Revista ¿QUÉ PASA? núm. 197, 7-Oct-1967
EN RUSIA ESTÁN LOS CAMARADAS DE MI DIVISIÓN
Por estos días (1967) se cumple el 26 aniversario de la llegada de la División Azul al Frente del Este, que culmina el 12 de octubre; precisamente día de la Hispanidad, Festividad de la Pilarica, su Patrona; con la entrada en fuego de aquella Gran Unidad a la que tantos de entonces no pudimos pertenecer.
El lector, si lo hubiere, se formulará la siguiente pregunta: ¿Con qué impudor puede escribirse sobre la División Azul sin haber servido en sus filas ni ser protagonista de sus hechos? Ya Demetrio Castro Villacañas comentó en «Arriba»: «Quienes no participaron en aquella gesta no acertarán jamás a ser intérpretes de lo que fue y significó la presencia española en Rusia».
No me atrevería yo a intentarlo sin decir que la Cruzada contra el bolchevismo de 1941 fue una campaña en la que si no me fue dado tomar parte no fue por falta de la más ferviente voluntariedad. No aceptó Dios mi ofrecimiento. Mi jefe provincial nos expulsó personalmente del Banderín de Enganche asegurando que ya teníamos bastante con los Campamentos. Tenía razón, aunque con menor edad se colaron otros y alguno fue devuelto al hogar materno desde Berlín.
Desde entonces, de todas las empresas de nuestro tiempo, por encima de la propia Campaña de Liberación, somos muchos, de los que no pudimos ir, para quienes la gesta de la División es el más subyugante, el más hermoso quehacer acometido por españoles. No sé si fue por haber podido vivir más de cerca que en 1936 la ocasión de participar de aquella gloria. Quizá su proyección sobre el continente asiático; quizá la magia de aquella imagen imborrable de las expediciones conjuntando de modo palpable la camisa azul y la boina roja sobre el uniforme del Ejército. Quién sabe si la clave residía en aquella resurrección que suponía, tras tantos años con mentalidad del 98, alinearse de nuevo en una empresa exterior del mismo bordo que el embarque para América, las campañas de Flandes o la Victoria de Lepanto. Lo cierto es que nuestros ojos se quedaron vueltos hacia los voluntarios y su caminar. Una canción de Tellería lo plasmó en compases: «Con mi canción la gloria va por los caminos del adiós que en Rusia están los camaradas de mi División...», estrofa a la que seguía el aliento poético inefable de la que cantaba: «¡SE FUNDIRA LA NIEVE AL AVANZAR MI CAPITAN...!»
Día por día oímos los mensajes de Celia Jiménez y leímos los partes de guerra. Con los voluntarios pasamos el Wolchow y volamos al auxilio de Wsawd. Dios en sus supremos designios no nos llamó al relevo porque la primavera de 1944 trajo la retirada de la última Legión a la que la Hoja de Campaña llamó «realidad trágica de nuestra soberanía mermada», claudicación no ya nuestra, sino de aquellos que habiendo asegurado declarar la guerra a Alemania por defender Polonia, decretaron luego nuestro cerco y declararon —¡qué risa!— criminal de guerra a don Agustín Muñoz Grandes.
Volvieron los voluntarios con el dolor de dejar en Rusia a sus caídos. La Patria agradecida devolvió sobre sus frentes el beso que recibió y puso sobre la guerrera de su general la Palma de Plata. Yo creo, de verdad, que todos la merecieron por igual; pero ellos no habían ido a Rusia en busca de palmas ni de aplausos. Volvieron calladamente a su quehacer y raramente su modestia les ha sacado del silencio. No serán apenas los divisionarios los que alcen la voz. Permítasenos que lo hagamos nosotros, los que no pudimos ir.
Dejadnos, camaradas divisionarios, llevaros de la mano del recuerdo. Vuestro pudor no os permitirá un canto de excelencias, pero nosotros queremos entonarlo.
¿Recordáis, camaradas? Fue el 22 de junio de 1941 en plena sanjuanada y la noticia sacudió como un trallazo toda la geografía hispánica: Alemania había declarado la guerra a Rusia. España entera se echa a la calle. «La Falange recoge en disciplina orgánica el voluntario entusiasmo abriendo banderín de enganche», proclama la Secretaría General. Y es ésta una precisión con la que conviene hacer frente a muchos actuales intentos de tergiversación y olvido. La División Azul fue una gran empresa falangista.
El «A B C», de Madrid, afirmaba el 25 de junio: «La emoción de España está en las calles y su desbordamiento cordial ha sido acogido por la Falange».
Fue España entera la que pidió un puesto en la lucha contra el comunismo. El Caudillo afirmó por entonces que si el camino de Berlín fuese abierto no sería una División sino un millón de españoles los que se ofrecerían. Bien es sabido cuántos éramos por encima de esta cifra, pero a los que se llamaron a sí mismos grandes no les convino. Nunca purgará bastante Europa las consecuencias. España entera, como años después en el 6 de diciembre de la plaza de Oriente, como sabe hacerlo siempre en las grandes encrucijadas, era la que se ofrecía para la nueva Cruzada. ¡Quién mejor que ella, que entonces y todavía hoy, ha sido la única vencedora del comunismo! Unica a pesar de las complicidades de todos sabidas. Pero si España entera se adhirió al RUSIA ES CULPABLE, fue la Falange la que abrió el banderín de enganche, cosa, por otra parte, lógica cuando existía la Milicia de F. E. T.
Y fue, naturalmente, el Ejército el que encuadró a los voluntarios porque cada cual es maestro en su oficio. Lo cual no da pie al mayor Edgar O. Ballance para afirmar en un artículo muy ponderado, dada su procedencia, «que los miembros de la División Azul pertenecían al Ejército». Esto sólo es cierto en lo que respecta a la oficialidad porque en España para mandar tropas hay que pasar por una Academia y aquí no se regalan los bastones de mariscal. Pero, aun así, ha de saberse la ejecutoria falangista de Muñoz Grandes, ex ministro secretario general del Movimiento, y del laureado Rodrigo, primero y segundo jefes de la División, respectivamente. Y de ahí hacia abajo.
Pero sobre todo conviene recordar que el Primer Batallón del «Regimiento Rodrigo» lo componía casi todo el S E U de Madrid; el segundo, toda la Vieja Guardia, entregada al sacrificio- y a este tenor, sobre un cañamazo de legionarios y reculares que no faltaron, miembros de las Milicias y oficiales provisionales enganchados como escuadristas, la inmensa mayoría de los divisionarios; en la que hubo desde gobernadores civiles y alcaldes como el de Ceuta, hasta labradores, pasando por Mora Figueroa que era oficial de la Armada; fueron camisas azules que asomaron por fuera de las guerreras españolas y de los cuellos verdes de paño o terciopelo de la Wehrmacht, a través de 1.400 kilómetros de aquella épica marcha a pie, hasta constituir el único sudario a la hora de caer sobre el hielo del lago Ilmen o en la defensa de Possad. «He venido porque aquí están los mejores. Soy del Frente de Juventudes de Granada» o «De haber vivido el jefe, hubiera dado la orden de marcha» fueron algunas de las mil fórmulas de presentación. Y boinas rojas como la de un puertorriqueño, hijo y nieto de carlistas, que hubo de falsificar su documentación para poder acudir con sus cuarenta y siete años. Y, sobre todo, el yugo y las flechas, incorporados ya para siempre al escudo de la División con la Cruz de Hierro y las cuatro gammas.
Serían interminables las citas de la ya copiosa bibliografía que Esteban Infantes, Rodrigo Royo, Tomás Salvador, Ydígoras, Ocañas, Oroquieta, Negro Castro, Hernández Navarro, Ruiz Ayúcar, Gómez Tello... han aportado para el mejor conocimiento de esta cuestión. A saber, que la División Española de Voluntarios era azul por los cuatro costados. Sólo hemos de recordar al general Muñoz Grandes, aquella mañana del 31 de julio de 1941 en Grafönwehr, al prestar juramento de fidelidad ante las banderas españolas y del Reich:
«Vosotros, los voluntarios españoles, lo mejor y más selecto de mi raza, no aspiráis a conquistar riquezas ni botines y sí sólo a destrozar el azote de la Humanidad y a que unas modestas tumbas españolas, regadas con sangre joven, proclamen al mundo entero, con la fraternidad de estos dos pueblos, la pujanza de nuestra raza. Estas son las ilusiones que el Ejército español con la potente savia de la Falange ha traído a estas tierras.» Y añadía: «Decid al Fuhrer que lo que mi pueblo jura, lo cumple.»
Y así, en las chabolas el retrato de José Antonio, en boca del coronel Esparza la denominación de «camaradas de tropa» para sus soldados. Y cuando este jefe llega a Sitno y sale el heroico comandante Román, jefe falangista al mando de las más selectas centurias de Sevilla y Jaén, a darle la novedad de aquel combate pródigo en sangre hispana y en medallas militares, la tensión es talla, y entre lágrimas y abrazos surge, espontáneo, el Cara al Sol... El mismo coronel había de enviar un radio que decía textualmente: «Espero que el honor falangista de este batallón quedará demostrado en la enérgica defensa de Possad. ¡Arriba España!»
Para que luego nos vengan con «historias» como la de aquella película de anticomunismo amorfo, donde al ser interrogado sobre su filiación política, el capitán Palacios, que en sus propias memorias había reflejado su auténtica respuesta a los rusos —FALANGE ESPAÑOLA DE LAS JONS— se le hace decir con menguado énfasis: «anticomunista».
Podría admitirse que esto fuera ridículo, pues hay gustos para todo, y si no ahí están los «beatniks». Pero lo que no puede admitirse es la falsedad. Y duele el cuidado minucioso aplicado a la tarea de eliminar cuanto entrañe un matiz falangista, sólo esbozado en unos compases musicales y en lo visto y no visto de un emblema sobre los restos de una guerrera.
Con idéntico dolor ha podido oírse a Blas Piñar pidiendo a gritos, no que se izase bandera alguna, sino, por Dios, que no se arriasen aquellas tres banderas izadas el 18 de julio. ¡Y cuántos son los tirones que se dan a las cuerdas que las mantienen aún en la driza! Los voluntarios que estos días transmiten a sus hijos el depósito sagrado de sus emblemas, legan con ellos el deber ineludible de la custodia del honor de los que murieron a la sombra de aquellas banderas. Dios me libre de parangonarme con el autor de aquel famoso artículo: «Hipócritas los que alardean de anticomunistas y en el fondo buscan anhelantes una fórmula de coexistencia que les permita vivir tranquilos... los que condenaron al fuego hombres y ciudades y en Nüremberg se erigieron en jueces.» Pero a mí también me ha acometido la angustia de ver el afán suicida de volver atrás, de deshacer la obra hecha, de cansarse de estas décadas de empresa nacional, por parte de tanto dialogante, tanto snob y hasta de algún ordenado in sacris invitando descaradamente —esta es la palabra— a «la vejez esclerótica» a retirarse a Yuste. ¡Qué más quisieran! Ni saben leer ni merecen más que el estribillo de aquella canción divisionaria de trinchera: «iDate el bote!»
No quisiera adoptar una postura elegíaca, pero hay que alzar una voz de protesta: No se puede hacer una Cruzada (y empecemos por la negación de este carácter, atribuido por Pío XII a la nuestra) no se puede llenar una Patria de esperanza, no se pueden dejar en Rusia las tumbas de 4.000 muertos y la sangre de 11.000 heridos (uno de cada cuatro voluntarios) para tener que soportar ahora esta postura de olvido, esta solapada tendencia actual por la que parece que los falangistas hemos de hacernos perdonar nuestra victoria, nuestro saludo, nuestra bandera, nuestros símbolos y nuestra obra entera. No ha mucho he podido leer una hoja parroquial en la que se denunciaban la injusta distribución de bienes, la falta de explotación de recursos, las casas cerradas, las tierras sin producción, los capitales paralizados. los salarios insuficientes… ¿No es esta la gran denuncia sobre que se basa la doctrina joseantoniana?
¿No fueron a luchar por esto los voluntarios de la División, con aquella ardorosa ingenuidad que el propio José Antonio había profetizado? ¡Cuántos andamiajes se han levantado sobre ella! ¡Cuánto intento de falsear la limpia empresa de la salida hacia el Este! Ahora resulta que la División Azul sólo fue a Rusia a poner una baza sobre el tapete verde de Hitler. El mismo mundo que les llamó mercenarios se contonea luego en el monipodio internacional del anticomunismo de agua dulce al uso. En una no muy lejana «Asamblea del rearme moral» celebrada en Mackinak, un general aseguraba: «He formado buenos soldados, pero no he acertado a darles una idea universal superior a la del comunismo.»
¿Qué os parece, camaradas divisionarios? ¿A vosotros, que tan legítimamente podéis blasonar de haber manifestado vuestra presencia y actitud en aquella Cruzada europea? Claro está que mientras vosotros combatíais en Otenski y en Schewelowo, otros desembarcaban material en Murmansk y constituían la única causa de la supervivencia de aquel régimen declarado culpable en el famoso veredicto de Serrano Súñer.
¡Como ha demostrado el tiempo vuestra razón! No pudo tentaros el más mínimo atisbo de interés ni bastardía. Ni íbamos a defender fronteras ni nuestro anticomunismo era otra cosa que una actitud, por falangista, esencialmente positiva. Pero los eternos cuerdos no se libraron de llamaros locos o de sonreírse con aire fatuo de estar de vuelta de todo. Siempre la risa ha sido el homenaje que los idiotas han dedicado al genio. No tardarían en comprender que vuestro sacrificio no fue vano. ¡La sangre que derramaron los nuestros constituye hoy una voz acusadora y el mundo ha descubierto que su lenguaje es el de aquellos que quedaron para siempre en los pequeños cementerios militares, con una simple cruz de madera en Vistriza, en Grigoroivo, en Dubrovka! Y esto no lo decimos con nostalgia, sino como acicate para seguir marchando como se marchó a través de Polonia entera con la prisa por llegar a la batalla. Para seguir marchando junto a los de ese S. E. U. hoy vituperado y preterido, que atacaron a la bayoneta gritando ¡Arriba España! en Malsamosche; junto a los flamencos y valones que entregaron —¡aquél sí que era el mercado común de la gloria!— 2.500 de los suyos por la libertad de Europa, y junto a los franceses, los italianos, los noruegos, los daneses, los croatas, los eslovacos, los bálticos, los finlandeses... que luego habían de ser perseguidos y fusilados por los vencedores... Allí formaban, junto a Alejandro Salazar y García Noblejas, Drieu la Rochelle, Van der Brucke, Brasillach, des Brieres, la flor del auténtico pensamiento europeo, la que José Antonio había llamado generación en línea de combate ante el frente torvo, asiático y amenazador. Sólo que estas palabras que ahora repiten muchos no quisieron escucharlas los mismos que hoy pretenden volver a las andadas. Por eso debemos seguir marchando.
Yo he asistido a una conmemoración divisionaria, donde se imponían medallas a madres de caídos, al cabo de muchos años. Quien no haya visto a estas viejucas subir al estrado, apoyadas en manos familiares, para retirarse a su butaca abrazando sus diplomas, no podrá comprender nada. El tiempo ha pasado, pero ni una sola de las razones por las que murieron aquellos hijos ha periclitado y se sigue cantando en Europa «Yo tenía un camarada»; y leyendo «La campaña de Rusia», donde afirma León Degrelle, jefe de la Legión Valona, «El mundo ha de reconocer lo justo de nuestra causa y la pureza de nuestra entrega.» De aquella unidad compuesta inicialmente de 800 hombre (HOMBRES, he dicho) sólo tres voluntarios sobrevivieron. Pero estamos hablando de flamencos, cuando ya los nuestros hubieron de replicar: «Para flamencos, nosotros.» Que lo digan si no los del primer batallón del 263 de Vierna, que contestaron a Muñoz Grandes, al preguntar cómo iban las cosas, «que allí no pasaba nada porque ellos eran de Murcia». Que lo diga el alférez Rubio Moscoso y sus hombres de la posición intermedia, que habían recibido la orden de permanecer clavados, y murieron hasta el último, encargándose los rusos de consumar la orden. Cuando llega el 28 de noviembre del 41, el comandante García Rebull, Palma de Plata, los encuentra clavados con picos en el suelo. «¡Qué orgullo ser español!», dice en la orden del día don Agustín. Dos días más tarde se atraviesa el Ilmen helado «porque lo exige el honor de España y el espíritu de fraternidad entre los dos pueblos». Hay que liberar a los alemanes de Wsawd. Temperatura, 48 grados bajo cero.
«Sé que sufrís mucho», dice el general por radio a los valientes. «No importa. España entera sabrá de vuestra hazaña.» Y el capitán Ordás, apellido de conquistador, responde: «Sabremos morir. ¡Arriba España!» Y añade con estoicismo hispánico: «Tenemos 102 congelados. El espíritu es elevadísimo.» El 19 de enero de 1942 se abrazan la guarnición alemana y la compañía de esquiadores española. El general telegrafía: «Dime cuántos valientes te quedan.» Y responde Ordás: «Salimos 206. Quedamos 12 combatientes.» Doce combatientes que cantan:
«No hace falta la trinchera
si tienes la sangre ardiente.
Si se te hiela el fusil
el machete es suficiente...»
Cuatro arcángeles (¿quién ha dicho que no existen?) descienden en la tarde pálida de niebla blanca y cruzan sus espadas, orladas de laurel, sobre el pecho del capitán. Porque aún queda la fiel Infantería... y el humor de los infantes que apostillaban: «Para frío en Teruel.»
¿Habrán oído hablar de esto un Grauart Rodés o cualquiera de los que pregonan ahora la unidad de Europa? No será por lo que haya contribuido la literatura de los que han ensalzado el olvido y la traición o todas esas memorias que ridiculizaba Alvaro de la Iglesia, diciendo: «Basta de presumir de haber quemado el bigote de Hitler o de haber estado aquí o allí.» «Ganas me dan de lanzar las mías: Yo no estuve en ninguna parte.» Pero sí: estuvo en la División Azul y afiló su pluma en la Hoja de Campaña, al tiempo que nacía su «Codorniz», nunca tan divertida como con las lucubraciones de los grandes glorificados de hoy, los de Munich o alguno de los que se recrea en recordar que Hitler afirmó: «Siempre he desconfiado de España.» No sé si es cierto. Sí sé que dijo: «CUANDO VEAIS UNO DE ESTOS HOMBRES QUE VISTEN NUESTRO UNIFORME. AUNQUE VAYA DESASTRADO O CON UNA COLILLA EN LOS LABIOS, SALUDADLE, PORQUE ES UN HEROE.»
Cada cual puede tener sus opiniones. Yo estimo que al hablar de quienes combatieron a nuestro lado en dos ocasiones, debería imperar una idea del decoro, ausente en muchas ocasiones y muchas plumas. Y esto que lo sepan los homenajeadores de Churchill que no leyeron la obra «Tú también estabas entre los criminales», ni menos su frase: «Si fuera español combatiría en el bando nacional. Pero como inglés no puedo estar con Franco.»
Estamos a la recíproca, sir.
Aquí viene a cuento lo acaecido a un oficial, llegado para realizar un curso en un campamento americano en Alemania... Grafenwöhr. Al comentar que allí mismo se había instruido con la División Azul, le dijo un americano con sorna: «Eran otros tiempos.» Y contestó el español: «Efectivamente. Entonces estaban los rusos muy lejos. Hoy están a tiro de fusil.» Narrémoslo sin amargura, mas con la evidencia de haber contribuido a que no estén más acá, gracias a que los nuestros yacen más allá, a donde habían ido a devolver la visita de la Legión Cóndor. Allí, el señor soldado Ponte Anido, laureado de Krasnyj-Bor, al volar un tanque ruso; el heroico teniente Galiana, de Asalto; el capitán Navarro, el laureado capitán Huidobro; los bravos Aragón, Ulzurrun, Marín Fuentes... ¡Cómo citarlos a todos si fueron 4.000! Todos, presentes en nuestro afán, como los sufrimientos por la Patria de los 300 prisioneros que tan alta dejaron su bandera. Presentes en el afán diario de esos 40.000 que se llamaron a sí mismos «guripas» y que hoy forman las Hermandades que mantienen el culto de sus caídos, la protección a sus mutilados, y para que sugiero desterrar el prefijo de «ex» para que se llamen sencillamente combatientes. Porque ya no empuñamos el mauser y las bayonetas, se convirtieron en arados. Pero la lucha por Dios y por España no ha terminado.
ARMANDO SANCHEZ OLIVA
|
Marcadores