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Tema: Historiadores y escritores más furibundamente antifranquistas

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    Historiadores y escritores más furibundamente antifranquistas



    El odio de escritores e historiadores hacia Franco
    (*)

    Por Eduardo Palomar Baró.

    Después del fallecimiento de Franco, los primeros ataques a su persona y a su régimen fueron protagonizados por la revista “Interviú”, que de una forma sensacionalista y burda, entre fotografías de señoras ligerísimas de ropa o sin ella, se dedicó a publicar reportajes sectarios. En la primavera de 1979, cuando los socialistas vencieron en las elecciones municipales, lo primero que hicieron fue demoler estatuas, efigies, símbolos, y cambiar rotulaciones de calles, avenidas y plazas, donde aparecía algún nombre “nacional”, por otros de “demócratas de toda la vida”, tales como Karl Marx, Buenaventura Durruti, Ángel Pestaña, Manuel Azaña, Olof Palme, Miguel Hernández, Salvador Allende, etc. Como escribe Ricardo de la Cierva en su libro “El 18 de julio no fue un golpe militar fascista” (Ed. Fénix. Febrero de 2000), la “marea negra” contra Franco tuvo lugar a partir de dos fechas. La primera, la del 23 de febrero de 1981, con el aún no aclarado golpe militar, que ha hecho declarar recientemente al general Fernández Campo que “el 23 de febrero de 1981 es un rompecabezas, un gran «puzzle» del que conozco bastantes piezas, pero me faltan muchas otras decisivas para llegar a completarlo. Pero por mi parte, renuncio a intentar descubrir las piezas que me faltan. En ocasiones el que busca afanosamente la verdad, corre el riesgo de encontrarla”.

    La segunda fecha que activó la “marea negra” fue la del 28 de octubre de 1982, con la victoria del PSOE en las elecciones con diez millones de votos. O sea, que entre 1979, 1981 y 1982 se desplegó la “marea negra” contra Franco. Con el pretexto del 25 aniversario de su muerte, esa marea se convirtió en una desbocada y aparatosa riada. Una serie de pseudo cronistas están destilando un odio que les lleva a tergiversar, mentir y difamar a Franco. Citamos sólo algunos de los más encarnizados.

    Javier Tusell. Nació en agosto de 1945 en Barcelona, hijo de Jordi Tusell, productor cinematográfico, acreditado sindicalista y beneficiario del sistema. Cursó estudios en la Universidad Complutense de Madrid. Catedrático de Historia Contemporánea de la UNED (Universidad Nacional de Enseñanza a Distancia). Ha publicado una serie de libros sobre la política española del siglo XX. Colabora habitualmente en la prensa española a través de artículos de análisis y de ensayo político. Ha sido director general de Promoción Escolar y de Bellas Artes durante la etapa ucedista (1977-1982). Autor, entre otros libros, de “La oposición democrática al franquismo” (1977); “Franco y los católicos” (1984); “La URSS y la Perestroika desde España” (1988), donde apostaba por la pervivencia del Muro de Berlín, pocos meses antes de que se derrumbara. “Retrato de Mario Vargas Llosa”, en el que auguraba y celebraba su exaltación a la presidencia del Perú, cosa que el gran escritor no logró. “La España de Franco. Poder, oposición y política exterior” (1989); “La Dictadura de Franco”; “Franco en la Guerra Civil”. (1992). “Franco, España y la II Guerra Mundial (1995). Este autor, acapara en sus escritos montañas de errores históricos. Personaje considerado como gafe en su vocación política ya que partido o grupo en que se inscribía, pasaba a mejor vida: en 1977 con el grupo democristiano, no lograron ni un escaño; luego en la UCD residual sufrió el naufragio en las elecciones de 1982. Pasó a PDP, que se desintegró. Más tarde intentó introducirse en el PP, con poco éxito. Finalmente, lo fichó Polanco para “El País”. Su actividad como historiador se desarrolla junto a una frustrada actividad política, lo que le conduce a escribir sin ningún viso de imparcialidad y de objetividad. Intentó descalificar a dos de los mejores periodistas que tiene España, Jaime Campmany y Emilio Romero, saliendo escaldado del embite. Casado con la historiadora Genoveva García Queipo de Llano, con la que realizó algunos libros, falleció el pasado 8 de febrero de 2005, a los 59 años de edad.

    Paul Preston. Hijo de la Gran Bretaña, nació en Liverpool en 1946. Cursó estudios en la Universidad de Oxford. Dirigió un centro de estudios sobre la España contemporánea en las universidades de Reading y Londres. Profesor de Historia internacional en la London School of Economics, centro superior vinculado a la Internacional Socialista y afecto a la Masonería. En 1993 publicó en Inglaterra un tomazo, “Franco”, si bien al salir al mercado español figuró con el subtítulo “Caudillo de España”. Es de un antifranquismo radical, lo que lo convierte en una auténtica antibiografía. Es un libro de intención política y de venganza histórica. No proporciona ningún dato sociológico, económico o cultural de la España de Franco. No hay método, sólo simplificaciones, obsesiones, prejuicios y errores en cantidad. El mejor conocedor de la historia económica de España, el profesor Juan Velarde, demostró con absoluta rotundidad la profunda ignorancia de Preston en materias económicas, así como sus graves errores de hecho y el sectarismo hostil de su obra. La parcialidad que rezuma el libro, no podía dejar de ser un trabajo sin valor científico alguno. Entre los que llama “errores irritantes” que propaga Preston están los que el puesto de Capitán General se reservase “a los reyes de España”; que el escudo de España que aprobó Franco llevaba el “águila imperial española” (ésta es la bicéfala de Carlos V), cuando en realidad es el águila del evangelista San Juan. Habla de un desfile de la Victoria en plena canícula (18 de julio de 1940). Que la novela “Raza” reflejaba “el deslumbramiento de Franco ante el nazismo”, cuando hacía décadas que en el 12 de octubre tenía lugar la Fiesta de la Raza. Franco, en su correspondencia con don Juan, nunca lo trató de Majestad. Según Preston, Alfonso XIII falleció en 1931, diez años antes de su muerte (28-II-1941). El desconocimiento de la economía es apabullante. De los 40 años de mandato de Franco, dedica para cada año bélico una media de 47 páginas; para cada año de esfuerzo económico, 9 páginas. Deja de lado acontecimientos importantísimos en la economía española a partir de 1939, como: la Reforma fiscal Larraz de 1940; el establecimiento del Seguro Obligatorio de Enfermedad en 1942; la estatificación de los ferrocarriles; la puesta en marcha de la E.N. Calvo Sotelo, convertida hoy en la potente Repsol y, la creación de la Renfe. Por supuesto no tiene en cuenta el Plan de Estabilización, ni el abandono del carbón por el del petróleo, ni la marcha de España hacia la CEE., etc. En “Razón Española” en el número 75, el profesor Velarde publicó un interesantísimo artículo del que hemos extraído esas pocas notas, sobre las decenas de disparates y errores de esa antibiografía de Franco. El historiador Ricardo de la Cierva en “Razón Española” en su número 83 y en el libro “No nos robarán la historia”, pone a buen recaudo a esa nefanda antibiografía que exhibe Preston, llena de dislates y falsedades.

    Ian Gibson. Hijo de Irlanda, nació en Dublín en 1939. Siendo estudiante de románicas, descubrió la obra de Federico García Lorca. Fue profesor de español en Belfast y en Londres. Socialista. En 1958 viajó a España, pues había escogido un tema lorquiano como tesis. Desde que se estableció en España definitivamente en 1978 se convirtió, tanto por sus libros y colaboraciones en la prensa, como por sus polémicas actuaciones en Radio Televisión Española, en un personaje muy discutido. El primer libro suyo fue “El asesinato de Federico García Lorca” en el que se mostraba parcialísimo en las evaluaciones políticas. Siguió con “En busca de José Antonio”; “Un irlandés en España” (1981). “La noche en que mataron a Calvo Sotelo” (1982), rebosa un claro propósito de encubrimiento socialista y tergiversación de los hechos, hasta extremos ridículos, impropios de un historiador. En 1983 escribió “Paracuellos: cómo fue”. “Queipo de Llano. Sevilla, verano de 1936” (1986). En el año 1984 le concedieron la nacionalidad española. Ese socialista es otro de los escritores con vitola antifranquista.

    Santos Juliá. Nació en 1940. Fue cura. De inclinaciones radicales, es historiador oficioso del PSOE y comentarista político en el diario “El País”. Catedrático de la UNED. Para entender las simpatías de Santos Juliá, basta leer, en su libro “Introducción a la Historia”, que el siglo XX es una apoteosis del marxismo, y la revolución soviética es “obra de los amantes de la paz y el socialismo” que encendieron para los pueblos “por vez primera una gran esperanza”. En el capítulo sobre la historia de España, aparte de los graves errores en que cae, sus opiniones sobre la guerra civil son aberrantes. Termina el libelo sin hacer mención alguna a la crisis y caída del comunismo y sí una descripción de la Iglesia católica absolutamente esperpéntica. Después de la muerte de Franco escribió “La izquierda del PSOE (1935 y 1936)” donde hace referencia a la actuación de la izquierda socialista, marxista y revolucionaria a raíz de la Revolución de Octubre de 1934 hasta el alzamiento del 18 de julio. No solamente no condena la actuación antidemocrática de 1934, sino que afirma que la revolución se tuvo que hacer debido a la “marcha imparable del fascismo hacia el poder”. En el libro “Orígenes del Frente Popular en España (1934-1936)”, entre otras boutades, defiende a capa y espada al doctor Juan Negrín, el socialista pro soviético entregado a Moscú. Según Juliá, el Frente Popular fue “el sueño de una nueva sociedad”. En el libro titulado “Manuel Azaña, una biografía política” no se aparta de su sectarismo. Manifiesta una gran parcialidad en el libro editado por Temas de Hoy, del que es coordinador, “Víctimas de la guerra civil” (1999) refutado por Pío Moa. Así, por ejemplo, proclama que “Franco pasó a denominarse jefe del Estado, aunque todo lo que hubiera entonces no pasaba del ‘Estado campamental’ que Serrano Suñer pugnó por convertir en Estado fascista”, lo cual resulta falso ya que el cuñado de Franco era un dirigente católico que quiso construir un Estado confesional enteramente distinto del fascismo, doctrina incompatible con la Iglesia. Escribe que la guerra del 36 fue de “campesinos con alpargatas y fusil al hombro enfrentadas a militares al mando de tropas mercenarias”. Los cuatro coautores del libro no disimulan su abierta y conocida militancia antifranquista: Julián Casanova, Josep M. Solé i Sabaté, Joan Villarroya y Francisco Moreno.

    Juan Pablo Fusi. Nació en San Sebastián en 1945. Catedrático de Historia Contemporánea. Más moderado que el anterior, pero también de la escuela socialista. Su “Franco, autoritarismo y poder personal”, fue publicado por “El País”, defensor del PSOE y de la Internacional Socialista. En él dice que “Franco careció siempre de verdadera legitimidad moral”, no haciendo mención a los demás personajes históricos que, desde Julio César implantaron una nueva legalidad. Da por supuesto que la República gozaba de legitimidad moral y democrática, cuando todo el mundo sabe que las elecciones de febrero de 1936 no fueron legítimas, ya que estuvieron manipuladas. Escribe que en Marruecos se decía que Franco era oficial de las tres emes: sin miedo, sin mujeres y sin misas. Falso tópico, ya que siempre fue católico practicante. Da la sensación, que cuando algún análisis sobre Franco le sale positivo, inmediatamente escribe lo contrario. En una reciente entrevista con ocasión de los 25 años del fallecimiento de Franco, entre otras cosas, manifestaba: “que fue un militar africanista que ascendió por méritos de guerra de forma rápida, después de unos estudios bastante mediocres”; “fue un militar conservador, muy prudente, astuto, distante, frío, despersonalizado, reservado, a quien no se le puede atribuir decisiones formidables, puesto que muchos de los grandes cambios que se produjeron en España ni siquiera los entendió el propio Franco, como, por ejemplo, grandes decisiones de tipo económico. Franco para el biógrafo es relativamente poco atractivo porque su personalidad es bastante anodina y mediana”. Ante la pregunta sobre su lado más humano, contesta: “Hay una última imagen en la que aparece como un anciano amable rodeado de su familia”. “Nunca en 40 años, hubiera un gesto de reconciliación con la España republicana, la anti-España, según él”. Se olvida de las numerosas amnistías.

    Luis María Anson. Nació en Madrid en 1935. Estudió en la Escuela Oficial de Periodismo. Monárquico tradicionalista en su juventud. Director de ABC desde el 1 de febrero de 1983 al 19 de junio de 1997, donde situó al periódico en un antifranquismo feroz. Junto con Antonio Asensio, presidente del grupo Zeta, creó el diario “La Razón”. Emilio Romero en un artículo publicado en 1987 escribió: “mal servicio que está haciendo al Rey y, por extensión a la Familia Real, con ocasión de un amor patológico a la Monarquía, que le viene de sus primeros años profesionales, tiene una disposición preferente hacia las actividades del Rey, de la Reina, de sus hijos, y del padre del Rey, don Juan de Borbón, que resulta en muchas ocasiones grotesca y promueve en sectores populares amplios, la crítica, la censura impotente, y la lástima. Tradicionalmente, se decía que los que fabricaban más republicanos en nuestro país eran los monárquicos más caracterizados, y esto era una verdad como un templo”. Aprovecha cualquier oportunidad para volcar todo su resentimiento contra Franco, así en el libro de historia-ficción que tituló “Don Juan” (1994). El antifranquismo de Anson queda reflejado en esa obra. Es un problema personal, ya que Anson se jugó su futuro a la carta de don Juan, y perdió, lo que hizo que no perdonase jamás a Franco. Sostuvo la tesis de que don Juan mantuvo la legitimidad de la Corona hasta su renuncia en 1977, lo cual conduce a que desde el fallecimiento de Franco ocurrido el 20 de noviembre de 1975 hasta esa renuncia, Juan Carlos I no ha sido un rey legítimo, sino un usurpador. El libro contiene crasos errores, presentándonos, por ejemplo, a don Juan demócrata de toda la vida, cuando en realidad durante la mayor parte de su vida, fue antidemócrata. Ricardo de la Cierva, en su mencionado libro “El 18 de julio no fue un golpe militar fascista”, escribe lo siguiente sobre Anson: “Ninguno de quienes le conocíamos pudimos suponer que su odio a Franco le llevase tan lejos, hasta el extremo de desvirtuar la historia de toda una época y de satanizar a Franco, mientras tal vez creía Anson que con esos métodos reivindicaba a don Juan. Todo el “Don Juan” es un libro que rezuma subjetividad. En los años ochenta y sobre todo noventa, se empareja con historiadores que siguen las directrices de la Internacional Socialista y la Masonería en una oleada gigantesca de descrédito y descalificación contra Franco, a quien tantas veces había mostrado su acuerdo don Juan de Borbón. Anson sabe, porque conoce bien la historia reciente de España, que sin la decidida voluntad de Franco, la Monarquía no hubiera regresado jamás a España. Lo sabe y sin embargo arremete contra Franco, porque su odio y su sed de venganza le impulsan a ello hasta rebasar los límites de la verdad y la racionalidad histórica”. Desde su ‘Canela Fina’ de “La Razón”, aprovecha casi cada día para insultar y denostar al Caudillo, con un rencor visceral impropio del que dice ser ‘católico, apostólico y romano’.

    Manuel Vázquez Montalbán. Nació en Barcelona en 1939. Periodista y escritor. Comunista, miembro del Comité Ejecutivo del PSUC, partido de los comunistas catalanes. Ha colaborado en numerosas publicaciones marxistizantes. Publicó un libelo titulado “Autobiografía del general Franco” (Ed. Planeta. 1992). Muestra su odio explícitamente manifestado incluso hasta en la publicidad del lanzamiento de esa obra: “Franco, tus enemigos no te olvidan”. Extrae o inventa lo negativo, omitiendo todo lo positivo. Y así, Franco resulta ser el demonio mismo. Por otro lado, trata como héroes a los asesinos comunistas. Además de mostrar una absoluta parcialidad, las equivocaciones históricas son constantes. El diario “El País” calificó el libelo como “un monumento antifranquista”. Murió repentinamente en el aeropuerto internacional de Bangkok (Tailandia) el 18 de octubre de 2003.


    Francisco Pérez Martínez, conocido por el pseudónimo Francisco Umbral, nació en Madrid en 1935. Lleva más de treinta años dedicado al periodismo. En un artículo titulado “El fenómeno Umbral”, Torcuato Luca de Tena exponía que en una ocasión memorable, Umbral dijo que “a la gente le gusta que le cuenten la Historia como no fue”, y en otra ocasión no menos sugerente confesó: “Yo he llevado una vida de mentiras. Jamás he contado la verdad”. Me veo forzado –decía Luca de Tena- a discrepar públicamente de confesión tan entrañable. Porque una vez, al menos una vez que yo sepa, no mintió. Y ésa fue precisamente cuando profirió la frase citada: “Yo he llevado una vida de mentiras. Jamás he contado la verdad”. De ese individuo, -prosigue Torcuato Luca de Tena- afirma el historiador Ricardo de la Cierva que “sólo escribe para el resentimiento y la venganza”. Emilio Romero, desde Época, también lo retrataba: “es un hurgador de vidas, o de intenciones, o de defectos de los otros, y todo ello desde la naturaleza de un resentimiento permanente y profundo”. “Es una especie de cronista social de mala uva, y con escasas ideas y pensamientos”. “Levantarse a la hora que lo haga Umbral, ya con la mala leche puesta, para crucificar a éstos o a los otros, es un modo de estar que a lo mejor le sirve, pero es patología de constitución”. “Pero lo que advierto en Paco Umbral es la nostalgia de su comunismo acabado y denunciado. Aquí nos salieron unos comunistas nuevos pidiendo las libertades en el franquismo, y no se les ocurría pedirlas en la Unión Soviética”. Llega a la culminación del disparate en su libelo “Madrid 1940. Memorias de un joven fascista” (Ed. Planeta 1993). Con ocasión de la puesta en venta de su panfleto “Leyenda del César Visionario”, se destapaba con esa perla: “Aparte de su crueldad, lo peor de Franco fue su incultura”.

    Eduardo Haro Tecglen. Nació en Pozuelo de Alarcón (Madrid) en 1924. Se inició en el periodismo en el diario “Informaciones”. Fundó el “Diario de África”. Parece ser que fue Federico Jiménez Losantos quien bautizó como “La Momia” a ese último estalinista de España, columnista de “El País” y autor del panfleto “El niño republicano”. En una entrevista que le concedieron en dicho periódico, se pronunciaba así: “Franco nos quitó la patria. Hasta por la parte externa, el himno y la bandera”. “Las cosas que aborrezco vienen desde Isabel la Católica”. “En la República, las dos grandes figuras populares eran mujeres: Pasionaria y Federica Montseny. Estaban también las republicanas clásicas, universitarias de gran formación, como Clara Campoamor, Margarita Nelken, Victoria Kent...Pero lo insólito es que las dos grandes fuerzas revolucionarias, el comunismo y el anarquismo, estaban dirigidas por estas mujeres.Son lo mejor que hemos aportado a la historia”. Vale la pena transcribir lo que Haro Tecglen escribió en su juventud: nada más y nada menos que unos artículos en loor de Franco. El 20 de noviembre de 1944 publicaba en “Informaciones”, lo siguiente: “Dies Irae”. La voz de bronce de las campanas de San Lorenzo, el laurel de fama de la corona fúnebre, la piedra gris del Monasterio, los crespones de luto en todos los balcones de El Escorial, los dos mil cirios ardiendo en el túmulo gigantesco coronado por el águila del Imperio que se eleva en la Basílica, lloran en esta mañana, con esa tremenda expresión que a veces tiene las cosas sin ánimo, la muerte del Capitán de España. Se nos murió un Capitán, pero el Dios Misericordioso nos dejó otro. Y hoy, ante la tumba de José Antonio, hemos visto la figura egregia del Caudillo Franco. El mensaje recto de destino y enderezador de historia que José Antonio traía es fecundo y genial en el cerebro y en la mano del Generalísimo”.

    José Luis de Vilallonga. Marqués de Castellvell y Grande de España, nació en Madrid en 1920. Periodista y actor cinematográfico de películas eróticas. Al poco tiempo de iniciarse la guerra civil, se escapó de Cataluña a la zona nacional para enrolarse primero en 1937 en los “frentes” de San Juan de Luz y de Biarritz, para pasar en 1938 a las “trincheras” de San Sebastián, “atacando” aperitivos en el restaurante “Xauen”, paseando su altanería por las avenidas de la Bella Easo y pernoctando en la calle Prim, nº 1, su palacio. Siguiendo con sus operaciones militares se dedicaba por las tardes a bailar en el tenis de Ategorrieta. No lo pasó, pues, tan mal en la España de su odiado Franco. En 1951 se instaló en París. En 1975, fue portavoz en París de la Junta Democrática. Actualmente firma una crónica de opinión en“La Vanguardia”. Entre sus libros destaca la biografía oficial de Juan Carlos I “El Rey”. La amargura y el rencor hizo a José Luis de Vilallonga regurgitar un libelo difamatorio titulado “El sable del Caudillo”, donde utilizó los más vulgares medios para intentar denigrar la figura de Franco y la de su familia. Llegó a decir que no había encontrado a nadie que hablara bien de Franco...En la crítica de ese bodrio, escribía Charles Powell: “la visceral antipatía de Vilallonga por Franco no le permite nunca aproximarse suficientemente a su figura como para transmitir al lector un análisis verosímil, mínimamente sutil, de su protagonista” La Historia es noble, el rencor innoble; falsearla para apuñalar por la espalda es absolutamente vil. Habría que escribir un opúsculo titulado “La pluma como navaja trapera”.

    http://www.generalisimofranco.com/opinion/126.htm

    (*) El artículo es del año 2005.y algunos de estos escritores murieron ya hace años
    Última edición por ALACRAN; 15/12/2020 a las 01:19
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

  2. #2
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    Re: Historiadores y escritores más furibundamente antifranquistas

    Una historiografía de combate al servicio de la izquierda

    12 enero 2018

    Por Moisés Domínguez.

    Incluso antes de la muerte del Generalísimo, ya hubo una corriente académica liderada por Tuñón de Lara que sin censura ni cortapisa alguna pusieron en duda los estudios realizados por ilustres especialistas sobre la República, la Guerra Civil y el Franquismo como Don Ricardo de la Cierva, Rafael Casas de la Vega y Salas Larrazábal, entre otros.

    Había cierto equilibrio historiográfico e incluso investigadores que escribían con libertad sobre los rojos y los azules, así tenemos la magnífica trilogía dedicada a la Guerra Civil que José María de Gironella comenzó con su obra "Un millón de muertos", publicada en 1961.

    Ese equilibrio se rompe escandalosamente con la muerte de Franco y surge lo que podríamos llamar los "Historiadores antifranquistas" sobrevenidos liderados como Ángel Viñas y Reig Tapia, todos ellos al amparo de los trabajos de que realizó Herbert R. Southworth y que ocupan todos los resortes académicos de poder. En la escuela y en la universidad pública no hay lugar para quien ose poner en duda los libros de estas vacas sagradas .Simplemente son expulsados de las cátedras.

    Después de 40 años de adoctrinamiento en las Universidades Españolas como no se ha visto en ningún país de Europa, lo raro es que aun surjan voces disidentes y que vean con ojos críticos el estudio de la Guerra Civil, la República y Franquismo.

    En el mundo editorial quien quiera escribir criticando el Franquismo y haciendo interminables listados de muertos no hay problema ninguno. Para eso están los departamentos de cultura de las Diputaciones Provinciales, Ayuntamientos y CCAAs que acumulan en sus archivos y alacenas miles y miles de libros que nadie lee pero que pagamos con nuestros impuestos. Si el investigador subvencionado encima descubre que el toro que mato a Manolete era franquista, entonces tienen barra libre para publicar su libro en las innumerables editoriales de izquierda que controlan el mercado.

    En la actualidad es muy difícil, por no decir imposible, publicar un trabajo que contradiga las verdades oficiales de los Santos Julia, Casanovas, Moradiellos, Viñas , etc. El historiador riguroso se encuentra desplazado y fuera del mercado. Ejemplo de ello son las campañas de desprestigio personal que han realizado contra Pio Moa y Ángel David Martín Rubio. Una campaña al más puro estilo estalinista. Sin posibilidad de réplica es imposible trabajar porque la falta de medios y de voz hace imposible la contrarréplica contra la gran cantidad de mentiras que se vierten no solo en los libros de historia sino en los libros de texto.

    En este contexto, veo el futuro de la Historiografía española sobre la Guerra Civil más negro que el carbón. Gracias a la dejación del, Pp estas huestes han ocupado todos los centros culturales, educacionales y mediáticos. Se está borrando la historia de España y nadie hace nada y quien se enfrenta al establishment es asesinado civilmente. Es muy difícil enfrentarse al poder sin tener voz y aquí entran los pocos medios de comunicación que ayudan ,desde una posición muy humilde y modesta pero honrada, a dar esa voz a esos pocos historiadores e investigadores que van con la verdad por delante. Nos desprecian, no somos sus adversarios sino sus enemigos a los que hay eliminar. Siguen instalados en el servicio de propaganda del Frente Popular y la Komintern. Desprecian nuestro trabajo y como limosna, los pocos investigadores que aun luchamos porque se conozca la verdad, solo les servimos para proporcionales datos y documentos que después ellos cocinan con salmuera del Frente Popular.


    Radio YA

    https://www.radioya.es/751708955/Una...izquierda.html
    Última edición por ALACRAN; 14/12/2020 a las 21:07
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

  3. #3
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    Re: Historiadores y escritores más furibundamente antifranquistas

    ...

  4. #4
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    Re: Historiadores y escritores más furibundamente antifranquistas

    Otro historiador rabiosamente antifranquista, que fue omitido en la relación inicial: Angel Viñas.

    Sobre él va esta crítica del profesor González Cuevas (como el texto es bastante largo solo se copian los 3 últimos apartados:


    ... 3. El mito de la II República.

    En realidad, el leifmotiv de toda su obra no es sólo destruir lo que denomina “mitos” –es decir, “una narrativa desarrollada para definir la identidad y las aspiraciones de grupos sociales, o incluso países, y que no necesita estar fundamentada”
    [59]-franquistas sobre la II República y la guerra civil, sino consolidar los planteamientos de los derrotados en la contienda, sobre todo los defendidos por Manuel Azaña, su “héroe” Juan Negrín y otros políticos republicanos. No por casualidad, Viñas reivindica el cadáver historiográfico del periodista Antonio Ramos Oliveira, militante del PSOE con ínfulas de historiador. Viñas lo considera “un personaje injustamente olvidado en la España democrática” y cuya perspectiva histórico-política juzga actual: “Puso el dedo en la cuestión agraria, tan trabajada por la historiografía española posterior a la transición a la democracia y en la cortapisas introducidas por la jerarquía católica”[60]. No pondremos tampoco a Viñas entre los historiadores de la historiografía española. A Ramos Oliveira no se le recuerda simplemente porque sus planteamientos metodológicos y sus tesis historiográficas se encuentran ya muy desfasadas. Eso lo sabía hasta Manuel Tuñón de Lara y lo saben los historiadores serios[61].

    Sin embargo, guste o no, como solía decir el gran Georges Dumézil, la historia y el mito se encuentran “inextricablemente mezclados”
    [62]. Y Viñas incurre, como veremos, en los mismos vicios que reprocha a sus enemigos. Su producción historiográfica tiene como objetivo la construcción del “mito” de la II República, fundamento, a su vez, de un curioso legitimismo republicano que ha de llevar a la instauración de la III República como heredera de la anterior. De ahí que haya firmado con otros intelectuales de izquierdas, la mayoría antiguos comunistas, un manifiesto a favor de la instauración de la III República. Entre los firmantes, se encuentran igualmente Nicolás Sánchez Albornoz, Josep Fontana, Mirta Díaz-Balart, David Ruíz, José Manuel Caballero Bonald, Belén Gopegui, Joan Garcés, Isaac Rosa, Antonio Ferres, Julio Rodríguez Puértolas, Julio Diamante, Carlos París, Carmen Negrín, Rosa María Madariaga, Armando López Salinas, Juan Antonio Hormigón, Rosa Regás, Carlos Jiménez Villarejo, Juan Genovés, Luis Otero, Fernando Reilein, Amparo Climent, Fernando Marín, José Luis Abellán, Salvador López Arnal, Ignacio Ramonet, Miguel Riera, etc. Los firmantes desean poner fin a la anomalía que supone que el Jefe del Estado sea “un Rey impuesto por el dictador y nunca sujeto a un referéndum de ciudadanía”; lo que consideran “el principal precio que se pagó en el proceso de Transición de la dictadura a la democracia al no tener lugar la ruptura democrática y articularse la reforma pactada bajo la presión ejercida por el Ejército surgido del golpe de Estado de 1936 contra la II República, los poderes económicos y la larga mano de EEUU”. La Monarquía era presentada como una “institución obsoleta”; y la II República como “una urgente necesidad de regeneración democrática”[63]. Y es que, en el fondo, a Viñas le ocurre lo mismo que al protagonista del cuento La Oposición, obra de Alfonso Mateo Sagasta. Para él, la historia no es una narración sobre el pasado, sino sobre el futuro[64].

    Para Viñas, el advenimiento de la II República y su legitimidad no fueron sólo consecuencia del resultado de las elecciones municipales de abril de 1931, sino del “impulso irrefrenable de un pueblo abierto a la experimentación política y social que pedía ser oído más de lo que determinaba la vacilante arquitectura” del régimen de la Restauración. Por lo visto, los republicanos no recurrieron a las armas, las rebeliones de Jaca y Cuatro Vientos no existieron; fueron un mito franquista. Cuestionar esa legitimidad supone dar legitimación, según él, al “régimen del 18 de julio”
    [65]. Sin embargo, un analista tan agudo como Guglielmo Ferrero –liberal antifascista- no dudó en calificar a la II República como “forma de gobierno prelegítima”, es decir, un régimen que “tiene necesidad de ser sostenido contra la oposición abierta o soterrada que, por todas partes, encuentra en sus intentos para sostenerse”[66]. Y es que los dirigentes republicanos fueron incapaces de lograr un consenso básico para la mayoría de la población. La legitimidad no es, por tanto, sólo de origen; ha de ser igualmente de ejercicio[67]. Y esto vale tanto para las izquierdas como para las derechas.

    Uno de los episodios más significativos de la trayectoria investigadora y discursiva de Viñas fue la elaboración del artículo “La connivencia fascista en la sublevación y otros éxitos de la trama civil”, inserto en el libro colectivo Los mitos del 18 de julio. Y es que el artículo fue escrito en un contexto personal ciertamente peculiar e incluso dramático, casi medio muerto, víctima de una pancreatitis, dolencia de la que hubo de ser operado. En plena UVI, Viñas pidió, según su propio testimonio, un ordenador para finalizar el artículo. De haber fallecido, hubiera sido su contribución póstuma a la causa del antifranquismo. Hasta ahí llega su fanatismo. En una entrevista concedida a su amigo el periodista Juan Cruz, afirma: “Tres meses después llamé a la editorial: quería retocar ese texto, ¡porque lo había escrito en rigor mortis!”
    [68]. El contenido del artículo es una buena muestra de la mentalidad de este sujeto y de su peculiar forma de hacer historia. Incluso en una página del libro escribe: “Ja, ja”[69] como diciendo: “Franco, ya te tengo, te he cogido, esta vez ya no te me escapas”. Viñas hace referencia a lo que denomina “contratos romanos” de los monárquicos alfonsinos, encontrados en el archivo de Pedro Sainz Rodríguez, con la Italia fascista, de cara a conseguir material de guerra para el golpe de Estado y la previsión de una contienda prolongada en el tiempo. Según el historiador madrileño, estos contactos demostrarían que el conflicto español no era endógeno, sino que confluía en “factores operativos externos de gran calado”[70]. Sin embargo, lo que Viñas no demuestra es, como señala Jesús Salas, que esos contratos fuesen, en realidad, efectivos. Y es que ni Franco ni Mussolini los conocían. El Duce no tenía constancia de su contenido y tuvo, en un primer momento, una actitud negativa a conceder ayuda militar a los rebeldes[71].

    Pero no es solamente Salas Larrazábal quien desmiente las pretensiones de Viñas; es un historiador de izquierdas como Ismael Saz Campos, experto en las relaciones entre la Italia fascista y la II República, quien sostiene las mismas conclusiones que el general-historiador: “Con todos los respetos, entendemos que no hubo tales compromisos. Primero, por la suerte misma del rapport de Goicoechea. Como analizamos en otro lugar, este reconocía en una supuesta entrevista con Ciano, el 25 de julio, que no había habido ayuda previa porque el portador de la información, Carpi había sido retenido en la frontera. Segundo, porque el mismo Carpi, ya en 1942, realizando gestiones en Roma para lograr el apoyo italiano a una restauración de la Monarquía presentó –para hacer valer la larga colaboración con Mussolini y los monárquicos españoles- los documentos relativos a los acuerdos de marzo de 1934 y no ninguno relacionado con la conspiración de julio de 1936-. Finalmente, porque carecería de sentido que Mussolini negase con una mano la ayuda que se le solicitase unos días antes del golpe y en los primeros días que le siguieron hasta el cambio de actitud hacia 27 de lo que había concedido con la otra”
    [72].

    Por supuesto, Viñas califica a la derecha monárquica de “fascista”. En concreto, José Calvo Sotelo era un político “criptofascista”
    [73]. Algo que, como casi todo lo suyo, me parece enormemente superficial. En realidad, Calvo Sotelo se interesó por el modelo fascista italiano de economía dirigida y corporativismo social. Este interés no era producto de una mera improvisación, sino fruto de su interpretación de la crisis del capitalismo liberal posterior a la Gran Guerra, algo que podemos ver en sus escritos de la etapa maurista y primorriverista. Sin embargo, Calvo Sotelo rechazó el modelo económico fascista, que consideraba excesivamente intervencionista. En ese sentido, estimaba que Roosevelt veía la situación económica con mayor acierto. Además, Calvo Sotelo nunca compartió las políticas populistas de Mussolini, ni la instauración de un partido único. Su perspectiva más bien autoritaria y tecnocrática le aproximaba a un Oliveira Salazar, pero con Monarquía[74]. Y es que Viñas cree que la Italia fascista ejerció desde los años veinte una gran “fascinación sobre una parte de la derecha que no se conformaba con planteamientos arcaizantes”[75]. Creo que mis estudios sobre las derechas españolas demuestran lo contrario[76].

    Con tan poco conocimiento de causa, Viñas atribuye, en ese mismo sentido, una militancia filonazi al escritor Eugenio Montes y al fundador de las JONS Ramiro Ledesma Ramos
    [77]. En el primero de los casos, hubiera bastado con leer las crónicas de Montes en ABC sobre el nacional-socialismo para sostener lo contrario. Montes nunca fue simpatizante del régimen nazi, ni tan siquiera fascista; era un conservador tradicional, muy criticado, por cierto, por Ledesma Ramos[78]. En el segundo, basta con la lectura de la obra del fundador de las JONS, en la que el factor racial brilla por su ausencia, para desestimar la apreciación de Viñas. Ledesma era fascista, pero no nazi. Según han señalado expertos en el fascismo como Zeev Sternhell, Stanley G. Payne o Renzo de Felice, esta distinción resulta esencial, porque fascismo y nazismo son dos mundos políticos, culturales e ideológicos muy diferentes[79]. En definitiva, no pondremos a Viñas en la lista de los sociólogos, historiadores de las ideas o los politólogos; tan sólo en la de los polemistas superficiales.

    A su entender, ni la situación del orden público, ni la violencia ejercida contra la Iglesia católica y sus símbolos religiosos, ni los movimientos nacionalistas en Cataluña, el País Vasco y Galicia podían “justificar” la rebelión del 18 de julio de 1936. El único motivo real, a su juicio “inconfesable”, fue la oposición a todas las reformas políticas, sociales y culturales, en particular la agraria
    [80]. A ese respecto, Viñas banaliza, por ejemplo, el sentido de la revolución socialista de octubre de 1934, que, a su entender, no fue “más que un chispazo obrero (sic), esencialmente local, en el marco, eso sí, de una estrategia que pretendía impedir que la CEDA (un partido crecientemente escorado hacia la derecha) entrara en el gobierno”. Y continúa: “La dinamita de los mineros hizo milagros y escabechinas (sic)”. El profesor universitario de clase media fascinado por la violencia proletaria y revolucionaria, un fenómeno muy viejo y de consecuencias políticas y sociales desastrosas. En definitiva, lo considera, con su habitual dogmatismo, “irrelevante”[81]. Así escribe Viñas no la historia, sino “su” historia. Inútil hacer comentarios. No deja de resultar irónico que Tuñón de Lara, por quien Viñas dice sentir veneración discipular, sostuviera que octubre de 1934 supuso nada menos que “una verdadera revolución obrera, la primera revolución socialista en España”[82]. Por su parte, un historiador de la independencia y profesionalidad de José Álvarez Junco afirma: “La izquierda intentó entonces un asalto al poder al modo leninista, tirando por la borda las reglas del juego democrático”[83]. ¿Por qué niega Viñas la transcendencia de los sucesos de octubre de 1934?. Simplemente, porque en el fondo cuestiona los fundamentos de su relato histórico, su “voluntad de verdad”.

    Sin embargo, Viñas permanece imperturbable en su discurso. Nunca rectifica; tampoco razona; como veremos, sólo insulta. Ni por un momento se ha preguntado, por ejemplo, sobre la limpieza del resultado electoral de febrero de 1936; algo que ha sido elocuentemente puesta en duda en investigaciones recientes
    [84].

    Ciertamente, según Viñas, el gobierno salido de las elecciones de febrero de 1936 fue desbordado por la efervescencia de las masas, pero la culpa recaía, a su juicio, en los gobiernos anteriores de la derecha y sus políticas antirreformistas
    [85]. A lo que se ve, habrían tenido que seguir, según él, el programa de sus adversarios. Y dice: “Por supuesto, una gran parte de la izquierda tenía un discurso radical, pero no lo llevó a la práctica. Hay que distinguir entre retórica y acción. Algunos poco menos que confunden la primera con la segunda”[86]. Aquí pueden percibirse una vez más las insuficiencias de Viñas como historiador. Y es que no hay la menor duda de que existieron muy graves desórdenes, asesinatos políticos y ocupación ilegal de tierras, pero es que ¿acaso el lenguaje no contribuye, además, a crear la realidad política?. Según el gran historiador del pensamiento político John A.G. Pocock, los actos políticos son verbalizaciones y las verbalizaciones son en sí mismas actos políticos. Y ello porque las intenciones de una acción se muestran a través de las palabras y la verbalización es inmediatamente performativa, es decir, una verbalización que es en sí misma acción. Por ello, para Pocock, una acción política legítima es aquella que preserva una estructura de comunicación de doble sentido, es decir, en la que hay posibilidad de réplica, porque los sentidos del lenguaje no han sido completamente monopolizados. Esta es la condición de la existencia de la libertad política. Frente a ello, existe un modelo unidireccional de usar el lenguaje en el que actos performativos de poder definen su entorno desde un modo que no cabe ninguna réplica. En opinión de Pocock, el lenguaje revolucionario no es conciliable con este modo de entender el juego lingüístico, ya que se define al otro de un modo que no admite réplica; y es, por lo tanto, incompatible con la democracia[87]. Por lo visto, tampoco incidieron en la dinámica político-social del momento, según se deduce de la narración de Viñas, las quemas de conventos, la ocupación ilegal de tierras, las huelgas permanentes, la quiebra del principio de autoridad, etc. “Sin novedad señora baronesa”, que se cantaba entonces. Y es que si no somos capaces de reconstruir el universo simbólico de la época, el análisis histórico resultará fallido.

    Ni que decir tiene que Viñas comparte al ciento por ciento la discutible tesis de su amigo Paul Preston sobre la existencia de un auténtico proyecto genocida por parte de los franquistas para acabar con las izquierdas a lo largo de la guerra civil
    [88]. A su entender, todo aquel que no comparta dicha tesis resulta ser simpatizante o partidario de “los numerosos descendientes del pacto de sangre que militares felones cerraron con sus bases sociales, ya fuesen clase alta (particularmente Andalucía, Extremadura, Salamanca y Rioja, es decir, la oligarquía agraria) o con sus adláteres de las clases medias y de servicio”, o “con los que crecieron en los loores a una cohorte de guerreros sanguinarios contra su propio pueblo y que constituyeron la espina dorsal del Ejército y de la Guardia Civil de Franco”, o de “una jerarquía católica neointegrista que a veces recuerda a la de los años treinta, con su incapacidad para separarse de las verdades de Trento”[89].

    En opinión de nuestro autor, la guerra civil española fue la antesala de la II Guerra Mundial, algo que considera “absolutamente indiscutible”: “La guerra civil española fue una de las primeras manifestaciones del asalto fascista al poder por las armas en un país europeo”
    [90]. Una tesis que no resiste un análisis histórico riguroso. Más que el primer episodio de la II Guerra Mundial fue uno de los últimos coletazos de la Gran Guerra. En rigor, fue una guerra civil revolucionaria/contrarrevolucionaria, de las mismas características que las que marcaron toda una época desde Rusia y Finlandia en 1917/1918 hasta Grecia en 1949[91]. No pocos de los sectores sociales que habían apoyado a Franco durante la guerra civil, fueron enemigos de Hitler a lo largo del conflicto mundial[92].

    La victoria del bando nacional –que él denomina tan sólo como “franquista”, como si todos los que militaron en sus filas hubieran sido incondicionales de Francisco Franco
    [93]– fue consecuencia de la ayuda material de Italia y de Alemania, muy superior a la recibida por la República de manos de la Unión Soviética y otros países. Algo que ha sido elocuentemente puesto en duda por Lucas Molina, Rafael Permuy y Jesús Salas Larrazábal. Estos autores reprochan a Viñas sus “escasos conocimientos en el tema militar, tanto del material terrestre, naval o aéreo como del desarrollo de las operaciones bélicas”, y, sobre todo, su presunción de estar en “posesión de la verdad absoluta”. Para Molina y Permuy, el material suministrado por la URSS al bando revolucionario, al que es preciso añadir el que compró en otros países, fue superior, en los primeros momentos del conflicto y aún después, al suministrado por Alemania e Italia. Los autores aportan numerosos y fundados cuadros estadísticos a la hora de demostrar sus argumentos y las falacias del historiador madrileño. Igualmente afirman que es preciso tener en cuenta que, hasta 1937, la fabricación de armas por parte del bando frentepopulista en las fábricas de material de guerra de Trubia, Sestao y Reinosa, y que cuando la República perdió el frente norte la suerte de la contienda estaba echada. Para ambos autores, lo que marcó la diferencia fue el mejor empleo del material en el campo de batalla[94].

    La derrota revolucionaria, además, según Viñas, consecuencia de la “traición” de las democracias francesa y británica y de la política de “no intervención”
    [95]. Una interpretación enormemente discutible desde el punto de vista de las relaciones internacionales, y que resulta en el fondo ahistórica y moralizante. Como señaló el siempre lúcido Raymond Aron en sus Memorias acerca de la posición del gobierno francés ante el estallido de la contienda española: “¿Puede el jefe de un gobierno democrático comprometer a su país en una acción que lleva aparejado un riesgo de guerra y que la mitad del país no considera acorde con el interés nacional?”[96]. Por otra parte, ¿era homologable un gobierno, como el presidido por Francisco Largo Caballero, compuesto por socialistas revolucionarios, comunistas y anarquistas, con cualquier gobierno demoliberal de la época?. Y es que el antifascismo de los representantes de la República era revolucionario y fue incapaz de conseguir el apoyo de los antifascistas liberales, conservadores o socialdemócratas[97].

    La España republicana tuvo que luchar, así, no sólo contra sus enemigos españoles, sino contra Alemania, Italia y Gran Bretaña. Según Viñas, la República sobrevivió únicamente “gracias al entusiasmo y la esperanza de una parte sustancial del pueblo español”
    [98]. Sólo le ha faltado evocar las gestas de Sagunto y Numancia. A falta de razones sólidas, Viñas desdeña las tesis de Michael Seidman sobre la superioridad administrativa y organizativa del bando nacional como clave de su victoria en la guerra civil[99]. A su entender, a Franco se lo dieron todo hecho alemanes e italianos: ”El efecto de no disponer de abundantes latas de sardinas (sic), no admite comparación con la inhibición y el terror que desataban los bombardeos sistemáticos y terroristas de los aviones fascistas o las acometidas de los Messerchmitt”[100]. Como de costumbre, Viñas tiende a banalizar los temas. Claro está que tampoco menciona el elevado número de desertores que se produjo entre los republicanos[101]. De la misma forma, compara las represiones de ambos bandos, señalando, como ya lo habían hecho los representantes del bando revolucionario, el carácter espontáneo de la republicana y el institucionalizado de la nacional[102]. Algo cuando menos discutible[103]. A ese respecto, Viñas no duda en banalizar las matanzas no sólo de Paracuellos del Jarama, sino las del clero católico. En el caso de Paracuellos, según nuestro autor, el énfasis en la matanza sirve para resaltar el “terror rojo” y para ocultar la represión franquista[104]. Y es que la República fue, a lo largo del conflicto, un régimen democrático[105]. Lo que no le impide afirmar que ignora el “rumbo que hubiera seguido España en el caso de una victoria bélica de la República”[106].

    Frente a la matanza de Paracuellos del Jarama, Viñas y su acólito Reig Tapia hacen referencia a “miniParacuellos” y “maxiParacuellos”, por ejemplo, en Cantabria
    [107]. Sin embargo, como señala Julius Ruíz, estos planteamientos delatan “su convicción de que tratar de explicar la peor atrocidad republicana de la Guerra Civil significa en cierto modo exculpar los crímenes de Franco[108]. Viñas siempre ha atribuido la matanza al denominado “vector soviético”[109]. Otros investigadores, como el propio Julius Ruíz, ven la mano de los antifascistas españoles[110]. En un sentido muy próximo al historiador escocés, Pablo Sánchez de León acusa a Viñas no ya de “revisionismo”, sino incluso de “un cierto negacionismo”. Y es que “en su afán por salvar la imagen de la República en guerra, arremete de forma recurrente contra determinadas fuerzas políticas dentro del bando republicano –especialmente la CNT, de orientación anarcosindicalista, y el POUM, un partido marxista revolucionario-, a los que endosa el grueso del ejercicio de la represión sobre los civiles acusados de traidores o quintacolumnistas, colaboradores del triunfo enemigo”. “En cambio, se muestra mucho más comprensivo y complaciente con las actividades de otros colectivos y organizaciones leales a la causa del Estado republicano, sobre todo el PCE y los delegados soviéticos en España enviados por Stalin- El problema de este enfoque es, en el intento de negar la implicación de las autoridades e instituciones republicanas en actividades represivas, Viñas llega a rebajar la relevancia de las masacres ocurridas en ese bando”[111].

    Viñas no se ocupa demasiado del carácter y las consecuencias de la persecución religiosa en la zona republicana. A lo sumo llega a decir que era lógico que la Iglesia católica hubiese quedado “traumatizada” por el número de sus muertos. Faltaría más. No obstante, reprocha a algunos historiadores eclesiásticos que hagan referencia a la “persecución republicana” en tiempos de paz. Como si la quema de conventos, la pasividad de las autoridades republicanas ante esos hechos, la legislación anticlerical y los sacerdotes muertos durante la revolución de octubre de 1934 no hubiesen existido. A Viñas lo que le interesa analizar es el contenido de la Carta colectiva del episcopado, redactada por el cardenal Gomá, a la que califica sin rebozo de “documento de guerra política” y de “documento basura”, reflejo, según él, de “las percepciones, las obsesiones y la paranoia de su principal e integrista autor”. “Los aspectos pseudoteológicos no nos interesan. Son indigeribles”. Insiste, además, en que cuando la Carta fue escrita y publicada la persecución del clero era “ya historia”, dado que “un católico a marchamartillo como Manuel Irujo era el Ministro de Justicia”
    [112]. Tan sólo una pregunta, ¿existió libertad religiosa en la España republicana?. Para los católicos, creo que no.

    Su “héroe” es Juan Negrín López, a quien no duda en comparar con Charles de Gaulle y Winston Churchill
    [113]. Claro que luego, en una entrevista, reconoce que tal equiparación resulta exagerada[114]. No se aclara el docto erudito. En cualquier caso, Viñas siente una extraña fascinación por la figura de Negrín, a quien considera poco menos que una especie de superhombre político: “Frente a los errores de Azaña en términos de gestión, Negrín no cometió ningún error irreparable (…) a Negrín no le asusta la Historia (…) Negrín no tiene miedo de la Historia. Quienes quizás si lo tienen son los vencedores y sus descendientes. De otra forma, no se explica su comportamiento”[115]. Así, pues, Juan Negrín, sin pecado concebido. Luis de Galinsoga y Joaquín Arrarás fueron mucho más cautos a la hora de enaltecer la figura de Francisco Franco. Mi pesimismo antropológico y el realismo político que profeso me impiden creer en tales supercherías. ¿No tuvo nada que ver Negrín en la represión ocurrida en el propio bando republicano?. ¿Acaso no aspiró a la constitución de un partido único y fracasó en el intento?. ¿Qué ocurrió con la ayuda económica a los exiliados republicanos?. ¿Y el tesoro del yate Vita?. ¿Fue o no corrupto económicamente?. ¿No son los dirigentes, según dice Viñas con respecto a Franco, políticamente responsables de los actos de sus subordinados?. En concreto, Viñas, estima que Negrín obró sabiamente al tratar de prolongar la guerra española hasta que estallase el conflicto internacional, lo que, de haberse logrado, hubiera salvado el régimen republicano. Lo que les impidió lograrlo fue la “traición” del coronel Casado, del socialista Julián Besteiro[116] y del anarquista Cipriano Mera. Esta “traición” hundió, además, todas las esperanzas de salvar los cuadros republicanos[117]. Una mera especulación, ya que las alternativas eran muy limitadas.

    Igualmente, celebra los intentos del dirigente republicano de construir una especie de partido único, con el PCE y el PSOE. Y es que, según él, “no tenía por qué parecerse a las condiciones partidistas que la URSS impondría muchos años más tarde en las futuras <democracias populares>”. Lejos de ello, nuestro autor lo relaciona nada menos que con el general De Gaulle: “Lo que Negrín quería era desarrollar una plataforma política que superase las luchas internas que desgarraban al Frente Popular. Lo hizo el general De Gaulle, en el crisol de la Segunda Guerra Mundial con una auténtica refundación de la III República francesa. Después de 1944/1945 restaurar la III República no era posible. Tampoco Negrín pensaba que sería factible volver al viejo parlamentarismo. En cualquier caso no se trata de un disparate. Negrín simplemente se adelantaba a su tiempo. Como en tantas otras ocasiones”
    [118]. Lo dicho: Negrín, como Stalin o Mussolini, siempre tiene razón. Además, Viñas es juez y parte, ya que preside el comité científico de la Fundación Juan Negrín, que fue constituida en febrero de 2014. Junto a Viñas, forman parte de la comisión los historiadores Ricardo Miralles, Helen Graham, Gabriel Jackson y José Miguel Pérez, secretario general de los socialistas canarios[119]. Viñas reprocha a Luis Suárez haberse convertido en el “von Ranke del franquismo”[120]; pero él incurre en ese supuesto vicio a la hora de ejercer una apología acrítica de Juan Negrín. Viñas es el von Ranke de Negrín y del bando revolucionario. Otros lo consideran el “Arrarás del siglo XXI” de la izquierda[121].

    A su modo, Viñas contribuyó, en la etapa de José Luis Rodríguez Zapatero, a la radicalización ideológica del PSOE, al propiciar la rehabilitación del propio Negrín y de treinta y cinco militantes socialistas expulsados del partido, entre los cuales destacan los nombres de Julio Álvarez del Vayo, largocaballerista, procomunista, admirador de Mao Tse Tung y fundador de la organización terrorista Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico; Ramón González Peña, uno de los dirigentes de la revolución socialista de octubre de 1934; y Ángel Galarza Gago, ministro de gobernación durante las matanzas de Paracuellos del Jarama y Torrejón de Ardoz. Celebrando dicha decisión, Viñas dijo en la prensa: “La reconstrucción documentada del pasado siempre triunfa. El PSOE ha tenido un acierto político y de dignidad”
    [122].


    4. El régimen de Franco como aberración histórica.

    Para Viñas, todos los defectos y horrores se concentran en la figura de Francisco Franco, arquetipo de la maldad y, al mismo tiempo, de la mediocridad. Viñas configura un Franco de pesadilla y, a la vez, grotesco. Así, en una entrevista, dirá: “Franco o era gallego (sic), o era idiota, o no tenía ni idea de política exterior”
    [123]. Y es que Franco obstaculizó la liberación de José Antonio Primo de Rivera; propició el asesinato del general Amado Balmes; fue filonazi y económicamente corrupto; alargó conscientemente la guerra para matar más y mejor; acabó con el reformismo republicano; y su aportación a la modernización de la sociedad española fue mínima, por no decir nula. En realidad, esas transformaciones tuvieron lugar no gracias, sino a pesar de Franco y su régimen político. Claro que, al final, la realidad se impone; y el propio Viñas, bien es verdad que a regañadientes, tiene que reconocer los progresos experimentados por la sociedad española durante el franquismo: “El plan de estabilización y liberación permitió, tras un compás de espera, un rápido crecimiento económico que, aunque distribuido desigualmente en términos personales, sociales y regionales, suavizó las lacras del subdesarrollo y facilitó la posterior evolución hacia una economía más acorde con el juego del mecanismo de mercado, metas todavía lejanas cuando falleció Franco. A posteriori, amamantó la leyenda del creador del <milagro económico> que aún perdura. Forma parte de toda mitología hacer de la necesidad virtud. Y las virtudes no tardaron en identificarse: había que llegar a los mil dólares de renta percápita, había que desarrollar el <Estado de obras>. ¡Ah! Y no debía tocarse a lo político”[124].

    En su obra La otra cara del Caudillo, Viñas trata de demostrar, contra no pocas racionalidades y evidencias, frente a Juan José Linz, que el régimen de Franco fue un régimen totalitario fascista, muy influido por el nacional-socialismo alemán, sobre todo por el Führerprinzip. En el texto, Viñas llega a escribir “¡Heil Franco!”
    [125] Viñas cae así no sólo en la caricatura, sino en lo que el historiador Michel Winock ha denominado “fascismo protoplasmático” o “panfascismo”, es decir, la identificación sin más con el fascismo de cualquier régimen o grupo político de derecha nacional o de extrema derecha[126]. Por supuesto, no lo demuestra, porque no es un especialista en ciencia política e historia de las ideas. Entre otras cosas, nos “descubre” que el régimen de Franco fue una dictadura, algo que ya habían señalado algunos pensadores oficiales del franquismo como Rodrigo Fernández Carvajal, que lo definió como “dictadura constituyente y de desarrollo”, lo que fue aceptado, entre otros, por Gonzalo Fernández de la Mora[127]. No deja de ser un tanto significativo que Viñas recurra, a la hora de definir el Führerprinzip, ¡a wikipedia! [128]. Un historiador que presume de políglota debería haber consultado la bibliografía europea, y en concreto alemana, sobre el tema. Lo de wikipedia debe ser quizá otra forma bastante peculiar de llegar a la “evidencia primaria relevante”. Y es que Viñas no parece tener idea de lo que, en realidad, significaba el Führerprinzip. Un politólogo de la talla de Julien Freund –discípulo de Raymond Aron y de Carl Schmitt, y combatiente en la Resistencia frente al nazismo- afirmó que, para Hitler y los suyos, el Führer “era” el Derecho[129]. El caudillaje de Franco no tenía como fundamento ese decisionismo radical, sino el iusnaturalismo católico. Franco era, como aparecía en las monedas de la época, “Caudillo por la Gracia de Dios”; lo que suponía unos límites claros a su capacidad de decisión. Esta distinción es, a mi juicio, capital. Sin embargo sospecho que a Viñas quizás le suene a música celestial.

    En cualquier caso, creo que un galimatías semejante como el elaborado por Viñas en La otra cara del Caudillo debería acabar con el capital simbólico de cualquier profesional de la historia que se precie
    [130]. Sin embargo, en este como en otros aspectos, Viñas nunca defrauda a sus incondicionales. Si bien a la hora de reivindicar a Negrín, no ahorra críticas a las memorias de sus enemigos como Jesús Hernández o Indalecio Prieto, cuando se trata de Franco todo vale. Viñas cree a pies juntillas los testimonios de antifranquistas de derechas tan notorios como Pedro Sainz Rodríguez o de Eugenio Vegas Latapié. Aquí no caben dudas; todo está tenebrosamente claro. Incluso ha editado y prologado las memorias del diplomático Francisco Serrat Bonastre, Salamanca 1936, con el sólo objetivo de fundamentar sus prejuicios antifranquistas. Ni por un momento duda de las veracidad de sus alegatos, que ilustran, a su buen entender, los “ejemplos de caos, improvisación, desidia, combates corporativos y de competencias y falta de interés en las alturas”; y que “advirtió muy temprano la incapacidad de Franco, al menos en ciertos ámbitos no relacionados directamente con la conducción de la guerra”. “Franco se distraía y se daba a la charleta. No estaba volcado en la tarea de gobernar (…) También fue incapaz Franco de poner orden en el batiburrillo, o patio de Monipodio, que parece haber sido el Cuartel General de Salamanca”. “Estamos en las antípodas de las afirmaciones corrientes en la literatura sobre el inmarcesible genio de Franco”[131].

    Mención aparte merece el tema del supuesto “asesinato” del general Amado Balmes ordenado por Franco. Esta acusación fue ya sostenida por Vilas, en un primer momento, en su libro La conspiración del general Franco y otras revelaciones acerca de una guerra civil desfigurada. Aquí nos encontramos con una historia detectivesca, donde Viñas se convierte en Sherlock Holmes y Franco en el profesor Moriarti. Según Viñas/Sherlock –o Sherlock/Viñas-, Franco fue el inductor del asesinato y señalaba como autor material a un oficial de la guarnición, del que se negó a dar el nombre por temor a una querella de los herederos. Gracias al asesinato de Balmes, Franco encontró una excusa para trasladarse a Gran Canaria, donde le esperaba el Dragon Rapide encargado de trasladarle a Marruecos. Y es que Balmes era un militar civilista contrario al golpe de Estado
    [132] .

    Sin embargo, no parecía estar seguro de su tesis, ya que, al ser preguntado por el periodista Juan Cruz, sobre los fundamentos reales de tal acusación Sherlock/Viñas se irritó y dijo: “¡es un asesinato con premeditación y alevosía!”
    [133].

    Para colmo, el historiador Moisés Domínguez publicó un libro titulado En busca del general Balmes, en cuyas páginas criticaba las tesis de Viñas, aportando documentos inéditos como la autopsia y el acta de defunción del militar
    [134]. Por su parte, Stanley Payne y Jesús Palacios no han dado excesiva importancia al tema: “No hay ninguna prueba directa y concluyente que sustente esta teoría de la conspiración, por lo que el asunto sigue siendo objeto de discusión y debate. Y si Balmes hubiera intentado oponerse a la rebelión sencillamente habría sido eliminado o neutralizado por sus subordinados”[135].

    Naturalmente, una persona como Viñas no podía permanecer callado ante semejante desafío, sobre todo el de Moisés Domínguez, a quien no duda en calificar de “aficionado a la historia”
    [136]. Recientemente, ayudado por sus amigos Miguel Ull Laita –piloto- y Cecilio Yusta Viñas –médico-, el historiador madrileño ha publicado la obra El primer asesinato de Franco, en cuyas páginas pretende fundamentar con mayor solidez sus tesis anteriores. La conclusión del libro era, por otra parte, la esperada: los documentos aportados por Domínguez están manipulados, sobre todo la autopsia, pues la fecha es incorrecta y ciertos términos empleados en su redacción no son para nada normales en medicina. Mientras el piloto, se encarga de describir la trayectoria del Dragon Rapide, su asesor médico afirma que los datos de la autopsia no son correctos y que todos los indicios demuestran que Balmes no fue víctima de un accidente de práctica de tiro, sino que apuntan “a que el disparo provino de alguien situado en su proximidad y no del arma que manipulaba”. Sin embargo, el doctor no debe sentirse del todo seguro ya que demanda la exhumación de los restos mortales del general para verificar su tesis y la falsedad del “sedicente informe”[137].

    Conjeturo que un médico neutral o de ideología diferente a la de Cecilio Yusta Viñas sostendría lo contrario. Y es que el último libro de Viñas se mueve nuevamente en la construcción de una monumental conjetura. En el fondo, como en otros libros suyos, los fundamentos resultan muy endebles. Se trata de suposiciones a menudo gratuitas y simples deducciones basadas en el a priori de la mano asesina de Franco. En principio, Viñas/Sherlock es incapaz de darnos un retrato y una biografía de Amado Balmes, y concluye que “no se conoce mucho” de su trayectoria vital. Sin embargo, rechaza, sin dar ninguna razón de peso y, sobre todo, sin evidencia empírica alguna, que existiera una “amistad profunda” con Franco. Y dice: “Fue, como tantos otros, leal a la Monarquía. Nada hace pensar que no hubiese permanecido fiel a la República. Todo lo que se dijo después se destinó a enmascarar su asesinato. Ahora bien, no quiero con ello decir que se tratara de un republicano delirante”. Tampoco cree que su amistad con Manuel Goded “significase demasiado”. ¿Por qué?. Viñas no sabe apenas nada de Balmes, pero señala, de nuevo sin evidencia empírica, que “siendo amigos estaban muy alejados el uno del otro”
    [138].

    Pero donde Viñas llega al colmo de la inanidad intelectual y de la ignorancia histórica es cuando alega que un descendiente del filósofo Jaime Balmes, como era el general, no podía ser partidario, a semejanza de su antepasado, de la intervención de los militares en la política
    [139]. Sin embargo tal aserto genealógico no sólo no prueba absolutamente nada, sino que es falso. Ciertamente, el filósofo vicense fue muy crítico con la actuación política de las Fuerzas Armadas, en las que veía el principal sostén del régimen liberal que detestaba. Su objetivo era la alianza de los carlistas y de los moderados autoritarios del marqués de Viluma para la instauración de un régimen monárquico autoritario. En ese sentido, veía a Narváez y Espartero como diques a ese proyecto. Sin embargo, según demostró el Padre Ignacio Casanovas en su biografía de Balmes con una carta de éste al marqués de Viluma, el sacerdote y filósofo no dudó en entrevistarse y sondear al general Manuel Bretón, conde de la Riva y de Picamoixons, y capitán general de Cataluña, para llevar a cabo su proyecto político[140]. Siguiendo la lógica de su relato, recurre a los testimonios de Guillermo Cabanellas –hijo del general Cabanellas y muy adverso a Franco- y de Jesús Pérez Salas, aunque reconoce que “éste, exiliado en Méjico, sin fuentes, no dio mucho detalles y cometió errores”[141]. Incluso llega a decir que el propio Franco reconoció el asesinato, si bien “en circunstancias misteriosas”, según la narración de una conversación inserta en el libro de José María Iribarren, Con el general Mola, luego censurado[142]. Algo que, para cualquier investigador mínimamente competente, no resulta en absoluto probatorio. ¿Recogió de forma ajustada la información el periodista?. ¿Era un rumor?. ¿A qué se refería Franco cuando hablaba de “circunstancias misteriosas”? ¿Quizá a un atentado de la izquierda?. ¿Por qué fue censurado el libro?. La opinión de Viñas/Sherlock resulta elusiva y nada concluyente. Incluso recurre nada menos que al “sentido común”. Y es que, según Sherlock/Viñas, “la ausencia de información documentada no constituye un obstáculo para nuestra argumentación”[143].

    Y, en fin, como una muestra más de su método “empírico”, hace referencia a una “entrevista secreta” entre Balmes y Franco. En ese caso, tampoco existe evidencia empírica relevante, sino la “tradición oral”, eso sí, con “fuentes orales que nos merecen toda confianza”. Claro que, reconoce Viñas, el problema es cómo interpretarla y contextualizarla adecuadamente; y reconoce que es “imposible saber cómo reaccionó Balmes”. Según esa “tradición oral de toda confianza”, Balmes tenía “un gesto adusto”. Viñas cree –pues es cuestión de fe- que la conversación fue “un tanto encrespada”; que “con toda seguridad (¡sic!)”, Balmes dio una respuesta dilatoria y enervante. O, siendo un hombre enérgico también, haber dicho que no se sublevaría”
    [144]. Y ya en el colmo, en el libro aparece una foto de Balmes junto a Franco y otros oficiales, y al píe un comentario: “Caras serias en un grupo de generales, jefes y oficiales durante la crucial visita de Franco a Las Palmas. No se aprecia un ambiente de cordialidad. Balmes, reglamentariamente, aparece en un plano algo detrás de Franco”[145]. Al fin, Viñas reconoce “no haber encontrado constancia de una orden que determinara el asesinato”; pero juzga que es “innecesario señalar que tal tipo de instrucciones no suelen darse por escrito”; quizás, señala Viñas, la orden proviniese “de una persona interpuesta, pero con autoridad suficiente”; y apunta al general Orgaz[146]. Nuevamente, no se atreve a denunciar al supuesto autor material del “asesinato”, porque, según él, “el nombre no es lo más importante”; lo fundamental es “¿quién se benefició de ello?”[147]. Y es que aquí Franco no es “tonto” ni “gallego”, sino que alguien que “demostró una más que notable competencia”[148].

    Y es que, en fin, como señala el historiador canario Ramiro Rivas García –autor del libro Tenerife 1936. Sublevación militar, resistencia y represión-: “En relación con la hipótesis del asesinato, mientras no se demuestre lo contrario, a pesar de los libros y de la rumorología popular, no hay ni el más mínimo indicio fiable ni documentación de ningún tipo que avale que Balmes fue asesinado. Amado Balmes estaba probando en el campo de tiro unas pistolas, en concreto para facilitárselas a los escuadristas de Falange, para que esos jóvenes no llevaran <cacharros> el 18 de julio cuando participara en el golpe de Estado”. ¿Por qué decimos que no hay nada. Entre otras muchísimas cosas por lo chapucero del acto. Si fue un asesinato como asesinato es un acto muy mal planificado y muy mal terminado. En primer lugar, dejan a Balmes vivo, es tratado por médicos, lo ve muchísima gente en la casa de socorro y en el hospital. El cuerpo de Balmes es visto por miles de personas que van a su capilla ardiente. No son creíbles los motivos que se alegan para señalar su muerte como un asesinato. Viñas no aclara quien es el asesino, porque en realidad no tiene ninguna prueba”. Para Rivas, Balmes era “un militar monárquico reaccionario, con relaciones cordiales con Franco y subordinado de este, y era el militar que iba a ser dejado por Franco como comandante militar del Archipiélago cuando él emprendiera vuelo en el Dragon Rapide. Por lo demás, el general Amado Balmes Alonso era un militar que había sido maltratado por la República”
    [149].

    Como hemos tenido oportunidad de ver, los alegatos de Viñas son absolutamente radicales y unilaterales; y, por tanto, distan de ser convincentes. Al revés que Viñas, no creo que nadie sea ciento por ciento malo; y, desde luego, tampoco Francisco Franco. Su figura puede resultar más o menos atractiva, como la de todo personaje histórico; pero el monolitismo condenatorio no lo explica. Hace falta un esquema polivalente y matizado, como el defendido por Renzo de Felice y sus discípulos a la hora de analizar el fascismo y la figura de Mussolini o Payne/Palacios para el propio Franco
    [150].

    Con respecto a la llamada Transición, Viñas no la considera un proceso político digno de alabanza, ya que, según él, silenció la memoria histórica de los vencidos. A ese respecto, Viñas relativiza el rol de Juan Carlos I a lo largo de aquellos años. El monarca no hizo, a su entender, otra cosa que “saldar la deuda histórica con la sociedad española y cumplir con su deber”. “Es más –dirá-: se vio impelido a ello por falta de alternativas”
    [151].


    5. Epílogo para un alma insatisfecha y radicalizada.

    Por último, hay que destacar en la producción historiográfica de Viñas, la ausencia total y absoluta de fair play. En rigor, Viñas no es un hombre de ideas, sino, como diría Ortega y Gasset, de creencias
    [152], o, mejor dicho, de prejuicios. Su modo de expresión es provocativo y pretende afirmarse destruyendo la posición del contrario. Un análisis de su lenguaje haría las delicias de John Pocock. Se trata de un lenguaje de carácter bélico, cuyas palabras más usadas y llamativas son las de “destrucción” y “demolición”. Viñas parece verse como el conductor de un T-26 que arrolla y aplasta a sus enemigos. Hubo un tiempo, sobre todo en los siglos XVIII y XIX, en que la historia estaba ligada directamente al campo literario, a la historia como obra de arte. Todavía hoy podemos leer con fruición a Gibbon, Ranke, Taine, Renan, Michelet o Menéndez Pelayo, aunque no estemos de acuerdo con sus planteamientos. El estilo de Viñas es, por el contrario, deliberadamente tortuoso, plúmbeo y reiterativo. Desde luego, no podemos experimentar, a través de su lectura, lo que Roland Barthes denominaba el “placer del texto”[153]. Más bien todo lo contrario; produce cansancio y, al mismo tiempo, melancolía y tedio. Leemos sus libros por un penoso deber profesional, no por gusto. Como hubiera señalado Ortega y Gasset, Viñas parece escribir sus libros de historia, entre otras cosas, para “el halago concienzudo a los más viejos instintos de las más típicas masas”[154]. Viñas ofrece a los antifranquistas de vez en cuando una suerte de desagravio político-espiritual, como si de una labor terapéutica se tratara.

    El historiador madrileño abomina del ethos de pluralización; aspira a que en la Universidad y en el campo historiográfico sólo exista una interpretación de la II República, de la guerra civil y del régimen de Franco; por supuesto, la suya
    [155], es decir, la foucaultiana “voluntad de verdad”. Y es que, a su buen entender, “los españoles empezaremos a dar muestras de normalidad (sic) cuando rechacemos mayoritariamente las construcciones ideológicas del neointegrismo franquista y dejemos de sorprendernos porque la historiografía seria (sic) se mueva abrumadoramente en la dirección contraria”[156]. En el fondo, se muestra como un profeta y/o precursor del panóptico historiográfico: “La Universidad española no será un dechado de perfecciones, pero es la mejor que hasta ahora ha tenido España (sic) y se ha mostrado bastante impermeable a la aceptación de tales distorsiones, con la excepción de un grupito de autores (sic), que denuncian, a veces con malas maneras e insultos personales (sic), a quienes escriben, según ellos <historia militante>. En general, ni son especialistas de la represión ni tampoco conocen demasiadas experiencias extranjeras (…) en España habrá que seguir atentos a que universitarios de escasa fiabilidad (sic), periodistas de medio pelo (sic) y divulgadores carentes del menor sentido del bochorno (sic), no queden sin respuesta”[157]. ¿Y quiénes son los miembros de esta especie de caterva historiográfica?. Veámoslo. Sus bestias negras son, aparte de Jesús Salas Larrázabal, Stanley Payne, Jesús Palacios, Anthony Beevor, Juan José Linz, Ricardo de la Cierva, Bartolomé Benassar, Burnett Bolloten, Andrés de Blas, Arturo Pérez Reverte, Jeremy Treglown, Luis Suárez, Luis E. Togores, Lucas Molina, Pablo Martín Aceña, Alfonso Bullón de Mendoza, Julius Ruíz, Pío Moa, César Vidal, los colaboradores del libro colectivo Palabras como puños, y muchos más, la lista es larga, a los que califica de “revisionistas”, “subnormales”, “franquistas”, “infantiles”, “integristas”, afectados por el síndrome de ansiedad, o por el “miedo a la libertad”, cuando no farsantes cuyo único interés es el dinero[158].

    Es decir, que todo aquel que discrepe de sus interpretaciones o es un canalla, o es un corrupto, o es un fascista/franquista, o es un loco. Algo absolutamente intolerable. Además, deliberadamente lo mezcla todo. No distingue entre propagandistas, divulgadores y los historiadores académicos que legítimamente no concuerdan, ni tienen por qué concordar con sus discutibles opiniones. ¿Es que el señor Viñas ha llegado, por sus propios medios al “saber absoluto”?. Ya hemos visto que no; ni él, ni nadie. No deja de ser concluyente que Viñas se vanaglorie de que Jesús Salas Larrázabal no fuese nunca invitado a universidades como la Complutense, la Autónoma o la Carlos III
    [159]. Por lo visto, Viñas debe considerar dichas universidades como su cortijo o chiringuito. Nunca he visto exponer con tanta suficiencia y desparpajo una postura tan nítida de intolerancia intelectual. Se siente legitimado, además, para “salvar “ o “condenar” a aquellos que comulgan o no con sus planteamientos. En su vanidad y petulancia, se permite “salvar” al novelista Arturo Pérez Reverte, tras haber sometido a un juicio sumarísimo su libro La guerra civil contada a los jóvenes, porque señala que el bombardeo de Guernica se hizo con la autorización de Franco[160]. Seguramente el escritor se ha sentido muy aliviado.

    Su animadversión se extiende hacia la Iglesia católica y al Partido Popular, a los que acusa de haber constituido un “bloque de poder” -¡otra vez la palabreja de Tuñón de Lara!- en contra de la “memoria histórica” de los vencidos en la guerra civil y de la II República
    [161]. Este presentismo llega, en algún momento, a extremos difícilmente asumibles: “Lo que quería el gobierno radicalcedista era paralizar cualquier posibilidad de avance o, como diríamos ahora, de profundizar en la democracia. Ello se reflejó en una proyectada revisión constitucional que incluía la creación de una segunda cámara y la modificación de medidas sobre el divorcio. ¿Le suena algo esto al lector en relación con el matrimonio homosexual, el aborto o el derecho a una muerte digna?”[162].

    Además, Viñas se muestra muy optimista respecto al resultado de sus trabajos historiográficos en el futuro: “Pienso –dice a Mario Amorós- que dentro de cincuenta años lo que hayan dicho los turiferarios de turno, repitiéndose unos a otros como papagayos, habrá sido desmontado por nuevas fuentes documentales. Sin ellas no hay Historia. Los camelos no sirven”
    [163]. Quizás Viñas es un confidente de la Providencia, algo que, al menos hasta ahora, no sabíamos. No sólo quiere controlar el pasado, sino el futuro.

    En realidad, Viñas se ha convertido más en un polemista que en un auténtico historiador. Buena prueba de ello, si es que hacía falta, es el contenido del número extraordinario de la revista Hispania Nova, que ha coordinado el propio Viñas con el único objetivo de desacreditar de forma inquisitorial el conjunto de la obra del hispanista norteamericano Stanley G. Payne, en particular su reciente biografía de Franco escrita con Jesús Palacios. Viñas ha calificado la obra de Payne de “patochada” y de “pornografía histórica”
    [164]. Claro que alguien que se toma en serio, como Viñas, los estudios “culturales” de Gregorio Morán[165], no merece excesivo crédito intelectual.

    Y concluimos: Ángel Viñas nos sirve como ejemplo de lo que no se debe hacer. Mientras el gran Joseph Schumpeter pedía una “historia razonada”
    [166], Viñas nos ofrece una historia que podríamos denominar “visceral”. No deja de ser curioso que Viñas describa, en un artículo escrito a la sazón con Alberto Reig Tapia, los rasgos que a su juicio caracterizan a la historiografía “franquista”: “denigración”, “distorsión”, “ocultación”, “confusión”, “ofuscación, “apelación a autoridades dudosas”, “sustracción de información” y “mentira”. Y concluían: “Nosotros no insultamos ni descalificamos (sic) previamente a nadie por sus ideas dentro del marco común de la democracia y la Constitución, debatimos y dejamos siempre la puerta abierta a quien, bona fide atque sine ira studio, se ajuste a la deontología inherente a los profesionales de la historia y quiera compartir con nosotros la siempre colectiva búsqueda del conocimiento (sic). Esa en nuestra única militancia (¡) . Somos civiles, ciudadanos”[167]. Como hemos tenido oportunidad, los rasgos que atribuyen a la historiografía “franquista” pueden muy bien servir para describir la forma de hacer historia del propio Viñas y de sus seguidores. En verdad, parece un autorretrato. Y con respecto a sus conclusiones sencillamente son, como hemos tenido oportunidad de mostrar, brutalmente falsas. Por todo ello, su influencia me parece nefasta para el porvenir de nuestra historiografía. Es un autor que carece de capacidad de autocrítica y de revisión de sus planteamientos. Aconsejarle que abandone sus posiciones creo que resulta ya inútil. Y no sólo porque sea un hombre de prejuicios, sino porque se trata de “su” lucha, de algo que, en definitiva, ha dado y da sentido a su existencia. Quizás sin Francisco Franco no existiría Ángel Viñas, al menos tal como lo conocemos. Y es que su autobiografía podía muy bien titularse en alemán Mein Kampf gegen Franco. Esta es, en el fondo, su tragedia.

    Pedro Carlos Gonzalez Cuevas

    https://kosmospolis.com/2018/05/angel-vinas-martin-una-forma-de-hacer-historia/
    Última edición por ALACRAN; 16/12/2020 a las 23:36
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    Re: Historiadores y escritores más furibundamente antifranquistas

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    Re: Historiadores y escritores más furibundamente antifranquistas

    Preston, o la historia como fraude

    Leo esta afirmación del señor Preston sobre mi persona: "Hay mentiras en cada página de su libro". (¿Cuál?). Muy bien. Ahora solo le queda demostrarlo, y vuelvo a animarle a que lo intente de una buena vez. Yo, en cambio, sí he documentado ampliamente sus muy frecuentes mentiras y manipulaciones (bueno, no todas, porque es casi imposible).

    Pío Moa

    En realidad, su método historiográfico queda bastante bien retratado en la inconsecuencia de su frase. Obsérvese también su respuesta a la crítica de que ofrece cifras distorsionadas, hecha por Stanley Payne: "Que Payne explique su trayectoria desde la izquierda a la extrema derecha". Es decir, el problema no está en los hechos, sino en que Payne –asegura, tergiversando de nuevo la realidad– se ha vuelto de "extrema derecha". Un método de debate, por cierto, empleado masivamente por los marxistas y afines. Otra de sus hazañas metodológicas consiste en habernos descubierto que el homenajeado Carrillo tuvo –¡quién lo hubiera creído!– responsabilidad en Paracuellos. En fin, un historiador de postín, muy respetado no ya por la izquierda sino por la derecha, desde los absurdos halagos que Ansón le tributó para presumir de antifranquista. El nivel.

    El último libro de Preston es un fraude desde el mismo título. Fraude en el doble sentido de mencionar un inexistente holocausto español, trivializando de paso el judío, y de emplear la palabra con evidentes fines comerciales. Su tesis, no menos falsa bajo la pretendida objetividad de reconocer (¡a estas alturas!) que "también" hubo crímenes en la izquierda, consiste en la vieja historieta de que la represión nacional hizo el triple de víctimas que la del Frente Popular, y que cualitativamente no pueden equipararse una y otra: "No puedo tratar igual a un violador que a una violada".

    El violador sería el bando nacional y la violada el Frente Popular, que él identifica –de nuevo falsamente– con la república del 31. Como he expuesto con todo detalle en Los orígenes de la guerra civil, la violación, si así queremos llamarla, fue emprendida en octubre de 1934 por el PSOE y la Esquerra, apoyados por prácticamente toda la izquierda, con el propósito textual de organizar una guerra civil; y continuó después de las elecciones de febrero del 36, en una verdadera orgía de crímenes e incendios, hasta que se provocó la continuación de la guerra civil, a la que tan aficionadas fueron nuestras izquierdas, que incluso organizaron otras dos en su propio seno.


    La violada fue, por un lado, la república del 31, su Constitución y su legalidad, y por otro la masa de población católica y derechista, hasta que decidió defenderse. Las izquierdas, con mayor o menor intensidad, quisieron la guerra civil porque estaban convencidas de ganarla –y casi la ganaron al principio–, pero sus cálculos terminaron por salirles errados. Me permito animar a Preston y compañía a abandonar su pereza intelectual e intentar desmentir estos extremos, que creo haber probado con los documentos de la izquierda.

    En fin, presentar como víctima de una violación a un Frente Popular formado por marxistas revolucionarios, stalinistas, golpistas tipo Azaña o Companys, anarquistas y racistas, bajo la tutela de Stalin, es la osada falsificación base de todas las demás. Lo he expuesto en La quiebra de la historia 'progresista'. Pero se ve que estos señores esperan tener siempre una clientela de ignorantes o fanáticos a quienes explotar.

    En cuanto a las cifras de la represión, ya Ramón Salas Larrazábal las puso en su lugar, corregidas luego por A. D. Martín Rubio. Pero el asunto se ha convertido para algunos en un negocio bien subvencionado desde el poder, y la realidad les da igual. No hay debate. Les basta descalificar como "de extrema derecha" o "fascistas" los estudios que abandonan la propaganda y van a los hechos. Recordaré, muy en resumen, que el terror lo empezaron las izquierdas; que en el bando izquierdista no fue un terror popular o espontáneo sino organizado por los partidos y el gobierno; que el número de víctimas fue muy parecido en los dos campos; que el extremo sadismo en el terror de izquierdas no tiene parangón en el bando nacional; que las izquierdas practicaron el terror entre ellas mismas, lo que tampoco ocurrió entre los nacionales. Que intente Preston refutar estos datos básicos con otros datos y argumentos, y le prestaremos atención. Sus distorsiones son tan amplias que resulta imposible abordarlas en un artículo. Las he tratado más en detalle en el libro Los crímenes de la guerra civil, que, desde luego, él no ha rebatido en momento alguno.

    Una frase llamativa de Preston: "El Valle de los Caídos es una maravilla, pero hay que explicar que fue hecho por presos republicanos". Bien por la primera parte del aserto, mal por la segunda. Hubo allí muy pocos presos, no eran republicanos sino rojos acusados de crímenes, cobraban salario y redimían penas por el trabajo. Y el Valle terminó tomando un carácter de reconciliación nacional que ahora se intenta destruir. Otra frase del autor: "La mayor dificultad para escribir mi libro ha sido poder mantener mi equilibrio psicológico leyendo tantos horrores en ambos lados". A muchos ingleses siempre les ha encantado/horrorizado la crueldad española, y se ve que Preston tampoco sabe mucho de la historia de su propio país. ¿Ha probado a mantener su equilibrio psicológico leyendo acerca los bombardeos de terror ingleses sobre la población civil alemana, que causaron varias veces más víctimas que el terror de los dos bandos en la guerra española?

    https://www.libertaddigital.com/opin...276238956.html
    Última edición por ALACRAN; 07/02/2021 a las 13:44
    DOBLE AGUILA dio el Víctor.
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    Re: Historiadores y escritores más furibundamente antifranquistas

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    Re: Historiadores y escritores más furibundamente antifranquistas

    Paul Preston: el ocaso de un hispanista

    (Pedro Carlos González Cuevas)

    Tras el libro de Paul Preston, El Holocausto español. Odio y exterminio en la Guerra Civil y después, Debate, Barcelona 2011

    En esta su última obra se propone, según sus propias palabras, «mostrar en la medida de lo posible, lo que aconteció a la población civil y desentrañar los porqués», de lo que él denomina el «Holocausto español», a lo largo de la guerra civil y en la posguerra. El autor califica su obra de «científica» y objetiva, porque la misión del historiador «estriba en buscar la verdad con independencia de los sentimientos que su trabajo pueda despertar».
    (...)

    * * *

    El autor venía anunciando este libro, por lo menos, desde el año 2003. En alguna entrevista, declaró que no pretendía comparar el caso español con el Holocausto judío; pero que «analizado en su conjunto el sufrimiento del pueblo español merece el nombre de Holocausto». Lo que pretendía resaltar era «la gravedad de lo que pasó en España; hoy hay una tendencia a ver la Guerra Civil como un hecho menor en el contexto internacional, y por lo contrario yo pienso que se trata de una de las grandes matanzas europeas del siglo XX». No obstante, a diferencia de otros historiadores como Francisco Moreno y Francisco Espinosa, Preston no se atreve a denominar «genocidio» a lo ocurrido en la España desde 1936. La palabra «Holocausto» es mucho más polivalente y ambigua que «genocidio». Mientras «Holocausto» significa «sacrificio», «acto de sacrificio», «ofrenda», «genocidio» es sinónimo de «exterminio» por razones de orden social, político o religioso. Como ya señalé en un artículo dedicado al hispanismo de Paul Preston, el rigor conceptual no es una de las virtudes del historiador británico.

    En ese sentido, el equívoco permanece. Siguiendo una ya inveterada costumbre cuando se trata de un libro del hispanista británico, El Holocausto español ha recibido un premio, en este caso el de Historia de Cataluña Santiago Sobrequés i Vidal. Una distinción que, al menos en mi particular opinión, no merece ni el autor ni la obra. Claro que ya sabemos lo que son en España ciertos premios: suelen darse por anticipado, antes incluso de haberse escrito. Quizás sea el caso. Por lo demás, no estamos ante un libro de investigación, sino de síntesis. A lo largo de sus casi ochocientas páginas, Preston se limita a recoger e interpretar a su gusto la información que le suministran las obras, por lo general sesgadas y poco fiables, de Francisco Moreno Gómez, Montserrat Almergol, Julián Casanova, Ian Gibson. Conxita Mir, Ricardo Miralles, Alberto Reig Tapia, Ricard Vinyes Angel Viñas, Glicerio Sánchez Recio, Francisco Espinosa, José Luis Ledesma y muchos más.

    La primera parte del libro carece de sorpresas. En sus páginas, Preston se limita a repetir lo sostenido, hace más de treinta años, en su obra La destrucción de la democracia en España, o en La guerra civil española y Las derechas españolas en el siglo XX. Aparece aquí nuevamente una trama narrativa de claro sesgo «trágico»; su modo de argumentar sigue siendo mecanicista; y su entronque ideológico, radical. Sigue destacando su odio cartaginés hacia el conjunto de las derechas españolas, que, de nuevo, aparecen como auténticos arquetipos de la maldad, del Mal radical. Leer las páginas dedicadas a estos sectores en el libro equivale a penetrar en un mundo de locura, un mundo poblado de sombras repulsivas y dislocadas, donde el «derechista», el «católico» o el «africanista», ya no son seres humanos normales, sino que se transforman en figuras mitológicas, una auténtica encarnación de todo lo que el autor detesta. No deja de ser significativo que cuando Preston menciona a los «teóricos del exterminio» tan solo haga referencia a los sectores de la derecha y de la extrema derecha; jamás a los republicanos de izquierda, a los comunistas, a los socialistas revolucionarios, los anarquistas, los anticlericales de La Traca y Fray Lazo, o los redactores de Leviatán o de Claridad. Los militares y las derechas parecen tener, según se deduce de la narración de Preston, como único objetivo flagelar, asesinar y, sobre todo, violar y humillar sexualmente a las mujeres de izquierda. Los militares españoles no parecen seres humanos, sino mandriles rijosos. Lo del racismo de las derechas españolas suena a broma; no hay que tomarlo excesivamente en serio. A broma macabra suena su descripción y valoración del asesinato de Calvo Sotelo; parece como si, en realidad, lo hubieran asesinado las derechas. El retrato de Franco parece literalmente sacado de la «Leyenda Negra»: un nuevo Felipe II, taciturno, gélido y cruel. Se puede criticar, sin duda, la actitud de las derechas, de la Iglesia católica o de las Fuerzas Armadas; pero seriamente, no con tan evidente e insoportable minusvalidez intelectual e interpretativa.

    Por otra parte, aparecen en la obra errores impropios de un historiador veterano, como Preston. Ledesma Ramos no fue un empleado de correos en Zamora; lo fue en Madrid, pero era oriundo de un pueblo del Sayago. Acción Española no fue un periódico; tampoco un partido político; fue una revista y una sociedad de pensamiento. El llamado Pacto del Escorial fue entre Falange y Renovación Española, la Comunión Tradicionalista no intervino para nada en su tramitación.

    Con respecto a los llamados «teóricos del exterminio» hay que señalar que, a comienzos de los años treinta representaban a una minoría dentro de la derecha española. Tusquets, Redondo y Carlavilla eran en aquellos momentos absolutamente marginales respecto a la derecha hegemónica y a la Iglesia católica. Por entonces, el sector mayoritario de los católicos apostaba por el posibilismo y la lucha política legal. Ahí está la táctica accidentalista propugnada por la CEDA y El Debate, y que fue tan criticada por los monárquicos y carlistas. Por otra parte, el intento de Preston de ridiculizar la ideología de las derechas españolas, por su insistencia en la idea de conspiración judeo-masónica, resulta superficial; en el fondo, es un reflejo más de profundas ignorancias históricas. El propio Winston Churchill relacionó, en sus escritos de la época, judaísmo y bolchevismo, aunque excluyó de esa relación a los sionistas.

    Se trataba, en aquellos momentos, de un lugar común de la opinión conservadora ante la victoria de la revolución bolchevique en Rusia. Por desgracia, el antisemitismo es una actitud que transciende a las ideologías. Historiadores como León Poliakov o Michel Dreyfus, han estudiado el antisemitismo no sólo de derechas, sino de izquierdas; y ahí están Voltaire, D´Holbach, Proudhon, Fourier, Dühring, Bakunin y el propio Marx para demostralo. El tradicional odio católico hacia la secta masónica se encontraba lejos de ser irracional. Autores tan eminentes como Reinhardt Koselleck, padre de la historia de los conceptos, han documentado elocuentemente, en su obra Crítica y crisis del mundo burgués, el papel esencial de la masonería en la difusión de la filosofía ilustrada y de la crítica al catolicismo tradicional. La masonería defendió una ética y un proyecto político secularistas, anticatólicos; y fue condenada por la Iglesia. España no fue, ni podía ser, una excepción; lo cual explica la reacción clerical. (...)

    Destaca igualmente en El Holocausto español el irenismo hacia el conjunto de las izquierdas, y en particular hacia los socialistas. Como en el primero de sus libros, Preston sigue defendiendo el carácter meramente reformista de la legislación social del primer bienio republicano y del propio proyecto defendido por los socialistas; lo mismo que el carácter democrático de las izquierdas. Sin embargo, una rica bibliografía histórica, encabezada por Santos Juliá, Andrés de Blas y José Manuel Macarro, demuestra que esa legislación no fue simplemente «humanitaria elemental». Sus objetivos no eran meramente reformistas; tenían un claro sesgo de «revolución legal». En concreto, el proyecto socialista defendía que la clase obrera y, por supuesto, la organización sindical socialista, la UGT, participaran directamente en la gestión de las empresas, último peldaño antes de llegar al socialismo. Los proyectos de reforma agraria insistían en la expropiación de las tierras de señorío, de las deficientemente cultivadas y la recuperación de los bienes comunales de los pueblos. Por otra parte, los nuevos dirigentes republicanos no concibieron ningún papel social y/o político a la Iglesia católica ni a sus fieles; algo que se reflejó, como ya hemos dicho, en el contenido excluyente del texto constitucional. En concreto, para Manuel Azaña correspondía al Partido Radical de Alejandro Lerroux representar la derecha dentro de la República; los republicanos de izquierda serían el «centro»; y el espacio de la izquierda estaría cubierto por los socialistas. Es lógico que las derechas tradicionales, y en concreto la social-católica, no se sintieran solidarias con un régimen político que las excluía, que amenazaba sus más íntimas convicciones y sus intereses.

    El giro claramente revolucionario de los socialistas poco tuvo que ver con la intransigencia de las derechas o con un hipotético peligro fascista; estuvo directamente relacionado con su salida del gobierno y su concepto patrimonialista del régimen republicano. Además, y esto hay que dejarlo muy claro, la República siempre tuvo para los socialistas un carácter instrumental; para ellos, la democracia nunca fue un fin en sí mismo. Preston enfatiza la inanidad de la retórica revolucionaria de Largo Caballero; pero olvida que el lenguaje, y más en política, no es un mero reflejo de la realidad, sino que igualmente la crea. Preston llega a poner en duda la limpieza de las elecciones de 1933; pero no aporta pruebas, sólo las vaguedades interesadas difundidas por los propios socialistas, para avalar esa opinión. A partir de ahí se muestra como un apologeta acrítico del chantaje político permanente de los socialistas con sus amenazas revolucionarias ante una eventual participación de los cedistas en el gobierno; algo, por otra parte, obligado, dado el resultado electoral. Semejante despropósito revela la escasa sensibilidad no ya democrática, sino liberal del historiador británico. En el fondo, el propio Preston interioriza, a lo largo de las páginas de la obra, no ya la pretensión de superioridad moral de las izquierdas respecto a las derechas, sino el concepto patrimonialista de los socialistas acerca del carácter social y político del nuevo régimen. ¿Podría aceptarse la petición socialista, a la que igualmente se sumó Azaña, de anular las elecciones de 1933 y convocar otras nuevas?. Evidentemente, no; hubiera supuesto el final anticipado de la República. A ese respecto, no es de recibo su retrato de la figura de Rafael Salazar Alonso, poco menos que un precursor de Franco o de un fascista no ya en potencia, sino en la práctica. Ante la radicalización socialista, el ministro de la Gobernación defendió una legalidad salida de las urnas. Las reivindicaciones socialistas eran maximalistas e impedían cualquier posibilidad de negociación y acuerdo. Ciertamente, los sindicatos sufrieron la represión gubernamental; pero dentro de los límites constitucionales y siempre frente a las posturas decididamente subversivas respecto a la legalidad y a la legitimidad republicanas adoptadas por la dirección del PSOE y la UGT. La clausura de centros obreros estuvo ligada en la mayoría de los casos al descubrimiento de armas. Como dijo en su momento Andrés de Blas, en su obra El socialismo radical durante la II República: «Por espectaculares que resulten las sanciones a las publicaciones socialistas, estamos tentados de creer en su carácter inevitable para cualquier gobierno democrático actuante en la España de 1933 y 1934». Lo que posteriormente ocurrió a Salazar Alonso tiene un nombre claro y nítido: asesinato.

    Menos convincente aún resulta la alusión, siempre reiterada por Preston, a un eventual peligro fascista en España; algo que Luis Araquistain negó, en un artículo célebre, donde señalaba que no se daban en la sociedad española las condiciones para la emergencia de un movimiento fascista, ni existían líderes de la envergadura de Mussolini o Hitler. De otro lado, hay que señalar que es posible que Largo Caballero y sus acólitos no tuvieran un plan pormenorizado para la toma revolucionaria del poder; pero Preston nunca tiene en cuenta el factor voluntarista que movía al dirigente socialista, su optimismo catastrófico, su fe en el inevitable advenimiento del socialismo, que sustentaba la esperanza de su triunfo final. Con tal bagaje ideológico, era imposible respetar la organización de la competencia pacífica, es decir, la esencia del régimen demoliberal de partidos. Además, finalmente, tras la derrota de la revolución de octubre, los militares no aprovecharon el momento para dar un golpe de Estado e ilegalizar al PSOE y sus sindicatos; el Parlamento continuó abierto; la CEDA, pese a sus veleidades autoritarias y corporativas, gobernó constitucionalmente al lado de los radicales de Lerroux. Y nada de esto hizo cambiar la perspectiva revolucionaria de los socialistas. Y es que fue el PSOE, se quiera reconocer o no, quien rompió las reglas de la competición pacífica, mediante el recurso a la violencia. A mi modo de ver, no existe la menor duda de que Largo Caballero y quienes le apoyaron se equivocaron en su radicalización; y que la izquierda debería asumirlo históricamente, que es lo que hay que hacer con el pasado. Hasta ahora no lo ha hecho; es más, desde que Rodríguez Zapatero dirige el PSOE ha tenido lugar una radical marcha atrás. (...)

    Resalta igualmente en el libro, la elemental sociología que sirve de fundamento a sus opiniones. En ninguna página de su obra, el historiador británico menciona los intereses de los pequeños y medianos propietarios agrarios, los «propietarios muy pobres» que fueron la base social de la derecha católica a lo largo del período republicano. Estos intereses no fueron atendidos ni tenidos en cuenta por el gobierno-republicano socialista. Preston continúa con su esquema maniqueo basado en la dicotomía radical entre el proletariado rural y los grandes terratenientes, que no refleja la compleja realidad sociológica del campo español. El propio término «terrateniente» es ambiguo; y Preston no parece emplearlo en un sentido sociológico, sino en términos abiertamente peyorativos, casi como una acusación, con lo cual científicamente no adelantamos demasiado.

    De la misma forma, el autor minimiza e incluso oculta los errores de las izquierdas tras el triunfo del Frente Popular. Apenas menciona las marchas hacia las cárceles para liberar a los presos de octubre y las concentraciones ante las obras y talleres para obligar a los empresarios a la readmisión de los despedidos. Todo lo cual tuvo el claro efecto simbólico de la percepción de un claro hundimiento de las relaciones sociales y, sobre todo, de la incapacidad del Estado para manejar los resortes de la autoridad y de la represión. No sin razones, la situación fue interpretada como el inicio de un proceso revolucionario que afectaba nada menos que a las relaciones entre clases sociales y su puesto en la sociedad. A ello se unió posteriormente la destitución de Alcalá Zamora como presidente de la República, la legalización de las ocupaciones de fincas por parte de los campesinos sin tierra; las movilizaciones de reivindicación sindical, protagonizadas por CNT y UGT; la unificación de las Juventudes Socialistas y Comunistas bajo la dirección del PCE. El gobierno presidido por Santiago Casares Quiroga y el propio Azaña, como nuevo presidente de la República, no estuvieron a la altura de las circunstancias. No sólo fueron incapaces de atajar la conspiración civico-militar, sino de defender, como era su deber, el orden público. Según han señalado diversos teóricos del realismo político, el punto esencial de la acción política ha de ser la disminución del miedo mediante regulación selectiva de los riesgos sociales. El gobierno Casares está claro que dejó hacer. Como ha puesto de relieve Fernando del Rey en su libro Paisanos en lucha, donde describe elocuente y documentadamente los procesos de exclusión política y de violencia en La Mancha, importantes zonas de este territorio, sobre todo en los pueblos y las aldeas, vivieron en una situación muy próxima al hobbesiano «estado de naturaleza» bajo la presión de las izquierdas, y en particular de la UGT y del PSOE: huelgas generales, ocupación ilegal de tierras y de los ayuntamientos, violencia endémica, &c. Esta situación no fue desde luego privativa de esta región; fue general en el conjunto de España. Hechos transcendentales que Preston silencia o minimiza.

    ¿Existió un plan previo de exterminio político y social por parte de los conspiradores civiles y militares?. Siguiendo en lo fundamental al iluminado Espinosa Maestre, el autor así lo cree; para él, debe ser una cuestión de fe revelada, porque en absoluto demuestra su existencia; ni tan siquiera describe en qué consistía ese presunto plan, aparte de las vagas menciones a la Directrices redactadas por el general Mola. A mi modo de ver, resulta más plausible la hipótesis defendida por el profesor Julio Aróstegui, para quien el estallido de la guerra civil fue el resultado imprevisto del golpe de Estado militar. Ni Mola ni el resto de los sublevados contaron con esa posibilidad, al igual que el gobierno republicano no tomó en serio tampoco la posibilidad de una sublevación militar. Mola no tuvo un «Plan B», o sea, la previsión de acciones alternativas en el caso de que el golpe resultase fallido. De triunfar el golpe, hubiera habido, sin duda, represión; pero no tan dura como la que tuvo lugar tras el estallido de la guerra civil y la consiguiente consolidación de los frentes. Por otra parte, como recordaba hace poco el historiador Julius Ruiz, los historiadores especialistas en genocidio han rechazado definitivamente los modelos explicativos mecanicistas, basados en planes o programas de destrucción. En la zona nacional, el nivel de represión estuvo ligado, no a un plan previo y detallado de exterminio, sino a la magnitud de la resistencia ofrecida por la izquierda.

    Mención aparte merecen los esfuerzos realizados por el autor a la hora de señalar las diferencias entre ambas represiones. Su interpretación en modo alguno resulta original, ya que se limita a repetir y defender los argumentos no ya de los historiadores afines, sino del propio bando republicano, representado por Negrín, Ossorio y Gallardo y Azaña. En consecuencia, sus conclusiones no sólo son archisabidas, sino poco convincentes. En un artículo que escandalizó a no pocos, pero que no pudo ser refutado racionalmente, Santos Juliá puso, a mi modo de ver, el dedo en la llaga. Y es que cuando se comparan los crímenes de ambos bandos, resalta el historiador gallego, «lo que se olvida es que esos crímenes obedecieron a una lógica propia reiteradamente publicitada desde los discursos de los líderes anarquistas, comunistas y socialistas, repetidas cada vez que se cometía un crimen masivo; que era preciso destruir desde la raíz el viejo mundo, prender fuego a sus símbolos y proceder a la limpieza de sus representantes». «Fue en ese marco y movidos por estas ideologías y estrategias por lo que se cometieron en territorio de la República, durante los primeros meses de la guerra, crímenes en cantidades no muy diferentes y con idénticos propósitos que en el territorio controlado por los rebeldes: la conquista por medio del exterminio del enemigo, de todo el poder en el campo, en el pueblo, en la ciudad». En última instancia, la diferencia entre ambas represiones estuvo, en opinión de Juliá, en que la República no logró conquistar nuevos territorios, y dentro del suyo la limpieza ya había cumplido tarea que se le había asignado sin que la revolución social hubiera culminado como revolución política –y ya no había a quien seguir matando a mansalva– como en las primeras semanas de la revolución («Duelo por la República española», El País, 25-VI-2010). Podríamos ir más lejos, señalando, como hace Julio Ruíz, que en el bando republicano resultaba complicado distinguir entre justicia judicial y extrajudicial. Porque algunos dirigentes republicanos exigieron una «justicia popular» ejercida por el Estado, aunque, al mismo tiempo, defendieron y recompensaron a los propios agentes del terror, como ocurrió con la matanza de Paracuellos del Jarama, cuyos autores contaron, de hecho, con el apoyo del ministro Angel Galarza y luego con el de García Oliver. Lo de la traición de Casado y sus partidarios a la República, que Preston toma de su amigo Angel Viñas, no es de recibo; porque no existía otra alternativa. Afirmar lo contrario, es caer en la más radical irracionalidad.

    Por último, Preston tiende a exagerar, como de costumbre, y quizás por sus compromisos con el nacionalismo catalán de izquierdas, el odio «casi racista» de los franquistas hacia Cataluña. Por desgracia, el racismo antiespañol es una de las taras más abominables tanto del nacionalismo vasco como del catalanismo; incluso en la actualidad. Al contrario de lo señalado por Preston, el recibimiento catalán a las tropas de Franco masivo. Aquí, como en otros libros suyos, Preston identifica a Cataluña con el catalanismo. ¿Acaso no hubo catalanes en las filas del Ejército Nacional?. Sin duda, la prohibición de la lengua catalana en los lugares públicos fue un error; pero de ahí al racismo y al exterminio de catalanes por el hecho de serlo hay una distancia sideral. De ahí que podamos preguntarnos que si ese odio fue tan fuerte e intenso, por qué la España de Franco no llevó a cabo, como la Alemania de Hitler o la Rusia de Stalin e incluso la Checoslovaquia de Benes, expulsiones masivas, selectivas o permanentes de la población vasca o catalana. No existió en la España de Franco ningún proyecto de deportación de pueblos con el objetivo de crear un Estado étnicamente homogéneo o políticamente seguro. Esto, creo yo, debería tomarse muy en cuenta cuando se hacen tantas referencias, por lo general a la ligera, sobre supuestos afanes o proyectos exterminadores o genocidas. (,,,)

    Y es que El Holocausto español es, finalmente, una obra fallida. No es posible reconocer la menor originalidad de fondo a la lección que se desprende del duro proceso incoado por el historiador británico. A lo largo de sus páginas, como por otra parte en toda la obra de Preston, existe un claro simplismo metodológico, un apasionamiento sumario y un maniqueísmo explícito. (...)

    Por último, la obra me deja, como español, un poso profundamente amargo. Es el relato y la imagen de un pueblo brutal, tosco, incapaz de dar solución racional a sus conflictos políticos, sociales e identitarios. Como diría W.H. Auden en su poema Spain 1937: «Ese cuadrado árido, ese fragmento recortado de la calurosa/Africa, soldado tan toscamente a la ingeniosa Europa». Un estereotipo muy del gusto de la mentalidad británica, que siempre se considera, lo reconozca o no, por encima del resto de la humanidad. O, en contraste, de aquellos ingleses, como Preston, a quienes, en el fondo, aburre la historia de un pueblo como el suyo excesivamente conservador, cuya violencia se ha dirigido casi siempre al exterior, hacia el mundo colonial; y que buscan en España el vigor de lo irracional, de lo ancestral, lo primitivo y violento. En ese sentido, me atrevería a conjeturar que El Holocausto español, dada su ínfima calidad, marcará el ocaso de la influencia de Paul Preston en la historiografía española. Que así sea.

    P.S.: No hay duda de que Preston tiene sus incondicionales en España. Uno de ellos, aparte del delirante y senecto Luis María Anson, es un tal Luis Segovia López, que escribe en el diario alicantino Información, y a quien en una carta critiqué su valoración positiva de El Holocausto español. (... )

    http://www.nodulo.org/ec/2011/n112p13.htm
    Última edición por ALACRAN; 17/02/2021 a las 21:23
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
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  9. #9
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    Re: Historiadores y escritores más furibundamente antifranquistas

    Paul Preston es un macaneador serial...

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    Re: Historiadores y escritores más furibundamente antifranquistas

    ,,,
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  11. #11
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    Re: Historiadores y escritores más furibundamente antifranquistas

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    Publicada una tal “Historia del franquismo”, levantada la veda, poco después de morir Franco...



    Revista
    FUERZA NUEVA, nº 585, 25-Mar-1978

    Anecdótico

    Daniel Sueiro y Bernardo Díaz Nosty, autores de una especie de engendro titulado “Historia del franquismo”, editado por Sedmay, recogen en su obra una serie de datos inéditos y, en verdad, interesantes para los sádico-masoquistas que gozan con inventar patrañas para desvirtuar y desprestigiar la labor del caudillo Francisco Franco. Vamos a recoger aquí una de estas anécdotas como muestra de la inquina e incultura histórica de estos señores.

    Dicen en su libro: “Docenas, centenares, miles de sentencias de muerte fueron firmadas por Franco, preferentemente a la hora del café. Esta dedicación del dictador a la augusta misión de juzgar por sí mismo se inició en plena guerra. Por lo general, no necesitaba enterarse de todo el expediente para tomar una decisión, y en muchos casos la educación o el rango del acusado constituyeron circunstancias agravantes”.

    Realmente, estos dos “escritores de pocilga” se hallan bien informados. Seguramente una de sus principales fuentes de documentación habrá sido la cama bajo la cual debieron permanecer escondidos en vida del Generalísimo.

    Mingorance


    Última edición por ALACRAN; Hace 4 semanas a las 14:07
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
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