Sobre la sedicente Constitución de 1812
Diego Mirallas Jiménez
Dos tesis se conjugan acerca de los sucesos pade cidos : Los principios revolucionarios que descoyuntaron la Constitución histórica de la Monarquía española manifiestan su principal ariete en la mis ma Casa Real; las tareas emprendidas en Cádiz invocando la “soberanía nacional”, contra el espíritu y los hechos d el levantamiento popular contra Napoleón, fueron en sus trazas y desembocadura, siendo ilegítimas, contra derecho. Los sucesos posteriores, y hasta nuestros días, vienen de aquellas ciénagas, en la pretensión de hacernos “vivir” en la mentira. Pero si toda comunidad política supone la cordialidad –en tanto cierta amistad-, siendo la amistad en la definición del Filósofo “la reciprocidad en el bien”, nuestra conciencia humana denota como primero el andar en la verdad.
En la obra denominada “de Cádiz” podemos observar el principio de nuestros males modernos y la constante pesadilla de nuestra historia presente: La pretensión de vivir sin Dios e incluso contra Él; la supresión del principio foral ora por intención unificadora, ora por la disgregadora; el sostenimiento de la “soberanía nacional”, que es una afirmación de lo anárquico bajo sucedáneos de efect iva Monarquía, más allá del mero nombre. Corruptio optimi, pessima.
Caricatura que representa España bajo la forma de una plaza fuerte y sobre ella vela el genio del patriotismo
Nulidad de pleno derecho de la obra de Cádiz
De todos es sabido el golpe de fuerza que desbarató la Junta Central de Regencia agonizante en la Sevilla de finales de 1808, cuando España estaba invadida por la perfidia napoleónica. Hasta entonces, pese a algún que otro error, aquella institución había ejercido dignamente la representación de la soberanía, tan denostada por nuestra Familia Real en Bayona como hollada por el ejército francés. Del escaso o nulo liberalismo que había en aquella patriótica Junta Suprema da cuenta cualquiera de sus bandos y proclamas, pero quizá como ningunas estas hermosas palabras de la Declaración de guerra “al emperador de la Francia” hecha en el Alcázar de Sevilla el 6 de junio de 1808: “La Francia” −dice−, “o más bien su emperador (…) ha declarado últimamente que va a trastornar nuestra santa religión católica, que desde el gran Recaredo hemos jurado y conservamos los españoles (…)”.
Empero, muy pronto los escuetos liberales que había en España, que casi cabe contar con las manos, hurtaron la representación del Reino. ¡Y de qué modo sibilino lo hicieron! ¡De qué artera manera se unieron los contaminados por la francmasonería y los absolutistas próximos a la camarilla del agraz Fernando VII para abrogar tan soberana representación de la Corona y suplantarla por las subsiguientes y siniestras cortes gaditanas!
En agosto de 1808 el Consejo de Castilla anula formalmente los sucesos de Bayona, como cualquier injerencia francesa en España, y, asumiendo y obedeciendo la encomienda de mayo hecha por Fernando VII, ordena la convocatoria de cortes. En efecto, el rey había dado la oportuna orden de convocar Cortes Generales del Reino cuando estaba retenido en Bayona, y así lo hizo por Decreto de 5 de mayo de 1808 (un día antes de firmar su última abdicación del trono en su padre), pero tal decreto (que impelía a convocarlas “en el paraje que pareciese más expedito, que por de pronto se ocupasen únicamente en proporcionar arbitrios y subsidios necesarios para atender a la defensa del reino, y que quedasen permanentemente para lo demás que pudiese ocurrir”[1]) no les confería más poder que el de tratar los asuntos económicos y, eventualmente, los atinentes a las propias circunstancias bélicas en las que ya se encontraba España.
(Biblioteca Virtual Miguel Cervantes)
Sin embargo, aprovechando el vacío de poder reinante tras la invasión francesa, muchas de las Juntas provinciales (cabe recordar que algunas eran pro-francesas) empezaron a jugar con la posibilidad de erigirse en descabellados entes constituyentes, tal y como después volvió a suceder en el anárquico primer período de la Primera República (1873). Recuérdese, a tal efecto, la propuesta de Álvaro Flórez Estrada en Asturias (junio de 1808) para convocar cortes harto distintas de las históricas, con representantes provinciales que serían legítimos y exclusivos titulares de la soberanía (aunque deja un pequeño resquicio a las tradicionales ciudades con voto en Cortes). Al final se formó una Junta Central Suprema Gubernativa del Reino (afincada en Sevilla definitivamente en septiembre de 1808) que concentró el poder de todas las juntas provinciales (éstas seguirán existiendo para reclutamiento militar y política fiscal, siendo, para muchos, las antecesoras de las diputaciones) y que, a su vez, nombró una Regencia y retomó la necesidad de convocar las cortes.
Francisco Xavier Uriortúa, consejero del Rey, urde en 1809 un plan de representación nacional que “ha de convocar” -dice, en espantoso libelo de ese año salido de la imprenta gaditana de la viuda de Manuel Comes- “a las futuras cortes”, y sigue advirtiendo del “número de diputados que deben concurrir, y método de elegirlos”. Por si no quedase claro para los ojos atentos -concluye su pomposo subtítulo-, está “escrita de orden superior”. Malinterpretando las genuinas cortes castellanas de los siglos medievales y modernos (como de otro lado hace el no menos siniestro Francisco Martínez Marina), hace Uriortúa sus números, a razón de un diputado por cada 40.000 habitantes divididos por las provincias, resultando 264.
Y, ¿cómo se hizo realmente tan matemática representación nacional? El sobredicho Martínez Marina, esa ardilla de la falsa interpretación de textos histórico-jurídicos, ese gran valedor de la desamortización de bienes eclesiásticos y de la necesidad de una constitución y unos códigos liberales…, en un extraordinario alarde de sinceridad, no tiene más remedio que reconocer lo siguiente en su Teoría de las cortes:
“(…) muchas provincias de España y las principales de la corona de Castilla, no influyeron directa ni indirectamente en la constitución, porque no pudieron elegir diputados ni otorgarles suficientes poderes para llevar su voz en las Cortes, y ser en ellas como los intérpretes de la voluntad de sus causantes. De que se sigue, hablando legalmente y conforme a reglas de derecho, que la autoridad del Congreso extraordinario no es general, porque su voz no es el órgano ni la expresión de la voluntad de todos los ciudadanos (…)”
[2].
Sobran comentarios: el golpe estaba dado y la farsa servida. Mas, si dejamos ahora de lado ese hecho, no precisamente baladí, del golpe de mano que sustituyó la Junta Suprema de Regencia por unas Cortes extraordinarias de la nación, y conviniéramos en que era muy necesaria la convocatoria de esas Cortes hecha según la vigente Constitución histórica de Castilla, habida cuenta del gravísimo episodio que estaba viviendo España, atropellada por un ejército extranjero y en medio de una guerra de liberación, tampoco hemos de ver asidero alguno de Derecho. Se llamaron aquellas cortes extraordinarias y, en efecto, así debían serlo en ausencia del Rey, secuestrado en Francia.
Casado del Alisal: Sesión de inauguración de las Cortes y juramento de los diputados (24-septiembre-1810)
En otra ocasión he tenido la honrosa oportunidad de hablar sobre las malditas abdicaciones de Bayona y la eterna deshonra en que cayeron nuestros reyes aquellos días aciagos. Dejemos también eso de lado y convengamos en que podían convocarse cortes generales y extraordinarias. Las causas y motivos para su convocatoria estaban muy claras y explícitas en nuestra constitución histórica.
Demos otra vuelta de tuerca. Olvidémonos de que fueran extraordinarias y vayamos un paso más allá. Por la constitución de sus abuelos hasta los Concilios de Toledo, los reyes de Castilla convocaron o, mejor aún, juntaron Cortes generales en los supuestos que siguen:
1) jura del príncipe heredero en vida del rey padre;
2) verificación del rey muerto y jura al sucesor, que a su vez había de jurar guardar los fueros, derechos y libertades de sus reinos y pueblos;
3) resolución de dudas sobre la sucesión del Reino;
4) nombramiento de tutor o regente para el rey menor de catorce años si no había testamento del rey difunto;
5) nombramiento de similar tutor o regente ante incapacidad manifiesta del rey;
6) graves disturbios durante la minoridad del rey;
7) cuando el rey superaba su minoridad;
8) casos de guerra, paz, pacto o alianza con reino extranjero;
9) enlace matrimonial del soberano;
10) abdicación o renuncia de la Corona;
11) imposición de nuevos impuestos;
12) extrema penuria del Reino por ruina, alteración monetaria, motín o rebelión popular.
Martínez Marina, tras describir la decadencia de las cortes en los siglos XVI al XVIII y exaltar la necesidad de convocar tan importante cuerpo representativo en el contexto de la Guerra de la Independencia (al socaire de los antedichos supuestos octavo y duodécimo), dice en la citada Teoría de las Cortes:
“(…) ¿Y qué prescriben nuestras leyes, usos y costumbres? Que en los hechos grandes y arduos se junten cortes generales o la nación entera. ¿Y qué suceso tan grande, qué caso más arduo, más crítico y delicado que el presente? ¿Hubo jamás tanta necesidad de deliberación y consejo? ¿No sería justo oír la voz y voto de la nación en una causa en que va su gloria, su interés y su existencia? ¿No lo deseaba así el rey Fernando? ¿En semejantes casos, y otros aún de menor gravedad, no se observó constantemente aquella práctica en Castilla? Así consta de los documentos de nuestra historia (…)”
[3].
Bellas palabras, ¿verdad? Sin embargo, ¿otorgaba tal necesidad el derecho a que las Cortes de Cádiz hicieran otra cosa que centralizar sus esfuerzos en acabar la guerra y defender España de la invasión francesa? ¿Hicieron eso las cortes? ¿Les correspondía arrogarse el derecho de constituir un nuevo Estado, como hicieron, aprovechando el secuestro del país por un ejército invasor? Mucho nos tememos que no. De sobra sabían los escasos protagonistas de tan desconocido proyecto constitucional que, de plantearse en tiempo de paz, la inmensa mayoría de los españoles lo habrían no ya rechazado, que tal es obvio, sino siquiera admitido. El mismo Martínez Marina lo reconoce sin pudor alguno más adelante, en las págs. 84 y 85 del largo prólogo a su pérfida Teoría de las Cortes, donde dice:
“(…) A una nación sabia y que ha hecho grandes progresos en las ciencias morales y políticas le es fácil, después de vencidos los enemigos exteriores, asegurar sus imprescriptibles derechos, echar los cimientos de su libertad y establecer el género de gobierno que le pareciese más conveniente, o bien, acomodándose en todo o en parte a sus primitivas instituciones y costumbres, o siguiendo los principios invariables de la naturaleza y del orden social, bases sobre que debe estribar [sic] todo buen gobierno. Pero España estaba infinitamente distante de poseer este grado de sabiduría y de luz: porque el horrible despotismo de tres siglos consecutivos, aprovechando sagazmente las preocupaciones, los errores y delirios de la superstición y el imperio que ésta ejercía sobre los espíritus, después de interceptar todos los pasos del saber, y sofocar hasta las primeras ideas y preciosos gérmenes de nuestra antigua independencia y libertad, de tal manera llegó a degradar el corazón español que, familiarizado con sus cadenas, las amaba y hacía mérito de ser esclavo. Era, pues, necesario, antes de levantar el majestuoso edificio de nuestra regeneración, preparar los espíritus, allanar los caminos, disipar los nublados, derramar las luces y fijar la opinión pública sobre las primeras verdades en que se apoyan los derechos del hombre y del ciudadano (…)”.
En definitiva, el pueblo español, mayoritariamente ignorante, envilecido y sojuzgado por el viejo orden de cosas, debía, según Martínez Marina, ser “fijado” o dirigido hacia “las primeras verdades” de “los derechos” revolucionarios, y no podía ser de otro modo que en tiempo de guerra.
Aunque queda claro en cualquiera de sus asertos, véanse también, a tal efecto, los reveladores extractos de las págs. 82 y 83 de su reiterado Prólogo a la Teoría de las cortes, donde este secuaz del liberalismo añade:
“(…) Bonaparte hizo indirectamente un gran beneficio a España cuando declaró y puso en ejecución el profundo y misterioso consejo de invadirla (…). Porque, desorganizado y disuelto el antiguo gobierno, si merece este nombre, y desatados los lazos y rotos los vínculos que unían a la nación con su príncipe, pudo y debió pensar en recuperar sus imprescriptibles derechos y en establecer una excelente forma de gobierno. Si Bonaparte desistiera del proyecto de sojuzgar la España, o no hubiera habido revolución, o sus frutos serían estériles (…)”.
Caricatura sobre el reinado de José I. The Spanish Bull Fight or the Corsican Matador in dange (Biblioteca Virtual Miguel Cervantes)
La convocatoria de las Cortes
Vayamos ahora al proceso de aquellos años 1809 a 1812. Si en la necesidad de convocatoria de Cortes no había discusiones, sí las hubo en su contenido. Obviando a los seguidores del despotismo ilustrado que defendieron el régimen bonapartista (finalmente agrupados en torno al Estatuto de Bayona que acabó publicándose en la Gazeta de finales de julio de 1808), podemos señalar tres grandes grupos ideológicos presentes en la convocatoria de Cortes:
a) Los partidarios de la monarquía tradicional y de la celebración de las cortes al viejo estilo, a menudo mal llamados “absolutistas” por la historiografía liberal y marxista.
b) Los viejos “reformistas” de Carlos III y Carlos IV. Eran ilustrados a medio camino entre la tradición y el cambio, como Jovellanos. Se suelen denominar “realistas” en la historiografía más o menos corriente. Querían compilar las “Leyes fundamentales del Reino” y actualizar la “Constitución histórica” hasta conseguirse una Monarquía de soberanía compartida entre el Rey y las Cortes, añadiéndose en éstas, junto a la representación estamental -que requeriría una segunda cámara, al estilo inglés- y a las ciudades con derecho a cortes, una nueva representación territorial que diera cabida a las juntas provinciales.
Y c), Muy pronto, empero, toman las riendas de la Junta Central otros mucho más radicales, que lograrán imponer sus tesis pese a constituir una minoría. Es notablemente curiosa la unanimidad con que la historiografía señala este hecho. Se trata de los liberales, cuyo máximo exponente es Agustín Argüelles.
La teoría de este último grupo, apoyado doctrinalmente por plumas como la de Martínez Marina, es que había que aprovechar la oportunidad de la guerra para que la “nación española”, a través de Cortes cuyos miembros habían de tener mandato imperativo, recobrase su soberanía y elaborase una nueva realidad constituyente fundada en los principios revolucionarios y la tripartición de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial). Sin embargo los liberales, sabedores de que tales ideas provenían de Francia pero que España estaba invadida por ella, coquetearon con la idea de “Constitución histórica” española, y a su servicio pusieron obras doctrinales que intentaban rastrear, tergiversándolas, las fuentes históricas, sobre todo las actas de las Cortes tradicionales castellano-leonesas (consideradas buen punto de apoyo historicista, pero anulable en cualquier caso ante la nueva imposición de la soberanía nacional).
Con ciertos retrasos, la Junta Central comunicó, fijó y expidió la convocatoria de Cortes entre mayo de 1809 y enero de 1810, con el ínterin de decretar, en junio de 1809, la instrucción para la elección de diputados. Al principio fue Jovellanos el encargado de dirigir el proceso, logrando imponer las antedichas tesis del reformismo ilustrado para la composición de unas Cortes a medio camino entre la tradición (los viejos votos de las Ciudades con derecho de asistencia a Cortes, más los grandes y el orden episcopal) y la nueva representación territorial (con un diputado por cada junta provincial y otro más por cada cincuenta mil habitantes).
A finales de septiembre de 1809 se formó, junto a la Comisión, una Junta de Legislación que compilara “todas las leyes constitucionales de España”. Aquí fue donde Jovellanos (jefe de la Comisión) fue sobrepasado por los liberales Argüelles y Sanz Romanillos, que capitalizaron el trabajo de dicha Junta de Legislación, pues de la compilación que se les encargó pasaron a elaborar una nueva Constitución. Son reveladoras, a este respecto, las palabras de Jovellanos (de su Consulta de la convocatoria de las Cortes por estamentos, presentada en la Junta Central el 21 de mayo de 1809), muy pronto temeroso de tales intenciones:
“(…) Oigo hablar mucho de hacer en las mismas Cortes una nueva Constitución y aun de ejecutarla, y en esto sí que, a mi juicio, habría mucho inconveniente y peligro. ¿Por ventura no tiene España su Constitución? Tiénela, sin duda; porque, ¿qué otra cosa es una Constitución que el conjunto de leyes fundamentales que fijan los derechos del soberano y de los súbditos, y los medios saludables de preservar unos y otros? ¿Y quién duda que España tiene estas leyes y las conoce? ¿Hay algunas que el despotismo haya atacado y destruido? Restablézcanse (…)”.
A finales de enero de 1810, disuelta la Junta Central y constituido el Consejo de Regencia, se llama a los diputados estamentales y provinciales (con notable nulidad de derecho teniendo en cuenta que muchas zonas estaban invadidas por los franceses), más a algunos americanos y filipinos. Hasta septiembre tiene lugar el fraude liberal porque las Cortes, aún dominadas por la tradición en la convocatoria oficial de la reunión que el Consejo de Regencia hizo en agosto, finalmente se reunieron, en la práctica, con la mayoría de liberales que acudieron al llamado de sus correligionarios. En definitiva, liberales fueron las propuestas que iban a tratarse en el órgano.
Conclusión: los precedentes, la convocatoria y las sesiones de cortes que, desde 1808, culminaron en la ilegítima promulgación del texto conocido como constitución de 1812, fue un proceso nulo de pleno derecho. Quien desde la decencia histórico-jurídica quiera referirse a aquellas cortes puede, pues, sin temor alguno, hablar del siniestro golpe de Estado liberal de 1808-1812.
Fuentes
— CEVALLOS, Pedro: Exposición de los hechos y maquinaciones que han preparado los usurpadores de la Corona de España y los medios que el Emperador de los franceses ha puesto en obra para realizarla. Madrid, Imprenta Real, 1808.
— Colección de bandos, proclamas y decretos de la Junta Suprema de Sevilla, y otros papeles curiosos. Cádiz, ¿1808? Reimpresión de D. Manuel Santiago de Quintana. 127 págs.
— DESDEVISES DU DEZERT, Georges: “Le Conseil de Castille en 1808”, en Revue Hispanique, Núm. 17, 1907.
— FERNÁNDEZ MARTÍN, Manuel: Derecho parlamentario español. Colección de Constituciones, disposiciones de carácter constitucional, leyes, decretos electorales para diputados y senadores, y reglamentos de las Cortes que han regido en España en el presente siglo. Ordenada en virtud de acuerdo de la Comisión de gobierno interior del Congreso de los Diputados, fecha de 11 de febrero de 1881. Madrid, Imprenta de los hijos de J. A. García, 1885 y 1900, 3 tomos. Edición facsímil: Publicaciones del Congreso de los Diputados, Madrid, 1992.
— Martínez Marina, Francisco: Teoría de las Cortes ó grandes juntas nacionales de los Reinos de León y Castilla. Monumentos de su Constitución política y de la soberanía del pueblo. Con algunas observaciones sobre la Lei fundamental de la Monarquía Española sancionada por las Cortes Generales y extraordinarias, y promulgada en Cádiz á 19 de marzo de 1812. Prólogo. XCVI págs. Madrid, 1813. Imprenta de Fermín Villalpando.
— Uriortúa, Francisco Xavier: Tentativa sobre la necesidad de variar la representación nacional que se ha de convocar á las futuras Cortes: número de Diputados que deben concurrir, y método de elegirlos. Escrita de orden superior el año de 1809. Cádiz, 1809. Imprenta de la Viuda de D. Manuel Comes.
[1] En Cevallos, Pedro: Exposición de los hechos y maquinaciones que han preparado los usurpadores de la Corona de España y los medios que el Emperador de los franceses ha puesto en obra para realizarla. Madrid, Imprenta Real, 1808. Y Desdevises du Dezert, Georges: “Le Conseil de Castille en 1808”, en Revue Hispanique, Núm. 17, 1907, p. 66-378.
[2] En Martínez Marina, Francisco: Teoría de las cortes, prólogo, pág. XCII.
[3] Prólogo de la Teoría…, ob. cit. Pág. LXXVIII.
Diego Mirallas Jiménez
Catedrático de Instituto
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