Signos de recuperación

JUAN MANUEL DE PRADA

QUEVEDO nos enseñaba que es habilidad españolísima comerse un puerro y representar un capón. Antaño esto se hacía por la negra honra de no querer que se supiese nuestra necesidad y laceria, según el ejemplo del escudero del Lazarillo, que tomaba una paja y salía a la puerta de su casa escarbándose los dientes que nada entre sí tenían, para hacer creer a los paseantes que acababa de pegarse la gran comilona. Pero esto ocurría antaño, cuando España era tierra de hidalgos y de pícaros (o de pícaros hidalgos) que ingeniaban industrias para seguir acoquinado a los herejes luteranos, haciéndolos creer que nadábamos en oro. Hogaño, en España ya no quedan hidalgos ni pícaros, sino tan sólo ciudadanía escabechada que los herejes luteranos utilizan a modo de felpudo o escupidera, después de que descubrieran que nadábamos en deudas; y la habilidad españolísima de comer un puerro y representar un capón ya no la empleamos sino para tratar de engañarnos a nosotros mismos, que es el engaño más melancólico que uno imaginarse pueda, como bien sabía el mencionado escudero del Lazarillo, que mientras roía los huesecillos de una uña de vaca se convencía de que no había manjar más sabroso en el mundo.

Ahora a los huesecillos de uña de vaca los llamamos «signos de recuperación», según el estilo mazorral adoptado por nuestros gobernantes, que meten en sus discursos más menciones a estos «signos de recuperación» que los obispos modorros al Concilio Vaticano (the Second). A estos «signos de recuperación» (denominados más modosamente «brotes verdes» por la cofradía zapateril) podrían aplicarse muchos epítetos, empezando por los que Quevedo aplicaba a aquellos caballeros capitaneados por don Toribio: hebenes, hueros, chanflones, chirles, traspillados y caninos; y aunque, por mucho que los mastiquemos, nuestras tripas sigan horras y descomulgadas, basta espolvorearse unos pocos de estos «signos de recuperación» por la barba y el vestido, como hacían los mencionados caballeros de don Toribio con unas migajas de pan que para tal efecto llevaban siempre en una cajuela, para parecer que hemos comido muy opíparamente. Es preciso, además, que se hable de estos «signos de recuperación» con gran ruido de sonajas y campanillas, que ahora llaman propaganda; pues siendo tales signos pura quimera, conviene siquiera que la gente se quede aturdida y con los tímpanos molidos como cibera, para que deje de escuchar los rugidos de sus tripas horras y acabe creyendo en los signos de marras, siquiera sea por sugestión. Los embelecos, para que camelen a los canelos, han de ser campanudos, como son de badajo, y retumbantes (bantes, bantes, bantes), hasta conseguir que algún hereje luterano, archipámpano de la Comisión Europea, el Fondo Monetario Internacional o cualquier otro nido de áspides dedicado a la rapiña de cristianos viejos, lo repita paternalmente, con sonrisita taimada. Pero ya se sabe que cuando estos archipámpanos, que son los mayores bellacos que Dios creó, hablan de «signos de recuperación», es porque se han cansado de usarnos como felpudo o escupidera y quieren sacarnos de una vez los higadillos, mientras nos dan por retambufa.

Y, si aún quedara algún palomo que creyera milagreramente que los «signos de recuperación» son ciertos y no fingidos, no tiene sino que comprobar cómo los sindicatos los niegan con denuedo y porfía. Pues no hay nadie mejor que los llamados sindicatos, que son susto de los banquetes, polilla de los bodegones y cáncer de las ollas, para detectar dónde se asa un capón y dónde se cuece un puerro.








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