Revista ¿QUÉ PASA? núm 150, 11-Dic-1966
ESPAÑOLES EN EL VATICANO I
Por IJCIS
España, que ya en el primer Concilio Ecuménico (Nicea, 325) cooperó en tan alto grado, por medio del gran Osio, a salvar el dogma medular de la divinidad de Jesucristo; y que en la Asamblea Tridentina —la más importante de la Iglesia— logró una preponderancia tal, según propios y extraños, que contribuyó más que nación alguna a formular las verdades dogmáticas y a informar las disposiciones disciplinarias del verdadero espíritu de la reforma católica... España dio en el Concilio Vaticano I (1870) el ejemplo único y magnífico de todo su Episcopado (con el de Hispanoamérica) y de todo su clero defendiendo con ardor la Infalibilidad Pontificia, que dio el golpe de gracia a la tendencia galicana, reforzó la unidad católica y avivó tan consoladoramente la devoción al Papa.
1. UNA OMISION INCOMPRENSIBLE
Tal es la de la "Historia de la Iglesia Católica", de la B. A. C., que en todo el capítulo dedicado al Concilio no cita para nada a los españoles, con una desinformación e injusticia manifiestas. Se contenta (y eso en la segunda edición) con anteponer un parrafito, como de compromiso, en que se dice que fue notable su actuación; pero esa actuación no aparece luego por ninguna parte.
No nos detendremos en accidentes y detalles. Pero, ¿quién duda que la cuestión batallona del Vaticano I, eje a cuyo alrededor gira todo lo demás y por lo que principalmente ha pasado a la Historia, fue la definición dogmática de la Infalibilidad Pontificia?
Pues bien, todo el Episcopado español, con su clero, seguido por el hispanoamericano, desde el principio, sin vacilar y como un solo hombre, defendió con elocuencia, sólida ciencia teológica y apostólica valentía, esta verdad trascendental.
Nuestros Obispos eran, en conjunto, insignes, como formados en la escuela de San Antonio María Claret. A él se debió más que a nadie aquel episcopado excelente que supo afrontar con admirable sabiduría y entereza los embates de la revolución septembrina. Distinguiéronse especialmente: Lluch, de Salamanca; Monescillo, de Jaén; García Gil, de Zaragoza; Montserrat, de Barcelona; Caixal, de Urgel; Martínez, de La Habana...
Un testigo tan imparcial y desapasionado como el santo autor del “Diario del Concilio Vaticano I”, León Dehón, no duda en afirmar que estos Padres eran “verdaderos teólogos, que el episcopado español sobrepujaba a todos los demás”.
Ahora bien, ¿qué pensar de una “Historia” (y escrita por españoles) que no sólo no pone de relieve tan consoladora y positiva realidad, sino que la ignora en absoluto? Por lo visto, era más trascendental y constructivo entretenerse con el irenismo oportunista de Dupanloup, las belicosas diatribas de Dollinger, las intemperancias de Strossmayer o los apasionados y parciales artículos de “Correspondance” y “Allgemeine Zeitung”.
Creíamos que «la Historia no se escribe para gente frívola y casquivana»...
2. CIENCIA Y SANTIDAD: PAYÁ Y CLARET
Dos Padres españoles llamaron la atención principalmente en el primer Concilio Vaticano: el Obispo de Cuenca, Miguel Payá y Rico, y el eximio Arzobispo y Fundador, San Antonio María Claret, «el Santo del Concilio Vaticano I».
Monseñor Payá fue una figura señera en aquella Asamblea memorable. Tres fueron sus intervenciones. La más sonada y eficaz es la del 1 de julio de 1870, en la LXXX Congregación General. Véase, entre tantos, un testimonio extranjero, el del periodista francés de “L'Univers”: «Todo el honor de la sesión fue para monseñor Paya, Obispo de Cuenca, el cual consiguió durante cinco cuartos de hora, y a pesar de la extrema fatiga de los Padres, tener pendiente de sus labios al augusto auditorio. Hablando el latín con una facilidad y elocuencia admirables, refutó con una ciencia teológica profunda, que arrebataba la atención, los argumentos de todo género invocados hasta ahora, con una definición clara y completa del dogma de la infalibilidad. Al bajar de la tribuna se desbordó el entusiasmo, recibiendo abrazos de muchos Obispos, que al salir comentaban que el Prelado español había agotado la materia y había hecho trizas el galicanismo; proclamándole héroe del Concilio. El Maestro de Cámara de Su Santidad le llegó a decir: "Vos sois el Crisóstomo del Concilio Vaticano».
Fue tal la convicción que llevó al ánimo de los Padres, que más de sesenta creyeron ya innecesario hacer uso de la palabra que se les había concedido. ¿Nada más? Pío IX lo abrazó y ensalzó con efusiva gratitud en la sesión última y definitiva del 18 de julio.
San Antonio María Claret era el jefe espiritual indiscutible de nuestros beneméritos Prelados. Muchos de ellos habían sido propuestos por él para la mitra; algunos se dirigían con él, y todos le veneraban como a santo, veneración que le profesaban todos los Padres del Concilio.
No vamos a tratar de su callada labor por los seminarios y la formación sacerdotal, por el catecismo único y por el dogma de la Asunción de María. Hemos de ceñirnos a la infalibilidad del Romano Pontífice.
Ya el 28 de enero había firmado, juntamente con otros 399 Obispos, la ardiente súplica de la definición, como «ineluctablemente necesaria desde todo punto de vista». Pero su día —y uno de los más grandes de la Ecuménica Asamblea— fue el 31 de mayo. Expuestas y solucionadas todas las objeciones, el Cardenal Moreno, Arzobispo de Valladolid —y con él todos los españoles e hispanoamericanos—, afirmó, categórico, que ni uno solo vacilaría en su voto favorable. Es el momento en que habla el P. Claret.
Sus palabras breves, claras, precisas, de una impresionante libertad evangélica de corte paulino, que desenmascaraban ciertas actitudes en que había más de prudencia mundana que de espíritu de Dios, eran el testimonio de un mártir de Cristo, que ya había derramado su sangre por el Maestro y ansiaba verterla toda por la infalibilidad de su Vicario. Como algunos de los venerables Padres de Nicea, ostentaba en su rostro y su brazo las heridas recibidas en odio a la Iglesia. Y, cual otro Pablo, dijo a la sobrecogida Asamblea: «Traigo las cicatrices de Nuestro Señor Jesucristo en mi cuerpo». «Verdaderamente, exclamó el Secretario Conciliar, es un Confesor de la Fe».
«Mis palabras —escribe el mismo Santo— causaron gran impresión, como las de todos los españoles, e hicieron prorrumpir al gran convertido inglés Cardenal Manning: «Los Obispos españoles se puede decir que son la guardia imperial del Papa».
3. RECAPITULANDO
Concilio de Nicea (325).—Nuestro Osio salva del incendio arriano la primera página del último Evangelio, consagra el término consustancial (que no han sabido traducir los modernos liturgistas), con que cierra el paso a toda evasiva semiarriana y asienta la roca inconmovible en que se afirma la Iglesia: la divinidad de Jesucristo.
Concilio de Florencia (1439).—Juan de Torquemada, el mejor teólogo de su siglo, contribuye como el que más a la reconciliación solemne y oficial de Constantinopla con Roma, con la definición y aceptación, por las dos Iglesias, del primado pontificio y de su magisterio universal.
Concilio de Trento (1545-63).—Es considerado por todos como el más notable de la Historia. El protestante Ranke escribe: «Con rejuvenecida fuerza se presentaba ahora el catolicismo». El católico Pastor añade: «Echó los cimientos de una verdadera reforma y estableció de un modo comprensivo y sistemático la doctrina católica». El “New York Times” decía, al terminar el Vaticano Il, que era el más importante después del de Trento. No son citas sospechosas para nuestro cipayos progresistas, que son ya más anti-tridentinos que los mismos agnósticos y protestantes. Y bien, no vamos a repetir con Menéndez y Pelayo, que tan mala o ninguna prensa tiene hoy en España, que el de Trento fue tan español como ecuménico. Preferimos el testimonio del francés Cardenal de Lorena, el cual escribía al Papa que debía tenerse gran cuenta con los Obispos españoles, «ya que, hablando en verdad, son personas de mucho valer, y en ellos solos, y en algún italiano, aparece más doctrina que en todos los demás».
Concilio Vaticano I (1870).—Con su masiva adhesión a la Infalibilidad Pontificia contribuyen, sin cisuras, a la proclamación de este dogma nuclear, que torna tan difíciles y casi imposibles cualesquiera veleidades cismáticas o separatistas, según el mismo Cardenal Alfrink. (…) |
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