Reproduzco a continuación el Capítulo 5 (El motín de Esquilache -páginas 105-126) del libro "Meditaciones sobre la sociedad española" (Alianza Editorial, 1966) del filósofo orteguiano Julián Marías.

La razón principal de traer aquí el texto del capítulo radica sobre todo en el contenido del manuscrito que en él se transcribe, más que en las discutibles interpretaciones que saca del mismo el pensador demoliberal, autor del libro.

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“Meditaciones sobre la sociedad española”, Julián Marías.

Capítulo 5

El motín de Esquilache



1. Un Consejo de Guerra en 1766

Hace exactamente doscientos años ocurrió uno de los sucesos más extraños y peor interpretados de la historia española: el motín de Esquilache, o de las capas y los sombreros. Lo que pasó es bien conocido; lo que aquello significaba resulta tan enigmático que todavía nos seguimos preguntando por sus causas, sus autores, sus designios.

Es sabido que desde tiempo atrás el Gobierno español deseaba transformar muchas cosas de la vida nacional, y una de ellas era la manera de vestirse de las clases populares, sobre todo de los madrileños. Las capas enormemente largas, que permitían un concienzudo embozo bajo el cual todos podían esconderse; los grandes sombrerazos de ala anchísima, el llamado sombrero gacho o, mejor, chambergo, que ejercía una demasiado eficaz protección y vertía impenetrable sombra sobre el rostro. El rey Carlos III, a la vez que establecía, no sin protestas, el alumbrado público, quería levantar las alas que ocultaban los rostros de sus vasallos: el espíritu de la Ilustración, de las luces, por ser verdaderamente sincero -la gran fe de la época- descendía a los detalles más materiales y humildes.

Yo pienso que estas razones utilitarias -seguridad pública, conveniencia de que se pudiera reconocer a los delincuentes- no eran más que apariencia: la justificación “objetiva” de otras razones más hondas, “estéticas”, “estilísticas”: los hombres del Gobierno de Carlos III sin duda sentían malestar ante aquellos hombres tan de otro tiempo, tan distintos de lo que se usaba en otras partes, tan arcaicos. Yo creo que la aversión a la capa larga y al chambergo era una manifestación epidérmica de la sensibilidad europeísta y actualísima de aquellos hombres que sentían la pasión de sus dos verdaderas patrias: Europa, y el siglo XVIII.

Frente a esto, el “popularismo”, el sentimiento de lo “castizo”, el apego a las viejas formas entrañables. Sí, ya sabemos -Ortega lo comentó con gracia y penetración hace muchos años- que el “chambergo” era el sombrero que había importado, en tiempo de Carlos II, la guardia flamenca del general Schomberg; que el castizo y madrileñísimo sombrero era extranjero y reciente. También el baile castizo de Madrid a fines del siglo pasado era el “chotis”, y “chotis” es… schottisch, es decir, “escocés” ¡dicho en alemán!, algo de Escocia pasado por Alemania. Lo interesante es que, a pesar de ello, estas cosas son sentidas, vividas como propias, tradicionales y castizas.

Cuando el ministro italiano marqués de Esquilache (Squillace) decidió pasar a las vías de hecho, las cosas se pusieron graves. Es sabido que se prohibió a rajatabla el uso de la capa larga y el chambergo; las guardias walonas, acompañadas de sastres, se acercaban a los madrileños que transitaban solos o en pequeños grupos con la vieja indumentaria. A un portal; dentro de él, el sastre, apoyado por la fuerza de las armas, cortaba los bajos de la capa, dejándola de una longitud “europea”; en cuanto al sombrero, la cosa era sencilla: una diestra aguja daba unas puntadas uniendo el ala con la copa, por detrás y ambos lados, un poco hacia delante; el chambergo quedaba “apuntado”, convertido en un tricornio o sombrero de tres picos.

La resistencia del pueblo de Madrid no se hizo esperar. Por lo pronto, los madrileños deshacían las puntadas del sombrero, y sus alas volvían a sombrear sus caras morenas (la capa tenía peor arreglo); cuando las cosas pasaban al revés, quiero decir, cuando los guardias eran pocos y los hombres del pueblo muchos, el pueblo pasaba al ataque; las fuerzas armadas usaron fusiles y bayonetas; las gentes de Madrid, piedras, navajas y otras armas. Hubo muertos y heridos. Cuando se quiso recordar, una buena parte del pueblo de Madrid estaba en armas y el Poder real se sentía amenazado, cosa inaudita en aquella época.

¿Quién instigó al pueblo? ¿Quién organizó el motín? ¿Hubo un plan bien urdido que dirigió los acontecimientos? Todavía no están las cosas claras, y no seré yo quien las esclarezca. Tampoco me importa demasiado. Me interesa en cambio precisar la significación social de este hecho insólito ocurrido hace dos siglos justos.

*

Entre los manuscritos del siglo XVIII que poseo -uno de ellos, apasionante, es ya conocido, porque lo publiqué en mi libro La España posible en tiempo de Carlos III (Madrid, 1963; incluido en Obras, VII)- hay uno que puede ayudarnos a preguntarnos por lo que fue el motín de Esquilache. Es bien sabido que pulularon por Madrid, y por toda España, innumerables papeles anónimos, que se copiaban y pasaban de mano en mano, en los cuales se referían los sucesos, episodios de ellos o interpretaciones de los mismos. Las versiones difieren; muchas son tendenciosas; pero a veces dejan pasar lo que a sus autores no les interesaba y a nosotros sí: los supuestos en que se revela la estructura social de la época.

Este manuscrito a que me refiero tiene sorprendente viveza y dramatismo; está mal escrito, con anacolutos, imprecisiones y errores en algunos nombres; la ortografía -como era frecuente en la época- es caprichosa. Lo más interesante es que conserva con extraña frescura las reacciones de los diferentes personajes que, convocados con urgencia por Carlos III, se reunieron en Palacio, el 24 de marzo de 1766, para decidir qué debía hacerse ante la tremenda amenaza. Nos parece asistir a una dramática escena. Voy a transcribir literalmente, conservando las peculiaridades del manuscrito, este relato, para intentar después extraer las consecuencias sociológicas que de él se derivan.


“Consejo de Guerra que se formó en Palacio el lunes 24 de marzo del año de 1766, compuesto por los señores, Duque de Arcos, Marqués de Pliego, Conde de Gazola, Don Francisco Rubio, Marqués de Sarria, Conde de Revillagigedo y Conde de Oñate, a quien abilitó S.M. por no ser militar, y votarse presidido de S.M.

“Este Consejo hizo presentes las súplicas del pueblo, y lo que el Padre Cuenca havía añadido; y, para determinar y resolver con más acierto, los encargava a todos, que, con toda libertad, dixese cada uno su parecer. En vista de este mandato, se empezó a votar por el más moderno que era el Duque de Arcos, quien dixo, era en desdoro de la Magestad, el que los Vsallos, y más, un Pueblo, que tantos beneficios devía a S.M., se pusiese a capitular con el Rey, con tanto descaro; en cuyo supuesto, era de parecer, se mandase a la tropa, así de Cavallería, como de Infantería, pasase a cuchillo a cuanta Gente encontrase desde la Plaza, hasta Palacio y Puerta del Sol, y sitio donde se hallavan las Gentes que contenían el Motín, con cuyo hecho, escarmentarían los demás, y se dava exemplo a los demás pueblos, quienes, si no se hacía eso, se irían levantando cada día, a exemplo de Madrid; y executándolo, quedava la Magestad q. le es devido.

“En el semblante de el Rey, se le notó el orror que le causava tal carnicería, y sin demostrarlo con las voces, mandó, a quien se seguía, expusiese su parecer; y fue el Coronel de Walones Conde de Pliego, a quien dominava la pasión y deseo de vengar su ira contra el Pueblo, por lo executado por sus soldados; y, en su consequencia, se adirió en un todo al parecer del Capitán de Guardias Duque de Arcos.

“A este se siguió el Comandante de Artillería Conde de Gazola, quien confirmó, con su parecer, a los dos antecedentes, añadiendo, que se sacase, con toda brevedad, la Artillería, de su almacén de la puerta de los Pozos, y que se plantase una junto a Santa María, y otra en la Puerta del Sol, las que jugando, a un tiempo, se acavaría luego la maniobra.

“Hízole callar el Rey, y mandó al Marqués de Sarria, que votase, el qual empezó, poniéndose de rodillas, y dexando el bastón a los Pies del Rey, dixo: Primero que permita poner en execución la crueldad por los tres primeros votos determinada, dexando a estos Augustos Pies mis honores, mis empleos, y este Bastón, seré el primero que me empiece, por mí, el rigor: En cuya consequencia (prosiguió levantándose) soy de parecer, que al Pueblo se le dé gusto en lo que pide, mayormente, quando lo que pide, es tan justo, y lo suplica a un Padre tan Piadoso, tan Benigno, y tan Misericordioso, como V.M.; Por lo que, doy por concluydo todo este alboroto, y, en su defecto, aquí está mi caveza.

“A este parecer se arrimó el Comandante don Francisco Rubio; y le confirmó en todos sus pareceres.

“Siguióse el Conde de Oñate, quien la tomo por lo Carmelita, diciendo: Aunque estubiéramos en aquellos payses y Reynos, donde nos cuenta las Historias, que Reynavan aquellos Monarcas Ydólatras, que tenían fixados sus mayores gustos, en ver correr, delante de sus encarnizados ojos, arroyos y ríos de sangre humana, no se havían de dar semejantes pareceres, como los tres primeros; quanto más, en una Corte tan Cathólica, donde Reyna un Monarca tan Christiano, tan Piadoso, y tan inclinado a derramar Piedades: Y así, Señor, Piedad, Misericordia, y condesciéndase con el Pueblo, que, a grito herido, no se oye otra cosa más que Viva el Rey; y, si ha llegado el caso de ablar claro, se quexava el Pueblo con razón, pues se veía desollado por el Ministro. A fuerza de las continuadas injusticias, como, cada día, hacía con los Vasallos de V.M. y que, herido con tan azeradas puntas, no era mucho, se quexase de sus procedimientos, pidiendo su exterminio: Y que, no havía prueba más clara de la fidelidad, como la de ver, que pudiendo, por sus manos tomar venganza de tantas injurias, como lo hacían otras Cortes, no lo havían hecho, antes, se la pedían, con toda sumisión, a S.M. como Padre Piadoso: Y que este era su parecer, y quanto en el asunto se le ofrecía, con lo que calló.

“A este se siguió el Conde de Revillagigedo, quien empezó, con mucha parsimonia, diciendo: Quando los hombres están poseídos de algunas pasiones que los dominan, no deven ser atendidos sus votos en asuntos de tanta importancia, y mucho menos, si a esto se agrega la poca experiencia, o ya, por sus pocos años, o ya, porque les faltaron ocasiones de haverse visto en semejantes lances; si no es, que también digamos, que los tales, nunca son buenos para Padres de la Patria, unos, por tener muy fogosa la sangre, y otros, por ser poco inclinados al Pays donde se hallan. De esta clase, Señor, son los tres señores que dieron los primeros votos que con tanta paciencia ha escuchado V.M. Pues, venerando sus altas y distinguidas circunstancias, diré, Señor, y con licencia de V.M., no lo que alcanzo en su contra: Esta mañana, los Guardias de Corps, fueron apedreados, algunos de ellos, por el Pueblo, y los Guardias Walones, perecieron, algunos de ellos, por el mismo; El Gefe de estos dos distinguidos Cuerpos, son, los señores Arcos y Pliego, de que se sigue, que, por lo natural, han de tenerles inclinación; con lo que, encontramos ya con dos de la clase de los que arriva dixe, quienes devían, según previene la Ley, ser recusados, según, por estar posehidos del deseo de venganza, deviendo haverse acordado, que si cometió el Pueblo el primer desacato, ha sido, porque primero fue tratado con poca humanidad; los Guardias de Corps dieron algunas cuchilladas, y los Walones llenaron de heridos los hospitales; calles y casas de varios muertos: Y, no es mucho, que visto por el miserable pueblo el estrago final, procurase algún despique, por dos razones. tanbién, no deve ser atendido el voto del tercero; la primera, por la primera, por no ser natural de estos Reynos, y sí, de un Pays que vituperava al Pueblo; Y la segunda, por ser patriense del Ministro a quien clamavan por su exterminio; De cuyas circunstancias resulta, Señor, estar apasionado, y, por consiguiente, posehido del deseo de venganza: De manera, Señor, que atendidas todas sus circunstancias, no deven ser atendidos, en nada sus votos, pues con ellos no atienden al bien público, ni a la quietud del estado; La evidencia de todo eso es la poca experiencia, y se viene, Señor, a los ojos.

“Supongamos que se ponían en execución sus dictámenes, y que, para ello, fuese dable que viniesen prontamente, quantas tiene V.M. en sus Dominios, pues, con las q. están presentes, no son suficientes, ni ahun para intentar la hazaña, quanto más, para empezar; supongamos al Pueblo, también desarmado totalmente. ¡Que Dios, y ellos saven, las armas q. cada uno tiene a la hora de esta, y más, con los lances de esta mañana: Demos por empezado el terrible lance y cruel carnicería, y que entren por las calles llevándose por los filos de la espada, o del fuego, a todo viviente: Con las texas, Señor, con las texas solamente no quedaría hombre ni cavallo que no muriese; y luego, qué resultas no quedarían, lo más, los enemigos de Dios y de estos Reynos; Demos que no sucediese así, sino, que lograva su intento, pasando por el rigor a millares de personas las más, y de menor número inocentes. Después, qué consequencias tan fatales se seguirián? O! Dios libre a V.M. y a todos sus Vasallos de semejantes infortunios, por su infinita Piedad; No Señor, no use V.M. y execute sus grandes talentos de Piedad, de Cathólico, y de Misericordioso, derramando Piedades, y no, fulminando Rigores, pues de este modo le hará Dios a V.M. y a todos sus Reynos y superior excelsa posteridad; Pero, más vale pasar en silencio el río de males que sobre todos llovería; y así, Señor, atiéndase al Pueblo, que a descompasados gritos, y abrumados de las insoportables cargas, dicen, Que viva V.M., que viva la Fee Cathólica, y que viva el Reyno; Fuentes, de donde esperan, confiados, que ha de venir su remedio.

“Este, después de Dios, está en manos de V.M. Enseñarle al Pueblo su Real Persona, por cuya vista suspiran y anelan; condescienda V.M. con sus justas pretensiones: Vean, asimismo, la vista del Príncipe y sus Amabilísimos Hermanos, todos, dignos Hijos de V.M., con lo que clamarán sus voces, se aquietarán sus amotinados, y todo vendrá en bonanza y serenidad. Este, Señor, es mi parecer, que todo pongo en la alta comprensión de V.M.

“Levantóse el Rey muy animoso, y se dio por concluydo el Consejo; A esto se siguió, salir una orden, para q. se retirasen los Walones, dexando entrar al Pueblo en la plazuela de Palacio, la qual fue puesta, al instante, en execución, poniéndose aquellos, a espaldas de los Guardias Españoles, y entrando este, en tanto número, que no cavía en dicha Plazuela. Executada esta orden, vino otra, para que subiesen algunos al gran salón de los Reynos, donde está S.M. con toda la grandeza.

“El primero que llegó a postrarse a los pies del Rey, de 14 que subieron, fue un Zapatero calvo y viejo, con la ropa de su oficio, que visto por S.M., le preguntó, Qué quieres? a lo que respondió, con mucho desenfado, pero, con gran sumisión y sin turbarse: Señor, lo que el Pueblo de Madrid quiere y pide a V.M. es lo que contiene un papel, que ha trahido, desde la Plaza, aquel Religioso (señalándole a el mismo que también estava allí presente). A esto dixo el Rey, ya lo he visto, todo os lo concedo, menos el salir a la Plaza; Ynterpúsose Oñate, diciendo: No se le ponga a V.M. reparo alguno en salir, pues pongo mi caveza, quando el Pueblo cometa el más leve desacato, en cuanto a los Españoles digo, más que víctores y aclamaciones. A(ta)jóle el Padre Confesor, diciéndole, entre los Doze Apóstoles, todos muy queridos de Dios, y que todos mostravan adorarles, se levantó Judas, que con beso de paz lo vendió: Qué savemos, si entre tanto Leal Español, avrá algún Judas estrangero, que, por denigrar a la Nación, cometa alguna alevosía? Y entre estas dudas, no es conveniente, que la Persona de V.M. se exponga.

“Pues, Señor, prosiguió el Calvo, a lo menos, salga Nuestro Rey y Señor al balcón, donde, la Gente que está en la Plazuela, tenga el gusto y amor de verle, y gozar de su Persona.

“Respondió el Rey: Bien, id con Dios, que hasta en esto, os he de dar gusto; Baxóse la Gente, y a breve rato, salió el Rey con toda su Real Familia, menos la Reyna Madre, y se pusieron todos, en sus respectivos Balcones, a la vista de el Pueblo, el que levantó el grito de Viva, sin cesar; Y al cavo de algún corto tiempo, hizo seña el Rey, que callasen; Y después de haverse limpiado las lágrimas, por dos veces, dixo en alta voz que: Hoy Hijos, todo os lo concedo de muy buena gana, y os doi Gracias, por el afecto q. me mostrais.”

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Este es el manuscrito. Y ahora hay que preguntarse qué deja al descubierto, sin pensarlo, de la sociedad española de 1766.



2. El Estado y la sociedad

El manuscrito en que se relata el Consejo de Guerra convocado por Carlos III el 24 de marzo de 1766 no termina con esta narración. Recoge al final un par de muestras de las coplillas satíricas que se compusieron entonces para celebrar la derrota y destierro del poderoso D. Leopoldo de Gregorio, Marqués de Esquilache. El texto es el siguiente:


“Cuando Esquilache iva huyendo a Cartagena iva entonando esta Jácara.

Jácara

Algún tiempo mucho fui
ya cosa ninguna soy,
pues, se cagará en mi hoy,
quien temblaba ahier de mí;
Ruedo hoy, ayer subí,
hoy huir, ahier mandar,
mas, puesto a considerar,
justo mal se me señala,
pues una cosa tan mala,
en qué havía de parar.

“Depuesto Esquilache, dixo un indiferente, este elegante

Soneto

Ayer se vio Esquilache respetar,
pero, a bien que no es hoy, lo que era ayer,
que hoy, ni el más infeliz le puede ver,
y ayer, le iva la Corte a cortexar.

Al Reyno, ayer, osava governar,
al Pueblo ruin, tiene hoy que obedecer;
y, hoy no encontrava pies para correr,
quien, ahier, no se dio manos para mandar.

Se presentava ahier con hinchazón,
y hoy, por las turbulencias de un motín,
quisiera parecer un Pobretín.

Mas, porqué ha de tener tan triste fin?
Porque engordó muy bien, y era razón,
le llegase también su San Martín.”


¿Qué nos dicen estos textos de hace dos siglos? Los versos satíricos se parecen extrañamente a todos los que se han compuesto en circunstancias parecidas, por lo menos desde el final de la Edad Media hasta el siglo XIX; es evidente su convencionalismo y falta de interés -y esto es lo más interesante. Volvamos al relato transcrito. El más joven de los que intervinieron en él era el Duque de Arcos (1726-1780), un hombre de cuarenta años; el más viejo, y la figura más importante, el primer Conde de Revillagigedo, que había sido Capitán general de La Habana y Virrey de México, y que tenía ochenta y cuatro años (1682-1768). Son, pues, hombres de varias generaciones, el último formado en tiempo de Carlos III, con una larga experiencia de servicios militares y políticos. El Conde de Gazzola, italiano, era un militar distinguido, fundador de la Academia de Artillería en Segovia, traído de Nápoles por Carlos III y que representaba, como Grimaldi, como Esquilache, la técnica de la administración “importada” por el rey y no arraigada en el país.

Es interesante que los tres primeros opinantes no admiten el diálogo con el pueblo, consideran el levantamiento un desacato, confían todo a la fuerza de las armas. En los cuatro restantes predomina una consideración más compleja, determinada por razones de piedad y humanitarismo, aversión a la violencia, espíritu de justicia y, finalmente, consideraciones técnicas y de prudencia. La actitud de los primeros se puede resumir así: “Esto no se puede tolerar”. La de los segundos tiene varios planos o matices. Primero: “No se puede cometer una atrocidad”. Segundo: “El pueblo amotinado tiene razón”. Tercero (este es el punto de vista particular del Conde de Revillagigedo): “El motín es una cosa muy seria y que no se puede dominar meramente por la fuerza”.

El primero de estos puntos de vista responde a lo que significó en España el siglo XVIII -un rasgo que no se ha solido subrayar-: la falta de violencia. La historia de España ha sido con frecuencia violenta y hasta sangrienta en muchos periodos; el XVIII es una sazón de extraña apacibilidad, de respeto a la vida humana, de moderación. Desde el final de la Guerra de Sucesión -que es una guerra y en la que perdura aún el viejo espíritu- hasta la invasión napoleónica de 1808, durante casi cien años, hay un mínimo de violencia en España, un máximo de convivencia pacífica; no hay revoluciones, ni represiones sanguinarias, ni atentados, ni ejecuciones; incluso la Inquisición reduce a un nivel muy bajo su virulencia; la mejor prueba de ello es la impresión que produjo algo tan venial -si se lo compara con los usos del XVI y XVII- como el autillo en que fue condenado Olavide, al cual se le dieron bien pronto los medios de escapar.

La segunda consideración descubre una preocupación por algo que va más allá de las relaciones de poder: la justicia. El pueblo de Madrid está amotinado; antes de decidir que hay que reducirlo a la obediencia, estos hombres de preguntan: ¿por qué? Y encuentran que en conjunto hay una base de justificación, que ha sido tratado inadecuadamente, que tiene motivos de queja. El uso de la fuerza contra la razón -al menos un torso de razón, aunque el amotinamiento sea en sí mismo inaceptable- parece inadmisible a estos hombres de 1766.

Finalmente, el Conde de Revillagigedo no comparte el optimismo de los consejeros belicosos. Estos creen que las tropas resuelven la cuestión en un periquete; el Conde de Gazzola, que confía en su Artillería, piensa que con dos baterías bien manejadas se acaba el motín. Revillagigedo piensa lo contrario: que la cosa es muy grave, que el pueblo es numeroso y está ya bien armado, que los soldados recibirán nubes de piedras y tejas y no podrán desenvolverse; que el espíritu de rebelión cundirá; en suma, que el Poder público está seriamente amenazado. Esto es lo más importante. ¿Quiere esto decir que en pleno siglo XVIII la función del mando aparece como vulnerable, expuesta a una amenaza popular? Con esto entramos en lo más delicado de la cuestión.

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¿De qué Poder se trata? No del Poder real. El motín se hace contra Esquilache y en nombre del Rey, dando vivas a Carlos III. Hay una hostilidad popular contra el aparato estatal, representado por el ministro, pero esa hostilidad se apoya en el Rey. Y ocurre preguntarse: la opinión pública del siglo XVIII ¿considera al Rey como parte de ese aparato estatal? Dicho con otras palabras, ¿hubiera aceptado, hubiera entendido que se llamara al Rey “Jefe del Estado”? ¿No era más bien “cabeza de la Nación”? Dicho con otras palabras, si distinguimos -lo que no se hacía entonces con claridad, ni todavía hoy con la suficiente- entre la sociedad y el Estado, ¿no es el Rey cima de la sociedad, no pertenece a ella? Sólo esto explicaría la compacta, firmísima legitimidad de la monarquía del siglo XVIII, basada en un pleno consensus social. Y esto mostraría también que al producirse un quebrantamiento de ese consensus, y por tanto de la legitimidad social, la única salida, el único remedio eficaz, fuera la expresión explícita de ese consensus social, es decir, la democracia. Esto es lo que Fernando VII y sus consejeros no pudieron ni quisieron comprender, al destruir la obra de las Cortes de Cádiz; pero resulta bien claro que fueron ellos los que destruyeron la legitimidad de la monarquía, sustituyendo el viejo consensus, ahora democráticamente renovado y restablecido, por la arbitrariedad de un poder personal, enteramente ajeno a lo que había sido la monarquía.

Carlos III es la suprema instancia social a la cual recurre el pueblo -es decir, la nación- frente al atropello o la violencia del Estado. Lejos de formar cuerpo con el aparato del Estado, el Rey lo constituye con el pueblo; y esto es lo que se entendía por Constitución, antes de que hubiera ningún texto legal llamado así. La Constitución escrita, la ley constitucional, es una vez más la expresión explícita de esa realidad, la nueva versión democrática que se hace necesaria. La democracia moderna, lejos de ser una destrucción del orden antiguo, es su reconstrucción, una vez que ha sido quebrantado por la arbitrariedad, el abuso y el despotismo.

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La cosa resulta todavía más clara si se recuerda el contenido del motín de Esquilache, la causa ocasional que lo desencadenó. Se trataba de la imposición de una manera de vestir. Ahora bien, el modo de vestir es un uso, se entiende, un uso social. Es la sociedad la que, con sus presiones vagas y difusas, pero no menos enérgicas, regula cómo se visten las gentes. La intervención del Estado era un caso clarísimo de usurpación de funciones sociales. Y esto no se admite, no lo acepta nunca una sociedad elástica y vivaz.

Los fiscales del Consejo de Castilla, cuando fueron consultados sobre la consecuencia de dictar el bando de Esquilache, fueron mucho más perspicaces y prudentes. Sabían que “las capas largas son de reciente introducción”, y les parecía bien que se usara la corta, que además de sus ventajas era la verdaderamente tradicional; pero advertían: “verdad es que desde aquel año (1745) ha cundido la capa larga en todo el reino, y la reforma es muy difícil, y pide tiempo y medios: al contrario las capas cortas fueron el traje general de esta nación, con ropilla y espada”. Y, conociendo el funcionamiento de la realidad social, añadían los fiscales: “Que en adelante las capas que se hicieren después del bando sean cortas, de modo que les falte una cuarta o poco menos para llegar al suelo. Que la pena sea sólo de un peso por el sombrero redondo que se aprenda…”.

Unos meses después, ya terminados los motines -a veces violentos, y que suscitaron alguna dura represión- que se produjeron en otros lugares de España, fue nombrado Presidente del Consejo y Capitán general de Castilla la Nueva el Conde de Aranda. Este, además de remediar muchos abusos, tomó la vía social para modificar el traje español: pidió amistosamente a las personas distinguidas -grandes, altos funcionarios, etc.- que adoptasen la capa corta y el sombrero de tres picos; cuando estuvieron estas prendas de moda en los estratos superiores de la sociedad, persuadió a los representantes de los Cinco Gremios mayores a que hicieran lo mismo; el 16 de octubre de 1766 convocó en su casa a los representantes de los 53 Gremios menores para expresarles cuánto le complacería que adoptasen el nuevo traje; la persuasión, actuando de arriba a abajo, consiguió en pocos meses la transformación que había amenazado con ser causa de un tremendo trastorno político. Se cuenta, aunque no parece fácil comprobarlo, que el verdugo y sus ayudantes usaban entonces la capa larga y el chambergo, para completar su desprestigio social. Aunque no sea cierto, basta con que se haya pensado en ello para que resulte claro el sentido general de este proceso.

Si releemos el diálogo entre el zapatero calvo, con la ropa de su oficio, que hablaba “con mucho desenfado, pero con gran sumisión y sin turbarse” y Carlos III, Rey de las Españas, podemos ver, en las líneas de este viejo manuscrito, una interpretación de las relaciones entre la sociedad y el Estado, una teoría del Poder, una diferenciación entre lo que es fuerza y lo que es autoridad, que quizá tienen validez más allá del siglo XVIII.