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Tema: A bordo de un Galeón

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    A bordo de un Galeón

    A bordo de un Galeón


    A bordo de un galeón español en los siglos XVI y XVII, numerosos marinos y pasajeros tuvieron la ocasión de comprobar la dureza de las travesías oceánicas. Tanto entre España y América como entre América y Asia, los galeones españoles fueron además de los primeros, los que mayor número de veces surcaron sus aguas.

    Pero no era lo mismo la travesía oceánica entre España y América que se podía hacer en menos de un mes desde las islas Canarias, que el increíble galeón de Manila cuyo durísimo viaje a Nueva España podía durar hasta 6 meses, aunque en ambos casos el pasaje sufría de forma asombrosa, al menos a los ojos de hoy.




    En el siglo XVI, estos galeones representaban un avance tecnológico en el mundo del transporte. No existía en esta época otro medio de transporte que pudiera superar a este barco en capacidad de carga, ni tan siquiera en velocidad media sostenida. Se trataba de un almacén móvil que trasladaba personas y mercancías de un punto geográfico a otro a través de los mares.

    El galeón surge del concepto de comercio armado y por primera vez unas ordenanzas reales dictarán a los constructores navales nuevas proporciones que se aplicarán en el arte de la construcción naval. El típico galeón de las flotas de Indias era una nave de unas 300 a 500 toneladas fuertemente armada.

    La primera mención al galeón se dió en España en 1509, cuando en un relato sobre la conquista de Orán se habla del galeón del Conde Pedro Navarro. La segunda en 1516 cuando se menciona al galeón de Bernal Brunet de 100 toneles en la Armada para Orán. La tercera en 1526 en un registro del Consejo de Indias: “salió la armada del comendador Aguilera y cogió un galeón francés“.


    Galeón español 1565-1600.

    La denominación «galeón» se aplicó genéricamente a todos los barcos, sin importar el tamaño, destinados a mantener las comunicaciones con América y el dominio de los mares y perduró hasta 1732, cuando el Rey Felipe V ordenó sustituir los galeones por buques más ligeros, los «navíos inmatriculados» (los navíos de línea del siglo XVIII propiamente dichos).

    Durante el siglo XVI se publicaron cédulas y ordenanzas para la navegación a Indias en 1552, 1567, 1569 y 1573, en las que se reglamentaba entre otras las características de las naves.

    En aquel momento, la flota atlántica contaba con las mejores técnicas y los avances más recientes en navegación; sus planos, diseño y construcción de Naos y Galeones eran un secreto guardado celosamente.

    Aún después de que perdieran su vigor inicial, los galeones no dejaron de ser un enemigo formidable, cuya neutralización requería fuerzas poderosas y una batalla naval, con pérdidas superiores a las que los piratas estaban dispuestos a incurrir.

    Aunque había dos tipos de galeones, los que se dedicaban a la guerra y los que dedicaban al transporte de personas y mercancías, se puede considerar un tercer tipo que era el más habitual: un galeón adaptado para personas y mercancías y artillado medianamente o con parte de los cañones desmontados. Esta versatilidad los hizo muy útiles.

    Los galeones de guerra ya se utilizaban para proteger a las flotas cuando en 1562 Pedro Menéndez de Avilés partió a las Indias con una armada de 49 naves de los cuales seis eran de guerra.

    Galeón español de guerra en 1550.

    Según las ordenanzas, estos galeones de guerra del siglo XVI, de unas 500 toneladas, deberían llevar entre 28 y 50 piezas de artillería.

    La dotación normal para este tipo de galeón se componía por lo general de gente de mar (marineros) y gente de guerra (soldados). En 1550 la razón solía ser de un hombre de mar por cada 5,5 toneladas y un modelo más o menos estándar era el siguiente:

    Gente de Mar: Capitán de mar, piloto, contramaestre, condestable, maestre de jarcia, maestre de raciones, guardián, 25 a 36 marineros, 20 a 28 artilleros, 15 a 20 grumetes, trompeta, buzo, 2 carpinteros, alguacil de agua, despensero, cirujano, escribano de raciones, capellán y 8 a 10 pajes. Hacían un total de entre 90 y 103 personas.

    Gente de Guerra: Capitán de infantería, alférez, sargento, cabo de escuadra de capitán, 4 cabos de escuadra, 15 aventajados, 40 mosqueteros, 54 arcabuceros, 1 abanderado, 1 pífano y 2 tambores. En total 121 personas.



    Importantes fueron las “Ordenanzas para las armadas del mar Océano y flotas de Indias” entre 1606 y 1613, que bajo el reinado de Felipe III estuvieron vigentes durante todo el siglo XVII.

    En 1629, la Junta de Guerra utilizó una nueva fórmula para el cálculo de la dotación de un galeón que establecía un marinero por cada 6,25 toneladas y un infante de marina por cada 3,8 toneladas.

    En la ordenanzas de la Armada Real de 1663 se unificó el mando de la gente de mar y de guerra, quedando un solo capitán de mar y guerra y la relación se modificó a favor de la infantería, siendo de 1 marinero por cada 6,4 toneladas y 1 infante por cada 2,3 toneladas. Posteriormente en 1700, se cambió otra vez, pero entonces a favor de la marinería considerándose 1 marinero por cada 3,24 toneladas, no variando la infantería.

    También en dichas ordenanzas se fijaba el siguiente vestuario para el uniforme de la marinería de guerra:

    Seis camisas, tres blancas y tres azules, dos pares de calzones, uno de paño azul y otro listado blanco y azul; Un capotillo con su capucha, de paño burdo afelpado por dentro, de color pardo y tejido en la espalda con el escudo de las armas reales. un casquete encerado y un birrete de lana colorado; un par de medias coloradas de estambre; un par de zapatos abotinados hasta más arriba del tobillo; un cuchillo con su vaina; dos peines; una bolsa para ponerlos y para el tabaco, con agujas e hilo azul y blanco. Una cuchara de box y vaso de cuerno; una faja de capullo, listada en blanco y colorado; un petate para conservar y guardar la ropa.




    Ya a bordo del galeón, el capitán de mar y el capitán de guerra se alojaban en la cámara principal situada en la popa de la nave, donde se guardaban sus pertenencias personales, y varios pertrechos del buque, como una caja con hachas de combate que iba debajo de la cama del capitán. Si había capitanes de infantería, compartía su cámara con ellos. Sobre ella estaba la cámara del piloto y del maestre y su ayudante; también en la popa se alojaban el despensero y a veces el condestable.

    Otras veces el condestable se alojaba en la santabárbara junto a los artilleros. El capellán se alojaba en la toldilla, entre el palo mayor y la cámara
    principal.



    En el castillo de proa y debajo de él se situaban los camarotes del contramaestre, el guardián de cubierta, el calafateador, el carpintero, el tonelero y sus ayudantes. Los marineros iban también a proa y dormían repartidos entre el alcázar y la primera cubierta. Las hamacas empezaron a usarse hacia finales del siglo XVI.

    Había tres turnos de guardia de ocho horas que cumplían oficiales y marineros. El primero comenzaba a las cuatro de la tarde hasta 12 de la noche, era llamada la guardia del capitán;



    la segunda desde medianoche hasta las ocho de la mañana, y era llamada la guardia del piloto, también llamada “modorra”; y la tercera desde las ocho de la mañana a la cuatro de la tarde, era llamada la guardia del maestre. Los marineros hacían dos guardias de cuatro horas cada día, aunque la guardia de la tarde se rotaba en turnos de dos horas. Estaban exentos de las guardias los pañoleros, bodegueros y rancheros.

    Había una brigada llamada impar que cubría los puestos de guardia de estribor y otra par que cubría los de babor. En el castillo de proa se situaban los vigías y cofas de los palos trinquete y mayor, dotados de catalejos.




    Dado que del hombre de guardia podía depender la seguridad del barco, el que se dormía era castigado severamente. Para no dormirse se aconsejaba que los que estuvieran de guardia permanecieran de pie, mirando a proa, pues era por donde podía surgir el peligro, y a barlovento, pues era por donde podían presentarse las tormentas, debiendo comunicar al piloto o al contramaestre cualquier incidencia que se presentase.

    Las maniobras de la nave las dirigía el oficial de guardia desde el alcázar y el segundo de a bordo que iba en la proa las repetía para que fueran cumplidas. La rutina diaria comenzaba por la mañana:

    La primera tarea consistía en sacar el agua que hubiera entrado en el navío por la noche, y que se encontraba en la sentina (espacio bajo el suelo de la bodega), usando las bombas de achique, misión realizada por los carpinteros y los calafates. “Espumeando como un infierno y hediendo como el diablo sale el agua de las bombas”. La sentina es una especie de pozo destinado a recoger los derrames del agua de la vasijería, y como estos corren por toda la bodega en contacto con varias materias, y van recogiendo las impurezas, con el movimiento, el calor y la falta de ventilación, se corrompen y llegan a ser foco infecto si no se cuida de extraerlas frecuentemente”.

    Se comprobaba que las velas se encontraran en buenas condiciones, y durante el resto de día se realizaban las tareas habituales, tal como mantener las cubiertas limpias, reparar velas e izarlas cuando se ordenaba, atar y colocar cabos, arreglar cuerdas, trepar a los palos, fregar la cubierta, y hacer diversas reparaciones.

    La tarea de manejar las velas era muy dura, y requería una máxima coordinación, por ello las tripulaciones entonaban canciones rítmicas mientras izaban, amarraban y empujaban la barra del cabrestante.

    Cada tarea tenía su propio ritmo, que se compaginaba con la fuerza empleada. Uno era un ritmo de marcha, empleado para girar alrededor del cabrestante o moverse para recoger anclas. Otro era un ritmo más lento, para trabajos que exigían un pausa y pasar un cabo de mano en mano. Otros trabajos necesitaban un ritmo de dos tiempos. Se empleaba para tareas pesadas, como izar velas, o subir pertrechos de peso. Cantar estos ritmos se llamaba saloma. En los galeones de guerra el silbato del contramaestre solía sustituir a las canciones.

    Al mediodía el despensero repartía las raciones de comida entre la marinería, la cual previamente cocinaba en calderos colocados en el fogón (se solían llevar dos fogones, uno por cada cien tripulantes). Esta era la única comida caliente al día, salvo cuando el bizcocho se encontraba en mal estado y agusanado. En ese caso los restos llamados mazamorra se cocinaban como sopa por la noche, lógicamente para no ver su contenido.

    Al caer la tarde las actividades iban disminuyendo, dedicándose un tiempo al descanso, charlar, tocar algún instrumento musical, y a pesar de estar prohibido, jugar a los dados o a los naipes. También se celebraban carreras de animales que iban a bordo, o peleas de gallos. Si el barco quedaba al pairo los marineros pescaban o nadaban.




    Al iniciar los turnos de guardia de noche, se convocaba a todos los tripulantes a la oración, presidida por el capitán o religioso que estuviere a bordo. Se rezaba el Padrenuestro, Avemaría, Credo y se cantaba la Salve Marinera, y el paje pronunciaba la fórmula para desear buenas noches a todos:“Amén y Dios nos dé buenas noches, buen viaje, buen pasaje haga la nao, señor capitán y maestre y buena compañía”. A continuación la tripulación se iba acomodando para dormir. Los soldados en estas naves dormían con los artilleros en la Santabárbara.

    Las leyes concernientes al aprovisionamiento de mercancías se regularon por medio de una ordenanza de 1543, año en el que se estimó conveniente regular los tamaños y cantidades de género que hubiese de ocupar una tonelada. Se consideraba de la máxima importancia cubicar adecuadamente la nave a fin de evitar la sobrecarga de la misma, dado el peligro que ello podía comportar.



    El recipiente más utilizado para el transporte era la denominada “Pipa”, un tonel con 443,5 litros de capacidad. Dos pipas ocupaban el espacio equivalente a una tonelada. Existía un contenedor algo más grande, que se denominaba “Bota”, con una capacidad aproximada de 532 litros. Lo recipientes más pequeños recibían el nombre de “Quintaleños”, que tenían 64,5 litros y también se utilizaba otro envase más reducido, de forma casi esférica y boca ancha denominado “Botija”, con una capacidad aproximada de 20-30 litros. Otros recipientes eran los fardos o cajones, cuyas dimensiones eran variables.

    Un galeón de guerra de 650 toneladas con 362 personas a bordo necesitaba 400 pipas de agua, 200 de vino, 15 de vinagre, más de 1.000 quintales de galletas, más de 500 quintales de cecina y 100 barriles de sardinas.

    Y un galeón mercante de 500 toneladas para una navegación de 90 días entre España y América cargaba 14.000 kg de bizcocho, 2.100 kg de tocino/cecina, 1.032 kg de bacalao, 567 kg de arroz, 567 kg de garbanzos, 455 kg de vinagre, 344 kg de queso, 200 kg de aceite y 20.250 litros de vino.

    La vida a bordo en los galeones mercantes o mixtos tanto de la tripulación como de los pasajeros, también se regía por unos protocolos de actuación que se solían cumplir, dado el siempre peligroso escenario que podía acontecer en cualquier momento. La primeras sensaciones de navegación para el neófito eran el contínuo crujir de la madera, el ruido producido al romper el agua contra el casco y el quejido de los cabos.



    No eran unos navíos que se distinguían precisamente por su velocidad, los más grandes tenían una eslora de entre 40 y 60 metros y de entre 500 y 1.300 toneladas en su versión más común, llegando a alcanzar alguno de los que navegaron por el Océano Pacífico las 2.000 toneladas.

    Los más pequeños albergaban a bordo no menos de 100 personas entre tripulación y pasaje, y los más grandes podían llevar embarcadas por encima de las 500 personas.

    Es difícil imaginar cómo y dónde se colocaban y asentaban los pasajeros, cuando lo habitual era que permanecieran en las cubiertas, dado que las mercancías y muchos animales ocupaban las amplias bodegas.

    La tripulación estaba organizada jerárquicamente según según su rango, pero los pasajeros de distinto estatus social y origen tenían que convivir en el espacio reducido que les tocaba, normalmente según iban eligiendo cuando ellos embarcaban; por tanto era importante ser de los primeros. Pero también los pasajeros que pagaban por derecho de carga tenían reservados los mejores sitios.



    Las tripulaciones de los barcos que desde finales del siglo XV y principios del XVI hacían la ruta de las Américas iban, por regla general, provistas de todo lo necesario para efectuar el viaje en las debidas condiciones. No obstante, la comida constituía una preocupación permanente. Por ello, era normal embarcar alimentos en cantidades que excedían sobradamente la duración prevista de la singladura.

    El hacinamiento era algo habitual y con ello el peligro de contraer enfermedades, además del riesgo que suponía para la salud la proximidad de animales domésticos (gallinas, ovejas, cabras y cerdos). Los caballos, asnos, mulas y bueyes viajaban en las bodegas colgados del techo con unas cinchas y fajas. La lógica falta de higiene personal y la podredumbre de algunos alimentos implicaba que con el paso del tiempo los pasajeros sufrieran gastroenteritis, tifus o el temido escorbuto.

    Por tanto se hacía necesario intentar mantener limpios los navíos y se realizaban batidas sistemáticas para erradicar las plagas de ratas y ratones.

    Todos los enfermos eran trasladados a la enfermería situada en el alcázar a estribor y allí eran atendidos sanitariamente por el cirujano o el barbero y espiritualmente por un religioso.



    Si alguien fallecía, cosa no infrecuente, su cuerpo se cubría con una tela gruesa, se ataba a algún tipo de lastre y, luego de una pequeña ceremonia de cierta solemnidad, se tiraba al mar.

    Las reglas a bordo solían respetarse, ya que de lo contrario el capitán actuaba con celeridad y ante la comisión de un delito como por ejemplo el hurto, se aplicaban los castigos según lo establecido en el Libro del Consulado del Mar.

    También estaba prohibido desnudarse, jurar, blasfemar y tener relaciones sexuales a bordo. A parte de que estaba mal visto implicarse sexualmente con mujeres que viajaban con su familia o solas al reencuentro de un esposo que previamente había partido para labrarse un futuro en algún territorio allende los mares. Pérez Mallaina ha escrito que la habitual falta de mujeres favoreció las prácticas homosexuales convirtiéndose en uno de los secretos mejor guardados de algunos de los hombres del mar.

    Todo ello podía castigarse en alta mar con unos azotes, suspensión de salario, pérdida de bienes, o el ingreso en prisión y el destierro una vez llegados a puerto. Las ejecuciones únicamente se reservaban en casos muy graves.



    El piloto de cada barco dirigía la navegación durante toda la travesía y transmitía sus órdenes a la tripulación por medio del contramaestre. Los tripulantes además de las faenas a las que dedicaban parte de su día, disponían de dos momentos de cierta relajación de sus quehaceres que era durante cada una de las dos comidas diarias, que rompía con la monotonía.

    La comida, más bien escasa, estaba basada en una dieta en donde lo más usual era el arroz, las pasas, el tocino, la carne (dos veces por semana), el pescado y la harina, con la que se realizaban los bizcochos o galletas (tortas duras de harina de trigo); y por supuesto mucho vino o vinagre con agua, cuando ésta por la dureza de la travesía, empezaba a estropearse.





    El fogón permitía una comida caliente al día, al menos cuando no hacía mal tiempo o excesivo viento. Se situaba bajo el castillo de proa y consistía en una caja metálica y rectangular con una plancha de hierro rodeada por tres lados y abierta por la parte superior sobre la que se colocaba un fondo de arena y donde se montaba la leña y el carbón; se encendía generalmente a partir del mediodía y se apagaba al anochecer. Era misión del contramaestre comprobar este último extremo. Realmente cocinar a bordo constituía un auténtico peligro, pues el fuego debía mantenerse encendido con lo que el riesgo de incendio era permanente.

    El alimento formaba parte de la remuneración de las tripulaciones. La ración estaba reglamentada y su valor energético superaba en ocasiones las cinco mil calorías por hombre y día, a pesar de lo cual era monótona y desequilibrada por exceso de glúcidos y proteínas y carencia importante de vitaminas.

    Teóricamente las necesidades de las dotaciones respecto a las proteínas, grasas e hidratos de carbono estaban cubiertas por la ración diaria, al menos en la fase inicial de los viajes, aunque las proteínas eran prácticamente de origen animal. Los hidratos de carbono estaban constituidos fundamentalmente por el insustituible bizcocho, el arroz y las legumbres secas, pero faltaban los de origen vegetal, presentes en las frutas, verduras y hortalizas frescas. La falta de agua provocaba deshidrataciones y un exceso en el consumo de alcohol (vino), que por regla general era la única bebida que no se estropeaba.



    https://laamericaespanyola.wordpress...-de-un-galeon/




    Última edición por Hyeronimus; 26/12/2019 a las 22:29

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