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Tema: Popularidad de la Inquisición

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    Popularidad de la Inquisición

    POPULARIDAD DE LA INQUISICIÓN

    Por Alfonso Junco
    INTRODUCCIÓN

    Alfonso Junco, en su obra Inquisición sobre la Inquisición, hace una reseña sobre el entusiasmo espontáneo del pueblo español por la institución y actuación del Santo Oficio. Para ello, Junco se apoya en autores "anti-inquisición", probando con gran acierto que la Inquisición era perfectamente democrática, una institución deseada, pedida, estimada y aplaudida por el pueblo español.

    (Jesús Hernández)


    Popularidad de la Inquisición
    Una Verdad Revolucionaria


    Pero, ¿Habla usted en serio? -dirá el receloso lector-. ¿Querrá usted hacernos tragar y digerir que era popular esa cosa opresiva y tenebrosa que se llamó la Inquisición?
    En realidad no hablo yo. Hablan -van a hablar aquí- exclusivamente historiadores e ingenios heterodoxos.

    Y si alguien encuentra extemporáneo que "todavía hoy" se tome por asunto la popularidad de la Inquisición, diré que ciertamente es extemporáneo si se atiende a los siglos transcurridos y a que hace mucho tiempo eso debía ser sabido por todos; pero como no es así, y como la aplastante mayoría aun de los hombres cultos suele ignorarlo, parece oportuno y hasta novedoso, "todavía hoy" poner en claridad y relieve esa verdad, que asume caracteres y atractivos de noticia de última hora.

    Por otra parte, la verdad, cualquier verdad ¿es reaccionaria o revolucionaria? Yo no le pondría adjetivo ni etiqueta. Si es verdad, eso le basta. Si es verdad, ciertamente ensanchará nuestros horizontes, enriquecerá nuestro espíritu, "nos hará libres". Y la verdad sobre la Inquisición, puesto que viene a revolucionar la estancada y muerta superficie de inveterados prejuicios y rutinas mentales, bien puede llamarse -si se quiere adjetivo- una verdad revolucionaria.


    Testimonio de Tícknor


    Vamos a oír a Tícknor, celebérrimo historiador de la literatura española. Su mentalidad norteamericana y protestante, cargada de preconceptos y abominaciones contra el Santo Oficio, no lo puede entender; pero su probidad de erudito lo lleva a atestiguar reveladores hechos positivos, aunque no alcance a explicárselos rectamente.

    Espigo las citas que van a continuación, de la Historia de la Literatura Española, por M. George Tícknor, traducida por don Pascual de Gayangos y don Enrique de Vedia. (Madrid, 1851-1856, 4 tomos).

    Abrimos la obra por el tomo primero, capítulo 24:
    Doña Isabel la Católica
    "extravió su conciencia hasta el punto de admitir en sus reinos una Inquisición como una medida saludable y benéfica para sus vasallos.
    Y téngase en cuenta que todo esto se hacía con el consentimiento y aplauso del pueblo español.
    Establecida, pues, la Inquisición, la mayoría de los españoles, en su fe pura y ortodoxa, la recibió con aplauso y vio con cierto placer a sus antiguos enemigos condenados a expiar su infidelidad con el más terrible de los tormentos".
    (Alude a moriscos y judaizantes, contra los cuales principalmente se enderezó el Santo Oficio en su primera etapa).

    Hablando de la opinión que expresa Mariana en el libro 24, capítulo 17, de su Historia de España, escribe Tícknor: "Al leer este capítulo nos quedamos escandalizados y admirados: tan grande es la gratitud que el autor expresa por el establecimiento de la Inquisición, considerándolo bajo todos puntos como una bendición para el país".

    En efecto: y nótese que no puede pedirse escritor de más brava independencia ni censor más crudo que Mariana. Y como él opinan todos los más altos espíritus que con el Santo Oficio convivieron. Y es la admirable Isabel quien lo funda "como una medida saludable y benéfica", en medio del "consentimiento y aplauso del pueblo español". ¿No nos hará todo esto reflexionar que ha de haber sido la Inquisición cosa distinta de lo que ahora solemos figurarnos?

    Prosigue Tícknor, tomo II, capítulo I.
    Cuando se anunciaba la invasión del protestantismo, la Inquisición obró contra el "y la masa de los españoles se prestó a ello sin resistencia".
    La medida contra los escritos heréticos, "el pueblo la aprobó, porque exceptuando tan sólo unos cuantos individuos, los españoles de raza miraban a Lutero y a sus discípulos casi con la misma aversión y repugnancia que a un mahometano o un judío".
    "La Inquisición, considerada como instrumento principal para arrojar fuera de España las doctrinas del protestantismo, hubiera sido ineficaz, a no haberla auxiliado poderosamente el gobierno y el pueblo; porque en cuestiones como ésta los españoles habían sido siempre de un mismo modo de pensar. Era tal y tan inveterado el odio que siempre profesaron a los enemigos de su fe, tal el encarnizamiento con que pelearon durante siglos, que el altivo recuerdo de su gloriosa lucha vino a constituir con el tiempo el principal elemento de su existencia nacional, y que cuando, por la total expulsión de los judíos y la completa sumisión de los moros, no quedó la península otro enemigo que humillar y vencer, los españoles se aplicaron con el mismo celo y fervor a purificar el suelo patrio y lavar las manchas que dejasron la infidelidad y la herejía".

    Los autos de fe no consistían en la quema de herejes, sino en solemnidades con misa, predicación, lectura de las causas de los reos y entrega de éstos -cuando procedía- al poder civil, para su sentencia y ejecución en otro sitio. Parece ignorarlo Tícknor al decir que asistían "las más veces a tan repugnante espectáculo el rey y su familia: sin contar un gentío inmenso que aplaudía tácitamente los horrores perpetrados en su presencia".
    Bajo la Inquisición, "la mayoría del pueblo español vivía alegre y satisfecha, vanagloriándose de su lealtad y de su fe".

    "Estos y otros rasgos de nacionalidad no podían menos de influir poderosamente en una literatura como la española, marcada, más que otra alguna, con el sello de la originalidad y adornada con los varios matices del carácter popular... El espíritu del cristianismo, que había dado cierto colorido de magnanimidad y heroísmo a las formas más rudas del entusiasmo militar, así como las hazañas mismas del pueblo, durante su larga lucha con los infieles, degeneró en un fanatismo fiero e intolerante, y sin embargo, tan común y generalizado, que de él están llenos los romances populares y las novelas de la época, y que el teatro nacional, en más de una forma, viene a ser su extraño y grotesco monumento". (¡Cuántos grandes países quisieran -a pesar de lo "grotesco"- tener un monumento como el teatro español del áureo siglo!)

    "Nos equivocaríamos grandemente si al considerar tan perniciosos efectos en la literatura española, los creyéramos causados sola y exclusivamente por la acción directa de la Inquisición y del gobierno civil, comprimiendo y sujetando con férrea mano la masa entera de la sociedad. Tal coacción hubiera sido del todo imposible, y no hay nación alguna que se hubiera sometido a ella, mucho menos la española, que tan animosa y caballeresca se mostró en tiempo de Carlos V y durante la mayor parte del reinado de Felipe II..
    La sumisión, pues, de los españoles... y su fanatismo religioso, no fueron obra de la Inquisición ni de una monarquía corrompida; al contrario, la Inquisición y el despotismo fueron el resultado natural de la antigua lealtad y celo religioso, exagerados y mal digeridos".

    La España en general, y principalmente los discretos y agudos escritores que forman el siglo de oro de su literatura, pudieron vivir muy bien alegres y satisfechos, por no comprender bien las trabas puestas al pensamiento, o porque no sintieron al pronto los efectos de la restricción moral que los encadenaba y reprimía".


    ¡Inocente salida de Tícknor! Ve con evidencia y proclama con honradez que los grandes escritores hispanos vivían "alegres y satisfechos" en plena Inquisición, porque no sentían que ella los oprimiese en lo más leve, y se da al fantaseo pueril de que "no comprendieron bien" las trabas que sufrían o "no sintieron al pronto" sus efectos... ¡Y aquellos escritores se llamaban Lope de Vega, que en su teatro océanico volcaba todo su caudal hirviente y multánime de la vida; o Miguel de Cervantes, el ingenio más dúctil, más lozano y universal que ha recorrido los caminos y vericuetos de este pícaro mundo; o Francisco de Quevedo, desgarrado y punzante, bronco y aventurero, que no dejaba títere con cabeza!

    Sigamos con Tícknor, tomo III, capítulo 40. La Inquisición ejerció
    "una autoridad constante y rigurosa... pero esto no se hacía ni podía hacerse sin el consentimiento de las masas populares, y con una cooperación activa por parte del gobierno y de la aristocracia".
    La ciudad de Méjico reclamó como un honor para Felipe II el haber éste introducido allí la Inquisición (Exequias de Felipe II, Méjico, 1600)".

    Hablando de los autos de fe, dice Tícknor que "el pueblo y los que le dirigían se gozaban con tales espectáculos"; refiere el caso de aquel caballero que iba a morir en la hoguera y que al pasar "por delante del balcón en el que Felipe II se hallaba sentado con la mayor pompa", dicen que se detuvo y apeló a su justicia, y que el monarca le respondió: "Yo traería la leña para quemar a mi hijo, si fuese tan malo como vos". Respuesta que pinta la conciencia de la plena justificación con que se obraba; "respuesta -concluye Tícknor- que fue considerada entonces y recordada mucho tiempo después como digna del señor del primer imperio del mundo". (Tapia, Historia, tomo 3, página 88. Baltasar Porreño, Dichos y hechos, cap. 14).

    "Pero aun podríamos citar otro hecho, si cabe más notable. El festivo y corrompido Felipe IV, parece haber expresado en situación análoga los mismos sentimientos. Habiéndosele cierto día pedido licencia, por pura forma, para procesar a uno de sus ministros y llevarle ante el tribunal de la Inquisición, no sólo la otorgó, sino que añadió motu proprio la siguiente observación: A ser hijo mío el criminal, con la misma buena voluntad la daría". (Monforte, Honras de Felipe IV, Madrid, 1666, 4o.).
    "Más tarde, en 1680, habiendo Carlos II sido inducido a manifestar deseos de presenciar, con su esposa, un auto de fe, los artesanos de Madrid se ofrecieron en masa y voluntariamente a construir el anfiteatro, y trabajaron en él con tal ardor y entusiasmo, que la obra se terminó con increíble brevedad, animándose unos a otros al trabajo con devotas exhortaciones, y declarando que en caso de faltar los materiales, derribarían sus propias casas y dispondrían todo lo necesario para tan santo objeto".

    Tenemos, en suma, por testimonio de ilustrado adversario:

    -Que gobierno, intelectuales y pueblo, con desusada unanimidad, estaban acordes en su adhesión y entusiasmo por el Santo Oficio.

    -Que éste, lejos de oprimir a la nación española, era fruto de su espontánea vountad, para defenderse de contagios extranjerizantes.

    -Y que, piénsese lo que se quiera sobre la Inquisición, es inconcuso que ella constituía un hecho rotundamente democrático.


    Testimonio de Prescott


    He aquí a otro célebre angloamericano: Guillermo H. Prescott, autor de la difundida Historia del reinado de los Reyes Católicos (traducción de Atilano Calvo Iturburu, Madrid, 1855).

    Dice en el capítulo séptimo:
    "Es muy notable que un proyecto tan monstruoso como el de la Inquisición... se resucitase y pusiese en ejecución a la conclusión del siglo quince, cuando la antorcha de la civilización iba derramando su luz por todos los países de Europa; y es más extraño todavía que esto sucediese en España, donde había a la sazón un gobierno que en más de una ocasión había dado pruebas de una gran independencia religiosa, y que había atendido siempre a los derechos de sus súbditos y seguido una política noble y liberal con respecto a su cultura intelectual".

    Y en el capítulo 16, considera Prescott como únicas manchas del reinado de Isabel, la Inquisición y la expulsión de los judíos; pero agrega: esos "grandes borrones en su administración no deben ser considerados como tales por su carácter moral. Difícil sería, en efecto, condenarla sin condenar a su siglo; porque aquellos mismos actos se encuentran no ya excusados, sino ensalzados por sus contemporáneos, como los títulos que mayor derecho le daban a su eterno renombre y a la gratitud de la nación española. Alabanzas tales son más chocantes todavía en boca de escritores de vastas e ilustradas miras, como Zurita y Blancas, los cuales, aunque florecieron en tiempos de mayor ilustración, no tienen escrúpulo en decir que el establecimiento de la Inquisición fue el testimonio más evidente de su prudencia y salud, y que reconocían su extraordinaria utilidad, no sólo la España sino las naciones todas de la cristiandad". (Blancas, Commentarii, pág. 263.- Zurita, Anales, tomo 5, libro I, cap. 6). Y agrega Prescott que el pueblo acogía esas medidas con ansia y ardor.

    Prescott participa de aquella incapacidad general en sus compatriotas, aun los más enterados, para entender a fondo las cosas hispanas; mentalidad extranjera, protestante, saturada de Llorente y otras literaturas de ese jaez, no alcanza a penetrar el verdadero sentido y carácter del Santo Oficio. Por eso se escandaliza; pero su misma incomprensión alarmada le hace recalcar las gloriosas virtudes cívicas y culturales del gobierno que fundó la Inquisición y el universal aplauso tanto del pueblo como de los contemporáneos más descollantes por sus "vastas e ilustradas miras". Él no puede conciliar estos hechos con la "monstruosidad" del Santo Oficio; pero una comprensión más luminosa y madura sí alcanza a conciliarlos.

    Prosigue Prescott, en el mismo capítulo 16, con estas observaciones dignas de señalarse:
    "Por dañosos que hayan sido los efectos que la Inquisición haya podido producir en España, el principio que para su establecimiento se siguió no fue peor que el de otras muchas medidas que han pasado sin sufrir tan fuertes censuras, y que se han adoptado en tiempos posteriores y más civilizados.
    Casi empleo las mismas palabras de míster Hallam, el cual, hablando de las leyes penales dadas contra los católicos en tiempos de Isabel de Inglaterra, dice: "They established a persecution wich fell not at all short in principle of that for which the Inquisition had become so odious"
    (Capítulo 3, volumen I de su Constitutional History of England, París, 1827).
    ¿Estuvo por ventura abandonado durante todo el siglo dieciséis y la mayor parte del diecisiete el principio de la persecución por el partido dominante?... Verdad es que el imperio de una mala costumbre no forma su apología, para servirme de las palabras mismas de doña Isabel en su carta al obispo Talavera; pero debe servir para mitigar la severidad de nuestra censura contra aquella Reina, que no incurrió en un error mayor, en medio de la imperfecta ilustración del tiempo en que vivió, que el que fue común a los más grandes talentos, a los genios mismos de un siglo posterior y más ilustrado.

    El mismo Milton, en su Essay on the Liberty of Unlicensed Printing, que es acaso el mejor argumento que el mundo haya escuchado en favor de la libertad intelectual, hubiera querido excluir a los papistas de los beneficios de la tolerancia, como sectarios de una doctrina cuya completa extirpación exige a todo trance el bien público. Tales eran las mezquinas ideas que se tenían acerca de los derechos de la conciencia en la última mitad del siglo diecisiete, por uno de aquellos ingenios privilegiados cuya extraordinaria elevación le permitió recibir y reflejar la naciente luz de la Ilustración, mucho antes de que sus rayos iluminaran al resto de la humanidad".


    Tienen valor, por venir de quien vienen, estas reflexiones sobre la general intolerancia entonces. Pero hay una radical diferencia que no percibe Prescott, y que debemos subrayar vigorosamente: Enrique VIII, Isabel de Inglaterra y demás protestantes, inventaban e imponían por la fuerza su dogma tornadizo, a una gran cantidad de connacionales que lo rechazaban; en tanto que la Inquisición Española no inventaba ni imponía por la fuerza, sino que defendía de exóticas agresiones y corruptelas, con unánime aplauso nacional, un dogma con preexistencia de siglos, libremente abrazado por la totalidad de los españoles.
    Y agregaremos, contra la ingenua ilusión de Prescott, que "la naciente luz de la Ilustración", no ha abolido la intolerancia. Intolerantísimos eran -aunque perpetuos predicadores de tolerancia- Voltaire y demás filósofos del siglo dieciocho; intolerantes y perseguidores, posteriormente, la Revolución Francesa y el liberalismo, y el socialismo y otros ismos de ahora. Han abundado declamaciones y farsas de tolerancia: han escaseado los hechos. ¡Aun no cuajan los frutos de "la naciente luz de la Ilustración"!

    Y es muy de señalarse que en alguns de las partes donde han cuajado, como en los Estados Unidos, fueron los católicos -colonia de Maryland- los heroicos fundadores de esa tolerancia (Véanse pormenores en Bancroft, tomo I, capítulo 7 de su History of the United States. Londres 1861).


    Revilla, Unamuno, Villalba Hervás


    Don Manuel de la Revilla y don Pedro de Alcántara García, renombrados escritores, en sus Principios generales de literatura e Historia de la literatura española (Madrid, 1884), dicen desapacibles cosas sobre la Inquisición, pero recuerdan (Segunda parte, lección 25) que aquel tribunal fue "planteado en España (1478) por los Reyes Católicos, para conseguir la unidad política y religiosa de la nación", y confiesan en seguida:
    "Muestra cuál sería el estado religioso de aquella época, la supremacía omnipotente, que en breve tiempo, y con aplauso del pueblo fanatizado, adquirió el Santo Oficio..."

    Don Miguel de Unamuno, en su sápido estudio sobre La mística española (Antología Universal Ilustrada, tomo octavo), escribe estos párrafos, henchidos de sugerencias:
    "No vayamos a suponer que la Inquisición fuera algo externo a nuestro espíritu colectivo y a él impuesto; no. La Inquisición brotó de las entrañas mismas del alma española, y los místicos mismos, que más tuvieron su sufrir sus suspicacias, no dejaron de ser más o menos inquisitoriales, como buenos españoles, en el fondo de su ser.
    Eran inquisitoriales por su horror a la herejía, y lo eran por su culto al dolor, a la sabrosa pena... Su piedad innegable era una piedad algo dura. Santa Teresa quería que sus hermanas fuesen varones fuertes, que espanten a los hombres. Su caridad era ante todo horror al pecado: la vida no vale, lo que vale es la salud eterna. Los milagros de dar salud al enfermo, vista al ciego y semejantes, "cuanto al provecho temporal-dice Santa Teresa-ningún gozo del alma merecen, porque excluido el segundo provecho (el espiritual), poco o nada importan al hombre, pues de suyo no son medio para unir al alma con Dios".
    Aseguraban compadecer a un luterano más que a un gafo... Es que el supremo interés para ellos era el de la salvación eterna, lo cual les libró del muelle arregosto de la vida que pasa. La vida temporal era tan sólo un medio para conquistar la vida eterna".


    Miguel Villalba Hervás tiene un libro sobre don Antonio José Ruiz de Padrón, aquel verboso diputado que en 1813, en las cortes de Cádiz, volcó sobre la Inquisición tantas cosas desaforadas, folletinescas y declamatorias, las cuales, por cierto, don Genaro García reproduce en sus Documentos y califica como "una excelente y brillante historia crítica del tribunal del Santo Oficio".

    Pues Villalba Hervás, ardiente panegerista de su biografiado y ardiente enemigo de la Inquisición, en el prólogo de su obra (Ruiz de Padrón y su tiempo, Madrid, 1897), pondera la abnegación y el valor "que eran necesarios en España para tomar actitudes tan resueltas frente a una institución a la cual, no obstante su barbarie o quizás por su barbarie misma, proclamaba la inmensa mayoría de los españoles como cosa irremplazable..."
    Dejemos por ahora lo de la barbarie -ya conoceremos la opinión de los entendimientos más próceres y los espíritus más altos y finos de España-, y recojamos el testimonio sobre la avasalladora popularidad de la Inquisición, y en consecuencia, sobre la actitud antidemocrática de las democráticas cortes de Cádiz.

    Acerca de lo cual no huelga traer a la memoria un hecho de significación extraordinaria: fue el invasor francés Napoleón [desde aquí termino yo el párrafo] quien suprimió a la Inquisición, y el pueblo español, lejos de por eso "sentirse liberado", al contrario, se sintió oprimido por el francés y su "Libertad/Igualdad/Fraternidad" que atentaban contra la identidad nacional de España, y contra él lucharon, en favor de la Inquisición.


    http://www.conocereisdeverdad.org/we...ex.php?id=5548
    Pious dio el Víctor.

  2. #2
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    Re: Popularidad de la Inquisición

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    EL TORMENTO, EL AUTO DE FE Y LA HOGUERA

    Por Alfonso Junco
    INTRODUCCIÓN

    En esta exposición, Alfonso Junco se dedica a explorar los aspectos más tenebrosos y reclamados al Santo Oficio; el tormento, el auto de fe y la hoguera. Sin ocultar nada, confesando lo que hacía la Inquisición en sus cámaras de tortura, pero al mismo tiempo, proporcionando un saludable artículo, a analizar tanto por los que saben del asunto, como por los que, sin saber, imaginan escenas espantosas de mazmorras llenas de instrumentos y aparatos de tortura espeluznantes, víctimas de todas las edades y condiciones mutiladas o desgarradas, frailes refocilándose con las torturas o con decenas de personas quemadas vivas frente a ellos, jueces implacables, privados de todo rasgo de piedad o humanidad.

    Sí, ese tipo de pesadillas tienen quienes no han estudiado bien y con detalles, al Santo Oficio de
    la Inquisición.

    Jesús Hernández



    Exploración de Modos
    El Tormento


    Hiere legítimamente nuestra sensibilidad y ha pasado al habla común con caracteres de horror ponderativo, lo de los tormentos inquisitoriales. Vale la pena examinar la cosa más de cerca.
    El uso del tormento -no para castigar al reo, sino para hacerlo confesar- viene de muy antiguo. Lo prescribe el derecho romano, de donde pasó a las legislaciones posteriores y con cuyo prestigio se afianzó en todos los países civilizados, subsistiendo hasta el siglo dieciocho inclusive.
    Al establecerse la Inquisición Española, a fines del siglo quince, no inventó el tormento. Lo tomó de la universal costumbre, pero lo practicó con moderación extraordinaria y lo abolió de hecho antes que nadie.

    Al lado de las crueldades pavorosas cometidas en otros tribunales -quemar las extremidades, arrancar las uñas, prensar los pies, verter plomo derretido en boca, ojos u orejas-; frente a los horrores que en la Inglaterra protestante del siglo décimosexto prodigaban Enrique VIII o Isabel, asume una portentosa suavidad relativa el tormento habitual en el Santo Oficio.

    Solían usar los tribunales civiles el "tormento previo", antes del juicio, para arrancar confesiones al acusado, y el "tormento definitivo", después del juicio, para hacer que los condenados nombraran a sus cómplices. Esto fue abolido legalmente en Francia hasta fines del siglo dieciocho: el tormento previo, por declaración de Luis XVI, el 24 de agosto de 1780; el tormento definitivo, el 9 de octubre de 1789. (Vease el Nouveau Larousse illustré, palabra Question).
    Por entonces y durante el primer tercio del siglo diecinueve, fue ocurriendo la abolición legal de la tortura en los tribunales civiles de Europa. Verbigracia: Sajonia decretó la abolición en 1783, Rusia en 1801, Prusia en 1805, Baviera en 1807, Hannover en 1819, Baden en 1831. (Véanse la Enciclopedia Británica y la Americana, palabra Torture).

    Mucho antes, el Santo Oficio había abandonado el empleo de la tortura. ¿Fechas? Sería interesante precisarlas, en los diversos tribunales de la fe, mediante el examen cronológico de los procesos. Pero consta que a principios del siglo diecinueve, "cuando se abolió el tribunal de Lima, la muchedumbre se precipitó hacia las cámaras misteriosas del tormento, y quedó desilusionada viendo que eran almacenes de instrumentos abandonados, inservibles, cubiertos de un polvo secular. Las celdas, en las que no había un solo preso, tenían aire y luz". Así escribe en su admirable Breve Historia de América (pág. 329), don Carlos Pereyra.
    Y el célebre don Ramón de Mesonero Romanos atestigua, por lo que toca a Madrid: "En aquellos memorables días 7, 8 y 9 de marzo del año 1820, en que el rey Fernando se vio obligado a jurar la Constitución de 1812, fueron forzadas estas prisiones (de la Inquisición) por el pueblo, ávido de encontrar en ellas las horrendas señales de los tormentos y las víctimas desdichadas de aquel funesto tribunal; pero en honor de la verdad debemos decir que sólo se hallaron en las habitaciones altas que daban al patio dos o tres presos o detenidos políticos...; y en los calabozos subterráneos, que corrían largo trecho en dirección de la plazela de Santo Domingo, nada absolutamente que indicase señales de suplicio, ni aun de haber permanecido en ellos persona alguna de mucho tiempo atrás". (El Antiguo Madrid, 1861, capítulo XXI, pág. 300).

    Las objeciones al tormento -medio tan cruel como inseguro- son obvias, y muchos hombres ilustres vienen haciéndolas a lo largo de los siglos. Cicerón, San Agustín y otros Santos Padres, y en España Eymeric, Luis Vives, Feijóo, Alfonso María de Acevedo en alegato decisivo...
    Un hombre fuerte, aunque culpable, podía resistir la prueba y seguir negando, en tanto que un hombre débil, aunque sin culpa, podía confesar faltas inexistentes por libertarse de la tortura. Además, el inocente la sufría sin merecerla.
    Todo esto ha traído, con el general suavizamiento de las costumbres, el gradual abandono del tormento. Sin embargo, todavía hoy se practica en algunas partes, con menos aparato y rigor, pero también con menos honradez y vigilancia legal. En los Estados Unidos, por ejemplo, el third degree es secreto a voces; en Méjico, fue sonada la tortura de León Toral, y otras no suenan, pero suceden.

    Ello demuestra que subsiste cierta inclinación a aceptar algún elemento de eficacia en el sistema, que por cierto fue aprobado por hombres tan eminentes como Aristóteles en la antigüedad y como Bacon en los tiempos modernos. Y no cabe negar que, así como antaño prevalecía una perniciosa crueldad, hogaño prevalece una impunidad perniciosa, que estimula y auspicia a los delincuentes para ensartar patrañas, forjar novelas y hacer burla y escarnio de los jueces.
    El citado Eymeric, precisamente en su célebre y acatado Directorium Inquisitorum (parte tercera, número 155), tiene por "falaz e ineficaz" la tortura, y encarece benignidad.
    Las Instrucciones de los inquisidores (1561), norma y ley del Santo Oficio, calificaban el tormento de engañoso y peligroso, aconsejaban gran prudencia y maduro consejo antes de recurrir a él, rodeábanlo de precauciones moderadoras. (Véanse particularmente los números 48 a 56 de esas Instrucciones).
    Los hechos confirman que se seguía lo mandado, y autorizan a precisar algunas verdades, generalmente desconocidas.
    Había muchísimos reos -no pocos, muchísimos-, que no recibían tormento: o por la menor gravedad del delito, o por la evidencia de la culpa, o por la lealtad de la confesión.

    Sólo se daba -ya concluída la causa y oída la defensa- a quienes, estando prácticamente convictos, se obstinaban en negar. Era un modo de constreñirlos a declarar la verdad que los jueces, por otras pruebas, daban ya casi por segura.
    Estaban exentos los impúberes, los ancianos, los enfermos y las mujeres durante la gravidez y la lactancia.
    El tormento tenía que ser expresamente votado por los jueces, haciéndolo así constar en documento firmado.
    Al votarlo, y luego en la cámara del suplicio antes de su aplicación, y durante ella, hacíanse repetidas instancias al reo para que, confesando la verdad, se librase de aquel trabajo.
    Para mayor gravedad y garantía contra abusos, debía presenciar el tormento el Ordinario, es decir, el Obispo de la diócesis, o un especial representante suyo.
    Un notario daba fe del acto y lo describía minuciosamente por escrito, registrando hasta las quejas e imprecaciones de los reos.
    Los eclesiásticos únicamente presenciaban como testigos de la posible confesión, y los ejecutores o verdugos eran seglares. Nada de esos frailes torturando víctimas o atizando hogueras, que muchas gentes suponen todavía.

    El tormento habitual de la Inquisición -y se prohibía introducir novedades- era el de cuerda y potro: ligar brazos y piernas del reo, apretando progresivamente los cordeles. Cosa dolorosísima, pero que, normalmente y de por sí, no implicaba ni efusión de sangre ni lesión.
    Un médico presenciaba el tormento para que se templara según la resistencia física del reo, el cual era luego conducido a su cama y atendido y curado.
    Todo esto patentiza el propósito de hacer infrecuente el suplicio, de obviar sus conocidos inconvenientes y de humanizarlo en lo posible.
    En el Archivo General de la Nación tenemos montañas de procesos inquisitoriales -algunos de ellos ya total o fragmentariamente publicados- y lo que hemos dicho es de fácil comprobación documental.
    He aquí, por ejemplo, con la estereotipada fórmula de siempre, una sentencia de tormento dada en la causa de Francisco López de Aponte, reo que salió al auto de fe celebrado el 19 de noviembre de 1659:

    "Fallamos, atentos los autos y méritos del dicho proceso, indicios y sospechas que de él resultan contra el dicho Francisco López de Aponte, que le debemos condenar y condenamos a que sea puesto a cuestión de tormento, en el cual esté y persevere por tanto tiempo cuanto a nós bien visto fuere, para que en él diga la verdad de lo que está testificando y acusado; con protestación que le hacemos que si en el tormento muriese, o fuere lisiado, o si siguiese efusión de sangre o mutilación de miembros, sea a su culpa y cargo, y no a la nuestra, por no haber querido decir la verdad; y por esta nuestra sentencia así lo pronunciamos y mandamos en estos nuestros escriptos y por ellos.- Dr. D. Pedro Medina Rico.- Dr. D. Francisco de Estrada y Escobedo.- Dr. D. Juan Sáenz de Mañozca.- El Lic. D. Bernabé de la Higuera y Amarilla, Dr. León Castillo"

    Este doctor León Castillo era el representante del Ordinario, o sea del Arzobispo de México. Su voto era indispensable en tales casos. Cuanto a la protestación contenida en la fórmula, tenía más bien propósito de amedrentamiento, para que el reo, confesando, no recibiera la tortura; de hecho nunca se presentaba mutilación ni menos muerte; aunque sí alguna vez podía haber sangre por la presión de los cordeles.

    El Auto y la Hoguera

    ¿Qué era el auto de fe?
    Simplemente, la solemne ceremonia -con misa, predicación, asistencia de autoridades y pueblo- en que se leían las causas y sentencias de los reos. En el auto de fe ni se mataba a nadie ni se encendía hoguera alguna.
    Cuando había reos que debían "relajarse al brazo secular" -muchas veces no los había-, allí se entregaban públicamente a las autoridades. Y con eso concluía lo propiamente inquisitorial.
    Después, en sitio y en acto aparte, el juez civil, aplicando la ley civil, condenaba a muerte a los culpados, y funcionarios civiles ejecutaban, en otro lugar todavía, la sentencia.
    Así, verbigracia, en México, los autos solemnísimos -porque los había menores, en los templos- solían ser en la Plaza Mayor, esto es, el Zócalo; el juez civil solía tener su tribunal allí cerca, en el Portal de Mercaderes; y las ejecuciones eran bastante lejos, en la Alameda.

    Documentemos, con un ejemplo, el dicho.
    He aquí un relato que un contemporáneo, el doctor don Rodrigo Ruiz de Cepeda Martínez, hace del auto sonadísimo celebrado en México en noviembre de 1659, en que salió el célebre don Guillén de Lampart (o más propiamente Lámport):

    "Concluídas ya las causas de los relajados, serían las cinco de la tarde, el corregidor de México conde de Santigo, con acompañamiento de ministros de la Audiencia, dejando su asiento que con el cabildo de la ciudad tenía, fue a la crujía, y cerca de la media naranja se le hizo entrega por Pedro de Soto López, alguacil mayor del Santo Oficio, ante el secretario don Marcos Alonso de Huidobro, de seis reos...
    Y recibidos, los llevaron sus ministros desde el cadalso del auto hasta los Portales de los Mercaderes, de la misma Plaza Mayor, en que cerca de la entrada de la calle de San Francisco y Platería se puso la fábrica de un capaz y gravemente adornado tablado, y en él su tribunal.
    Y, sentando en su audiencia, procedió con asesor a la pronunciación de las sentencias, subiendo a ella cada uno de los reos, en medio de dos ministros de justicia; y, dada la sentencia, se iban entregando a don Marcos Rodríguez de Guevara, alguacil mayor de la ciudad. Y los cinco, que fueron Diego Díaz, Francisco Botello, Francisco López de Aponte, Guillermo Lampart y Pedro García de Arias, la tuvieron de ser abrasados vivos si no se reducían: ¡tal era la obstinación que mostraban!
    Pronunciadas las sentencias, pusieron en bestias de albarda a aquellos hombres... y con escolta de soldados y acompañamiento de ejecutores, con trompeta y voz de pregonero, los sacaron por la Platería y calle de San Francisco a la Alameda".


    En la Alameda estaba el brasero. Solamente eran quemados vivos los reos de mayor obstinación. Los que daban alguna muestra de arrepentimiento -y constituían la enorme mayoría-, eran muertos primero dándoles garrote, según el uso de la época, y se quemaban sus cadáveres. Por ejemplo, la narración que ahora seguimos dice más adelante:
    "Pedro García de Arias... dio un grito entre aquella confusión e innumerable gentío, pidiendo le llamasen alguno de los Padres carmelitas descalzos que allí se hallaron, que quería morir como cristiano...; y absuelto sacramentalmente, le aplicaron al palo, y los cordeles al cuello, con que, muerto, le pegaron fuego y a sus escritos".

    Los frailes y sacerdotes que asistían a las ejecuciones, no lo hacían para ajusticiar a los reos o atizar las hogueras -según pintan cuadros fantasiosos-, sino para acompañar y confortar a los condenados y darles, en su caso, los auxilios religiosos: tal como actualmente sigue practicándose en países civilizados. No ejercían en el patíbulo ministerios de crueldad, sino de misericordia.

    En cuanto al modo de ajusticiar, usábase entonces generalmente el garrote (estrangulación) y para los delitos más graves, la hoguera. Hoy se usa, según la costumbre de los diversos países, el fusilamiento en México, la horca en Inglaterra, la guillotina en Francia, la silla eléctrica en Estados Unidos. ¿Cuál es peor? ¡Vaya usted a averiguar!
    [Nota del copista]: El autor se refiere a la fecha en que escribe su libro (primera mitad del siglo XX)
    Pero lo cierto es que los entonces ajusticiados -no precisamente por la Inquisición, sino a consecuencia de proceso seguido en la Inquisición- jamás sufrieron aquellas ejecuciones espantosas, aquellas vivisecciones que practicaron los reformistas ingleses, el estado francés, y ya muy avanzado el siglo dieciocho, gobernantes ilustrados y volterianos como el Marqués de Pombal.
    En comparación con la víctima descuartizada en vivo, ciertamente es menos horrible y no ultrajante, el modo de ajusticiamiento practicado con los reos del Santo Oficio.

    Piensan algunos que alentaba un hipócrita encubrimiento de responsabilidad en los jueces de la Inquisición cuando al declarar que había culpa grave en un reo y relajarlo al brazo secular, esto es, entregarlo al poder civil, sabían que lo entregaban a la muerte.
    Sin embargo -como lo observa don Joaquín García Icazbalceta en su magistral Estudio histórico sobre la dominación española-, la función de los jueces del Santo Oficio era similar en este punto a la de los miembros de un jurado moderno. El jurado popular resuelve si hay o no culpa; y el reo pasa, en caso afirmativo, a sufrir la pena que le impone el poder civil, ¿Incurre en algún hipócrita encubrimiento de responsabilidad el miembro del jurado que, fiel a su conciencia, declara culpable a un reo, aunque sepa que de su declaración ha de derivarse una pena de muerte que él no impone?
    Tal ocurría con los jueces del Santo Oficio. Porque, ya lo hemos visto, era la ley civil la que fijaba la última pena; era un juez civil quien la decretaba; eran funcionarios civiles quienes
    la ejecutaban.

    Otros Extremos

    Leyendo causas inquisitoriales, solemos tropezar con detalles curiosos y reveladores de un espíritu de benignidad y templanza que hay que tomar en cuenta para un juicio equilibrado acerca del entenebrecido tribunal.
    Vayan, al azar, unos ejemplos, relacionados con el mismo auto de fe de 1659.

    Al susodicho don Guillén de Lamport, recapturado después de su evasión, "en las faltriqueras se le encontraron treinta y cinco pesos que había ido ahorrando de su ración, que pedía en dinero". Esto indica que el encarcelado tenía libertad para escoger entre comida y dinero, y luego con éste proveerse a su elección de lo que quisiera, alcanzándole para sustentarse y ahorrar.

    Al propio Lamport, que al evadirse dijo y escribió pestes de los inquisidores, éstos "le excusaron los doscientos azotes de cajón, por lo mismo que les había injuriado, por no parecer venganza en causa propia", ¿Qué tribunal tendría, aun ahora, esos escrúpulos?

    Durante el auto de fe, don Guillén de Lamport estaba "puesto para que oyese su sentencia, el brazo y mano por la muñeca pendiente en la argolla, aunque la piedad del Santo Tribunal no permitió que por todo el tiempo de la lectura de su causa estuviese así, antes a breve rato se le mandó desatar".
    Sebastián Álvarez o Rodríguez, ya en el auto solemne, "estando en el tablado, a las repetidas instancias de los clérigos para que pidiese misericordia, resolvióse al fin a pedir que fue oído, y por asegurarse más su negocio, fue mandado a la Inquisición". Es decir, se suspendió la sentencia ya dictada y se aplazó el castigo, por escuchar de nuevo al reo y darle ocasión de que su suerte mejorase. Esta benevolencia usaban los inquisidores, y en estas gestiones e instancias caritativas se ocupaban los clérigos en el tablado.

    Execración

    Enterarse, situar, entender: seguimos con nuestra bandera.
    ¿Es que nos deleitamos con el dolor y la crueldad? No. Deploramos y nos hiere espiritualmente la dureza habitual en épocas pasadas: pero buscamos conocerla en su diversidad de aspectos e intensidades, situarla en su atmósfera y su día, juzgarla con criterio comparativo y comprendedor.
    Algunos quisieran una ardiente condenación, a rajatabla, de los procedimientos inquisitoriales, pero...
    De nuestra exploración de modos resulta que los procedimientos inquisitoriales eran los menos duros en épocas durísimas. Si los execramos, tendríamos que execrar, por mayoría de razón, a todos los tribunales de todos los países civilizados de entonces. ¿Y sería inteligente, comprendedora, justa, iluminada con perspectiva histórica esta universal execración?
    Aun opinando que sí, dentro de esa totalitaria execración tocaría la más pequeña parte al Santo Oficio, el tribunal menos áspero de todos los tribunales de la época respectiva.
    Y síguese la pregunta: Si era el menos áspero, ¿por qué entonces ensañarse en él singularmente -y hasta exclusivamente- como si fuera el más cruel?


    http://www.conocereisdeverdad.org/we...ex.php?id=5548
    ReynoDeGranada y Pious dieron el Víctor.


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  1. 17/09/2009, 20:03

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