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Un siglo de España en Marruecos

Pedro Fernández Barbadillo


El norte de África siempre ha sido un punto vital para los gobernantes españoles con la condición de estadistas. Todo poder político asentado en una de las orillas de un estrecho busca proyectarse sobre la otra. España se asentó en el norte de Marruecos en noviembre de 1912, con más pena que gloria.

El Imperio romano incluyó el territorio africano en torno al estrecho de Gibraltar dentro de la provincia Bética, con el nombre de Hispania Tingitana. Los monarcas visigodos mantuvieron también la presencia española en ese territorio, cuya importancia para la estabilidad de la Península Ibérica se demostró cuando en el año 711 los musulmanes trasladaron por barco un ejército desde África con el apoyo de un bando godo, según la leyenda con el respaldo del gobernador de Ceuta, llamado Julián (reivindicado por la izquierda antiespañola y anticristiana).

A través de ese brazo de mar que separa Europa de África pasaron numerosos invasores en los siglos siguientes: almohades, almorávides y benimerines. Por ello, cuando, después de la batalla de las Navas de Tolosa (1212), los reyes cristianos llevaron la Reconquista hasta Andalucía y se apoderaron de Jaén, Córdoba y Sevilla, uno de sus objetivos fue el dominio de Gibraltar y Tarifa, pues sabían que España no estaría segura hasta que fuese imposible un nuevo desembarco moro.

El 29 de noviembre de 1291, Sancho IV de Castilla y Jaime II de Aragón, reunidos en Monteguado de las Vicarías (Soria), decidieron colaborar juntos en la reconquista de Tarifa, y además se repartieron el norte de África. A Castilla le correspondía el territorio entre Tánger y el río Muluya, es decir, la Hispania Tingitana, y a Aragón el comprendido entre el Muluya y Bugía y Túnez, la Mauritania Cesariense.

El testamento de Isabel la Católica

En el siglo XV, la reconquista del reino de Granada y la conquista de las Canarias colocaron la recuperación de la Hispania Tingitana en el centro de la política del reino de Castilla. El testamento de Isabel Católica, fallecida en 1504, fijaba a sus sucesores la expansión en África: "Que no cejen en la conquista de África y de pugnar por la fe contra los infieles". Pero el descubrimiento de América y luego las guerras de religión en Centroeuropa distrajeron a España de este plan geopolítico.

En los siglos siguientes, con Ceuta (conquistada por los portugueses en 1415) y Melilla (en 1497) en poder de los reyes ibéricos, más algunos islotes, la acción hispana en el norte de África se limitó a la persecución de los piratas berberiscos. Sólo el rey portugués Sebastián I trató de proseguir la reconquista de la Hispania Tingitana, pese a los consejos de Felipe II: murió en la batalla de Alcazarquivir (agosto de 1578), o Batalla de los Tres Reyes.

La pérdida de los virreinatos americanos, a principios del siglo XIX, hizo que España volviese los ojos al norte de África; pero la debilidad del Estado liberal y las guerras civiles le impidieron implicarse de una manera similar como lo hicieron Francia y el Reino Unido.

A finales de ese siglo todas las grandes potencias tenían intereses en Marruecos: Francia, Inglaterra, Alemania, Italia y hasta Estados Unidos. Francia, que había comenzado su expansión en Argelia en 1830, deseaba anexionarse Marruecos y obtener así una salida al Atlántico para sus posesiones árabes; Inglaterra, que pugnaba con el Hexágono por el dominio de África, quería impedírselo; y la Alemania guillermina buscaba puertos, territorios y mercados para confirmarse como gran potencia.

En este ambiente, el Reino Unido empujaba a España a que se extendiese por un Marruecos en el que la autoridad de los sultanes se descomponía y así frenase a Francia. Por au parte, París quería que Madrid aceptase un pedazo del imperio jerifano para legitimar su presencia. Los políticos españoles de la Restauración, por el contrario, no querían involucrarse, aun a riesgo de quedar encajonados por Francia entre el norte y el sur de la Península Ibérica. Ya entonces aparece la consigna de que hay que apartarse de la política exterior.

Los españoles de la Restauración no se atrevieron

En los años siguientes a la Conferencia de Berlín sobre África (1884-1885), los Gobiernos de Francia y España negociaron los límites de sus territorios respectivos en el África Occidental: Senegal, Río de Oro, Marruecos... En el proyecto de tratado de 1902 España obtuvo, más por la situación internacional que por la labor de su Gobierno, unas condiciones muy ventajosas, ya que Francia le reconocía la mejor zona de Marruecos como protectorado, aparte del Rif y la Yebala: Fez y Tánger; y, en el sur, el puerto de Agadir. Pero los gobernantes españoles no ratificaron el acuerdo.

Otro tratado, de 1904, entre París y Madrid redujo el territorio concedido a España. Pero el definitivo, el convenio hispano-francés de 27 de noviembre de 1912, lo disminuyó aún más. España se quedó con una pequeña franja del imperio jerifano de unos 20.000 kilómetros (como la provincia de Cáceres), pobre y, encima, con la población más levantisca, los rifeños. En el sur obtuvo el reconocimiento de su soberanía sobre Santa Cruz de la Mar Pequeña, cedida por el sultán en el Tratado de Tánger de 1860 y anexionada en 1934; más tarde recibió el nombre de Sidi Ifni.

En los años siguientes, el Protectorado español fue causa de más desastres y derrotas que de triunfos y riquezas. El número de españoles muertos en combate o enfermedad se elevó a varios miles (entre 8.000 y 10.000 en el Desastre de Annual, en enero de 1921), y sólo se pacificó el territorio mediante el arriesgado Desembarco de Alhucemas.

¿Derrocaron los rifeños a Alfonso XIII?

Para la Monarquía de Sagunto, la derrota de Annual demostró la incompetencia de su rey, sus generales, ministros y diplomáticos, como la Gran Guerra había mostrado la de la III República francesa, con la diferencia de que ésta al menos estuvo en el bando vencedor, mientras que España quedó humillada por quienes se habían descrito como salvajes.

En poco más de diez años, la Monarquía de Alfonso XIII cayó, más por sus errores que por la acción de sus adversarios. El penúltimo presidente de Gobierno del rey fue el general Dámaso Berenguer, alto comisario de España en Marruecos cuando la matanza de Annual, y uno de los ministros que convencieron a Alfonso XIII para que abandonara España el 14 de abril de 1931 fue el conde de Romanones; ambos pertenecían a esa lamentable clase dirigente que había conducido a los españoles a la sangría del Rif.

En abril de 1956 España, gobernada por un militar que había ganado su fama, sus galones y sus medallas en Marruecos, concedió la independencia a su zona del Protectorado, semanas después de que Francia hubiese hecho lo propio con la suya. Pero no se detuvo aquí la cesión de territorio a Rabat: en 1958 se entregó Tarfaya; en 1969, Sidi Ifni ; y, por el Tratado de Madrid de 1975, el último Gobierno del franquismo cedió la provincia española del Sáhara Occidental a Marruecos, cuyos sultanes nunca habían ejercido la soberanía sobre ese territorio ni sobre sus habitantes.