LA HORA DE LA VERDAD
19- Marzo-1937
"Todo el constitucionalismo de un cuarto de siglo arranca de la idea artificial de un Rey y un pueblo que pleitean por el Poder."
(José M.ª Pemán: "Cartas a un escéptico en materia do formas de gobierno.")
Releyendo el libro de Pemán en que figuran las palabras transcritas, he sentido una terrible melancolía: la de haber acertado con mis amigos de Acción Española, y la de haber comprado el acierto al precio de la vida de muchos de ellos y del dolor y la ruina de España. Y es preciso,—todo propósito de vanidad aparte—, es preciso decir a los cuatro vientos que hemos acertado, y que fuimos los únicos que acertamos, para no correr el riesgo de iniciar una aventura nueva, de adentrarnos como si nada hubiese pasado en una nueva ruta peligrosa o estéril.
La República, en su segunda experiencia, ha sido lo que fatalmente tenía que ser, lo que fué en su primera encarnación española, y ha sido siempre a lo largo de los siglos XIX y XX, en todos los países que cayeron en la superstición rusoniana, con los inevitables remansos engañosos en que su corriente parece amansarse y no hace sino ocultar traidoramente sus reservas destructoras: la religión de la envidia. Por eso su padre, Juan Jacobo, al llegar a la última consecuencia de su construcción políticosocial, con la definición de la ley, como suma de las voluntades particulares de los ciudadanos, dio a los envidiosos su arma definitiva: aquella con la cual podrían conquistar el Poder público, valiéndose de los votos de los más, las minorías ilustradas que, en frase de Louis Madelin, odiaban más que a los privilegios, a los privilegiados.
Ya, desde entonces, la conquista de la igualdad,—los humildes la querían ante la justicia y el reparto de los impuestos, pero como concesión real—, sirvió de pretexto para tratar de alcanzar la libertad, con que habrían un día de desalojar la Realeza de su Trono para sustituirla en la gerencia de los negocios del Estado. El instinto popular seguía viendo en la Corona la única protección a su alcance contra los desmanes de los poderosos, pero la burguesía liberal de las profesiones científicas y literarias ya proyectaba su traición al pueblo, porque rotos los diques de la conciencia y erigida la razón individual en brújula de la verdad, no había sino falsear la aritmética electoral para poder llegar a sustituir el calumniado absolutismo de los príncipes, por lo que Pemán llama "el absolutismo de la irresponsabilidad moral". Y este reinado entregaba el país atado de pies y manos a los voceros de la democracia y de la República.
Tuvo que venir, en primer lugar, la campaña de descrédito del principio hereditario, medula de la Monarquía, para poder así pasar de la concepción—tan anclada en la conciencia popular—del poder unitario y continuo, a la otra concepción del poder disperso y electivo, pasando por el intermedio de las Monarquías constitucionales—de las que decía Veuillot: "Monarquía, una cabeza para mandar, y constitucional, un lazo para estrangular el mando"—, en que se conserva la herencia, pero adulterada por el sistema electoral, que imprime su desconcierto y su inmoralidad al régimen en que Rey y Pueblo aparecen como contrincantes que pleiteasen eternamente por el Poder. Del mundo anglosajón llegaron los primeros y certeros disparos. Fué la Masonería inglesa, pasando a Francia en alas de la moda, y, fué Benjamín Franklin, quien en París hizo el elogio y creó el mito de la "buena revolución", y combatiendo en la Sociedad de Cincinnatus el designio de crear entre los antiguos combatientes de la guerra de la independencia americana una aristocracia militar, dio lugar a Mirabeau para lanzar, en 1784, el primer ataque al principio de la herencia y el primer elogio del falso dogma de la igualdad.
Cuatro años después, Francia estaba ya dispuesta para la experiencia de los Estados generales y Luis XVI, concediendo doble número de, diputados al Tercero, y tolerando más tarde la deliberación conjunta de los tres órdenes y el voto por "cabeza", abrió las esclusas de la Revolución. La paz de Europa, sacudida más tarde de nuevo por el vendaval del Imperio, ya no volvería a ser una realidad. Las naciones disfrutarían, sí, de lo que Spengler había de llamar con frase feliz "anarquía hecha costumbre", de aquello que designado como 'democracia, parlamentarismo o self-government de los pueblos, no era de hecho sino la inexistencia de una autoridad consciente de su responsabilidad, de un Gobierno, y con ello de un verdadero Estado".
¿Sería ocioso recordar en este momento, como evocación del máximo sentido de responsabilidad política, esta frase de José María Pemán: "'La Monarquía hereditaria es la única forma de gobierno que ha logrado instaurar en las cimas del Estado un magistrado que lleva fatalmente sobre sí, como en seráfica imprimación, las llagas y los dolores de la Patria"?
Y llegó para España su 14 de abril, aquella feria de envidiosos, aquel día triste en que un consejero del Rey pudo decir en público': "Resulta que España era republicana", y otro: "Aquí sobramos el Gobierno y el Monarca", y a pesar de lo que esto representaba de inmoralidad política y de indigencia de principios, frente a los enemigos de la familia, de la propiedad y el orden, se creó el partido de la accidentalidad de las formas de Gobierno [CEDA, Gil-Robles]. "Hubiera sido preferible, frente a la catástrofe—escribe el autor de las "Cartas a un escéptico"—el crear un partido de héroes. Pero no había tiempo que perder, y hubo que formar con lo que había a mano, un partido de indiferentes..." Un dualismo de forma y fondo, viejo resabio luterano, llenó de frialdad los ámbitos de una lucha que nacía así, con perspectivas largas y frías.
Pemán, en la más bella de sus Cartas, en la primera, aduce una serie de razonamientos para demostrar que la forma es lo que imprime a las cosas un destello de divinidad, y que considerar accidental lo que precisamente sella con su beso anímico y hace humanas abstracciones de la materia, del fondo de las cosas, es algo tan absurdo como combatir a los enemigos de la Religión, la Patria, la Familia, la Propiedad y el Orden, desde el terreno movedizo del instinto. Y así tuvimos los templos incendiados y la escuelas sin Cristo; la familia, atacada por el divorcio y la casa por los malhechores, el orden trocado en anarquía, y la Patria invadida por el extranjero. ¡Inconvenientes de asignar la misma consideración moral a la estatua y a la piedra lanzada contra ella y de pensar que, roto el vaso que la moldeaba, el agua puede ser otra cosa que un charco en el suelo!
Había la superstición de la buena República, y también, el mito de la deificación del Estado, como una meta capaz de unir a todos los fracasados. Es lo que Tardieu llama la alianza "del hecho electoral y la doctrina estadista". El hecho mantiene al ciudadano, al envidioso, en calidad perpetua de candidato; la doctrina reaviva la esperanza de los que vieron nacer y morir todos los programas, con el señuelo de un Estado hiperbólico y todopoderoso. El hecho exige que se conceda al elector un derecho indiscutible sobre el Erario público, por medio del elegido; y la doctrina aconseja la multiplicación de los poderes del Estado, a fin de que pueda ser una fuente inagotable para la sed del cuerpo electoral. “'Y así,—termina el ilustre evadido de la III República—se realizan bajo las especies del estatismo las exigencias del electoralismo, ya que la encarnación viva del Estado soberano es la mayoría parlamentaria." ¿Se puede pintar con mano más firme y precisa las delicias del régimen republicano?
Mientras la Monarquía es la amiga de los humildes, y no conoce en su afán de justicia de categorías de súbditos, rige con talento y reprime con dulzura, la República es, por el contrario, solapada y cruel. "La fatalidad de la República,—ha escrito Renán—es provocar la anarquía, y al mismo tiempo, reprimirla duramente." Renán no olvidaba el terror que siguió a la ejecución de Luis XVI, ni la sublevación socialista del 48, ahogada en sangre por Cavaignac, ni la Commune, en que Thiers, copiando a su colega de la segunda República, no dejó títere con cabeza. Y la Tercera, aprobada por el voto de un católico, ante la inhibición de un mariscal del Imperio, ¿qué iba a ser, sino "una perpetua agitación en la calle, una caída ininterrumpida de Ministerios, una explosión constante de escándalos formidables, una descomposición lenta y progresiva de la nación, que la llevará más de una vez, al borde del abismo" ? Así la describe Henri Robert Petit en su obra La Dictadura de las Logias.
¿No parece una pintura exacta de estos cinco años últimos de nuestra España? Ni Robespierre, ni Bonaparte, ni Napoleón I, ni Lafayette, ni Cavaignac, ni Thiers, ni toda esa teoría de masones enlevitados, dignos camaradas de nuestros Alcalá Zamora y nuestros Azaña, fueron la solución. Cuando Blum lleve a Francia al abismo, a cuyo borde llevaron a España los republicanos y los indiferentes, no faltará alguna espada que, con añoranzas de otro 18 brumario, salve a su país como a nosotros nos salvaron un 18 de julio, las espadas de forja alfonsina y carlista, hechas lumbre en Marruecos y silbido en las montañas de Navarra... A esta hora, nuestras tropas atacan a Madrid por el Norte, por el Oeste y por el Sur. El combate ruge en llanuras y montañas. La alta noche campesina en que escribo, se puebla de un jadear de aviones. España vuelve a la vida por el esfuerzo de capitanes gloriosos. Es la hora del sacrificio, la hora en que se forja el porvenir, la hora de la verdad. Si tienes vagar para ello, lector, lee o relee las Cartas a un escéptico en materia de Gobierno.
EL MARQUES DE QUINTANAR
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