Los árboles y el agua
(Azorín, 1904)
"Subamos en el tren, lector amigo; escapemos de la ciudad a toda prisa; ya nuestras manos están cansadas de estrechar manos; ya nuestros labios sienten fatiga de repetir en estos días, la frase imprescindible. ¿A dónde ir? ¿Hacia qué parte dirigiremos nuestros pasos? Nosotros amamos la campiña, los árboles, el agua, las montañas; el cielo limpio, el aire sutil, sano y diáfano. Un libro llevamos con nosotros, que va a servirnos sugestiva lectura en el viaje; es de un ex diputado de Cortes -el señor Elías de Molins-, y lleva en su blanca cubierta, con letras rojas, encendidas, el título siguiente: La crisis en España.- Introducción; parte agrícola. ¿Qué dice este volumen? ¿Qué crítica se hace en sus páginas? ¿Qué remedios se proponen? ¿Cuáles son los planes que el autor lanza para una palingenesia del país?
Cuando llegamos al término de nuestro viaje, tal vez a un pueblo vetusto de Toledo, o de Ciudad Real, o de Albacete, o de Valladolid, o de Burgos, o de León; cuando recorremos las viejas calles, tortuosas, sórdidas; cuando paseamos por la ancha, silenciosa, desierta plaza, por la que cruza de tarde en tarde un galgo ahilado o un mendigo con recia y parda capa; cuando entramos y salimos en el mesón -este mesón del Gallo, o del Sol, o de las Ánimas-; cuando pasamos largas horas en el Casino, contemplando estas caras, opacas, inexpresivas, cetrinas, melancólicas, anheladoras, de los viejos y extáticos hidalgos; cuando, por fin, cansados de ir y venir por la ciudad, haciendo que nuestros pasos solitarios resuenen sonoramente en las aceras, nos asomamos al campo y columbramos la llanura infinita, rojiza, seca, monótona, desamparada, una sola obsesión, abrumadora, tenaz, pesa sobre nuestro espíritu agobiado. «¿Cómo vive esta gente de España? -nos preguntamos. ¿De qué modo es posible vivir en estas ciudades muertas, tétricas, y en estos campos sedientos, exhaustos? ¿Qué iniciativas, qué energías, qué fortaleza, qué audacia, qué impulsos generosos y grandes pueden sugerir al espíritu estos horizontes ilimitados, desesperadores, de las tierras peladas, rasas y polvorientas?» Y entonces nos percatamos de que hay dos cosas fundamentales, esencialísimas, en la vida de las naciones -los árboles y el agua-, y que no será posible llegar a la regeneración de un pueblo sin comenzar por hacer surgir en él estas dos cosas.
Y aquí estriba precisamente el problema, por lo que respecta a nuestra patria. ¿Creéis, acaso, que ésta es obra que de súbito puede realizar el Estado? ¿Cómo se podrá desarraigar de nuestro pueblo este odio centenario, inconsciente, feroz, contra el árbol y contra el agua, que es el Inri de España? Abramos las Relaciones topográficas, ordenadas por Felipe II, ya citadas, y base indispensable de toda ínvestigación histórica; si repasamos atentamente las contestaciones que los cabildos dan al cuestionario oficial, comprobaremos en algunas de ellas ya apuntado el rencor tradicional al árbol.
«En la dicha villa -escriben en 1575 los vecinos de Villanueva de los Infantes-; en la dicha villa hay huerta de hortaliza, y es buena; riégase con norias; que en toda parte de la dicha villa hay agua para este efecto; no hay arboleda ninguna en estas huertas, ni en la villa, porque no se dan a ello, antes cortan los árboles que hay, porque son poco incIinados a ello.»
Dos siglos después -me vais a perdonar la extensión de la cita-, un notable hispanófilo, don Guillermo Bowles, escribía las siguientes palabras en su Introducción a la historia natural y a la geografía física de España (segunda edición, 1782, página 287): «En algunos lugares de Campos hay un grande olmo o algún nogal solo y aislado cerca de la iglesia, que es indicio seguro de estar el agua no lejos de la superficie, pues sus raíces llegan a la humedad. Como aquel árbol se ha criado con tanto desabrigo y tan expuesto a la inclemencia, se podrían criar otros muchos y hacer un país ameno del que ahora es el más pelado de Europa; pero no será fácil conseguirlo, parque aquellas gentes aborrecen los árboles, diciendo que sólo les servirán para multiplicar los pájaros, que les comen el trigo y la uva».
Avancemos un poco más; casi un siglo después, en 1855, un crítico inglés, Richard Ford, autor del concienzudo Handbook for travellers in Spain, escribe que «el suelo central en España, fuertemente impregnado de salitre y seco siempre, se vuelve más árido cada vez, por la castellana antipatía contra los árboles».
Algunos años más tarde, en 1862, don Fermín Caballero, en su Tratado de la población rural, hace constar asimismo «la guerra sin tregua que los castellanos hacen al árbol...».
Esta es la tradición castiza, neta, francamente española, en lo que atañe al árbol. La trayectoria ha quedado trazada. ¿Haremos lo mismo respecto al agua? ¿Tendremos que tronchar en flor las ilusiones de tal cual joven político hidráulico, haciéndole ver que, aunque se cruzaran de canales las mesetas, estos canales no servirían para nada? «No hay cosa más común -dice Jovellanos en su Informe sobre la Ley Agraria- que las quejas de los colonos situados sobre las acequias y canales de riego recientemente abiertos. No sólo se quejan de la contribución que pagan por el beneficio del riego, sino que pretenden que el riego esteriliza sus tierras». Y tales pretensiones se traducen luego a luego en una realidad dolorosa.
¿Se sabe que uno de los más necesarios canales españoles es el canal Esla? Desde el siglo XVIII venia acariciándose la idea de su construcción; se comenzó, al fin, en 1865; se terminó en 1874; va desde Benavente a Villamañán; abarca 43 kilómetros de longitud; tiene 22 compuertas de desagüe, 18 acueductos, 25 puentes de paso, 10 caídas de agua, 24 alcantarillas. Y bien: poco después de ser construido este canal, «en 1879 -escribe Puig y Larraz en su Descripción Física y geológica de la provincia de Zamora, página 99-; en 1879, dos o tres de los principales terratenientes hicieron aplicación de las aguas, obteniendo excelentes resultados, visto lo cual, era de esperar que los demás se animasen a aprovechar semejante medio de asegurar sus cosechas; pero lejos de ser así, en los años siguientes, ni aun aquellos que habían experimentado las ventajas del riego se sirvieron de él, y en su consecuencia, tanto el canal como las obras que le son anejas han caído en un estado casi completo de abandono».
Y el autor de estas líneas, por si esto fuera poco, añade estas otras abrumadoras palabras, en perfecta concordancia con la que de Zamora es un principio axiomático que los riegos perjudican la generalidad de los cultivos.» ¿Hay ya bastante con esto? Todavía no; añadamos -y estos son datos del profesor Bruhnes en su estudio La irrigación en la Península Ibérica-, añadamos que el canal de Urgel -145 kilómetros de longitud- estuvo un año entero sin utilizarse cuando se terminó, y que hoy (1904) los cuatro canales de la depresión del Ebro pueden regar 138.138 hectáreas, y sólo riegan 78.605...
¿Cómo redimir a este pueblo? ¿Cómo hacer que los montes, las llanuras, los valles, se pueblen de frondas amorosas y que las tierras sean empapadas por el agua fecunda? ¿Imagináis una tristeza más honda y descorazonadora que esta de todo un pueblo negándose a su propia renovación y a su propia vida? ¿podéis tener idea de la situación dolorosa de un hombre de recta voluntad, inteligente, digno, emprendedor, que se encuentra a la cabeza del Gobierno y que ve que todos sus esfuerzos personales se estrellan, se disgregan y pierden en la inmensa masa cerrada sobre sí misma, que es el pueblo, y en la otra masa, más elevada, pero no menos ininteligente, no menos aferrada a la rutina, que a él, gobernante, más de cerca le comprime y ahoga?
Vuestros pensamientos van devaneando, tristemente, en este sentido, aquí, en este viejo pueblo que habéis elegido para escapar a los tráfagos de la corte; tal vez en estas horas lentas, inacabables, volvéis a recorrer las callejas, las plazas, de nuevo entráis en el Casino, y veis las caras inmóviles, apagadas, petrificadas, de los viejos hidalgos; acaso cuando la tarde va cayendo, vosotros tornáis a salir a las afueras, y otra vez, en tanto que la campana suena el Angelus, contempláis la llanura inmensa, infinita, enrojecida por los últimos resplandores -oro, nácar, escarlata-de uno de estos largos, inacabables, crepúsculos castellanos. Y concluís, entonces, como síntesis de todas vuestras reflexiones, que sólo una labor educativa, paciente, tenaz, en que las iniciativas individuales dispersas por la Península vayan despertando y creando, en progresión creciente, otras iniciativas, puede resolver la actual crisis de España; que será inútil pensar en políticas hidráulicas o agrarias si antes no se atiende a la escuela; que a esta necesidad de la educación es a la que en primer término, de modo más perentorio deben ocurrir los gobernantes, y que en definitiva, es preciso considerar que en esta empresa hemos de poner todos el más alto desinterés, la más acendrada abnegación, puesto que los resultados de nuestros esfuerzos serán largos, y puesto que no es para nosotros para quienes trabajaremos, sino para esa entidad que se llama Patria, o, si queréis, para esta otra cosa más grande, más perdurable, que se llama especie."
(Fantasías y devaneos, 1904)
Última edición por ALACRAN; 02/11/2022 a las 15:13
"... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)
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