Los expedicionarios de Ruta Quetzal BBVA descubren las culturas precolombinas en su periplo de un mes por tierras centroamericanas

Celia Maza




Guatemala/México/Belice- Una niebla impide ver el amanecer desde lo alto del templo del Mundo Perdido en Tikal, una antigua ciudad maya situada en Guatemala. El calor es sofocante, claustrofóbico, pero Annika lleva puesta la capa de agua. Las tormentas son frecuentes. No avisan. Se limitan a «devorar» todo lo que se pone a su paso. Igual que los mosquitos, llamados por los guatemaltecos «zancotes» y denominados por los expedicionarios «víboras de aire». Tras escuchar los gritos de los monos aulladores y bajar los 300 escalones de piedra por los que hace un año una turista perdió la vida, Annika vuelve a su tienda. Tiene 17 años y es de Alemania. El resto del campamento aún duerme. Más de 50 países representados por más de 300 chicos han echado raíces en Guatemala. El campamento de Ruta Quetzal BBVA 2006 queda plantado en el Petén como un Ceiba, un árbol divino de la selva que han conquistado.

La mayoría de los ruteros son españoles. Al salir de la tienda se topan con los 20 soldados de la primera división de Flores. Tienen cara y rifles de militares. Les protegen de las «maras». Intentan explicar a los chicos cómo funcionan estos grupos de delincuencia juvenil. No saben que los «Ññetas» y los «Latin King» ya son de andar por casa en Madrid.

En menos de media hora, más de 600 botas comienzan a caminar por la principal ciudad, estado de la civilización precolombina. No se han duchado, llevan dos semanas con la misma camiseta y el hedor que emana de sus cuerpos queda impregnado en cada rincón de la selva. Miguel de la Quadra-Salcedo, creador de esta «mágica locura», detiene el paso y se sitúa enfrente de un gran árbol al que llama Chicozapote. Pide una navaja y saca una especie de resina. Se la mete en la boca y la masca. «Es chicle», explica. No hay un minuto sin aprender algo. Miles de olores, sonidos, sabores, ruidos, climas...

Diferentes, pero iguales. Los expedicionarios se abren al mundo y se dan cuenta de que no hay que irse hasta los templos mayas para ver otras formas de vida. Basta con hablar, por ejemplo, con Carmelo, uno de los representantes de Bolivia. Tiene 16 años. A su padre lo asesinaron, cuando él era aún un bebé, para robarle el dinero que había conseguido en un día de trabajo en la mina, y su madre ha muerto hace tres meses. Ahora tiene que hacerse cargo de sus hermanastros porque el nuevo compañero de su progenitora los ha abandonado. Cree en Dios y trata de explicar su historia a Myles, el representante de Estados Unidos. Uno trabaja y estudia en sus ratos libres para llevar cada día pan a su casa. El otro va a uno de los mejores colegios norteamericanos y cuando tiene tiempo va a hacer surf. En la ruta, los dos son iguales. Llevan la misma ropa y se meten en el mismo autobús que les lleva hasta Yaxhá, otras ruinas pegadas a un gran lago rodeadas de carteles que informan: «Cuidado con los cocodrilos».

Los expedicionarios montan de nuevo el campamento. Chaac, el dios de la lluvia, no es convocado a la fiesta, pero quiere despedirse antes de que los chicos abandonen Guatemala y pisen Belice para seguir la estela de la cultura maya.

Al amanecer, igual que lo hizo Cristóbal Colón en su cuarto y último viaje, la ruta parte rumbo a Cayo Caulker. El almirante no se detuvo. Los chicos sí y se sienten «colones» porque descubren un nuevo mundo. La antigua colonia inglesa es hoy una playa donde habitan 1.500 personas. La mayoría van descalzas por las aceras de arena. Celebran la fiesta de la langosta, no saben lo que es un coche de gasolina y van a uno y otro lado del cayo en barca. Algunos ruteros los acompañan en uno de esos trayectos. Observan cómo se bañan con tiburones en el segundo arrecife de coral más grande del mundo y meten peces vivos en la boca de rayas. Véndula, una rutera de República Checa, se pregunta cómo habría descrito Cólon a aquella gente.

Mestizaje. En México les espera la última parada de su periplo por Centroamérica. Suben al autobús que les espera al otro lado de la frontera. La mayoría había olvidado ya la sensación de sentir en sus caras el aire acondicionado. «Les ha cambiado tanto la vida que hasta lloran cuando tienen un grifo o pueden ir al baño», comenta una monitora.
Lo primero que ven en el país del tequila y el picante es la estatua de Gonzalo Guerrero, el padre del mestizaje. Naufragó en 1511 frente a la península de Yucatán y se casó con una indígena. Cuando Hernán Cortés quiso colonizar la isla y traerlo de nuevo a España ya era tarde. Un cartel bajo la imagen reza: tenía labrada la cara y horadadas las orejas. El compañero que naufragó con él, Jerónimo de Aguilar, nunca se adaptó. Mientras De la Quadra cuenta la historia, una chica de Haití se aparta del grupo. «Unos colonizando y queriendo hacer el mundo suyo y otros intentando integrarse. Al final, el mundo no ha cambiado».

Ha pasado ya más de un mes desde que comenzó esta aventura. Atrás quedan las estelas de Calakmul, el Caribe de Tulum y las ruinas de Coba con los juegos de pelota, donde los mayas se disputaban la vida. Para la última noche, antes de continuar la aventura por España, la ruta prepara una fiesta. Los expedicionarios se quitan de la cara una pintura roja llamada achote con la que los indígenas vivían celebraciones y guerras.
A los chicos se les da una camiseta limpia. Pasadas unas semanas, todos volverán a casa. Carmelo regresará al trabajo para llevar pan a su casa, Myles hará surf y Annika aprenderá su octavo idioma. Durante mes y medio los tres han descubierto los mismos «nuevos mundos».



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