabras correctas. En cuanto a la minoría, se resignó a tener que aceptar la idea de una definición que la incomodaba.

    El cardenal Luigi Bilio, uno de los presidentes del Concilio, propuso a los padres Franzelin y Kleutgen elaborar una nueva fórmula que no extendiera excesivamente el objeto de la infalibilidad. Esta acción también contribuiría a tranquilizar a las cancillerías europeas que temían las intervenciones pontificias en el campo político. Finalmente, la nueva fórmula tendría cuidado de no presentar nunca al Papa como "separado" o "independiente" de la Iglesia en el ejercicio de su infalibilidad.
    Al principio, este acuerdo pareció satisfacer tanto a los ultramontanos como a su líder, el cardenal Henry Manning, y al ala anti-infalibilidad liderada por Monseñor Wilhelm von Ketteler, obispo de Maguncia.

    Pero del dicho al hecho hay mucho trecho... El 13 de julio de 1870, todo el documento fue sometido a votación. Al menos cincuenta Padres Conciliares presentes en Roma decidieron practicar la política de la silla vacía. Peor aún, de los 601 votos emitidos, hubo 88 non placet, es decir, votos de rechazo, y 62 placet juxta modum (solicitud de nuevas enmiendas). Incluso los miembros del partido romano se mostraron poco satisfechos con el texto propuesto.

    ¿Podría ser que, en esta votación, según la opinión del cardenal Pie, influyó un telegrama enviado desde París, que anunciaba la inminencia de una guerra contra Prusia y, por lo tanto, la posibilidad de que la minoría en el Concilio viera diferida la definición de la infalibilidad? ¿O fue consecuencia de la modificación, unos días antes, de un canon que condenaba ciertas tesis apoyadas por la minoría, bajo la presión del cardenal Manning y con el apoyo del papa Pío IX?

    Cualesquiera que hayan sido las razones de la votación del 13 de julio, el hecho es que una cuarta parte de los Padres Conciliares creyó conveniente expresar su desacuerdo, incluidas varias figuras de renombre mundial.

    El Padre Emile Amann, en el Dictionnaire de théologie catholique, comenta lo siguiente: "Estábamos muy lejos de aquella famosa unanimidad moral, la cual, definitivamente, no era una condición para la validez de las decisiones conciliares, pero era, en todos los aspectos, muy deseable lograr".

    A partir de ese momento, sería necesario redoblar los esfuerzos y la buena voluntad para reconstruir la unidad. Pero los organizadores del Concilio seguían siendo optimistas. Roma no se construyó en un día…
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    Re: Concilio Vaticano I de Pío IX (1869-70): opuesto al Vaticano II de Juan XXIII

    (5)

    La hora de la verdad

    Inmediatamente después del episodio del voto negativo del 13 de julio de 1870, se reanudaron las negociaciones. La minoría, reacia pero resignada a aceptar una definición sobre la infalibilidad, quería algunas garantías.

    Fue así que, en la tarde del 15 de julio, el arzobispo de París, Monseñor Georges Darboy, visitó al pontífice soberano, en compañía de una delegación compuesta por el primado de Hungría, los arzobispos de Lyon y Múnich, y los obispos de Maguncia y de Dijon. Su objetivo era obtener la inserción, en la definición de la infalibilidad papal, de algunas palabras que implicaban una cierta participación del episcopado en este privilegio.

    Al mismo tiempo, Pío IX recibió en su escritorio un doble sobre blanco que contenía una carta del obispo de Orleans, Monseñor Félix Dupanloup, quien imploraba a Su Santidad que "examinara las cosas por sí mismo", destacando el peligro que se corría al definir "como de fe, bajo pena de anatema, aquello que no es más que una opinión escolar".

    Pío IX se negó a jugar este juego, y se mantuvo firme en su decisión de proclamar aquello que era una verdad de fe. Aprovechando la firmeza mostrada por el Papa, el partido romano incluso logró que se mencionara en el borrador del documento final una clara condena del galicanismo.

    La partida del grupo anti-infalibilidad

    La minoría se vio golpeada por la reacción del Santo Padre. ¿Qué actitud debía adoptar? Las opiniones diferían: algunos consideraban que las enmiendas hechas en los días anteriores representaban un paso en la dirección correcta, que los opositores de la infalibilidad habían moderado sus posiciones en las últimas semanas, y que una oposición frontal no sería productiva. Otros, sin embargo, deseaban luchar: creían que seguía siendo necesario el voto non placet, para hacer hincapié en la ausencia de unanimidad moral del Concilio, y desacreditar a este último.

    Hubo muchos que propusieron abandonar los debates, al no querer aceptar una fórmula que no les convenía, ni tampoco emitir un voto negativo que, en su opinión, podría dar lugar a manifestaciones hostiles "desde las gradas donde se encontrarían reunidos todos los sacerdotes exaltados", según se explica en el acta de la reunión de la minoría del 16 de julio.

    Monseñor Dupanloup, un prelado influenciado por el galicanismo, pero preocupado por el bien común, insistía en que un voto negativo escandalizaría a un gran número de fieles: ¿no existía el riesgo de alejar a los más débiles de la Iglesia, en un momento en que esta última ya se encontraba bajo el ataque del mundo moderno?

    Después de una cuidadosa reflexión, la minoría decidió abstenerse de participar en la votación final y abandonar Roma inmediatamente. Una carta elaborada en términos respetuosos fue redactada a toda prisa para informar al Papa Pío IX de las razones de esta apresurada partida. Cincuenta y cinco obispos firmaron dicha carta, a los cuales hay que agregar seis prelados que escribieron en su propio nombre una carta personal.

    En la mañana del 18 de julio, mientras los carruajes tirados por caballos, que transportaban a los miembros de la minoría y a su séquito, partían levantando una nube de polvo tras de sí, en la sacristía de San Pedro, el Papa, era revestido con su gran capa dorada, sujetada en la parte delantera por el tradicional y precioso formal fabricado en plata sólida.

    Una vez sentado en la silla gestatoria, un cardenal coronó al Papa con una brillante mitra de piedras preciosas. El pontífice meditó durante un largo tiempo antes de hacer su solemne entrada en la Basílica del Vaticano. A lo lejos, las nubes empezaban a acumularse y se escuchó un gran trueno.

    ***

    EPÍLOGO

    El Concilio Vaticano I entró en la historia el 18 de julio de 1870. Esa mañana, según testigos, se desató una terrible tormenta sobre la Ciudad Eterna. Al mismo tiempo, los 535 Padres Conciliares todavía presentes en Roma se reunieron en el aula de la basílica del Vaticano y aprobaron por unanimidad la constitución Pastor Aeternus.

    En medio de un barullo indescriptible ocasionado por los vítores de los participantes, el Papa Pío IX ratificó el voto: a partir de ese momento, el dogma de la infalibilidad papal quedaba definido solemnemente.

    La mayoría de los Padres Conciliares abandonaron Roma de inmediato. El calor del verano aumentaba con la declaración de la guerra franco-prusiana. El Papa permitió a los obispos ausentarse durante unos meses, hasta el 11 de noviembre, cuando la situación política mejorara, antes de reanudar el Concilio.

    Porque, en la mente del Santo Padre, el Concilio Vaticano I estaba apenas en su etapa inicial: 51 esquemas, incluidos 28 de carácter disciplinario, aún no se habían discutido, y la mayoría no se habían distribuido a los Padres.

    La Marcha sobre Roma y el fin de los Estados de la Iglesia

    Sin embargo, los acontecimientos políticos destruirían las esperanzas pontificias. Aprovechando la retirada de la brigada francesa que protegía a los Estados Pontificios, el gobierno italiano anunció el 29 de agosto su deseo de limitar el poder del Papa únicamente a la ciudad leonina.

    El desastre de la Batalla de Sedán, el 1 de septiembre de 1870, que ocasionó en Francia el colapso del Segundo Imperio, precipitó lo inexorable: la eliminación de la amenaza francesa aseguró que Austria no interviniera en el conflicto, y acto seguido los italianos decidieron marchar sobre Roma.

    Pío IX rechazaba todo derramamiento de sangre innecesario, por lo que ordenó al jefe del Estado mayor de las fuerzas armadas de los Estados Pontificios, el general Hermann Kanzler, que se rindiera tan pronto como los italianos hubieran disparado el primer cañón. Además, el 20 de septiembre, a las diez de la mañana, el general Cadorna conquistó la ciudad a través de la porta Pia: los Estados de la Iglesia no sobrevivieron.

    El 20 de octubre de 1870, creyendo que la libertad del Concilio ya no estaba asegurada, el Papa Pío IX prorrogó la asamblea sine die.

    ***

    El Concilio Vaticano I permanecería inconcluso. Solo duró ocho meses. Sin embargo, sería un error subestimar su trabajo y su alcance:

    1) Los trabajos de las comisiones preparatorias sobre la disciplina eclesiástica, las misiones, las Iglesias orientales, etc. no se perdieron. En su mayor parte, serían reutilizados por los redactores del Código Pío-Benedictino, promulgado en 1917.

    2) La constitución Dei Filius, que trata sobre la relación entre fe y razón, sigue siendo una brújula, un siglo y medio después de su promulgación.

    3) Sobre todo, la constitución Pastor Aeternus, más matizada que el esquema original, circunscribe con precisión el objeto de la infalibilidad. El texto adoptado descarta las interpretaciones maximalistas apoyadas por algunos teólogos romanos, lo que también explica por qué la mayoría de los obispos de la minoría opuestos a la infalibilidad se sometieron, una vez que habían regresado a casa, y la dureza del debate había terminado.

    ***

    La reanudación del Concilio (1958)

    Los años pasaron, los regímenes políticos se sucedieron, las guerras también, siempre más sangrientas. La cuestión romana fue resuelta en 1929 por los Acuerdos de Letrán. La cuestión de la reanudación del Concilio inconcluso fue considerada por Pío XI, y luego por Pío XII.

    Elegido el 28 de octubre de 1958 en la sede de Pedro, Juan XXIII tardó menos de tres meses en anunciar al mundo su decisión de convocar un nuevo concilio ecuménico. Esta sería la gran obra de su pontificado: dar seguimiento al Concilio Vaticano I, a pesar de las advertencias y los riesgos inherentes a la celebración de una asamblea de este tipo mientras la Iglesia se veía sacudida por el resurgimiento de las corrientes progresistas, liberales y modernistas.

    A quienes le preguntaban qué esperaba del Concilio, Juan XXIII respondía abriendo una ventana: "¡Aire fresco en la Iglesia!" En vez de aire fresco, fue un frío helado lo que se abatió sobre la barca de Pedro. La primavera anunciada se convirtió en un invierno tan sombrío como cruel, allanando el camino para "la autodestrucción de la Iglesia", como observaría el Papa Pablo VI. Pero esa es otra historia...

    Todo el trabajo (10 entregas), está tomado de los enlaces que aquí se dan:

    https://fsspx.news/es/news-events/news/vaticano-i-una-mirada-retrospectiva-un-concilio-inconcluso-fin-59290
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

  8. #8
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    Re: Concilio Vaticano I de Pío IX (1869-70): opuesto al Vaticano II de Juan XXIII

    Importante papel de los obispos españoles en el Concilio Vaticano Primero, (pero sospechosamente silenciado en una "Historia de la Iglesia" posconciliar y de patronazgo episcopal) ...


    Revista
    ¿QUÉ PASA? núm 150, 11-Dic-1966

    ESPAÑOLES EN EL VATICANO I

    Por IJCIS

    España, que ya en el primer Concilio Ecuménico (Nicea, 325) cooperó en tan alto grado, por medio del gran Osio, a salvar el dogma medular de la divinidad de Jesucristo; y que en la Asamblea Tridentina —la más importante de la Iglesia— logró una preponderancia tal, según propios y extraños, que contribuyó más que nación alguna a formular las verdades dogmáticas y a informar las disposiciones disciplinarias del verdadero espíritu de la reforma católica... España dio en el Concilio Vaticano I (1870) el ejemplo único y magnífico de todo su Episcopado (con el de Hispanoamérica) y de todo su clero defendiendo con ardor la Infalibilidad Pontificia, que dio el golpe de gracia a la tendencia galicana, reforzó la unidad católica y avivó tan consoladoramente la devoción al Papa.

    1. UNA OMISION INCOMPRENSIBLE


    Tal es la de la "Historia de la Iglesia Católica", de la B. A. C., que en todo el capítulo dedicado al Concilio no cita para nada a los españoles, con una desinformación e injusticia manifiestas. Se contenta (y eso en la segunda edición) con anteponer un parrafito, como de compromiso, en que se dice que fue notable su actuación; pero esa actuación no aparece luego por ninguna parte.

    No nos detendremos en accidentes y detalles. Pero, ¿quién duda que la cuestión batallona del Vaticano I, eje a cuyo alrededor gira todo lo demás y por lo que principalmente ha pasado a la Historia, fue la definición dogmática de la Infalibilidad Pontificia?

    Pues bien, todo el Episcopado español, con su clero, seguido por el hispanoamericano, desde el principio, sin vacilar y como un solo hombre, defendió con elocuencia, sólida ciencia teológica y apostólica valentía, esta verdad trascendental.

    Nuestros Obispos eran, en conjunto, insignes, como formados en la escuela de San Antonio María Claret. A él se debió más que a nadie aquel episcopado excelente que supo afrontar con admirable sabiduría y entereza los embates de la revolución septembrina. Distinguiéronse especialmente: Lluch, de Salamanca; Monescillo, de Jaén; García Gil, de Zaragoza; Montserrat, de Barcelona; Caixal, de Urgel; Martínez, de La Habana...

    Un testigo tan imparcial y desapasionado como el santo autor del “Diario del Concilio Vaticano I”, León Dehón, no duda en afirmar que estos Padres eran “verdaderos teólogos, que el episcopado español sobrepujaba a todos los demás”.

    Ahora bien, ¿qué pensar de una “Historia” (y escrita por españoles) que no sólo no pone de relieve tan consoladora y positiva realidad, sino que la ignora en absoluto? Por lo visto, era más trascendental y constructivo entretenerse con el irenismo oportunista de Dupanloup, las belicosas diatribas de Dollinger, las intemperancias de Strossmayer o los apasionados y parciales artículos de “Correspondance” y “Allgemeine Zeitung”.

    Creíamos que «la Historia no se escribe para gente frívola y casquivana»...


    2. CIENCIA Y SANTIDAD: PAYÁ Y CLARET


    Dos Padres españoles llamaron la atención principalmente en el primer Concilio Vaticano: el Obispo de Cuenca, Miguel Payá y Rico, y el eximio Arzobispo y Fundador, San Antonio María Claret, «el Santo del Concilio Vaticano I».

    Monseñor Payá fue una figura señera en aquella Asamblea memorable. Tres fueron sus intervenciones. La más sonada y eficaz es la del 1 de julio de 1870, en la LXXX Congregación General. Véase, entre tantos, un testimonio extranjero, el del periodista francés de “L'Univers”: «Todo el honor de la sesión fue para monseñor Paya, Obispo de Cuenca, el cual consiguió durante cinco cuartos de hora, y a pesar de la extrema fatiga de los Padres, tener pendiente de sus labios al augusto auditorio. Hablando el latín con una facilidad y elocuencia admirables, refutó con una ciencia teológica profunda, que arrebataba la atención, los argumentos de todo género invocados hasta ahora, con una definición clara y completa del dogma de la infalibilidad. Al bajar de la tribuna se desbordó el entusiasmo, recibiendo abrazos de muchos Obispos, que al salir comentaban que el Prelado español había agotado la materia y había hecho trizas el galicanismo; proclamándole héroe del Concilio. El Maestro de Cámara de Su Santidad le llegó a decir: "Vos sois el Crisóstomo del Concilio Vaticano».

    Fue tal la convicción que llevó al ánimo de los Padres, que más de sesenta creyeron ya innecesario hacer uso de la palabra que se les había concedido. ¿Nada más? Pío IX lo abrazó y ensalzó con efusiva gratitud en la sesión última y definitiva del 18 de julio.

    San Antonio María Claret era el jefe espiritual indiscutible de nuestros beneméritos Prelados. Muchos de ellos habían sido propuestos por él para la mitra; algunos se dirigían con él, y todos le veneraban como a santo, veneración que le profesaban todos los Padres del Concilio.

    No vamos a tratar de su callada labor por los seminarios y la formación sacerdotal, por el catecismo único y por el dogma de la Asunción de María. Hemos de ceñirnos a la infalibilidad del Romano Pontífice.

    Ya el 28 de enero había firmado, juntamente con otros 399 Obispos, la ardiente súplica de la definición, como «ineluctablemente necesaria desde todo punto de vista». Pero su día —y uno de los más grandes de la Ecuménica Asamblea— fue el 31 de mayo. Expuestas y solucionadas todas las objeciones, el Cardenal Moreno, Arzobispo de Valladolid —y con él todos los españoles e hispanoamericanos—, afirmó, categórico, que ni uno solo vacilaría en su voto favorable. Es el momento en que habla el P. Claret.

    Sus palabras breves, claras, precisas, de una impresionante libertad evangélica de corte paulino, que desenmascaraban ciertas actitudes en que había más de prudencia mundana que de espíritu de Dios, eran el testimonio de un mártir de Cristo, que ya había derramado su sangre por el Maestro y ansiaba verterla toda por la infalibilidad de su Vicario. Como algunos de los venerables Padres de Nicea, ostentaba en su rostro y su brazo las heridas recibidas en odio a la Iglesia. Y, cual otro Pablo, dijo a la sobrecogida Asamblea: «Traigo las cicatrices de Nuestro Señor Jesucristo en mi cuerpo». «Verdaderamente, exclamó el Secretario Conciliar, es un Confesor de la Fe».

    «Mis palabras —escribe el mismo Santo— causaron gran impresión, como las de todos los españoles, e hicieron prorrumpir al gran convertido inglés Cardenal Manning: «Los Obispos españoles se puede decir que son la guardia imperial del Papa».


    3. RECAPITULANDO

    Concilio de Nicea (325).—Nuestro Osio salva del incendio arriano la primera página del último Evangelio, consagra el término consustancial (que no han sabido traducir los modernos liturgistas), con que cierra el paso a toda evasiva semiarriana y asienta la roca inconmovible en que se afirma la Iglesia: la divinidad de Jesucristo.

    Concilio de Florencia (1439).—Juan de Torquemada, el mejor teólogo de su siglo, contribuye como el que más a la reconciliación solemne y oficial de Constantinopla con Roma, con la definición y aceptación, por las dos Iglesias, del primado pontificio y de su magisterio universal.

    Concilio de Trento (1545-63).—Es considerado por todos como el más notable de la Historia. El protestante Ranke escribe: «Con rejuvenecida fuerza se presentaba ahora el catolicismo». El católico Pastor añade: «Echó los cimientos de una verdadera reforma y estableció de un modo comprensivo y sistemático la doctrina católica». El “New York Times” decía, al terminar el Vaticano Il, que era el más importante después del de Trento. No son citas sospechosas para nuestro cipayos progresistas, que son ya más anti-tridentinos que los mismos agnósticos y protestantes. Y bien, no vamos a repetir con Menéndez y Pelayo, que tan mala o ninguna prensa tiene hoy en España, que el de Trento fue tan español como ecuménico. Preferimos el testimonio del francés Cardenal de Lorena, el cual escribía al Papa que debía tenerse gran cuenta con los Obispos españoles, «ya que, hablando en verdad, son personas de mucho valer, y en ellos solos, y en algún italiano, aparece más doctrina que en todos los demás».

    Concilio Vaticano I (1870).—Con su masiva adhesión a la Infalibilidad Pontificia contribuyen, sin cisuras, a la proclamación de este dogma nuclear, que torna tan difíciles y casi imposibles cualesquiera veleidades cismáticas o separatistas, según el mismo Cardenal Alfrink. (…)

    Última edición por ALACRAN; 03/11/2024 a las 13:34
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
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  9. #9
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    Re: Concilio Vaticano I de Pío IX (1869-70): opuesto al Vaticano II de Juan XXIII

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    ...

    En este otro hilo se analizan las enormes diferencias entre la Lumen Gentium (Vaticano II) en materia de "colegialidad" frente a la tradicional Constitución Dogmática Pastor Eternus (Vaticano I) y que puso patas arriba la doctrina teológica sobre el Primado de Pedro.

    El Primado Papal, dogma del Vaticano I, arrasado por la “colegialidad” (Vaticano II)
    Última edición por ALACRAN; Hace 2 semanas a las 13:40
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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