SEVILLA A ORILLAS DEL EBRO
12- Mayo-1937
A la orillica del Ebro
me puse a considerar
que este Federico es hombre
que no tiene parigual.
Así decía, tarareando la copla entre dientes, un matraco que, por las mismas piedras del Coso, iba buscando para su descanso el barrio de la Magdalena, visitado pocas noches antes por aviones rojos.
Regresaba dicho baturro de escuchar al charlista su muy notable charla sevillana, que llevara por título Dios te salve, Giralda, llena eres de gracia, convertida en un homenaje de nuestro Aragón para Andalucía, oportuno motivo para que a orillas del Ebro ofreciesen los zaragozanos nutrida presencia, en testimonio irrecusable de las simpatías que de siempre se sintieron en la ciudad del Pilar hacia el más preciado florón de la bendita tierra de María Santísima.
De siempre se recuerdan aquí, a la sombra del templo de la Virgen, los amores del baturro suelo por la sevillana tierra, sin necesidad de que los acompañe música del maestro Caballero, y como indicio de lo bien que casan el mudejarismo de nuestros alminares con la gracia esbelta de las torres que retratan su garbo en aguas del Guadalquivir. Pero esta vez ese calor de afecto entrañable ha vibrado, exaltadamente jubiloso, en respuesta y seguimiento a los temblores de la batuta mágica de ese gran orquestador de nuestros afectos regionales, que en el gran concertante hispano de la actual Reconquista, viene a resultar el levantino García Sanchiz.
No hace mucho hubimos de ratificar nuestro juicio, ya con pátina de experiencias bien contrastadas, respecto a ser la suya una de las voces más auténticamente españolas con que contábamos en la hora actual para hacernos presentes en los oídos del mundo. Si ayer fué García Sanchiz mago incomparable de la palabra, el brujo que pintaba hablando, cuando nos exponía la historia del baile a través de los tiempos o la vida de una andaluza que llegó a emperatriz, ahora supo dotar a su voz de trémolos nuevos, perfectamente adecuados a los instantes que nuestra Patria vive.
Ello es debido a que su sensibilidad, fina y delicada cual otra ninguna, ha sufrido en estos últimos meses, al igual que todo escritor español no hermanado en las logias ni vendido al brillo torvo del oro moscovita, las más hondas sacudidas que puede experimentar un espíritu especialmente aguzado para captar emociones. Inteligencia cultivada la suya, rica en modo superlativo y destacado, para recoger, sin pérdidas en tono y matiz, cualquier impresión por difícil de retener que sea, García Sanchiz ha sido no sólo inventor de sus “Charlas”, sino único en el género, y algo tan más allá de toda posible imitación, que nadie hubo lo bastante osado para intentar seguir sus pasos. Si él fuese otro, si su ingénita modestia no le librase de alardes de orgullo, podría exclamar “¡Después de mí... el silencio!”
La guerra ha proporcionado al instrumento del artista, guzla y cítara, arpa y violín, lira y guitarra, una cuerda nueva. Vibra en ella, y sacude nuestros nervios en tensión restallante, el profundo dolor que conturba su alma, tiritante bajo el huracán de barbarie desatado sobre nuestro país por los Eolos del marxismo. Mas no penséis, por eso, que García Sanchiz se haya convertido en una plañidera. A impulsos de la savia fecunda de su sangre española, sin mestizaje ni extranjerías, su dolor ha florecido, y sobre los escombros de su corazón surge y se afirma la reconstrucción de una nueva España, totalmente arraigada en las más puras esencias raciales.
Ahora Federico ha venido a Zaragoza, su patria adoptiva, para cantar a Sevilla, como antes fué a Sevilla para cantar allí a Huesca y Teruel, a Zaragoza y a la Virgen del Pilar.
Con la precisión de matices que le distingue, levantó ante sus oyentes el astil moruno de la torre imperecedera, la gentil y airosa Giralda sevillana, que se recrea saboreando para ella sola todos los secretos del barrio de Santa Cruz. Condújoles a continuación al barrio castizo de San Bernardo, morada de toreros y bailarinas, es decir, zoco alegre de la gente de tronío, y le hizo entrar en la fábrica de Artillería, en que se fundiera el Giraldillo, por donde, como por tantas otras partes de España, transitó un día la gesta laborante del buen hacedor, cuya firma en piedra decía Carolus III. Tendió después sobre los lomos del río que arrastra arenas de oro, el mantoncillo de colores y flecos de seda del puente de Triana, que a los españoles les recuerda los pinceles desenvueltos de García Rodríguez y, como una eterna memoria de los grandes días de nuestro romanticismo, la sombra airosa de Don Alvaro el indiano, y los versos inolvidables de aquel gran cordobés, injerto en sevillano, que se llamó el Duque de Rivas.
Y luego la romería del Rocío, cuyas esencias de cabalgada andaluza florecieron en Sevilla, en la iniciación del Movimiento nacional, prestando gracia de caballista y marchosidad de jaca jerezana, al grito de Queipo de Llano, en cuyos guantes blancos ponen crema con fresa los labios agradecidos de las mocitas sevillanas. Y, para término de sus evocaciones sevillanas, pidióle prestados sus pinceles a Fortuny, y nos describió el desfile de moros y peregrinos llegados de la Meca para saludar y rendir su agradecimiento al Generalísimo, abriéndose para que ellos penetraran en el Alcázar la puerta del León, sólo abierta para los Reyes. Que así trata España, la auténtica, la invencible, la inmortal, a los que se honra en tener por colaboradores voluntarios en la gesta heroica, tan felizmente desarrollada, contra los traidores de casa y los enemigos del extranjero, contra los marxistas de dentro y de fuera, y aun contra naciones mercachifles que, ante el ejemplo de un país que lucha por la civilización y la paz de todos, no sólo no se muestran indiferentes, lo menos que podrían hacer, sino que auxilian declarada o solapadamente a los que han sembrado el suelo español de ruinas, después de regarlo con sangre de mártires.
PABLO ARAGONÉS
Zaragoza, mayo 1937 |
Marcadores