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Tema: Historia de España en Africa

  1. #1
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    Historia de España en Africa

    1 - Primeras expediciones españolas

    Ya desde el santo rey Fernando III y Don Alfonso el Sabio se había pensado en la conquista del Norte africano, no sólo para seguridad de la costa castellana en el Mediterráneo, sino para afirmar la preponderancia de nuestra marina en aquella parte del mar latino. Aragón, en cambio, donde interesaba más la expansión por Italia que no la dominación en Berbería, estaba en los mejores términos con el bey de Túnez y el soldán de Egipto, con quienes igual que Génova, Pisa y Venecia, celebraba tratados de comercio.

    La conquista de Granada por los Reyes Católicos impuso con más fuerza que nunca la necesidad de establecernos en el norte africano, y esto por tres motivos, más poderosos aún que los anteriormente dichos;
    - era preciso, en primer lugar, consolidar el dominio de Granada, pues los moriscos era harto de temer no requiriesen el auxilio de sus correligionarios de allende el Estrecho, como tantas veces había sucedido anteriormente;
    - en segundo lugar había que salvaguardar la navegación contra la piratería berberisca, y mucho más en aquel momento en que comenzaba un activísimo tráfico con las Indias occidentales descubiertas por Colón,
    - y, finalmente, había que prevenirse por si los portugueses, dueños de Tánger, Arcila y otros puertos marroquíes del Atlántico, continuaran extendiéndose y se apoderasen de plazas del Mediterráneo.

    Tales fueron los motivos que en 1496 impulsaron a los Reyes Católicos a organizar una poderosa escuadra para ocupar algunos puntos del Rif; la expedición, fuerte, de 4.000 hombres, fue puesta a las órdenes del valiente capitán Pedro Estopiñán, el cual dio comienzo a la empresa tomando por asalto a Melilla, la antigua Melita de los romanos, victoria a todas luces digna del mayor encomio, por lo verdaderamente inexpugnable del lugar. Presentaba, en efecto, la plaza un frente inaccesible por la grande elevación y fragosidad de la roca que la protegía por poniente, mientras que por la de levante servíanla de defensa los restos de un murallón de grosor enorme, defendido por una torre elíptica, y otro tanto por la parte del Sur.
    Muy importante había sido el resultado conseguido, arrojando de aquella temerosa guarida a los piratas; pero desgraciadamente hubo que abandonar la comenzada empresa por las graves complicaciones, primero, surgidas con Francia en Nápoles y Milán, y poco después, en 1500, por la formidable insurrección de los moriscos de la Alpujarra.
    No por eso dejaba la Reina Católica, oyendo las exhortaciones del cardenal Cisneros, de pensar en la conquista de la frontera costa africana, pero su muerte, acaecida en 1504, hizo que no se insistiese en el propósito.

    Encargado de la regencia Don Fernando el Católico, mal podía pensar en nuevas expediciones al África, cuando tanto le daban que hacer los manejos del archiduque Felipe, el marido de Doña Juana, su hija, para suplantarle en el gobierno, apoyado por la mayoría de la nobleza castellana, y no menos la guerra con Francia; pero hechas las paces con ésta, volvió a insistir Cisneros, hasta convencer al regente de que llamase las tropas de Nápoles, comprometiéndose por su parte a facilitar once millones de maravedíes.
    Componíase la escuadra, aprestada en Málaga, de seis galeras, con gran número de carabelas y otros bajeles, al mando del almirante de Aragón, don Ramón de Cardona, y formaban la expedición 5.000 veteranos, a las órdenes del ilustre «alcaide de los donceles», don Diego Fernández de Córdoba.
    Zarpó la flota el 20 de agosto de 1505, y después de haber tenido que recalar en Almería, por causa del mal tiempo, surgía el 11 de septiembre ante la fuerte plaza de Mazalquivir, perteneciente al rey de Tremecén, uno de los tres de Berbería, siendo los otros dos el de Túnez y el de Fez. Estaba defendido el puerto por un baluarte perfectamente artillado y flanqueado de robustas torres, pero gracias a la pericia de Cardona consiguió pasar la escuadra bajo sus fuegos. Era tempestuoso el día y no había muelle alguno, ni cosa parecida, lo cual hacía muy difícil el desembarco.
    Acudieron presurosamente a impedirlo los berberiscos, en número de 3.000, con 150 caballos, pero pronto se vieron repelidos por los aguerridos soldados del alcaide de los donceles; las lombardas de Cardona desmontaron las culebrinas del baluarte, y el gobernador de la plaza perdió la vida, atravesado por una pelota, según se llamaba entonces a las balas.
    Retiráronse los moros a Orán; quedó sitiado el castillo de Mazalquivir y a los tres días entregábanse sus defensores y ondeaban en las almenas las banderas de Castilla y Aragón.
    Como era de suponer, dejáronse ver de nuevo los berberiscos, y reforzados los que se habían retirado con los millares que bajaban del Tejí, marcharon contra los españoles. Don Diego mandó formar en orden de batalla a sus 5.000 valientes, pero ante la actitud de los nuestros desistieron de atacar.

    Trece días después del desembarco regresaba a Málaga la escuadra de don Ramón de Cardona y se quedaba en el castillo de la plaza el alcaide de los donceles con título de capitán general de la conquista de Berbería.
    Don Diego, realizando su plan de «penetración pacífica», concertó treguas con Orán para que pudiesen comerciar moros y españoles, y todo fueron felicitaciones al regente por su acertada idea.
    Continuó el empuje de los nuestros; a la toma de Melilla y Mazalquivir, seguía la de la villa llamada entonces de Cazaza, en la península de Tres Forcas, por el alcaide y capitán de Melilla, Gonzalo Marino, siguiendo las órdenes del general de Andalucía, duque de Medinasidonia. Tenía Cazaza, a cinco leguas de la plaza, conquistada por Estopiñán, muy buen puerto, y no podía ser mayor el sosiego en que había quedado el Rif (1505).

    Dos años transcurrieron sin que se reanudaran las operaciones en África, asaz preocupado Don Fernando el Católico con las jugarretas de su yerno el flamenco y los enredos de Francia por la posesión de Nápoles.
    El alcaide de los donceles continuaba tranquilamente en Mazalquivir, hasta que, impaciente por dilatar la conquista, se vino a España, reclutó a 3.000 soldados viejos de Italia y reunió 300 caballos, y con más bizarría que prudencia invadió el reino de Tremecén, siempre en guerra con el de Fez, o dígase Marruecos.
    Gran trecho se internaron los españoles por el Tell o región montañosa, entre el Atlas y el Mediterráneo, y regresaban ya a Mazalquivir, muy satisfechos con la fructuosa «razzia» que habían hecho de cautivos y ganados, cuando, ya casi a la vista de Oran, cayó sobre ellos el rey de Tremecén con fuerzas grandemente superiores.
    El desastre fue terrible, sin que valiera el supremo valor con que luchaban los nuestros. Sólo 400 se salvaron por pies, con 70 caballos, entre ellos don Diego, que a uña de caballo y abriéndose paso por entre la morisma, pudieron meterse en Mazalquivir; todos los demás murieron o fueron hechos cautivos.
    La catástrofe impresionó vivamente en España, y a pesar de los graves conflictos que a cada paso le suscitaban a Don Fernando el Católico la mayoría de los nobles de Castilla, envió algunas galeras en socorro de aquella plaza.

    Ya afirmado sólidamente en su regencia el Rey Católico, casado desde hacía algún tiempo en segundas nupcias con la joven doña Germana de Foix, y aconsejado por Cisneros para que aprovechándose de las contiendas entre el rey de Fez y sus hermanos acometiera de nuevo alguna buena empresa en Marruecos, se apresuró a acceder, tanto más en cuanto se trataba de una conquista absolutamente necesaria.

    Era el caso, en efecto, que las fustas rifeñas del Peñón de los Vélez de la Gomera, merodeaban de continuo por el Estrecho, y de acuerdo con los moriscos españoles, siempre traidores, daban hartos rebatos en la costa de Granada. Con este motivo ordenó Don Fernando el Católico se aprestara en Málaga una escuadra, cuyo mando confió al famoso ingeniero militar conde Pedro Navarro, para que acabara con los piratas rífeños, que tenían su guarida en la ciudad llamada Vélez de la Gomera, frente al Peñón.
    Estaba coronado éste por un castillo defendido por 200 hombres, y al saber que Navarro se proponía desembarcar en la costa de Alhucemas y apoderarse de la mentada ciudad, abandonaron el islote para acudir en defensa de aquélla, gracias a lo cual pudo el conde hacerse dueño de aquél sin la menor dificultad (julio de 1508), y ya dueño de la fortaleza comenzó desde allí a cañonear a Vélez de la Gomera, con gran daño para sus moradores. Dejó Navarro bien guarnecido el Peñón, y regresó con su escuadra a Gibraltar.
    Con ello cesaron los rebatos de los rifeños en las costas de Granada, y aun en las de Murcia y Valencia, y refrenada la piratería.

    Poco después ocurría una cosa muy graciosa: hallábanse los portugueses sitiados en Arcila por los marroquíes, con el agua al cuello, por lo cual el rey de Portugal, Don Manuel I, el Muy Grande y el Muy Feliz, le pidió socorro al regente de España.
    Envióle éste una armada, al mando de Pedro Navarro, y tan acertados fueron los disparos de nuestra artillería, que los moros se vieron obligados a levantar el cerco y se retiraron a Alcazarquivir. Muy contento quedó con ello D. Manuel, pero al saber que nos habíamos apoderado del Peñón de Vélez de la Gomera, puso el grito en el cielo, quejándose amargamente a Don Fernando el Católico, al suponer que aquella conquista le pertenecía, por depender el Peñón del reino de Fez.
    No había tal dependencia, pero a tanto llegó la longanimidad del regente de España, que se avino a ceder al portugués el Peñón de la Gomera, a condición de que emprendiera por aquella parte la conquista de África, a lo cual no se allanó en manera alguna el Muy Grande y Muy Feliz Don Manuel.
    No es que valiera gran cosa el Peñón, pero como servía de guarida a los piratas, convenía no dejarlo en su poder.
    (A. OPISSO)
    Última edición por ALACRAN; 15/04/2009 a las 11:28
    Pious dio el Víctor.
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    Respuesta: Historia de España en Africa

    ANTECEDENTES DE LAS CONQUISTAS AFRICANAS
    Durante el período de los Beni-Uatas, habían progresado grandemente en África las armas cristianas, siendo objeto de litigios y disputas entre Castilla y Portugal la posesión de las islas Canarias, las antiguas Afortunadas, que por su posición en el Atlántico, frente al Cabo Bojador, tenían gran importancia y por lo mismo eran muy codiciadas. El Cabo Bojador fue reconocido en 1434 por el portugués Gil Eanes, y desde entonces dejó de ser considerado como barrera infranqueable, desapareciendo la terrible leyenda que lo envolvía.

    Una flota española que partió de Sevilla en 1393, tomó posesión de las citadas islas en nombre de Enrique III Rey de Castilla, y Juan de Bethencourt, noble francés, comenzó su conquista en 1402.
    Mas tarde, tras varios sucesos, vinieron las islas al patrimonio de doña Inés de Peraza mujer de don Diego de Herrera, quien en 1476 se dirigió al puerto de Guader, en la costa africana, desembarcando en la desembocadura del río o bahía, del Mediodía, y levantó un castillo que dominó Santa Cruz de Mar Pequeña. Estaba edificado en Ifni.

    Habiendo sido objeto de frecuentes ataques por parte de los moros, y comprendiendo Herrera que no bastaban sus fuerzas para defenderla, renunció sus derechos a favor de los rayes Católicos en 1487. Desde que Santa Cruz de Mar Pequeña pasó a depender directamente de la Corona, fue extendiendo poco a poco la influencia española, hasta el punto de que siendo gobernador de la Gran Canaria don Lope Sánchez de Valenzuela, en 15 de febrero de 1499, se declararon vasallos del Rey de España los poblados de Vn-Tata (situado en la margen derecha del Dráa), según escritura pública otorgada ante Gonzalo de Burgos por Amet, capitán de la ciudad de Ufran.

    Incorporada a la Corona de Castilla en 1499 la isla de Tenerife, su gobernador reconoció la costa de África, y tomó posesión del puerto de Nul, a 20 leguas de Tagaost, levantando un torreón de madera el cual artilló convenientemente; mas los continuos ataques de los indígenas hicieron que se abandonara pronto el fuerte.

    Pious dio el Víctor.
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    II – Orán, Bugia y Trípoli

    No abandonaba el cardenal Cisneros su idea de dilatar la fe de Jesucristo y el imperio de España a todo lo largo de la costa africana, hasta los Santos Lugares de Palestina, y por lo mismo convenció al Rey Católico de la necesidad de aprestar una poderosa expedición para dar comienzo a la obra. Diole oídos Don Fernando de Aragón, y para descargar sobre él todas las responsabilidades, le nombró capitán general de África (abril de 1509).
    Mostraba el cardenal una actividad vertiginosa y no podía llegar a más su entusiasmo bélico, poniendo en los preparativos «tanta afición y cuidado—escribe Mariana, exactísimo en esta parte, —como si desde niño se criara en la guerra».

    Organizóse la escuadra en Cartagena; componíase de diez galeras con otras ochenta velas, entre grandes y pequeñas; hízose la masa en aquel mismo puerto y resultó haberse alistado más de 14.000 hombres, de a pie y de a caballo, entre ellos 880 lanzas.
    Hubiera deseado Cisneros que ejerciera el mando de las tropas el Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, pero fue vano su empeño, pues en manera alguna era persona grata al Rey de Aragón, regente de Castilla, y esto desde hacía ya largos años, por lo cual, y a pesar de sus eminentísimos servicios, tenía arrinconado ya en Loja, ya en Valladolid y otras capitales al héroe de Garellano y Ceriñola.
    Por esta razón fue confiada la jefatura militar de la expedición al conde Pedro Navarro, que no se creía menos que Córdoba, y había naturalmente de mostrarse resentido con Cisneros, primero por tener que ponerse a las órdenes de un fraile, y en segundo lugar por constarle su porfía en que fuese nombrado general de la expedición el ilustre conquistador de Nápoles.
    Mandaban la infantería y la caballería don Alonso de Granada Venegas, la artillería Diego de Vera, la escuadra el coronel Jerónimo Vianelo y ejercían otros cargos el insigne capitán Gonzalo de Ayora, primer organizador de la nueva infantería española, Villarroel y algunos no menos notables jefes, y figuraban en el cuartel general de Navarro buen número de caballeros aventureros de diversas naciones.

    Hízose a la vela la expedición el 16 de mayo de 1509, y pocos días después anclaba, por la noche, en Mazalquivir, designada como base de operaciones.
    Ya en tierra hizo saber Cisneros que el objetivo era la toma de Orán, en el reino de Tremecen, habitada por 6.000 vecinos, bien fortificada, asentada sobre el mar en forma de anfiteatro, a 225 kilómetros de la capital del citado reino.
    Aunque nada tenía Orán de arquitectónica era, en cambio, una ciudad de grande importancia comercial, figurando en este concepto entre los más opulentos emporios de la costa berberisca. Allí concurrían gran número de mercaderes catalanes y genoveses, y de continuo llegaban a sus aguas las galeras venecianas, cargadas de la especiería procedente de Alejandría y de Egipto. Aparte de esto, constituía Orán una constante amenaza para las costas andaluzas y de Levante, por la gran flota de bergantines y fustas de que disponía.

    Ya desembarcada la expedición al siguiente día, pasó revista Cisneros a las fuerzas de su mando, que desfilaron en cuatro escuadrones, con la caballería en los flancos.
    Emprendióse en seguida la marcha sobre Orán, yendo delante Cisneros, caballero en una mula, con la espada ceñida sobre su sayal de franciscano y precedido de un fraile de esta Orden, a caballo, portante de la cruz.
    Pronto aparecieron grandes masas de moros dispuestas a cerrar el paso a los españoles; mandó Cisneros hacer alto, y puesto delante de las tropas, las arengó en vibrantes frases. Sin embargo, apresuráronse cuantos le rodeaban a rogarle se retirase a Mazalquivir en vez de colocarse a la cabeza, y rezara allí por su triunfo, mientras ellos se lanzaban al asalto; negábase a ello enérgicamente Cisneros, pero al fin se le pudo convencer y regresó a su punto de partida.

    Eran las tres de la tarde cuando, a la señal de atabales y clarines, comenzaron a subir monte arriba las fuerzas, al mando de Navarro, que iba al frente. Esperaba, en lo alto el enemigo en número de 12.000 combatientes, aunque de continuo se les juntaban nuevos refuerzos, y empezaron a lanzar flechas y piedras y a hacer rodar enormes rocas por la ladera. Comenzó a escaramuzar la caballería por las faldas de la sierra; hizo Diego de Vera jugar la artillería; trepaba cada vez más hacia la cumbre la infantería, empeñándose una lucha cuerpo a cuerpo entre moros y cristianos. Ya cerca de la cima detuviéronse éstos para saciar su sed en unos caños que allí había; arrastraron los artilleros sus falconetes y bombardas hasta lo más alto, comenzando a disparar pelotas; arrojáronse los soldados con sus espadas sobre la morisma y en poco tiempo quedó la victoria por los españoles, que, sin pérdida de tiempo, bajaron tras ellos, persiguiéndoles hasta las murallas de la ciudad, donde se refugiaron.
    Poco después el gobernador de la plaza, con copiosas fuerzas, hacía una salida; trabóse un durísimo combate contra los moros, por unos, mientras otros escalaban los adarves. Por su parte, saltaban a tierra los marineros del coronel Vianelo, se apoderaron de la alcazaba y algunas torres, en las cuales se apresuraron a izar las banderas de Castilla y Aragón, y los que ya se habían metido dentro comenzaron a entrar a saco en la ciudad, según las crueles leyes de la guerra en las ciudades tomadas por asalto.
    Desesperados los berberiscos al ver ondear las banderas españolas, intentaron recobrar la ciudad, pero se vieron ahora cogidos entre el fuego de los de dentro y los de fuera; murieron en la brega cuatro mil moros y cayeron prisioneros cinco mil.

    Al día siguiente, 19 de mayo, envió el conde a participar a Cisneros la victoria, para que fuese a tomar posesión de la conquista, como capitán general de África. Solamente tres días permaneció allí el cardenal, pues las disensiones con el conde se agriaban cada vez más. Uno de aquellos días, con motivo de una reyerta entre soldados de uno y otro, dijo Navarro al prelado, en desabrido tono, «que todo debía hacerse ahora en nombre del Rey Católico y no en el suyo, y que dejase el cuidado de pelear a los que tenían oficio de soldados», después de lo cual se despidió de él con su acostumbrada brusquedad.

    Hubo entonces de interrumpirse la campaña africana por nuevas complicaciones en Italia, pero ya solventadas pensó el Rey Católico en continuar la conquista. Empeñábase en tomar personalmente el mando de la expedición, pero se le convenció de que no era conveniente en su ya avanzada edad, por lo cual recayó la jefatura en Pedro Navarro.

    Hallábase Navarro en Mazalquivir con una fuerte flota de guerra y haciendo rumbo a Ibiza, según se le había prevenido, se le reunió allí otra escuadra, regida por Vianelo; ya juntas las dos zarparon de Ibiza el 1 de enero de 1510, habiendo el conde hecho saber que el intento era apoderarse de la fuerte plaza de Bugia, capital del reinecillo de su nombre.
    Componíase la expedición de 5.000 hombres, con poderosa artillería, y figuraban entre los capitanes Diego de Vera, los hermanos Cabrero, los condes de Altamira, y Santisteban, Maldonado y otros.
    Hallase Bugia en la actual costa de Argelia, al pie de una alta montaña coronada por una alcazaba; rodeábala una muralla romana y la tierra era abrupta y desolada.
    Reinaba en la ciudad un feroz berberisco llamado Abdurrah-Hamel, usurpador del trono, que pertenecía a su sobrino Muley-Abdallah, a quien tenía sepultado en una mazmorra. Aprestóse Abdurrah, a la cabeza de 10.000 hombres, a rechazar a los españoles, pero los estragos de la artillería sembraron el terror en su hueste. Asaltada la ciudad, cayó en pocos minutos en poder de los nuestros, huyendo por una puerta no ocupada los defensores; Navarro puso en libertad a Abdallah, y temerosas de correr igual suerte que Oran y Bugia, entregáronse Argel, Tedelvi y Mostaganem; rindióse el rey de Túnez, y se puso en la obediencia del Rey Católico el de Tremecen.
    Concertáronse en seguida tratados de comercio con aquellos soberanos y fueron puestos al momento en libertad los cautivos que tenían.

    No se dio aún por satisfecho Pedro Navarro y decidió, de acuerdo con el Rey Católico, caer sobre Trípoli, Estado, entonces, independiente, y que había pertenecido antes a Túnez.
    Reunióse la expedición, fuerte de 14.000 hombres, en la isla de Faviñana, cerca de Trapani (Sicilia), y parecía había de resultar insuficiente aquel efectivo, dadas las formidables fortificaciones de Trípoli y las numerosas fuerzas—14.000 hombres también— aprestadas para su defensa. Con todo, no vaciló Pedro Navarro, y a mediados de junio (1510) aparecía la escuadra española ante la fuerte ciudad.
    La lucha fue encarnizadísima; batidas las murallas por la artillería y coronado, al fin, el adarve por los asaltantes, al mando del infanzón aragonés Juan Ramírez, levantaron los defensores barricadas en toda la ciudad, desde donde pugnaban con el valor de la desesperación, atentos tan sólo a vender caras sus vidas; de ello dieron prueba los 5.000 cadáveres que quedaron insepultos en las calles, conquistadas literalmente palmo a palmo.
    Las pérdidas de los españoles fueron también sensibles; allí murieron el almirante Cristóbal López de Amarán, el coronel Díaz Pórrez y no escaso número de valerosos soldados. Como ocurrió en Orán, la ciudad fue entregada al saqueo, por no haber capitulado.

    (A. OPISSO)
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    III - El desastre de los Gelbes

    Grandísimo fue el alborozo del rey Católico, que por entonces estaba en Monzón, donde se hallaban reunidas las Cortes aragonesas, al tener noticia de la presa de Trípoli. La relativa facilidad con que habían sido tomados Melilla, el Peñón de la Gomera, Mazalquivir, Oran, Bugia y últimamente la referida capital, moviéronle a proseguir la conquista en el supuesto de que todo se realizaría con igual fortuna.

    Mal hubo de conducirse, en tal circunstancia, con el conde Pedro Navarro, a quien tanto se debía. Ya al decidirse a llevar adelante la empresa de África, después de la caída dé Oran, había determinado poner la expedición al mando del joven don García de Toledo, hijo mayor del duque de Alba, lo cual no pudo efectuarse por no acabar nunca aquél de ponerse en camino. Tal preferencia era en agradecimiento a haber sido el de Alba uno de los poquísimos nobles castellanos que abrazaron su partido, cuando sus disgustos con el archiduque, su yerno; ahora sí pudo llevar a cabo su designio, pues pretextando que necesitaba en Italia al ensoberbecido conde, envió para relevarle a don García, con un nuevo cuerpo de 7.000 soldados escogidos.

    Digamos ahora que no pudo ser más malhadado el pensamiento, pues dos años después, vencidos los españoles en la tremenda batalla de Rávena, por el insigne duque de Nemours, Gastón de Foix, su cuñado, hermano de doña Germana, Navarro, hecho prisionero, se pasó al francés contra España.

    Mandaba la escuadra Diego de Vera; zarpaba de Málaga a primeros de agosto de 1510; tocó el hijo del duque de Alba en Bugía, donde dejó una guarnición de 3.000 hombres y parte de los buques, y siguió con el resto, que eran diez y seis velas, hacia Trípoli.
    Ya allí conferenció con Navarro, que le expuso su plan de apoderarse de la isla de Djerba, castellanizado en Gelves o Gelvez, antes de embarcarse para Italia y cederle el mando. Necesitábase para ello tener bien preparadas las cosas, pero impaciente don García de Toledo por ceñirse el laurel de la victoria, no paró hasta conseguir que el conde se lanzara cuanto antes al ataque, sin tener en cuenta lo excesivo del calor y la falta de muchos elementos necesarios.

    Hállase situada la isla de Djerba en el golfo de Gabes, en la costa Sudeste de Túnez, entre Keruán, al Norte, y Trípoli, al Este; tiene la forma de un cuadrilátero y mide de levante a poniente 33 kilómetros, y otro tanto de anchura máxima.
    El extremo del SO. sólo está separado de la costa tunecina por un angosto canalizo de medio kilómetro, obstruido por un islote en sus dos terceras partes, y aun en la parte más estrecha había entonces un muelle, por el cual se podía llegar a pie enjuto desde tierra firme al islote, con un puente hacia su mitad, por debajo del cual pasaban los barcos.

    Entonces no había ciudad alguna, sino que los moradores, habitaban en caseríos; era escasa, en aquel tiempo, la población, a pesar de la fertilidad del lugar, donde crecen, principalmente, gigantescos olivos y palmeras; el terreno es llano, sin ninguna corriente de agua; a la sazón era Djerba independiente del rey de Túnez y se hallaba bajo el dominio de un jeque que residía en un castillo, única defensa de la isla.

    Cediendo, pues, el conde Pedro Navarro a las importunidades de don García de Toledo, dio orden de zarpar de Trípoli, a cien leguas al Este de la isla, a cuya vista llegaba la escuadra el 28 de agosto.

    Desembarcaron los nuestros en el muelle o dique que hemos dicho, sin que los naturales opusieran resistencia, y ya en la isla distribuyó Navarro las fuerzas en siete columnas o escuadrones. Y no se comprende ciertamente, pues no queremos atribuirle el malvado propósito de desacreditar a don García, cómo un jefe tan experto cual era el conde, accediera al desatinado anhelo de desembarcar sin víveres, sin agua, sin ganado para el arrastre de la artillería ni para la conducción de los bagajes; y aún llegó a más su condescendencia, cual fue autorizar al impetuoso mancebo para colocarse al frente de la vanguardia, acompañado de los caballeros que le habían seguido en su empresa.

    Como el jeque no disponía apenas de soldados —unos 2.000 peones y 150 caballos, mal armados y asaz amedrentados aquéllos,— envió parlamentarios al conde, suplicándole aceptara las inmejorables condiciones que le proponía para no llegar a las manos, pero nada quiso oir Navarro, y así, a mediodía, bajo un sol abrasador, con un calor tan excesivo y tal polvareda levantada de los arenales, «que todo parecía echar de sí llamas», comenzó la marcha.

    Los soldados, sedientos, tenían que convertirse en acémilas para arrastrar las lombardas y cargarse con las balas y los sacos de pólvora. Resistíanse los soldados a andar corriendo, pero los capitanes del de Toledo les apaleaban sin misericordia, de lo cual resultó que antes de haberse internado dos leguas, ya habían muerto algunos de insolación y los demás no podían resistir la sed.

    Muy distanciada ya la vanguardia del grueso de la hueste, llegaron a unos palmares, en los que se veían algunas paredes derruidas, y suponiendo habría allí agua, se desbandaron en su busca los soldados; dieron, efectivamente, con unas albercas, pero apenas comenzaban a saciar la sed, viéronse acometidos por tropeles de moros, que, comprendiendo el desfallecimiento de sus contrarios, por la fatiga y el martirio de la sed, les atacaron furiosamente, apresurándose, en consecuencia, los soldados a ponerse en salvo como pudieran.

    Fuera de sí don García al ver aquella desordenada huida, echó pie a tierra, lo mismo que algunos de sus capitanes, pero en vano fue suplicaran al denodado mozo se retirara, antes bien pidióle su pica a un peón aragonés y con ella en ristre se lanzó contra la morisma, que a pie y a caballo le tenían envueltos a él y a los que le seguían.
    Por el contrario, los soldados, ante aquel espectáculo, enloquecidos por el pánico, volvieron rostro y huyendo en tropel atrepellaron las columnas que
    marchaban en pos de ellos, y que, contagiadas por el terror, se dieron también a la fuga.

    Ya habían muerto en esto a manos de los moros, don García de Toledo y sus leales compañeros Loaysa, Cristóbal Velázquez, García Sarmiento y otros. Cuando la masa de fugitivos llegó donde se hallaba Navarro, con las columnas de don Diego Pacheco y Gil Nieto, viéronse cerrado el paso, gracias a lo cual cesaron los muslimes en su persecución.

    Navarro, entonces, dando un ejemplo de los más abyectos sentimientos—siempre envidioso y desleal,—corrió a embarcarse, dejando abandonadas a las tropas de su mando, lo cual fue causa de que, no habiendo quien dirigiese la retirada, se precipitara la morisma sobre los españoles, haciendo en ellos espantosa carnicería; en la confusión para refugiarse a bordo de las galeras, muchos fueron repelidos al tratar de subir, ahogándose al caer en el mar, mientras los moros continuaban matando o apresando a los que se hallaban en tierra.

    Cuatro mil españoles cayeron muertos o quedaron hechos cautivos en aquella luctuosa jornada, originada por la temeridad de don García de Toledo, y la condescendencia excesiva, si no fue mala fe, de Pedro Navarro; contáronse entre los primeros muchos linajudos aragoneses, como Alonso de Andrada, Santángel y Melchor González. En cambio, no llegaron a un centenar las bajas de los moros.

    Todo lo que había sido en las Cortes de Monzón júbilo y alegría a la noticia de la conquista de Trípoli, tornóse ahora en hondísimo disgusto, y aún más cuando entusiasmadas aquéllas con las anteriores victorias, habían votado 500.000 escudos para la guerra de África, «que fue un servicio (donativo) muy grande, considerado el tiempo y la libertad de aquellas provincias», observa cuerdamente Mariana.

    Don Fernando el Católico resolvió, en su vista, dejarse de más empresas en África, y así fue como le dijo a Pedro Navarro que en lo sucesivo no contase con un soldado ni con un escudo más, y de esta suerte quedó borrada toda idea de nuevas conquistas en África; la derrota de los Gelbes había apagado todos los entusiasmos; pero, ¿no sería, tal vez, el rey Católico el principal responsable del desastre? ¿Por qué desoyendo los consejos y las súplicas de Cisneros, no olvidaba sus resquemores con el Gran Capitán y le confiaba a éste la empresa de África, en vez de fiarse de un hombre ten conocidamente tortuoso como Pedro Navarro?
    ¿Por qué cediendo a agradecimientos personales, enviaba a Trípoli a un mozo tan falto de experiencia y desconocedor de la guerra como don García de Toledo?

    ¿Y podía, además, abandonar, como abandonó, la comenzada empresa? Porque las costas españolas no eran entonces lo que hoy: dilatábanse desde el puerto de Palos de Moguer, en el Atlántico, hasta el canal de Otranto; ondeaban las banderas de España en Sicilia y Nápoles, conquistadas por los reyes de Aragón, y teníamos enfrente a marroquíes, argelinos, tunecinos y tripolitanos, cuyos puertos eran otras tantas guaridas de piratas que infestaban nuestras costas.

    Fatal, ya para siempre, había de ser aquella política que inauguraba el que fue marido de la previsora y enérgica conquistadora de Granada. Jugador empedernido como era, debiera haberse jugado la última carta, antes que renunciar a nuestro dominio en la costa africana frontera. El daño fue irreparable, y hoy mismo tocamos las consecuencias. Hubieran podido ser españolas las costas de Argel, Túnez y la Cirenaica.

    No quiso el rey Católico tomar el desquite de los Gelbes, como se habían desquitado los reyes de España en las Navas, del desastre de Alarcos. Prefirió entretenerse en sus querellas personales con el francés, en vez de pensar en realizar los gloriosos destinos de la patria.

    (A. OPISSO)
    Pious dio el Víctor.
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    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    IV - La expedición contra Barbarroja (1535)

    Pronto pudieron tocarse las consecuencias del abandono por Fernando el Católico de la empresa de África tras la derrota de los Gelbes, de la que le correspondía no escasa parte de culpa; así fue cómo desde el renunciamiento a la conquista de Berbería, en 1510, adquirió pavorosas proporciones la piratería tunecina y argelina, hasta hacer casi imposible la navegación de los buques españoles e italianos por el Mediterráneo.

    Veintitrés años habían transcurrido desde aquella retirada cuando cobró tales proporciones la piratería africana, que Carlos I no pudo menos de tomar una resolución para ponerle coto. Era el caso que dos hermanos griegos de la isla de Lesbos, hijos de un alfarero y musulmanes, llamados Horuc y Haradin, o Kereddin, pues varía mucho la ortografía de los autores, habían abandonado el taller paterno para dedicarse a la piratería, y tales proezas hubieron de realizar, que a no tardar disponían de doce galeras y muchos buques menores, con los cuales asolaban las costas de los dominios españoles, desde el Adriático a Gibraltar, haciendo luego almoneda de sus presas en los puertos de la costa africana del Norte.
    Y tanto se crecieron que, no bastándoles ya con ser el terror de las ciudades y villas costeras de Castilla, Aragón e Italia, se apoderaron de Argel, a cuyo bey asesinaron, ciñéndose Horuc su tahalí, y conquistaron el reino de Tremecén, que anexionaron al susodicho Estado.

    En su vista ordenó el emperador Carlos al marqués de Gomares, gobernador de Orán, atacara a Horuc en su corte de Tremecén, como así lo hizo, pereciendo en la defensa el antiguo pirata griego. Quedaba, sin embargo, su hermano Hradin, o sea el famoso Barbarroja, que para mayor seguridad se puso bajo la protección del sultán de Turquía, Selim II. Andaba furioso éste con los imperiales por las derrotas que le infligía el ilustre almirante de la flota del emperador Carlos V, Andrés Doria, genovés, y esto le movió, desde luego, a acceder a la demanda de Haradin, a quien honró con el título de almirante de su armada.

    Crecieron con esto las ambiciones de Barbarroja, y no contento con ser rey de Argel y de Tremecén, pretendió apoderarse del trono de Túnez, ocupado por el feroz Muley Hassán, quien, para ello, había hecho asesinar a su padre y sus hermanos, salvándose solamente uno de éstos llamado Al-Raschid, quien fiado en la lealtad de Barbarroja, fue a refugiarse en una de las galeras de la escuadra turca; pero Haradin se lo llevo a Constantinopla y allí le sepultó en una mazmorra, en la que murió.

    Triunfante Barbarroja, armó una escuadra de doscientas velas y dióse a devastar nuestras costas de Sicilia y Nápoles, después de lo cual se apoderó de las plazas tunecinas de la Goleta y Túnez, arrebatadas a Muley Hassán, siendo inmensa la alegría de aquellos naturales al suponer que Barbarroja iba a sentar en el trono al desgraciado Al-Raschíd; pero no fue así, pues hizo proclamar rey al sultán de Turquía Soliman, quien, agradecido, le nombró virrey de Túnez (agosto de 1533).

    Ensoberbecido Haradin con sus conquistas, aprestóse a apoderarse de Nápoles y Sicilia. Era terrible el peligro, no solamente para nuestras posesiones mediterráneas Baleares, Sicilia, Malta, Cerdeña y demás islas, sino también para los Estados cristianos; así del Mediterráneo qomo del Atlántico: Portugal, Saboya, Génova, Toscana, Venecia y los Estados Pontificios, por lo cual acudieron (salvo Francia, aliada del Gran Turco) al emperador para que interviniese contra el rey pirata, en quien parecía renacer el vándalo Genserico.

    No podía negarse Carlos al requerimiento, como el primero y más poderoso de los principes católicos de Europa, y en su vista mandó se reunieran en Barcelona las escuadras en que debían embarcar las tropas expedicionarias, mientras lo cual Francisco I de Francia se apresuraba a delatar a su grande amigo el Gran Turco los preparativos que se hacían contra Barbarroja, para restaurar en el trono de Túnez a Muley Hassán.
    Enterados, pues, Solimán y Barbarroja por el rey de Francia de lo que contra ellos tramaba el vencedor de Pavía, se aprestaron a la defensa, y más en especial en poner a cubierto de un golpe de mano la fuerte plaza de la Goleta, ante-mural de Túnez.

    Reunidas en la playa de Barcelona, en la primavera de 1535, las escuadras de la cristiandad, excepto Francia, contáronse cerca de 400 buques, de Genova, del Papa, de Portugal, con nuestras armadas de Vizcaya, Andalucía, Cataluña y Sicilia. Las fuerzas de desembarco ascendían a 13.000 infantes, españoles, italianos y alemanes, con 2.300 caballos. Uniéronse a la expedición, considerada como una cruzada, gran número de caballeros e hidalgos, así como muchísimos artesanos y mercaderes catalanes.

    Zarpaba de Barcelona la escuadra, al mando del emperador Carlos, que había nombrado regente, en su ausencia, a su esposa Doña Isabel de Portugal, el 30 de mayo de 1535. Ejercía el mando de las escuadras el genovés Andrés Doria, y el de la flota española el invicto don Alvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz.
    Iba a vanguardia de las escuadras la lusitana; formaban el centro las galeras españolas y genovesas, yendo a bordo de una de las segundas el emperador con su cuñado Don Luis de Portugal, hermano de la emperatriz, y cerraba la marcha la escuadra de Bazán.

    Después de recalar en Mallorca la expedición, fondeaba en Caller (Cerdeña), donde se le reunió la escuadra pontificia, compuesta de nueve galeras y cuarenta y cinco naves, entre ellas unas magníficas carracas, o transportes, genoveses, con 8.000 alemanes y 2.500 españoles de los tercios viejos de Italia, a las órdenes del marqués del Vasto, don Alfonso de Avalos; de suerte que la fuerza total se componía de 25.000 infantes y 2.500 caballos, a bordo de más de 400 naves. No se necesitaba menos para acabar con la vergonzosa dominación que ejercía en el Mediterráneo, Barbarroja, rey de Argel, de Tremecén y de Túnez, bajo el protectorado del Gran Turco.

    El 16 de junio fondeaban las escuadras aliadas, al mando superior de Doria, en el antiguo puerto romano de Utica (Túnez), llamado entonces de la Farina, y el 5 de julio aparecían ante el formidable castillo de la Goleta, levantado para defensa del puerto de Túnez, en el fondo del golfo de este nombre.
    Esperaban el ataque de los españoles y sus aliados diez y ocho galeras con doscientos cañones, fondeadas al pie del castillo, y se aprestaban a defender las murallas de la ciudad enormes masas de peones y veinte mil jinetes.

    Estaba cerrado el puerto de Túnez por una colosal cadena. Avanzó al frente de la escuadra la mayor galera que jamás so hubiese conocido, el San Juan Bautista, armada con trescientos cañones, con seiscientos arcabuceros, cuatrocientos soldados de espada y rodela, trescientos artilleros y centenares de galeotes, sentados al remo.
    Iba el San Juan provisto de una gigantesca sierra, que salía por la proa, y con ella quedó aserrada la cadena, y ya franqueado el obstáculo fue tan horrendo el cañoneo de sus baterías que se lo apellidó en lo sucesivo el Botafuegos.

    Pronto entraron en la bahía los demás buques, y después de una tremendísima batalla apoderábanse las escuadras cristianas del puerto, el arsenal y la escuadra entera de Haradin, o Kereddin; triunfo de inmarcesible gloria, pues no podían ser rnás robustas las fortificaciones, ni más aguerridos los marineros berberiscos, hartos de piratear durante tantos años.

    Evacuó Barbarroja a Túnez, al frente de 50.000 hombres, y harto costó disuadirle a aquel infame usurpador que no mandara degollar a los 10.000 cautivos cristianos que gemían en los baños o patios de presidio de la ciudad. Pronto hubieron de conocer aquellos desgraciados la huida de Barbarroja, y quebrando sus cadenas corrieron a la muralla, se apoderaron de los cañones y rompieron terrible fuego contra los fugitivos, que se encontraron cogidos entre dos fuegos, resultando herido Barbarroja de un balazo en la cabeza.

    Gracias a la suerte pudo llegar a Bona, pero entretanto abrían los cautivos a los cristianos las puertas de Túnez. Ciertamente podrían calificarse de horribles las represalias, pues fueron pasados a cuchillo 30.000 habitantes y reducidos a cautiverio 10.000, pero téngase en cuenta que no habían sido en menor número las muertes de cristianos, que en tantos años transcurridos desde el abandono ordenado por el rey Católico habían perecido a manos de aquellos desalmados, azote de nuestras costas y las de Italia, aunque no tan infames como nuestros rífeños.

    El victorioso emperador devolvió su trono a Muley Hassán, y para tener a raya a los corsarios, dispuso quedaran de guarnición en la Goleta mil soldados de los tercios viejos, al mando del insigne maestre de campo don Bernardino de Mendoza. Poco después entraba triunfador en Mesina y Nápoles el emperador Carlos.

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    V – El naufragio de Argel

    Terminada, tan gloriosamente la campaña de Túnez (1535) reinó por algún tiempo perfecta tranquilidad con la terrible derrota inferida a Barbarroja, pero no hubo de durar mucho, pues como feudatario que era del Sultán de Constantinopla, proporcionóle éste a su virrey nuevas escuadras con que acometer las naves cristianas y dar rebatos en las costas, aunque principalmente las de Italia y las islas del Señorío de Venecia en el mar Egeo y el Mediterráneo.

    Mandaba las armadas del emperador el ilustre genovés Andrés Doria, y ciertamente no podían ser más brillantes los triunfos que conseguía sobre la Media Luna, siendo digna de particular alabanza la victoria alcanzada sobre los turcos en el golfo de Arta, Albania, de cuyas resultas cayó en sus manos la píaza de Castelnovo, pero acudiendo luego Barbarroja con una poderosa armada desbarató por completo la escuadra de Doria en el promontorio de Accio, cerca de Prevesa (Grecia), salvándose a duras penas los buques españoles y venecianos de caer en poder del feroz corsario, rey de Argel y Tremecen (1538).

    A esta derrota siguió la recuperación de Castelnovo por Barbarroja, con muerte de la mayoría de los soldados allí de guarnición, en vista de lo cual, llena de desaliento la república de San Marcos se apresuró a concertar una tregua con Solimán el Magnífico y Barbarroja.
    Anhelaba Doria tomar el desquite de su derrota en Accio y por lo mismo porfió con el Emperador Carlos hasta conseguir que éste se decidiera a organizar una nueva y formidable expedición contra el rey pirata.
    Abonaban el propósito contar ahora con la alianza del repuesto Muley Hassan en el trono de Túnez y poder apoyarnos en nuestras plazas de Oran, y Bugia como base de operaciones.

    Algo largos fueron los preparativos, pero no podía decirse quela proyectada expedición dejase de ser verdaderamente poderosa. Señalada como lugar de concentración la isla de Cerdeña (nuestra desde el reinado de Don Jaime II de Aragón), reuniéronse allí 20.000 infantes y 2.000 caballos, españoles, italianos y alemanes, tropas todas aguerridas y selectas, y enviaron sus mejores galeras para unirse a la escuadra española Génova y Venecia.
    Habíanse incorporado también a la expedición cien caballeros de San Juan de Malta, con mil soldados de la Orden y gran número de damas españolas, llenas de ardimiento para tomar parte en aquella nueva cruzada.
    Debía ponerse al frente del ejército el propio Emperador, bajo cuyo mando se hallaban el glorioso conquistador de Méjico, Hernán Cortés, marqués del Valle de Oaxaca, con sus tres hijos: el marqués de Espinola, don Fernando Gonzaga, don Pedro de Toledo, Próspero Colonna, el joven duque de Alba, hijo de aquel don García do Toledo que tan desastradamente pereciera en los Gelbes y otros no menos ilustres caballeros.
    El objetivo de la guerra era la toma de Argel.

    Habíase echado encima el otoño y no podía ocultarse a nadie que el tiempo era grandemente desfavorable para lanzarse a aquella empresa; por lo mismo procuró el Papa Paulo IV convencer al Emperador de que aplazase la salida, pero en manera alguna se avino a ello Carlos V, por diversas razones: en primer lugar había tornado a punto de honra la debelación de Argel y en segundo término había que aprovechar el ardoroso entusiasmo de las tropas, impacientes por comenzar cuanto antes; sentimiento muy natural, pues todo era preferible a ir a pelear contra los turcos en las llanuras y las montañas de Hungría, lo cual equivalía, a perecer de hambre, por la devastación de aquel reino, al paso que la toma de Argel se presentaba como espléndida esperanza de riquísimo botín, por los tesoros que habían ido acumulando allí Barbarroja y su gente.

    Distinguíase entre los más animosos Hernán Cortés, ávido de realizar nuevas conquistas, y objeto de la mayor admiración de capitanes y soldados, por la deslumbrante pedrería de su armadura; las victoriosas jornadas de la Goleta y Túnez presagiaban nuevos lauros y la idea deque se iba a emprender una cruzada contra el odiado Islam llenaba de ardor los ánimos.

    Así promedió octubre; el tiempo era tempestuoso y no se recataba Andrés Doria de hacer presente al Emperador que era una temeridad emprender la navegación en tan peligrosas circunstancias, por lo cual convenía esperar a que abonanzase el tiempo.
    Nada quiso escuchar el César y así fue como, en dicha fecha, se embarcaba el ejército en la escuadra fondeada en Caller, compuesta de 200 naves de guerra, 60 galeras y 200 transportes.

    Saltó en tierra el ejército expedicionario en Temendfust, algo al O. de Bugía y ocurrió lo que tantos habían previsto. Desatáronse furiosos temporales e inundados los campamentos era imposible permanecer en ellos; todo el litoral estaba convertido en un lago y el mismo Doria declaraba que en cincuenta años que llevaba de ir por la mar jamás había visto tempestad igual.
    Privadas de combatir aquellas magníficas tropas, harto tenían que hacer, en tal desolación, con buscar refugio contra la lluvia torrencial que sin cesar se desplomaba.

    Pocas veces ha podido encontrarse un ejército en tan angustiosa situación; habíanse ido a pique la mayoría de los buques y los que no habían naufragado estaban llenos de averías. Una de las galeras que se habían perdido era en la que iba Cortés, y como al echarse a nado se ciñese una toalla en la que llevaba muchas joyas, se le cayeron al mar dos vasos de esmeraldas que habían sido tasadas en 300.000 ducados (unos dos mil millones de las antiguas pesetas).
    A todo esto veíanse acosados los imperiales por las grandes masas de berberiscos que contra ellos lanzaba Barbarroja, para arrojarlos al mar, sin que por la general dispersión pudieran defenderse, ni menos embarcarse por el naufragio y desbarate de la escuadra. Carecíase en absoluto de recursos, ni había posibilidad de recibirlos.

    Admirablemente describía Castelar, hasta hacer llorar a lágrima viva a todo el auditorio, en su clase vespertina de Historia de España, aquella triste noche en que, incomunicado el Emperador con la escuadra, emprendió a pie, llevando de la rienda a su caballo, el trayecto de Temendfust a Bugia, convertidas las playas en un inmenso lodazal, mientras sus soldados vagaban a la deshilada, siempre acosados por los berberiscos. Tres días estuvo para recorrer aquel trayecto de solamente tres leguas.

    Poco a poco se fueron reuniendo en aquella plaza, conquistada treinta años antes por el conde Pedro Navarro, los pocos buques que se habían librado del naufragio y las escasas tropas que diezmadas por el hambre y en casi su totalidad enfermas, se habían salvado de las acometidas de los feroces argelinos.
    Reunidos los buques que en tan corto número habían podido escapar de irse al fondo, pronto hubieron de quedar dispersos por una nueva tempestad. Los unos se ampararon en la Goleta u Oran; los otros no pararon hasta Sicilia y Nápoles. Carlos V, en una mala galera, lograba desembarcar en Cartagena.

    Gracias a aquel desastre, muchísimo más terrible que el de los Gelbes, pudo Barbarroja ejercer el plenísimo dominio del Mediterráneo.
    A tanto llegó su poderío que antes de dos años (1543) se apoderaba de Reggio, en el Estrecho de Mesina, y reunidas allí su escuadra y la de su amigo Francisco I de Francia, puesta al mando del príncipe de Anguiano, se hacían dueñas de Niza, aunque no pudieron apoderarse del castillo.
    Por lo mismo lo bloquearon, hasta que sabedores de que iba a salir contra ellos la escuadra de Doria, levaron anclas y fueron a refugiarse en Tolón en amigable consorcio, el francés y el berberisco.

    Al año siguiente emprendía Barbarroja terribles razzias en las costas de Valencia y Nápoles; saqueó la isla de Lipazi, devastó el litoral de Sicilia, incendió la ciudad de Pati y regresó a Argel con millares de cautivos.

    Fallecido en 1546 Barbarroja, aquel nuevo Genserico, fue reemplazado en sus piráticas correrías por el famoso Dragut, o sea, (su verdadero nombre) Torgud Reis, gobernador de Mentesche.
    Nada podía hacer ahora CarIos V, harto ocupado en sofocar el levantamiento de los luteranos alemanes, en vez de cuidar de su herencia castellano-aragonesa.

    A todo esto ocurrían terribles alteraciones en África. Había sido arrojado del trono de Túnez aquel Muley Hassan, repuesto por Carlos V y a quien un hijo suyo había usurpado la corona, después de hacerle arrancar los ojos.
    Poco después un berberisco, hijo de un mercader y antiguo maestro de escuela, concitaba, los ánimos de los fanáticos, haciéndose pasar por Mahadí, o Mesías, y se apoderaba, gracias a su consumada habilidad, de los reinos de Marruecos y Fez y del Peñón de la Gomera. El reyezuelo de esta islote fue a implorar la protección de Carlos V, pero escarmentado el César por lo de Argel, como Fernando el Católico por lo de los Gelbes, se negó a escucharle, sin parar mientes en que de nuevo aquel abandono iba a ocasionar largas y dolorosas guerras.

    No había que perder de vista, en efecto, que las costas berberiscas, eran una constante amenaza contra nuestro litoral del mediodía y de levante, y que hacia ellas miraban de continuo y esperaban auxilio para sus rebeliones los moriscos de la Alpujarra.
    Además, hubiera debido recordar Carlos V, emperador de Alemania, que Francia era aliada del Gran Señor contra él y tan amigo era del Sultán Enrique II de Valois, corno lo había sido su padre Francisco I.

    Puestos, pues, de acuerdo el francés y el osmanlí, apoderóse la escuadra turco-francesa de la plaza de Augusta, cerca de Catania (1551); no pudo hacer lo mismo en Malta, por lo bien fortificada y defendida, pero sí logró enseñorearse de Trípoli, conquistada por Pedro Navarro y custodiada ahora por los caballeros de San Juan, al ser arrojados de la isla de Rodas.
    No acabaron aun con ello los desastres, pues si bien fracasó el plan de Dragut, de apoderarse de Nápoles, atacó a la escuadra de Doria, en Ponza, y salió victorioso, arrebatándole siete galeras.

    Digamos por fin, que en 1556, mientras el emperador Carlos, hecha abdicación de la corona de España en su hijo don Felipe II, se dirigía a su encierro en el monasterio de Yuste, el gobernador turco de Argel atacaba la plaza de Bugia y obligaba a capitular a su defensor don Alonso de Peralta. Sometido éste a juicio, fue condenado a muerte y degollado en la plaza mayor de Valladolid.

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    VI - Conquista y abandono de Túnez

    Cinco años habían transcurrido desde que Felipe II regía los dominios españoles por abdicación de su padre, y harta ocupación le dabanlos gravísimos asuntos exteriores para pensar en lo de África. Tenía que hacer frente a la Triple Entente de Francia, los Estados Pontificios y Turquía contra España. Estábamos en guerra con el furibundo hispanófobo Paulo IV y contra Enrique II de Valois. El Gran Turco les dejó solos, y ¡cosa singular!, contábamos ahora con un importante aliado: Inglaterra, como que Don Felipe II estaba casado con la soberana de aquella nación, María Tudor.

    Juntos ganaron españoles e ingleses la batalla de San Quintín contra el "francés (1557); el duque de Alba vencía en Italia al duque de Guisa; de nuevo orlaron las sienes de los españoles los lauros de Gravelinas (1558), hasta que, por fin, terminó la guerra con la paz de Chateau Cambresis; feliz solución debida en primer lugar a que ni Felipe II ni Enrique II contaban ya con recursos para proseguir luchando, y que tanto el uno como el otro se sentían alarmados ante los progresos que hacían las nuevas ideas en sus Estados respectivos.

    Libre de toda amenaza por parte nuestra, pudo el pirata Dragut, durante los años transcurridos desde el desastre de Argel (1541), creerse dueño absoluto del Mediterráneo. No había población de todo el litoral hispano-italiano que estuviese segura de las «razzias» berberiscas (de ahí tantas atalayas para dar la señal de alarma).

    Ya en paz con el francés, pudo por fin Felipe II fijarse en aquel constante peligro. Había que tomar el desquite del desastre de los Gelbes, en tiempo de Fernando el Católico y vengar la muerte de los 400 caballeros de San Juan de Malta, inmolados en Trípoli por la barbarie turca, cuando aquella plaza cayó traidoramente en su poder (1551).

    A este objeto mandó Felipe II reunir una fuerte escuadra, compuesta, en su mayoría, de galeazas venecianas, con tropas de desembarco españolas, italianas y alemanas, pero como aquel monarca quería verlo todo, no se podía hacer nada sin que hubiese resuelto por sí el indispensable expediente, de donde resultó que la expedición no acababa nunca de hacerse a la vela, y cuando lo hizo fue en circunstancias que no podían ser más desventajosas.

    Mandaba la flota Juan Andrés Doria, príncipe de Melzi(hijo del ilustre almirante de Carlos V), y hallábanse las tropas al mando del duque de Medinaceli, virrey de Sicilia.

    Fácil le fue a Medinaceli la toma de la isla de Djerba, pero vino a aguar el contento el terrible ataque de la flota española por la escuadra osmanlí. El desastre excedió al de marras; Doria y Medinaceli huyeron: el primero dejó abandonadas las galeazas y el segundo dejó abandonados a sus soldados, entre los que figuraba su propio hijo. En cambio, no pudo ser más gloriosa la defensa del puñado de españoles que allí quedaron, y que al mando de los capitanes Álvaro de Sandé y Sancho de Ávila, sin alimentos, sin agua y sin municiones, resistieron meses y meses en el dique, hasta que pudieron salvarse algunos, pereciendo los demás (1559).

    Este segundo desastre de la isla de los Gelbes fue, sin duda, resultado de la tardanza de hacerse a la vela la expedición, pues con ello pudieron los turcos prepararse para atacar en superiores condiciones la armada de Doria.

    Tres años después (1562) se organizó una nueva expedición, con igual objeto, en el puerto de la Herradura, al mando de don Juan de Mendoza, pero sobrevino una noche tan terrible borrasca que se fueron a pique veintidós galeras, ahogándose la mayoría de los que en ellas iban embarcados. Así habíamos perdido en pocos años las escuadras dirigidas contra Argel, la de Juan Andrés Doria y ahora la de Mendoza.

    Creciéronse con tales desastres los berberiscos y dispusiéronse nada menos que a arrojarnos de Mazalquivir y Orán, como nos habían arrojado de Bugía y Trípoli, pero esta vez no les salió la cuenta, pues ambas plazas se defendieron con incomparable denuedo, cubriéndose de gloria los hermanos don Martín de Córdoba y el conde de Alcaudete, respectivos gobernadores de aquéllas (1563).

    De nuevo parecía sonreírnos la victoria. Juntada por don García de Toledo, marqués de Villafranca y virrey de Sicilia, una poderosa escuadra, al mando del invicto don Álvaro de Bazán, recobramos el Peñón de la Gomera, del que se había apoderado años antes Barbarroja, completándose la obra con el «embotellamiento» de la escuadra marroquí en el río Martín, a cuyo objeto fueron hundidos dos bergantines cargados de piedras, que impidieron la salida de los buques fondeados en la ría de Tetuán (1564).

    No por eso cedían en sus agresiones turcos y berberiscos, así contra las plazas españolas e italianas del mar latino, como contra la isla de Malta. Atacaron ésta las escuadras de Solimán II y de Dragut, pero gracias al auxilio prestado por el citado don García de Toledo, virrey de Sicilia, tuvieron aquellos que levantar el sitio, habiendo caído destrozado, durante el mismo, de una certera pelota, el propio Dragut, terror del Mediterráneo (1564).

    Deberíamos hablar ahora de la famosa batalla de Lepanto (7 de octubre de 1571), «el trance más esclarecido, como decía Cervantes, que vieron los siglos pasados y presentes, y que han de ver los venideros", y como luceros deben guiar a los demás al cielo del pundonor», pero la verdad es que por gloriosísimo que fuera el triunfo, éste resultó de todo punto estéril e inútil, pues al siguiente año la escuadra turca se presentaba más poderosa y amenazadora que nunca. Sirvió casi exclusivamente para inmortalizar los nombres de don Juan de Austria, don Álvaro de Bazán y Cervantes; pero ocurrió como con la rendición de Breda, cuya única ventaja fue que Velázquez pintara el cuadro de las Lanzas.

    Disolvióse la Liga; Venecia, atenta a su negocio,concertó unas humillantes paces con el turco, y quedó sola la escuadra española, que fue a invernar en Mesina.

    Transcurrieron así dos años, hasta que don Juan de Austria, que disponía de la poderosa Armada que tan glorioso papel había desempeñado en Lepanto, partió contra Túnez, cuyo trono ocupaba aquel infame Muley Hamid, que había mandado sacar los ojos a su padre Muley Hassán, para usurparle el trono. Don Juan de Austria se apoderó de Túnez y sentó en el solio a un nieto de Hassán, pero, según parece, otros eran sus designios. Creía, en efecto, el noble y bravo bastardo de Carlos V valer mucho más que su hermano don Felipe II, en lo cual tal vez tenía razón, y abrigaba él propósito, nada menos, que arrojar de Constantinopla a los osmanlíes y proclamarse emperador de Oriente, contando para ello con el apoyo del Papa Gregorio XIII, del Sacro Colegio y del clero en general. No pudo ser por no haberle enviado el rey Don Felipe los refuerzos y elementos que le pedía, por lo cual pensó en alzarse con el trono de Túnez y dilatar luego su imperio por todo el Norte de África. Olióse la partida el receloso monarca de El Escorial y, a fin de impedir pudiese su gallardo hermano realizar sus planes, mandóle que arrasase las fortificaciones de Túnez y se partiese inmediatamente de allí.

    Digamos ahora, como opinión puramente personal, que si no hubiera resultado daño alguno para España en que Cortés se hubiese proclamado rey de Méjico, y Gonzalo Pizarro rey de los Andes, tampoco nos hubiera ocasionado el menor perjuicio que don Juan de Austria hubiese levantado un imperio español en el África del Norte, con lo cual nuestros gobiernos hubieran podido prestar mayor atención a las cosas de dentro (de la poquísima que prestaban), pero nofue así.

    Por aquello de que se obedece, pero no se cumple, don Juan de Austria no demolió ninguna fortificación, sino que dejó en Túnez una guarnición de 8.000 españoles y se marchó a Trápani (Sicilia).

    Las consecuencias de la orden de Felipe II no se hicieron esperar. Prevaliéndose Selim II, sucesor de Solimán, de la falta de tropas y de buques de los españoles, mandó una poderosa escuadra (demostración del escaso resultado de la victoria de Lepanto) para arrojar de Túnez a los nuestros. El comienzo fue expulsarnos de la Goleta, conquistada por el esfuerzo de Carlos V, y siguió luego la toma de Túnez, imposibilitado don Juan de Austria, en Trápani, de acudir en su auxilio (1575).

    Y así nos quedamos sin más que Orán, Mazalquivir y Melilla, y así perdimos Bugia, La Goleta y Trípoli, y así dejaron de ser nuestros tributarios Argel y Tremecén.

    (A. OPISSO)
    Última edición por ALACRAN; 25/05/2016 a las 15:31
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    Re: Respuesta: Historia de España en Africa

    VII - Los Austrias

    Descargado Felipe II del peso de los asuntos de África con el abandono de Túnez, pudo a sus anchas dedicarse a satisfacer sus particulares inquinas contra flamencos, ingleses y franceses, y contra su rival Antonio Pérez. En cambio, no podían ser más cordiales las relaciones entre las Cortes de Madrid y Marruecos; todo se volvían embajadas con valiosos regalos y no era raro que algunos chorfa o cherifes, visitasen no sólo las posesiones que todavía nos quedaban allá, sino la misma Península, de lo cual, no sabemos qué habrían pensado, de resucitar, la grande Isabel y Cisneros.

    En esto ocurrió un suceso en el Magreb que había de tener inmensa trascendencia en España. Reinaba en Portugal el joven rey don Sebastián, de la casa de Avis, hijo de don Juan III y de doña Juana de Austria, hermana de Felipe II, y no podía ser más gloriosa sucesión, pues bajo aquella dinastía había llegado Portugal a extraordinario grado de esplendor. No solamente bajo los auspicios de don Enrique el Navegante se habían organizado expediciones que llegaban a lo largo de la costa occidental de África, hasta donde jamás había osado llegar nadie, sino que Bartolomé Díaz y después Vasco de Gama, aportaban en la India por Occidente. Tales expediciones dieron motivo a que toda la costa mogrebina atlántica, ya en el transcurso del siglo XV y principios del siguiente, fuese jalonada de posesiones portuguesas: Ceuta, Tánger, Arcila, Azamor, Mazagán (antes Castelho Reale), Safi, Casablanca, Santa Cruz de Agadir.

    Ardía don Sebastián en ansias de emular las glorias de sus antepasados y pensaba nada menos que en conquistar todo Marruecos. Era, desde hacía largo tiempo, aquel reino un avispero, en el cual se sucedían vertiginosamente los sultanes, asesinados por sus sucesores uno tras otro, salvo alguna excepción. De ahí que se le presentara un pretendiente de nombre Muley Mohamed, llamado el Negro, para que le ayudara a destronar a su hermano Abd-el-Melek, a lo cual se avino el joven rey con la mayor alegría, sin que bastasen a disuadirle de su propósito ni las amonestaciones de su anciana abuela doña Catalina, ni los consejos de sus tíos, el cardenal infante don Enrique y don Felipe II, quien cuándo menos le exhortaba a que no se pusiese él al frente ni las reflexiones de nuestro experto duque de Alba, ni las súplicas del mismo Abd-el-Melek.

    Realizóse la expedición en junio de 1578. Iba a su frente don Sebastián, mozo enfermizo y que era notorio padecía arrebatos de enajenación mental; mandaba la escuadra, don Diego de Sousa, la caballería el duque de Aveiro y desempeñaba el cargo de maestre general, o jefe de Estado Mayor, como diríamos hoy, don Duarte de Meneses. Acompañaban al rey el Prior de Crato, don Antonio, la flor y nata de la nobleza lusitana. Componíase el ejército de gente allegadiza: portugueses, españoles, italianos, lansquenetes, alemanes y marroquíes del bando de Mohamed. Desembarcaron las tropas en Arcila y al internarse chocaron con los leales de Abd-el-Melek (que casi se hallaba moribundo) en la llanura de Alcazarquivir. La derrota fue espantosa, inenarrable.

    Allí perecieron los tres reyes que tomaron parte en la batalla. De aquel brillante ejército expedicionario, sólo escaparon con vida sesenta hombres, que pudieron meterse en Arcila, entre ellos el Prior.

    Con la muerte de don Sebastián, surgió la cuestión de sucesión al trono. Por lo pronto fue proclamado rey el septuagenario infante don Enrique, pero falleció a los dos años, y resultó que el mejor derecho, correspondía ahora a don Felipe II, como hijo de la emperatriz, doña Isabel, esposa de Carlos V, e hija mayor de don Manuel I el Grande.

    Así, por un accidente en el Kloth de Marruecos, allá en un extremo del Yebala, quedaba por fin asentada la Unidad Nacional Ibérica; lo que no había podido realizarse por fallecimiento del príncipe don Juan, primogénito de los Reyes Católicos y de su hijo el príncipe don Miguel, era ahora un hecho por la muerte de don Sebastián, sin descendencia. España fue, pues, un todo (1581).

    Y desde el mar de Luso a La Junquera
    Hubo un trono, un altar y una bandera,

    como dijo en una oda célebre el duque de Frías, aunque por desgracia no había de durar mucho.

    Reunidas las Cortes en Lisboa, estipulóse que las plazas africanas de Portugal tendrían siempre gobernadores y guarniciones portuguesas.

    Fallecido Felipe II en 1598 heredóle su hijo, el tercero de aquel nombre, que desde luego, siguiendo un proceder diametralmente opuesto al de su padre, descargó todo el peso del gobierno en su privado el duque de Lerma. Con la anexión de Portugal, teníamos ahora que cuidar del sostenimiento de las plazas de África, y como harto comprendían nuestros enemigos de todo jaez la creciente debilidad de España, los moros auxiliados por Francia, Inglaterra y Holanda volvieron a sus antiguos rebatos en nuestro litoral y a tanto llegó el peligro que Felipe III, o mejor dicho Lerma, mandó levantar desde el cabo de Gata al de San Vicente, en un trecho de más de 400 kilómetros, 44 atalayas para que los vigías, con señales o ahumadas diesen aviso de haber moros en la costa.

    De ahí la necesidad de armar algunas expediciones, a pesar de nuestros escasísimos medios navales, para poner coto a la renaciente piratería. En su virtud emprendía el ataque contra Argel una escuadra al mando de aquel Juan Andrés Doria, príncipe de Melzi, que tan mal se había conducido en el segundo desastre de los Gelbes; pero tuvo que retirarse sin haber hecho nada.

    Como los sultanes de Marruecos se sucedían con trágica frecuencia, resultaba que si alguno se mostraba más o menos amigo de España, el sucesor hacía lo contrario, y de ahí la necesidad de vigilar aquellas guaridas de piratas de Salé, Mehedia, Alhucemas, Larache y tantos otros puntos del litoral del Magreb. En medio de todo, pudo registrarse un hecho satisfactorio y fue que, necesitado de nuestro auxilio el sultán Muley Cheik, nos hizo entrega del castillo de Larache, que fue ocupado en noviembre de 1610 por una fuerza al mando del marqués de la Hinojosa, don Juan de Mendoza. Cuatro años después, nuestra armada, regida por el general don Luis Fajardo, redondeaba la posición apoderándose de la ciudad, que fue posteriormente bien fortificada por su gobernador el maestre de campo Rodrigo Santisteban.

    Al siguiente, año de la cesión del castillo de Larache, o La Mamora, según solían decir nuestros historiadores y, como la piratería marroquí fuese en aumento, organizóse una escuadra, a las órdenes de don Rodrigo de Silva y el gobernador de aquella plaza, Pedro de Lara, que capturó varias naves del sultán Zidan, hermano y sucesor de Muley Gheik, y fue riquísima presa, pues se encontraron en aquellos buques más de tres mil libros árabes de religión, política, medicina, literatura, poesía, etc., que fueron enviados a la biblioteca del Escorial, motivando en lo sucesivo las más enérgicas reclamaciones para su devolución, como ya diremos.

    Y no fueron éstas las últimas expediciones al África durante el reinado del tercer Felipe, célebre tan sólo por su decreto de expulsión de los moriscos: en 1612, el general de la escuadra de Nápoles, marqués de Santa Cruz, espantaba a los tunecinos penetrando en la bahía de la Goleta con una flota de once velas; al año siguiente atacaba el duque de Osuna la costa de Berbería, con pleno éxito. Por fin en 1617, sufrían rudo castigo los piratas de Mehedia por mano de Antonio de la Cueva y se afianzaba nuestra dominación en Arcila y Larache.

    Fallecido Felipe III y en el trono Felipe IV renovó el nuevo rey de Marruecos Abdallah-er-Cheik sus pretensiones respecto a la devolución de los libros de Zidan, y como no fue atendido, comenzó a perseguir a los españoles, aunque más en particular a los religiosos. No estaban, sin embargo, las cosas para indisponerse con España ante las rebeliones de los que pretendían arrojarle del trono, y por lo mismo, haciendo acto de contrición, se dispuso a restablecer la buena armonía con nosotros.

    Acogió gustoso la proposición el capitán general de Andalucía, duque de Medina Sidonia y envió a un fraile franciscano para avistarse con Abdallah-er-Cheik, como así lo hizo siendo muy bien acogido en Marrakech (1637). Las embajadas se repitieron en años sucesivos, con mutuos regalos y valiosas concesiones en favor de los intereses comerciales y la garantía personal de nuestros compatriotas.

    Mientras así se iban, «estrechando los lazos» entre los marroquíes y nosotros ocurría el levantamiento y separación de Portugal. La separación determinó, naturalmente, la pérdida de las antiguas plazas portuguesas de África, excepto Ceuta, que se mantuvo fiel, así como Larache, que siempre había sido nuestra, y Mehedia, conquistada también por nosotros. Digamos ahora que en 1662 el portugués entregó Tánger al inglés, como regalo de la infanta doña Catalina a su futuro esposo Carlos II Estuardo; pero fue abandonada por Albión en 1684. En cuanto a Ceuta nos fue reconocida su posesión por el tratado de 1668. En cambio, tuvimos que abandonar a los marroquíes Mehedia; en 1672 y Larache en 1689, si bien en compensación conquistamos el islote de Alhucemas (1673).

    Terminaremos lo relativo a la XVII centuria dando cuenta de un curioso episodio, y fue que durante el reinado de Carlos II el Hechizado, entabláronse activas negociaciones entre nuestro embajador en Londres y los hugonotes franceses refugiados en aquella capital, los cuales se brindaban a pasar a Agadir y demás posesiones nuestras de la costa marroquí y levantar de nuevo el imperio español de África, idea que fue acogida con entusiasmo por fray Froilán Díaz, confesor y exorcista del rey, y que no pudo realizarse por falta de medios.

    ALFREDO OPISSO


    Última edición por ALACRAN; 30/05/2016 a las 14:22
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    Re: Historia de España en Africa

    VIII - Los Borbones

    Conviene, antes de pasar adelante, recordar que desde mediados del siglo XVII se había entronizado en Marruecos una nueva dinastía, la de los chorfa alanitas, que por ser oriundos de Tafilete, de donde eran señores, fue conocida con el nombre de los Fileli. Anteriores a esta dinastía habían sido los Edrisitas, fundadores del reino de Fez en 788, los Zenata, los Almorávides, los Almohades, los Beni-Merines y, por fin, los chorfa saadianos. Descendían los chorfa de Tafilete de Fátima, hija de Mahoma.

    Ocupaba el trono marroquí en el primer cuarto del siglo XVIII Muley Ismail, llamado el Luis XIV marroquí, y que si no lo fue, pretendió, cuando menos, ser yerno del Rey-Sol, de donde surgió la protección que dispensaba a los franceses establecidos en sus dominios. En cambio, todo era malquerencia hacia España, como que ya desde 1694 había intentado repetidas veces apoderarse de Ceuta. Tal empeño movió a Felipe V a enviar contra él, en 1720, un ejército de 16.000 hombres, que, apoyado por la escuadra, hizo poner pies en polvorosa a la Guardia negra o Bokaris de Ismail, por él creada, quedando con ello levantado el sitio. Fallecido en 1727, sucedióle su hijo Muley Abdallah.

    Había ocurrido durante el reinado de Ismail un hecho deplorable para nosotros. Desde largos años no habían cesado los Deyes de Argel de intentar arrojarnos de Orán; esta plaza había estado expuesta a sucumbir ante los terribles ataques de los berberiscos y nuestra escasez de recursos, repetidísimas veces: en 1662, en 1672, en 1681, en 1688 y en 1693, logrando a duras penas escapar a la rendición. Desgraciadamente, consumóse la catástrofe en 1708, en que, aprovechándose el Dey de la dificultad de poder socorrer Felipe V la plaza, por las vicisitudes de la guerra de Sucesión, pudo por fin apoderarse de la codiciada presa.

    Era una ignominia que ondease la bandera de la Media Luna en la torre donde había plantado la Cruz el cardenal Cisneros, y así fue como, restaurado algún tanto el poderío de España, escuchó Felipe V los consejos del gran ministro Patiño, que le instaba a enviar una poderosa expedición de 600 velas para el recobro de Orán, como así se hizo. Organizada la escuadra en Alicante, regida por el teniente general de la Armada don Francisco Cornejo, con un magnífico ejército de 26.000 hombres y mucha artillería, al mando del conde de Montemar, zarpó para Orán a mediados de junio de 1732. Huyó el dey Hacen en cuanto se divisó la presencia de nuestros buques, pero arrepentido después de su cobardía, reunió grandes fuerzas para su recobro y atacó repetidas veces a los españoles, aunque estrellándose siempre contra la resistencia del insigne gobernador y defensor de la plaza don Álvaro de Navia Ossorio, marqués de Santa Cruz del Marcenado, que, para gran desgracia nuestra, perdió la vida en una de las salidas de la guarnición, siendo reemplazado por el marqués de Villadarias.

    Andaba entonces por la corte de Muley Abdallah aquel loco de Riperdá, el aventurero barón holandés que había sido ministro de Felipe V y provocado un conflicto con Francia e Inglaterra al constituir una alianza entre España y Austria. Arrojado del poder se fue, despechado, a Marruecos, donde renegó de su fe y se hizo moro, consiguiendo convencer a dicho sultán de que podría fácilmente conquistar Ceuta; pero no le salieron las cuentas, pues el ejército mogrebino tuvo quelevantar precipitadamente el sitio; desvanecido así el propósito, procedióse más adelante (1736) a la celebración de un tratado por el cual quedaban perfectamente aseguradas nuestras posesiones del litoral marroquí.

    Elevado al trono el rey Don Fernando VI, de grata memoria, sólo renunció a su política de paz a toda costa para combatir a los piratas, mejor que corsarios, argelinos y marroquíes. Así, por iniciativa del marqués de la Ensenada, comenzó a hacerse, desde 1748, un incesante, crucero por las costas berberiscas, lo cual dio lugar a frecuentes combates navales, a veces de grande importancia.

    Ejercía el cargo de virrey de Cataluña el marqués de la Mina, y era su mayor preocupación evitar que los piratas no desembarcaran en nuestro litoral y aun sorprendieran a los caminantes. Por este motivo se mostraba contrario al permiso que, para la redención de cautivos, había concedido Fernando VI a trinitarios y mercedarios y le escribía a Ensenada: «El modo más seguro de hacer las redenciones es evitar que haya esclavos; y si la crecida suma de que se trata (más de un millón de duros) se emplease en un armamento naval, sería más útil.»

    Sucedieron luego en los tronos de España y Marruecos a Fernando VI y a Muley Abdallah, Carlos III y Sidi-Mohamed-ben-Abdallah, príncipe muy culto, quien deseoso de mantenerse en buenas relaciones con nosotros, envió una embajada a España en 1766, siendo recibido por Carlos III en La Granja. Comenzaron en seguida las negociaciones para un tratado de paz y no pudo ser más satisfactorio el resultado, pues se convino en el canje de muchos cautivos, retirada de los corsarios, libertad de comercio, derecho exclusivo de pesca en la costa marroquí, desde Ceuta a Santa Cruz de Mar Pequeña, establecimiento de viceconsulados españoles en los puertos del litoral mogrebino y otras ventajas (1767). Concluido el tratado, fue enviado a Fez para su ratificación el ilustre marino don Jorge Juan, que realizó cumplidamente su cometido.

    Poco duró, sin embargo, el contento, pues en 1774, Mohamed Abdallah notificaba a Carlos III que, cediendo a las instancias de sus vasallos y a las súplicas del Dey de Argel, estaba dispuesto a recobrar las plazas españolas del litoral de su reino, desde Orán a Ceuta, en lo cual no entendía faltar al tratado de 1736. Y en efecto, el 9 de diciembre del citado año se presentaba ante Melilla un formidable ejército al mando de Abdallah, con poderosa artillería, comenzando un sitio que debía constituir una de las más gloriosas páginas de nuestra historia. Gobernaba la plaza el general don Juan Skarloch y componíase la guarnición del regimiento de Nápoles, voluntarios de infantería ligera de Cataluña y algunos piquetes de la Guardia Walona. El cerco era verdaderamente terrible. En poco tiempo cayeron sobre Melilla nueve mil bombas, mas no por eso cedía el denuedo de los nuestros, y harto claro se veía que no se rendirían jamás. En su consecuencia, pasados cuarenta días y no adelantándose nada, decidió Abdallah tomar la plaza por asalto. Y no pudo ser ciertamente más original su estrategia, pues envió por delante 5.000 vacas, con divisas para engañar a los defensores, y detrás un cuerpo de un millar de judíos. Hicieron los nuestros una impetuosa salida, pasaron a cuchillo a los hijos de Israel y no tuvo más remedio Abdallah que huir.

    Igual repulsa sufrieron los marroquíes al atacar en febrero el Peñón de la Gomera, defendido por el coronel don Florencio Moreno, y Alhucemas, en cuyo socorro acudió Barceló con sus famosos jabeques. El resultado fue que Abdallah pidió entrar en negociaciones al gobernador de Melilla; transmitida la petición al ministro Grimaldi, exigió éste se le dieran a España completas garantías para lo futuro, y aceptada la condición, llegóse a una feliz avenencia sobre la base de la ratificación de los tratados de paz anteriores (marzo de 1775).

    Y ya desde entonces estuvimos siempre en las más cordiales relaciones con Sidi-Mohamed-ben-Abdallah, que continuaron de igual manera bajo el buen Muley Solimán.

    ¿Quién podría creer ahora lo que después de la épica defensa de Melilla se les ocurrió a los sabios y patrióticos ministros del señor Don Carlos III? «Si salimos bien de ésta—le escribía, en febrero de 1775, nuestro embajador en París, conde de Aranda, a su compadre el ministro Grimaldi, —luego que se hayan retirado y no piensen en nada (los marroquíes), arrasar Melilla, que así ni a ellos ni a otros servirá de nada y saldremos de cuidados.» Y le contestaba Grimaldi a su compinche enciclopedista, también en febrero: «Soy de tu dictamen, que en abandonando el rey de Marruecos su empresa, convendría hacer saltar Melilla y Peñón.»

    Así pensaban y sentían aquellos políticos galicanos, regalistas, amarrados a Francia por el funesto Pacto de Familia y a quienes todavía hoy califican de profundos estadistas algunos pretendidos historiadores, traducidos del francés.

    ALFREDO OPISSO
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    Re: Historia de España en Africa

    IX Política de Carlos III

    Séanos permitido, antes de continuar nuestro relato, confirmar la importancia de los combates navales sostenidos por nuestros marinos contra las escuadras berberiscas, recordando la brillante victoria alcanzada en Palamós el 22 de noviembre de 1757, bajo el reinado de Fernando VI, por el ilustre mataronés don Juan B. Balanzó y Boter, quien patroneando una nave llamada «San Antonio de Padua», se vio acometido por una galeota berberisca; entablada la lucha, fue echada a pique la nave enemiga y los veintiséis corsarios supervivientes cayeron en poder de los vencedores, que los condujeron a Palamós. Por tal hazaña le fue concedida a Balanzó una ejecutoria de nobleza y el grado honorífico de capitán de fragata, aparte de lo cual fue acuñada una magnífica medalla de plata con el busto del monarca en el anverso y la vista del combate en el reverso, con la inscripción: Joanni Balansó Catalano, maurica nave incensa demersaque, de la cual se conservan dos recuñaciones en los museos de Santa Águeda y reproducciones de esta ciudad.

    Reanudando ya nuestro resumen histórico, diremos que, según el plan que se traían Grimaldi y Aranda, hechas las paces con Marruecos después de las gloriosas defensas de Skarloch y Moreno, España sólo había de conservar Ceuta y Orán.

    No se podía perder de vista, sin embargo, la necesidad de poner a raya a la piratería, cuyo principal foco era Argel, y de ahí que a los tres meses de hecha la paz con Abdallah, o sea en junio de 1775, pensara Grimaldi, secretario de Estado, en enviar una poderosa expedición contra aquella plaza. Hechos los preparativos en Cartagena, reunióse allí una escuadra de 49 buques de guerra y 348 transportes, con 18.000 hombres, sin que se dejara traslucir el objeto. Sólo se le dijo, en confianza, al embajador francés en Madrid a lo que venían aquellos armamentos, y, en efecto, a los pocos días recibía el dey de Argel aviso desde Marsella de lo que contra él estaba tramando Grimaldi, aprovechándose de la enemistad a la sazón reinante entre aquél y Abdallah, a quien el argelino no podía perdonar hubiese concluido las paces con nosotros. Y no es menester decir con cuánta urgencia se previno el dey al recibir el soplo.

    Regía la escuadra el general Castejón y mandaba el ejército expedicionario el general don Pedro O'Reilly, virrey de Cataluña. A pesar de la corta distancia de Cartagena a Argel, la escuadra de Castejón tardó ocho días en hacer la travesía, y por si no fuera suficiente aquel retraso para que el dey pudiese prepararse para la defensa, aún se entretuvo O'Reilly una semana más, sin tomar ninguna resolución. Nada tuvo, pues, de extraño que al desembarcar 8.000 hombres, de los 18.000 puestos bajo su mando, el adversario, con tanto tiempo para prevenirse desde el soplo de Marsella, se lanzase, lleno de confianza en el triunfo, contra los nuestros.

    Los argelinos, en gran superioridad numérica sobre las tropas de O'Reilly, infligieron cruenta derrota a nuestros bravos soldados (primeros de julio de 1775). O'Reilly procuró disminuir el terrible efecto que produjo el desastre diciendo en el parte oficial que habíamos tenido unas 2.500 bajas, pero todo el mundo sabía pasaban de 6.000, y si no fue mayor la catástrofe debióse a la impericia de los africanos, mal organizados y dirigidos. Hubo durísimas críticas por no haber podido arrasar la escuadra una batería que fue la que ocasionó mayor número de muertos. «El Rey—le escribía agriamente el conde de Aranda a Grimaldi—ha trabajado muchos años para que su tropa de tierra y su marina lo hiciesen, y en un día le ha resultado que seamos el juguete de los que nos respetaban y tenían una alta opinión de nosotros. Dios se lo pague a los que tuvieron la culpa.»

    Depurado el caso resultó que la culpa era toda de Grimaldi, quedando O'Reilly exento de toda mácula. De ahí que éste fuese nombrado, después de su derrota, capitán general de Andalucía, y que Grimaldi saliese del ministerio—al cual ya no volvió en su vida— para ir de embajador a Roma, siendo reemplazado por el señor don José Moñino y Redondo, conde de Floridablanca (1776).

    Ello es que los daños que nos irrogaba la piratería no podían ser mayores, y se comprende por qué Grimaldi había propuesto el envío de la expedición contra Argel. Dábase en efecto el caso de que no fuese posible la navegación de los buques españoles ni por el Mediterráneo ni fuera de él, por lo cual las exportaciones —de géneros catalanes, de aguardientes, etc.,— debían hacerse en naves extranjeras, francesas, inglesas, pero nunca en un barco español, lo cual se explica por hallarse aquellas naciones en paz con los turcos y berberiscos, y nosotros no. A tal extremo llegaba el peligro, que nuestros buques debían navegar con vela latina para escapar de la mayor fuerza de los moros, y como el empleo de aquel velamen exigía tripulaciones más crecidas, de ahí que los fletes fuesen mucho más subidos.

    Por lo mismo, ya en 1769 proponía al gobierno nuestra Junta de Comercio que, o bien se concertase la paz con los Estados berberiscos y Turquía, o bien se tomase la ofensiva mediante la escolta de la marina mercante por la de guerra. Con justísima razón observa a esté propósito nuestro amigo don Ángel Ruiz y Pablo, en su Historia de la benemérita corporación antes citada, que «el error de los primeros monarcas de la Casa de Austria no estuvo en haber mantenido el estado de guerra con los turcos, sino en no haberlos aniquilado—a pesar de Lepanto, —pues en tal caso la hegemonía mediterránea hubiera sido para España. El error más bien fue de los últimos monarcas de dicha Casa y de los primeros Borbones en no haber comprendido que, puesto que les era imposible extirpar la piratería, les era preciso tratar con los príncipes mahometanos».

    Envalentonados los argelinos con su victoria de 1775, lanzáronse a más atrevidas empresas aún que antes, y así se dio el caso de que a fines de mayo de 1779 se presentaran en la rada de Barcelona un jabeque y un pingue de dicha regencia que apresaron, a la vista del público, un laúd de San Feliu de Guíxols.

    Alarmada justamente la Junta de Comercio y convencido todo el mundo de que había que esperar muy poco de los ministros, y repitiéndose las «razzias» de los argelinos, acordó dicha corporación armar una fragata con veinte o treinta cañones y construir dos barcos «al objeto de limpiar de corsarios las costas catalanas». Llevóse a cabo el proyecto; la fragata se llamaba «Nuestra Señora de la Merced», aunque era más conocida por «La Almogávara»; fueron también botados al agua un bergantín conocido por «Amílcar», y un pingue, habiendo sido confiado el mando de aquellos bajeles al marino don Sinibaldo Mas, con el concurso de sus alumnos de la Escuela de Náutica. Desgraciadamente faltaron los fondos necesarios y los tres barcos tuvieron que ser amarrados, hasta que al año siguiente fueron la fragata y el bergantín cedidos a Carlos III, para conducir armas y pertrechos al sitio de Gibraltar.

    Pero no se resentía solamente la navegación de altura de aquella constante amenaza, sino aun la de cabotaje, habiéndose hecho proverbial en Tarragona la expresión de los pescadores de aquella costa de fer mes por q’una fragata de moros.

    Persistía, entretanto, en altas regiones la idea del abandono de nuestras posesiones de África, menos Orán y Ceuta, mostrándose únicamente opuesto a ello Floridablanca, aunque ya veremos cómo después cambió de opinión.

    A todo esto, a fines de 1782, firmábanse las paces entre España y Turquía, lo cual fue motivo de general satisfacción. Al año siguiente, como persistiera el dey en sus piraterías, envióse otra expedición contra Argel, al mando, igualmente, del conde de O'Reilly, pero más cauto esta vez no intentó desembarcar, sino que se contentó con bombardear la plaza con mayor o menor efecto, retirándose después, y repitiéndose el bombardeo al año siguiente, durante cuyo transcurso se concertó el tratado de paz con la regencia de Trípoli.

    Aunque los escarmientos de 1783 y 1784 no habían sido bastantes a contener la piratería argelina, la amenaza de una próxima y más fuerte expedición, el restablecimiento de la escuadra de galeras para la vigilancia del Mediterráneo y otras medidas, hicieron que el dey se decidiese a llegar a una avenencia con nosotros. Concertóse, pues, un tratado (1786), en virtud del cual los argelinos renunciaban al corso y a la esclavitud, se reconocía la libertad de religión para los españoles y se establecía un consulado nuestro en la capital de aquella regencia. Con ello desaparecieron los corsarios —aunque no por mucho tiempo, —y renacida la tranquilidad en el Mediterráneo, pobláronse con increíble rapidez «cerca de trescientas leguas de terrenos—decía Floridablanca en una memoria presentada al rey,—ríos más fértiles del mundo, en las costas del Mediterráneo, que el terror de los piratas había dejado desamparadas y eriales». Y tanto fue el entusiasmo que produjo aquella paz, que la Junta de Comercio de Barcelona pensó en erigirles una estatua en bronce a Carlos III y otra en mármol a Floridablanca, aunque no llegó a realizarse el proyecto.

    Fallecido en 1788 aquel monarca y desaparecido en 1790 nuestro buen amigo el sultán de Marruecos, Mohamed Abdallah, ocuparon los respectivos tronos el infeliz Carlos IV—bien que le hubiese ocasionado graves disgustos a su padre—y Muley Yazid, enemigo mortal de España, bien al revés de su antecesor, que se había, conducido caballerosamente con Carlos III cuando el sitio de Gibraltar ya nos había otorgado valiosas concesiones comerciales.

    A. OPISSO
    Última edición por ALACRAN; 01/06/2016 a las 15:09
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    Re: Historia de España en Africa

    X - El antiafricanismo

    Aunque afirmara don Antonio Cánovas del Castillo que a reinado nuevo, gobierno nuevo, no sucedió así al subir al trono Carlos IV, pues conservó en su puesto al ilustre ministro de su padre, conde de Floridablanca. Tres años después hubo de demostrar tan mala fe con nosotros el sultán Yazid, que no cupo otro remedio que declararle la guerra (agosto de 1791). Quiso el rey marroquí atacar a Ceuta, pero tuvo que desistir al poco tiempo por haberse sublevado contra él dos de sus hermanos, y pereció en la brega.

    Faltaba el último golpe a la dominación española en África, y ocurrió aquel mismo año.

    Imbuido nuestro embajador en París, conde de Aranda, en las doctrinas de la Enciclopedia, y fervoroso admirador de aquel mal llamado racionalismo, trivial, ratonil y miope, encarnado, en M. Arouet de Voltaire, no cesaba de abominar de nuestra acción en África. ¿Y cómo no? Aquello recordaba las cruzadas y, para el Patriarca de Ferney y sus secuaces, las cruzadas habían sido un solemne disparate. Así racionalizaban aquellos ilustrados filósofos.

    Así, pues, nada se nos importaba, según el conde de Aranda, tener posesiones en África. Si por acaso Ceuta y Melilla, para enviar allá a los presidiarios, y de ahí el magnífico proyecto de abandonar Orán y Mazalquivir. ¿Quién había de hacer caso de aquellos oscurantistas llamados Isabel la Católica, Cisneros y Carlos V?

    Púsose, pues, en obra la luminosa idea de Grimaldi y Aranda, y se encargó de realizarla Floridablanca. Sometida la magna ocurrencia a consulta por Don Carlos IV, opinaron unánimemente contra el abandono todos los militares, marinos, eclesiásticos y jurisconsultos a quienes fue sometido el plan, pero Floridablanca, que se daba mucho pisto por hacer de ministro desde hacía quince años y no retrocedía, igual que Aranda, ante las mayores barbaridades, tales como la expulsión de los jesuitas y el apoyo prestado a los insurrectos americanos contra Inglaterra, se empeñó en que debíamos abandonar las plazas conquistadas por el conde de Orvieto, Pedro Navarro y el cardenal Cisneros, en abierta pugna con lo que en 1780 manifestaba a Carlos III, al decirle: «Si el imperio turco perece, debemos pensar en adquirir la costa de África en el Mediterráneo antes que otros lo hagan en perjuicio de nuestra tranquilidad, de nuestra navegación y de nuestro comercio.»

    Ahora pensaba de una manera totalmente distinta el conde murciano: había que abandonar el Oranesado.De sabios es mudar de consejo, aunque en vez de sabios pudiera decirse otra cosa.

    Y así salimos de Orán y Mazalquivir, clandestinamente, pues Floridablanca no tuvo valor para que se publicase el decreto en la Gaceta de Madrid. Cedimos, pues, al dey de Argel aquellas plazas, nuestras desde hacía tres siglos, y quedamos con él en que nos dejaría tranquilos con sus piraterías.

    Asombrado el sultán de Marruecos, Hixén, ante aquella incalificable política, nos propuso poco después, que evacuáramos también Ceuta, Melilla y el Peñón de Vélez de la Gomera, en cambio de lo cual nos concedería ciertos privilegios mercantiles, pero esta vez no se avino a ello el conde de Aranda, que por entonces ocupaba el poder (1792), teniendo en cuenta que por el abandono de Orán y Mazalquivir había caído en desgracia Floridablanca ante la universal execración.

    Elevado al solio de Marruecos, en 1795, el sultán Solimán mostróse digno continuador de la política de su ilustre padre Sidi Abdallah; y en 1799, ocupando el poder el tristemente célebre Godoy, se firmó el tratado de Mequínez, por el cual se concedía el libre tránsito de los españoles por todo el imperio, la facultad de poseer y enajenar inmuebles, la libertad religiosa y derechos de pesca exclusiva, en Santa Cruz de Mar Pequeña.

    De pronto se le ocurre al Príncipe de la Paz, la idea de proponer a Solimán, por conducto de González Salmón, el abandono de Melilla, el Peñón de Vélez y Alhucemas, a cambio de poder extraer, sin pagar derechos cierta cantidad de productos marroquíes, anualmente (1801): de tal calaña era aquel infausto gobernante. Afortunadamente no cuajó el insensato proyecto.

    Más hete aquí que Godoy, resuelto a abandonar nuestras posesiones del Rif en 1801, se convierte de pronto en un africanista de desmesurada ambición en 1802.

    Había sido el caso que se hallaba por entonces en España un atrevido explorador, llamado don Domingo Badía y Leblich, nacido en Barcelona, 1776, quien, sin andarse con rodeos, le propuso nada menos al favorito, la anexión de Marruecos a España, idea que el otro acogió con entusiasmo. No hemos de regatear los méritos del ilustre Ali-bey-el-Abbasi; consistía el plan en destronar a Solimán, proclamar sultán al pretendiente Hescham y entregar éste a España todo el antiguo reino de Fez. Y no iban del todo mal las cosas para el logro del propósito, pero Carlos IV, que era un buen cristiano, no quiso avenirse a lo que se tramaba, considerando «una felonía engañar a un rey como Solimán, que tan amigo de España se había mostrado.» Cosas de aquel iluso gobernante, que años después creía a pies juntillas que Napoleón había de nombrarle rey del Algarve, en Portugal.

    Fracasado así el plan de Godoy para para la conquista del reino de Fez, con sus plazas de Tetuán, Tánger, Arcila, Larache, Salé y otras importantes ciudades; huido el favorito cuando el motín de Aranjuez, entregado a Napoleón Fernando VII y constituida como poder soberano aquella desdichadísima Junta Central, arrojada de Cádiz por la indignación popular, retoñaron las doctrinas anti-africanistas de los ministros de Carlos III y Carlos IV, y por lo mismo se apresuró González Salmón a proponer de nuevo la idea suya y de Godoy, de 1801, de la evacuación de los presidios, a cambio de algunas ventajas comerciales. Opúsose a ello el Consejo de Guerra y Marina, como se había opuesto, en 1791, al abandono de Orán y Mazalquivir, pero la Junta Central tuvo la avilantez (como que el presidente era Floridablanca) de entrar en tratos con Solimán, como entró también el rey José, créese que dando oídos a Badía, a la sazón naturalizado francés.

    De regreso Fernando VII a sus patrios lares, en 1814, no fue de extrañar dejase de prestar la menor atención respecto a nuestros presidios, harto ocupado con la insurrección de las colonias de América y las conspiraciones de los liberales; pero no ocurrió lo mismo al triunfar la sedición de Riego, pues en cuanto volvió a haber Cortes les faltó tiempo a aquellos Licurgos de guardarropía, raza no extinguida por desgracia, para plantear de nuevo la cuestión del abandono de Ceuta, Melilla y los Peñones. Como era de esperar, la proposición fue votada con el mayor entusiasmo por aquellos ínclitos varones. En su consecuencia, otorgó el Gobierno, si tal merecía llamarse aquella cáfila presidida por el desdichado Pérez de Castro, con previa autorización de aquellas Cortes masónicas, numantinas, etc.,etc., amplios poderes a nuestro ministro en Marruecos, don Tomás Comyn, y al cónsul de España en Tánger, para que firmaran el tratado de cesión de todas nuestras posesiones de África—Ceuta, Melilla, el Peñón, Alhucemas a Solimán, a cambio de fantásticas e imposibles ventajas comerciales.

    Eso es lo que hicieron las Cortes de Riego; por fortuna, tuvo noticia de ello el cónsul inglés en Tánger, y celoso de tales ventajas, que al fin y a la postre hubieran resultado ilusorias, procuró que el Majzem desistiera del tratado. Gracias, pues, a aquel honorable míster, cuyo nombre, sentimos no poder citar, nos quedaron Ceuta, Melilla y los Peñones. Sin aquel recelo, en buena hora feliz, del señor cónsul de Inglaterra en Tánger, nos hubiéramos podido despedir de lo que nos queda hoy en Marruecos. Creemos de justicia agradecérselo.

    Diez años después (1830), el ministerio congregacionista de Francia, bajo Carlos X, inventó, para distraer la atención de napoleonistas y republicanos, una expedición a Argel, en venganza de haberle largado el dey, en un momento de malhumor, un abanicazo al señor cónsul francés, en 1827, de modo que tardó tres años en producir efecto.

    ¡Tristísimo espectáculo el que dimos! En un momento el ejército francés, al mando del general Bourmont—tránsfuga de Waterlóo, que se pasó a los ingleses al comenzar la batalla, «se apoderó—dice el doctor Maturana en su notable libro La trágica realidad—de los territorios que nosotros habíamos dejado escapar en 1791, después de estar tres siglos en nuestro poder.» Protestó Inglaterra, pero nosotros, siempre en el limbo, nos pusimos contentísimos con la feliz idea de Carlos X y Polignac.

    «España—continúa diciendo el citado autor— no sólo no protestó, sino que vio con complacencia el acto de Francia. El pueblo, ignorante y desconocedor en absoluto de los intereses nacionales, hizo causa común con los gobernantes, y aún más: al llegar la escuadra francesa a nuestros puertos mostró delirante entusiasmo.»

    Y tan delirante, pues no sólo se tradujo en vítores y aplausos a las tropas expedicionarias, «sino facilitándoles –escribe don Gabriel Maura y Gamazo—gratis víveres y mostrando de esta manera la satisfacción con que veían el indefectible y por muchos anhelado castigo de los piratas de Argel.»

    No fue óbice la victoria de Bourmont para que los franceses arrojaran del trono a Carlos X, sustituido, en concepto de «la mejor de las repúblicas», por su primo Luis Felipe, duque de Orleáns, quien se propuso desde luego continuar la aventura, considerando la guerra de Argelia como «su palco de la Opera».

    ALFREDO OPISSO
    Última edición por ALACRAN; 01/06/2016 a las 15:28
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    Re: Historia de España en Africa

    XI - La guerra del 60

    Mientras Francia iba conquistando Argelia, aquí nos entreteníamos en rompernos la crisma carlistas y cristinos; hubiéramos podido, cuando menos, reivindicar la posesión de Orán y Mazalquivir, pero en otras cosas pensaban nuestros gobiernos.

    Y, sin embargo, como escribe don Gonzalo de Reparaz en su libro ‘Política de España en África', «con la décima parte de lo que se malgastó en las guerras civiles, que poco después surgieron, habríamos puesto los cimientos de un imperio africano.»

    Cayó en el más profundo olvido cuanto se refiriera a cuestiones en la otra parte del Estrecho, hasta que en 1844 ocurrió un incidente que por un momento hizo temer pudiese dar lugar a graves complicaciones, y fue el asesinato de nuestro agente consular en Mazagán. Acababa de subir al poder el famoso general Narváez, y, sin embargo, en vez de ponerse de acuerdo con Francia, de cuyo gobierno era devotísimo, para una acción militar mancomunada, prefirió dejar el arreglo en manos de Inglaterra, por lo cual no ocurrió absolutamente nada de lo que se temía.

    Tal vez envalentonados con ello los rifeños se atrevieron a atacar a Melilla al siguiente año, pero gracias a las impetuosas salidas de su gobernador, con fuerzas del Fijo de Ceuta y cazadores de África, quedaron rudamente escarmentados los agresores. Iguales ataques ocurrían contra Ceuta, pero lo verdaderamente alarmante era el auge que había tomado la piratería marroquí, sin que valieran de nada nuestras reclamaciones al Majzén. Lo cual no hubiera sucedido si en vez de acudir Narváez a los buenos oficios de Inglaterra, hubiese mandado bombardear Tánger o Mogador, ya que no enviara una expedición de castigo.

    Más acertado estuvo el referido general al proceder según procedió en 1848, y fue que como un oficial de ingenieros, que seguía las operaciones de los franceses en Argelia, comunicara a Narváez que el mariscal Bugeaud, general en jefe de aquel ejército, se disponía a apoderarse de las islas Chafarinas, llave del valle del Muluya, ordenó en seguida al general Serrano, que ejercía el cargo de capitán general de Granada, ocupase sin pérdida de tiempo dichas islas. Y así fue como en una tempestuosa noche de primeros de enero del citado año, se hacía a la mar en Málaga la expedición, a las órdenes del futuro regente de la monarquía española y futuro presidente de la república de 1874. El efectivo ascendía a 550 hombres, sacados de los regimientos de África y Navarra y fuerzas de artillería e ingenieros, componiéndose la escuadrilla de los vaporcitos «Piles» y «Vulcano» y algunos veleros.

    Verificóse el desembarco el 6 de enero, y acto seguido izóse la bandera española, y proclamó Serrano por tres veces: ¡Islas Chafarinas,por S. M. la Reina de España Doña Isabel ll!

    Inmediatamente se procedió a la fortificación de aquel pequeño archipiélago, de inapreciable valor estratégico y marítimo, y el 23 de enero regresaba la escuadrilla a la Península, después de dejar, bien guarnecida la nueva posesión. A cuerno quemado les supo a Francia y al sultán de Marruecos nuestra ocupación, pero nada pudieron hacer, pues estábamos en nuestro plenísimo derecho al realizarla.

    Tal vez sea digno de recordación que, en vista de aquel aumento de territorio, fuese nombrado capitán general de las posesiones españolas de África el bravo general e ilustre literato don Antonio Ros de Olano, ministro que había sido de Instrucción y Obras públicas en el gabinete Pacheco, llamado de los puritanos, en 1847; introdujo importantes mejoras en Ceuta, y al triunfar O'Donnell, en 1854, aunque cediendo la presidencia a Espartero, le nombró conde de la Almina, denominación de un castillo de aquella plaza.

    Pocos años después subía al poder el eminente político don Juan Bravo Murillo, y desempeñaba la cartera de Estado el respetable diplomático señor marqués de Miraflores (1851), quien con más decisión de lo que podía esperarse de su carácter apacible, propuso una intervención armada en Marruecos, aliada España con Inglaterra y Francia. Comenzaron, en efecto, las negociaciones, aunque con toda la lentitud característica de las cancillerías, y cuando parecía que de un momento a otro íbamos a Marruecos, surgió la guerra de Crimea y se fue a rodar la intervención anglo-franco-española en el Mogreb.

    Sea como fuere, Francia e Inglaterra habían reconocido nuestro pleno derecho a emprender una acción armada en Marruecos, y por lo mismo nos dejaron dueños insolutos de proceder como quisiéramos.

    Ocupaba por entonces el poder el conde de San Luis, don José Luis Sartorius, que se disponía a organizar el cuerpo expedicionario, pero sublevados O'Donnell y otros generales en el Campo de Guardias (1854), quedó para mejor ocasión el envío, que no hubiera sido sin duda tan disparatado como el que proponía, en el transcurso del bienio progresista, nuestro embajador en París don Salustiano de Olózaga, empeñado en que mandáramos 40.000 hombres a Crimea, en auxilio de los turcos, ingleses y franceses.

    Así se perdió una ocasión sumamente propicia para imponer nuestra influencia en Marruecos, pues se nos habían dejado las manos completamente libres, lo cual no sucedió ya después.

    Y atribuyendo sin duda los rifeños a nuestra debilidad aquella suspensión, volvieron a atacar a Melilla, siendo nuevamente contenidos por la guarnición de la plaza (1855).

    Subió, por fin, la Unión Liberal, y si en 1854, cuando todo nos era favorable, había tenido O'Donnell la culpa de que no se emprendiera la expedición que estaba ya preparando el conde de San Luis, creyó muy favorable para su sostenimiento en el poder declarar entonces la guerra al infiel marroquí (1859), excelente manera de distraer la atención de la política.

    Pero las circunstancias internacionales eran ahora muy distintas; si Napoleón III, en efecto, nada tenía que objetar, Inglaterra, en cambio, nos imponía las más humillantes condiciones.
    Prueba de su malquerencia fue su exabrupto cuando en vísperas de la declaración de guerra nos exigió el inmediato pago de una porción de millonadas, como deuda del tiempo de la guerra civil de los Siete Años. Y, ya en campaña, nos impuso el más rotundo veto a que pudiésemos ocupar Tánger, pues si por acaso llegábamos a entrar había de ser para salir en seguida de concertada la paz.A decir verdad, fundados motivos para una declaración de guerra no los había, pero le convenía a O'Donnell que la hubiera, y justo es afirmar que el país acogió con delirante entusiasmo la empresa. El gobierno español se dirigió bruscamente al sultán, exigiendo el pago de cuantiosas indemnizaciones por apresamiento de algunos laudes y goletas y ampliación de las zonas de Ceuta y Melilla, todo a un tiempo.

    Irritada la morisma, derribó la cábila de Andyera, cercana a Ceuta, un cuerpo de guardia en construcción y un mojón, en vista de lo cual el ministerio unionista exigió una reparación que equivaliese a una ruptura de hostilidades.

    No hemos de referir aquí la gloriosa campaña de 1859-1860, aunque bien sabíamos que nada nos había de producir, vedada la ocupación de Tánger. Elegida como base de operaciones la plaza de Ceuta, fueron acudiendo allí, desde mediados de noviembre, las tropas de los tres cuerpos de ejército y la división de reserva, al mando de los generales Echagüe, Zavala, Ros de Olano y Prim, que, a las órdenes de O'Donnell, debían invadir a Marruecos. El plan consistía en llegar desde Ceuta a Tetuán y después remontar desde Tetuán a Tánger.

    Comenzó el avance el 1.° de enero de 1860, y el 4 de febrero tremolaba la bandera española en Tetuán, dejando escritas el ejército en este transcurso las brillantes páginas de Castillejos, Cabo Negro, llano de Tetuán y tantas otras.

    Ya en Tetuán prosiguió el avance hacia Tánger a últimos de marzo, librándose la terrible batalla de Wad-Ras, a consecuencia de la cual pidió las paces el sultán, a pesar de faltarnos aún pasar por el Fondak para llegar a Tánger.

    Razones de política interior aconsejaban poner fin a la campaña, sin reparar en la inmensa impopularidad que representaba tal desenlace. La prensa ministerial procuraba convencer al país de que ya lavada la afrenta- no nos tocaba más que hacer, y en igual sentido se expresaba el héroe de los Castillejos en carta en la que dice, con fecha 1.° de abril de 1860:
    «Nuestra bandera, ¿no ondea orgullosa del valor de sus hijos? Pues, ¿a qué más? Estamos en estado de conquistar la tierra?, etc. » Por todo lo que, bien venida sea la paz, que, salvado el honor, Tetuán y sus vegas no valen el sacrificio del último de nuestros soldados

    Un triste episodio vino a empañar la alegría de la feliz victoria de Tetuán. Ejercía el cargo de gobernador de Melilla el brigadier Buceta, con orden terminante de no salir para nada del recinto amurallado, pero como el día 6 de febrero, el mismo en que entraban nuestras tropas en la capital de Yebala, se presentaran los rifeños en actitud hostil ante Melilla y colocara la cábila de Beni-Sidel un viejo cañón en una altura de Tres Forcas, organizó el referido gobernador una columna compuesta del segundo batallón del Fijo de Ceuta, otro de provinciales de Murcia—reservistas— y algunos presidiarios y moros adictos.

    Puesto al frente, apoderóse con facilidad de la altura llamada «Ataque Seco», pero reapareciendo al siguiente día los de Beni-Sidel, atacaron dicha posición, guarnecida por el batallón del Fijo, y, aunque no lograron desalojarnos, nos causaron bastantes bajas. Continuaron las agresiones los días sucesivos, 7 y 8, hasta que en la noche del 10 atacaron furiosamente al provincial de Murcia, que había relevado al Fijo en la custodia de aquella posición. Acudió entonces Buceta en su socorro, pero, por fin, tuvo que replegarse con sensibles pérdidas. En suma, costó aquéllo, para nada, 55 muertos y 169 heridos, motivo más que suficiente para que fuese relevado y sumariado, como lo fue.

    A. OPISSO
    Última edición por ALACRAN; 03/06/2016 a las 14:35
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    Re: Historia de España en Africa

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    XII - La campanada de Moret

    Otorgadas las recompensas debidas a los bravos combatientes de Marruecos, no por profusas menos merecidas—títulos, ascensos, grados, cruces, pensiones, etc.— y comenzadas a cobrar en buenos sacos de ochavos morunos los veinte millones de duros exigidos como indemnización, ya no se volvió a pensar en África. Algo se ensancharon las zonas de Ceuta y de Melilla, pero no se tomó posesión del territorio de Santa Cruz la Pequeña [Sahara Occidental frente a Canarias], cedido por el Sultán, como ya diremos.
    En cambio, ya que no peleábamos en África lo hacía la Unión Liberal en la Cochinchina, Santo Domingo, Perú y Chile, y si no nos enredamos con Méjico, fue por la pericia diplomática de Prim.

    Ello es que, a los pocos meses del regreso de las tropas expedicionarias, hallábanse nuestras plazas africanas en igual estado que antes de la guerra y nuestros gobernantes estaban tan enterados de lo que ocurría en Marruecos como de lo que hubiera podido acontecer en tiempo del Preste Juan de las Indias.

    Pero no sólo dejó de pensarse en África, sino que una vez que se pensó, fue precisamente para todo lo contrario de emprender nuevas aventuras. De ahí que siendo presidente del Consejo y ministro de la Guerra el general Narváez a fines de 1866, nombrara una comisión para que emitiera dictamen sobre el abandono del Peñón de la Gomera, a lo que contestó aquélla en sentido afirmativo; gracias a haberse consultado luego a nuestro digno ministro en Tánger, señor Merry y Colón, se desistió de la idea, pues según manifestó aquel experto diplomático, la cesión proyectada podría acarrear las más funestas consecuencias sin compensaciones adecuadas, como por ejemplo, el compromiso del Sultán a cerrar el puerto de Tetuán para favorecer el de Ceuta.

    Dos años hacía que duraban las negociaciones cuando sobrevino la Revolución de Septiembre (1868), pero a pesar del cambio de política que representaba, persistióse más que nunca, comenzando por Prim, en la idea del abandono, sólo que agregando también el de Alhucemas, y así fue como bajo el reinado de don Amadeo y ocupando el ministerio de la Guerra el entonces zorrillista y antes absolutista y narvaísta, don Fernando Fernández de Córdoba, presentó éste al Senado el proyecto de ley para abandonar los dos Peñones. Por fortuna pasó «al seno de la comisión» y no se volvió a hablar del asunto.

    Vino la Restauración y por fin hubo que pensar a la fuerza en África, allá hacia 1877. Era que el inglés, Mr. Mackenzie se dedicaba a vastos negocios mercantiles en Cabo Juby [Sahara Occidental], frente a Canarias (por fin ocupado desde hace algunos años) y el señor Cánovas del Castillo creyó era ya hora de que tomáramos posesión de aquella Santa Cruz de Mar Pequeña, que nos había sido cedida por el Sultán, en virtud del tratado de 1860; pero eso era mucho más fácil de pensar que de hacer, por la sencilla razón de no saber nadie dónde caía aquello. Con este motivo se envió una comisión, a bordo de un vapor de guerra, para su descubrimiento, pero no se dio con el tal lugar, y fue inútil el viaje.

    Reinaba la anarquía en Marruecos y a tal grado llegaron los desórdenes que algunas cábilas, como la de Quebdana y la de Beni Inassen, imploraron nuestra protección, pretensión que le faltó tiempo al señor Cánovas del Castillo para rechazar; temía aquel político que con ello no se viniese abajo el trono de Muley Hassan y, en consecuencia, apresuróse a ofrecerle a éste su concurso para impedir las intrusiones de Mr. Mackenzie desde Cabo Juby [Sahara Occidental], a las de otros europeos en las costas del Sur.
    Así las cosas, propuso Inglaterra la celebración de una Conferencia en Madrid para poner coto a los abusos del derecho de protección ejercido que Francia y algunas otras naciones cometían. Aceptada la idea, fue elegido presidente, a instancias del embajador de Alemania, el señor Cánovas (1880).

    El resultado de la Conferencia no pudo ser más desastroso para nosotros. Apoyada Francia por Alemania—después de haber declarado Bismarck que su país «no tenía intereses especiales en Marruecos»—, fue derrotado el Sultán, juntamente con sus auxiliares Inglaterra y España. El representante de Francia, almirante Jaurés, declaró que su Gobierno no estaba dispuesto en manera alguna a renunciar a su derecho de protección. Con tal motivo prorrumpieron en clamores de triunfo los admiradores dé Cánovas, al lograr el mantenimiento del «statu quo» en el imperio africano, pero la verdad era muy distinta. Lo que había hecho Cánovas era darle la victoria a Francia, y pasar nosotros por la humillación de que arrimándose Muley Hassan al sol que más calentaba nos volviera la espalda. Así fue como al buscar instructores para sus askaris solicitara oficiales franceses e ingleses, sin acordarse para nada de los nuestros. «Indudablemente, escribe a este propósito el eminente historiador don Jerónimo Beker, había cambiado mucho nuestra situación en Marruecos, y disminuido de un modo notorio nuestra influencia».

    Cayó Cánovas y subió Sagasta. No estaba resuelta aun la cuestión de Santa Cruz de Mar Pequeña [Sahara Occidental frente a Canarias], y propuso Hassan que renunciáramos a aquel derecho, ofreciendo en compensación una importante suma, pero no se avino a ello nuestro Gobierno. Envióse otra comisión y se obtuvo igual resultado negativo, en punto a descubrir donde paraba el tal lugar. Díjose si Francia hacía presión sobre el Sultán para que no pudiéramos instalarnos en aquel trozo de la costa del Sur, y así lo confirmaba su indiferencia a nuestras reclamaciones cuando los asesinatos de millares de españoles por Bu Amema en el Sahara oranés, la silba con que había sido acogido en París don Alfonso XII y los entremetimientos del cónsul francés en Tánger, M.Ordega, al procurar humillarnos por todos los medios posibles y aumentar de continuo la influencia de su país. Resquemores, sin duda, por no haber aceptado Prim, después del 4 de septiembre, la alianza ofensiva y defensiva contra Alemania propuesta por el Gobierno de París, por mediación del conde de Keratry.

    Pasaron muchos años y ocupando de nuevo Sagasta en 1887, la presidencia del Gabinete, y siendo ministro de Estado don Segismundo Moret, bajo la regencia de doña María Cristina, hubieron todas las cancillerías de Europa de sentirse grandemente alarmadas al anuncio de que España estaba reuniendo en Algeciras un cuerpo de ejército para el refuerzo de nuestras posesiones allende el Estrecho, en previsión de lo que podría ocurrir si moría el sultán Muley Hassan, a la sazón gravemente enfermo.

    La prensa francesa se mostraba enfurecida, atribuyendo unos el hecho a influencias del «partido militar español», diciendo otros, que obrábamos movidos por Alemania, o bien, que Francia, Alemania e Inglaterra se opondrían en absoluto a que pusiéramos la mano sobre Marruecos. A su vez, propalaban los alemanes que nos habíamos puesto de acuerdo con Italia. Pero de pronto cambió la decoración de la manera más repentina: ‘Le Temps’ afirmaba el perfecto acuerdo en que se hallaban Francia y España respecto a la cuestión de Marruecos, otros reconocían que la única nación que tenía verdaderos intereses allá éramos nosotros, y aun ‘Le Fígaro’ sostenía que España debía conquistar el Moghreb. Y en igual sentido se expresaban los Gobiernos de Inglaterra, Alemania e Italia.

    ¿A qué venía tan radical transformación? Tal vez pudiera explicarse por los temores de que a consecuencia del incidente de frontera Schrebel, entre Francia y Alemania, estallara la guerra, y no convenir a nadie indisponerse con nosotros, que por entonces representábamos cuando menos, un poderío más o menos hipotético, con tanto mayor motivo en cuanto Francia no contaba aun con la alianza rusa, ni se había llegado a la entente cordiale con Inglaterra, sin que tampoco Alemania- estuviese muy segura de la Tríplice.

    «Ante tan significativa actitud, escribe el señor Reparaz en su citada obra, nuestro Gobierno que al principio se mostrara dispuesto a cualquier arrojada iniciativa, creyó llegado el momento de declarar que no pensaba adoptar ninguna verdaderamente peligrosa, que pudiera agravar la crisis marroquí».

    Restablecióse Muley Hassan y volvió a quedar en sosiego Europa, pero no tardó mucho el señor Moret en provocar un nuevo incidente, propio de su asombrosa ligereza. Hay al oeste de Ceuta, pasada Punta Leona, una isla llamada del Perejil, que con fundamento se cree ser la famosa isla de Calipso, a donde fue a parar Ulises en su azarosa odisea, y sin encomendarse a Dios ni al diablo, dispuso que fuese a tomar posesión de ella una comisión, siendo así que jamás habíamos ejercido allí señorío. Procedióse a continuar unas obras, pero acudieron unos moros de Tánger y las derribaron. Reconoció el Gobierno su error y mandó se retirase la gente allí enviada; alborotó la prensa, a igual de cuando lo de las Carolinas, pero como no había ambiente africanista en el país, éste recibió el abandono con la mayor indiferencia. Tal fue el resultado de la gran campanada dada por el señor Moret al enviar tan numerosas tropas a Algeciras.

    A. OPISSO
    Última edición por ALACRAN; 03/06/2016 a las 14:57
    Pious dio el Víctor.
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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