Re: El adulterio en Francia
El coleccionista de barraganas
JUAN MANUEL DE PRADA
UNO repara en Hollande, con su aire de salidín con ínfulas de prócer (como emergido de una película de Ozores o Jaimito), y entiende el triste sino de la Revolución, que por mucho que se envuelva en el vaho acaramelado de lo chic y lo joli y lo mignon no es otro sino ir a morir a un chiribitil con olor a semen revenido y jergón resudado. A la historia bufa de Hollande y su última o penúltima barragana le ocurre aquello que nos anticipaba Gustave Thibon: «La peor desgracia en que puede incurrir el pecado es estar al alcance de todos. Cuando Tristán e Isolda, en lugar de errar por el bosque inhóspito sostenidos sólo por su amor, consumen burguesamente su adulterio sin riesgo ni castigo, ya no ofrecerán ningún interés». Interés noble, habría que añadir; pues el interés plebeyo y caníbal de la chusma que se refocila en la bajeza ajena (y, de este modo, se consuela de la suya propia), lo tiene garantizado. Este es el interés sórdido que le resta a Hollande, el coleccionista de barraganas.
Aunque la gente ingenua y la gente malvada se obstinen en presentar la Revolución como hija legítima del siglo de las luces, lo cierto es que es hija bastarda de la era de las sombras. Ni el contrato social de Rousseau, ni la división de poderes de Montesquieu, ni parecidas zarandajas; lo que en verdad encarna el espíritu revolucionario es La filosofía en el tocador de Sade. En esta obra, salida del caletre de un degenerado furioso, se expone el programa a siglos vista que debe seguir un gobierno republicano, si desea «conservar la forma esencial a su mantenimiento»; y tal programa no consiste en otra cosa sino en que «le deben resultar indiferentes todos los crímenes morales, y muy concretamente la prostitución, el adulterio, el incesto, la violación y la sodomía». Un programa tan vasto y ambicioso no puede llevarse a cabo, naturalmente, de la noche a la mañana; pero vemos cómo, poquito a poco, se va cumpliendo el desiderátum revolucionario de Sade, que también señaló el punto de partida, a saber: «Romper todos los frenos, empezando por aniquilar el matrimonio». Esta tarea aniquiladora, mucho más eficaz para su mantenimiento que la división de poderes, el contrato social y demás zarandajas para consumo de ingenuos y coartada de malvados, fue desde el principio el desnortado norte de la Revolución.
Y esta hija bastarda de la era de las sombras se puso manos a la obra, entronizando el adulterio, según lo demandara el espíritu de cada época. Durante el siglo XIX y primera mitad del XX, se puso a romancear con él, pues es achaque muy francés inventar suciedades para luego darse el gusto de embellecerlas; en la segunda mitad del XX y albores del XXI, sacándose del magín la golosina del ¡amor libre! y convirtiendo el adulterio, una vez desvanecido su carácter de cosa deshonrosa, en algo cuasi deportivo, como el pilates o el body-building. El problema es que el lecho de los malos amores se vuelve, tarde o temprano, cama de enfermo, pululante de miasmas y hedores pestíferos, como ahora se ve en la historia de Hollande. Y es que la pasión desordenada sólo conserva alguna grandeza mientras hay una moral rigurosa que la persigue: mientras esa moral subsiste, son posibles las grandes pasiones prohibidas, al estilo de Abelardo y Eloísa; pero, allí donde se ejerce sin trabas, el amor libre, a la vez que rechaza la tragedia, se hunde en el cieno de la vulgaridad más bufa, para ir a morir a un chiribitil con olor a semen revenido y jergón resudado, como les ocurre a este zascandil de Hollande y a sus barraganas. Y es que, como nos enseñaba (otra vez) Thibon, la facilidad lo corrompe todo, hasta el desorden.
El coleccionista de barraganas - Kioskoymas.abc.es