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El Papa Alejandro VI había donado las Indias a los Reyes Católicos Fernando e Isabel, y a sus “herederos y sucesores los Reyes de Castillas y de León para siempre”; constituyéndolos en dueños (de dominio eminente o soberano) y “señores de ellas con plena y libre y omnímoda potestad, autoridad y jurisdicción”
Zorroaquín Becú dice que las Indias eran “bienes gananciales” de Isabel y Fernando. Muerta Isabel y declarada incapaz su hija, Juana “la loca”, pasan a su esposo Fernando, que, a su vez, cuando fallece, esos bienes pasan a sus herederos y sucesores castellanos como “bienes hereditarios o realengos”.
Luego, las Indias serían inseparables de la Corona de Castilla (no de su Reino), a la que quedaban formalmente incorporadas como bienes realengos. Esta incorporación, expresa Zorroaquín Becú:
“se hizo a la corona y no al reino castellano, lo cual significaba que pasaba a ser, no propiedad particular del rey, ni dependencia del Estado español, sino propiedad pública de la monarquía en calidad de bienes realengos”
Se llamaban “bienes realengos”:
“por oposición a los señoríos solariegos y abadengos, los bienes sometidos al dominio directo de la corona real, y exentos de toda jurisdicción y vasallaje feudal” [1]
Aclara Enrique Díaz Araujo que “estaban exentos de vasallaje feudal, pero no del real, desde que el señorío de los reyes castellanos fue constituido en la Donación Alejandrina (donde, además de reyes, fueron establecidos como señores de las Indias, a perpetuidad)” [2]
En la Real Cédula dada por el emperador Carlos V en Barcelona a los 14 días del mes de septiembre de 1519 se leía:
“Y porque es nuestra voluntad y lo hemos prometido y jurado, que siempre permanezcan unidas para su mayor perpetuidad y firmeza, prohibimos la enajenación de ellas. Y mandamos que en ningún tiempo puedan ser separadas de nuestra real corona de Castilla, desunidas ni divididas en todo o en parte, ni sus ciudades, villas ni poblaciones, por ningún caso y a favor de ninguna persona. Y considerando la fidelidad de nuestros vasallos y los trabajos que los descubridores y pobladores pasaron en su descubrimiento y población, para que tengan mayor certeza y confianza de que siempre estarán y permanecerán unidas a nuestra real Corona, prometemos y damos nuestra fe y palabra real por Nos y los reyes nuestros sucesores que para siempre jamás no serán enajenadas ni apartadas en todo o en parte, ni sus ciudades o poblaciones, por ninguna causa o razón o a favor de ninguna persona; y si Nos o nuestros sucesores hiciéremos donación o enajenación contra lo susodicho, sea nula, y por tal lo declaramos”
En la Ley I, Título I, Libro III de la Recopilación de las Leyes de Indias de 1680, el Rey estableció:
“Por donación de la Santa Sede Apostólica y otros justos y legítimos títulos, somos señor de las Indias Occidentales, Islas y Tierra-Firme en el mar Océano, descubiertas y por descubrir, y están incorporadas en nuestra real corona de Castilla. Y porque es nuestra voluntad, y lo hemos prometido y jurado, que siempre permanezcan unidas para su mayor perpetuidad y firmeza, prohibimos la enajenación de ellas. Y mandamos que en ningún tiempo puedan ser separadas de nuestra real corona de Castilla, desunidas ni divididas en todo o en parte, ni sus ciudades, villas ni poblaciones, por ningún caso ni a favor de ninguna persona. Y considerando la fidelidad de nuestros vasallos, y los trabajos que los descubridores y pobladores pasaron en su descubrimiento y población, para que tenga mayor certeza y confianza de que siempre estarán y permanecerán unidas a nuestra real corona, prometemos y damos nuestra fe y palabra real por Nos y los reyes nuestros sucesores, de que para siempre jamás no serán enajenadas ni apartadas en todo o en parte, ni sus ciudades ni poblaciones por ninguna causa o razón a favor de ninguna persona; y si Nos o nuestros sucesores hiciéramos alguna donación o enajenación contra lo susodicho, sea nula y por tal declaramos”.
NOTAS
[1] ZORROAQUÍN BECÚ, Ricardo: La organización política argentina en el período hispánico, 2da. ed., Buenos Aires, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Instituto de Historia del Derecho Ricardo Levene, Perrot, 1962, p.16
[2] DIAZ ARAUJO, Enrique: Mayo Revisado, Tomo I, Buenos Aires, Editorial Santiago Apóstol, 2005, p.70.
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