SI ME QUIERES ESCRIBIR...


YA SABES MI PARADERO

Llamaron a la puerta.

-Ave María purísima -dijo la enlutada mujer.

-Sin Pecado Concebida. -respondió el cura.

Allí estaba Amparo, toda vestida de negro. El cura la conocía, pues, fue mucho antes de ponerse las cosas feas, le había bautizado a sus hijos. Veinte años podían haber pasado desde el primer bautizo. Después, cuando los demagogos lo enturbiaron todo, el marido de Amparo -uno de los más acérrimos anticlericales del pueblo- le prohibió a su esposa ir a la iglesia y, por una cosa u otra, la mujer terminó retirándole el saludo al sacerdote. Después vino la guerra. Y al poco de terminar el conflicto se presentó la mujer en la casa del cura.

-Dime, Amparo, ¿qué se te ofrece?

-Don Juan, mucho tiempo ha pasado y nos hemos portado muy malamente con usted, pero vengo a pedirle un favor por el amor de Dios. Ha terminado la guerra y no sabemos nada de nuestro Juanico, que fue con las milicias. La última carta que nos llegó venía del frente del Ebro y no sabemos lo que ha sido de él, que es como si lo hubiera chupado un nublo. Usted tiene mano y a buen seguro que podrá enterarse de lo que ha sido de Juanico, que sabe usted que le tenía buena voluntad. Nos ponemos en lo peor, D. Juan, pero tenemos la congoja y no podemos vivir así. Quisiéramos saber su paradero y usted, con tantas aldabas como tiene, podría sacarnos de esta incertidumbre.

-En el Ebro se libró una batalla muy grande, hija mía. Fueron muchos los muertos. Sin embargo, también te digo que tenéis que conservar la esperanza, pues muchos pudieron escapar y hasta cruzaron la frontera por la Junquera, camino de Francia. Haré lo que pueda, Amparo. ¿Has dejado de rezar? Pues reza. Vuelve por la iglesia. Y ve con Dios.

Días después, tras todas las pesquisas realizadas, el sacerdote no tenía ninguna noticia de Juanico. Acudió el cura al Hospital de la Sangre. Una muchedumbre de heridos se hacinaba allí, casi todos eran milicianos republicanos. Yacían en sus camastros o estaban allí, tendidos en los jergones, por lo que se recomendaba a las contadas visitas que cuidaran de mirar el suelo para no pisar a ninguno. Quién había perdido una pierna, quién un brazo, otros convalecían de alguna herida de bala. Se escuchaban gemidos, era fuerte el olor a sangre, se oía el trajín de las enfermeras, el tintineo de los vidrios. Aquello era como un trocito de infierno en la tierra. "Pobres hombres" -pensaba el Padre Juan. De cama en cama, llegó el cura a una en la que se encontró con un paisano.

El paisano aquel estaba en muy malas condiciones. Don Juan no podía olvidarlo, pues en las primeras semanas de la guerra aquel hombre le había dado dos bofetadas en plena vía pública. Aquellos bofetones, propinados por alguien a quien había conocido de toda la vida, bastaron para hacer comprender a D. Juan que su sacerdocio lo ponía en un severo peligro, pues la localidad estaba bajo el imperio de la anarquía miliciana. Fue por eso que el cura decidió ponerse a salvo, arriesgándose a escapar y cruzar las líneas, para establecerse en Granada, donde había estado hasta el término del conflicto. Aquel paisano suyo, el que le había guanteado la cara, estaba postrado en su yacija y tenía en el rostro los signos de la moribundez. A diferencia de otros heridos, aquel estaba sin afeitar. Era como si ninguna enfermera se hubiera cuidado de asear a alguien que los médicos daban por desahuciado.

Don Juan llegó a él:

-Antonio, hijo mío. ¿Cómo estás?

El hombre se le quedó mirando, lo reconoció y apartó la cara:

-¡Váyase, Don Juan! ¡Váyase! ¡Déjeme morirme aquí! ¡No tengo perdón de Dios!

-No blasfemes, Antonio. Si te arrepientes a tiempo y le pides perdón, Dios te perdonará.

-¡Yo no tengo perdón, Don Juan! ¡Le pegué a usted, que nunca me hizo ningún mal! ¡He paseado a sus compañeros! ¡He matado! ¡Me he burlado de Dios y de su Madre! ¿Qué perdón voy a tener? Por eso me veo aquí... Por eso me veo aquí, muriéndome como un perro. Es el castigo de Dios por lo malísimo que he sido.

-Que digas todo eso es señal de que, por mucho malo que hayas hecho, tú no eres malo, Antonio. Yo te perdono por aquellas dos bofetadas que me diste. Si yo te perdono, que soy miserable pecador como tú... ¿cómo no va a perdonarte Dios? Confiésate, anda, confiesa tus pecados.

El hombre volvió sus ojos a Don Juan. Y con esos ojos aguanosos se le quedó mirando al cura. Las lágrimas le bajaban por sus mejillas macilentas. Entonces, el hombre dijo: "Ave María Purísima..." y descargó sus pecados. El sacerdote le dio la absolución y, haciéndose cargo del estado en que estaba el penitente, le administró la extrema unción. Al término, el cura le cogió la mano y le dijo:

-Antonio. Un favor voy a pedirte.

-Dígame, Padre.

-Si es la voluntad de Dios que no puedas salir de ésta... Si mueres, hazme el favor de venir en sueños y decirme dónde está Juanico, el de la Amparo. Lo estamos buscando y no sabemos nada de él.

-Cuente con ello, Don Juan.

El cura regresó a su casa. Aquella misma noche, Antonio le vino en sueños:

-Padre -le dijo la imagen de Antonio.- No ha podido ser, ya ve usted. Se veía venir, pero gracias a usted estoy en el purgatorio. Vengo a darle lo que me pidió: Juanico, el de la Amparo, no tuvo la suerte que yo.

-¿Qué sabes de Juanico? -preguntó Don Juan.

-Cayó en la retirada, cuando cruzaban el Ebro en una barcaza que se hundió. Por no saber nadar allí murió. Pero murió sin sacramentos y no sé nada de él, nada más que lo que le digo.

-Gracias, Antonio. Verás como muy pronto gozarás de la gloria del Señor.

-Gracias a usted, Padre. Todavía aquí me arrepiento de haberle abofeteado y de tanto daño como he hecho por la maldita política. No puedo describirle lo que aquí se sufre cuando vemos tanto daño como hemos hecho en vida. Pero sé que estas penas tan grandes tendrán término.

Por la mañana, al levantarse, el cura recordó el sueño. Se vistió su sotana y se dispuso a ir a casa de la Amparo, para darle noticia de lo que sabía de Juanico. No obstante, todavía tenía cierta reserva: "¿Cómo voy a ir a darle este mal rato a la pobre Amparo? El sueño podría haber sido cosa de la imaginación. Lo que ayer pude vivir en el hospital tuvo que impresionarme... Señor, ¿qué es lo que hago?".

Sin embargo, pese a sus reticencias, algo le decía que tenía que ir a la casa de Amparo. Al menos, como poco, su visita podría darle consuelo a la familia. Y ya vería, una vez allí, si era oportuno o no decirle a aquellos padres que Juanico había muerto. Y se puso en camino.

Cuando llegó a la pobre y cochambrosa casa de Amparo, las vecinas se agrupaban a la puerta. Cundía la pesadumbre en los rostros. Los gritos de Amparo llegaron a D. Juan cuando éste, abriéndose paso entre las mujerucas, entraba a la casa. Amparo se mesaba los cabellos. Corrió la mujer al ver al cura y se abrazó a él: "¡Ay, Don Juan, qué desgraciados que somos!" -decía, arrasada en lágrimas de madre, la pobre mujer. Las vecinas asentían cabeceando.

-Ha llegado la carta del gobierno. -dijo una voz bronca, desde el rincón más oscuro de la cocina.- Juanico murió en el Ebro.

Don Juan reconoció la voz de Pedro, el marido de la Amparo y el padre de Juanico. El hombre se levantó de la silla en la que estaba y pudo vérsele la cara sombría. Don Juan lo miró compadecido.

-A eso venía, Pedro. Me enteré de la noticia esta madrugada.

Basado en hechos reales, transmitidos en tradición.

LIBRO DE HORAS Y HORA DE LIBROS