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Tema: La epopeya castellana

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    La epopeya castellana

    DON RAMÓN MENÉNDEZ PIDAL: LA EPOPEYA CASTELLANA A TRAVÉS DE LA LITERATURA ESPAÑOLA
    (Conferencias del año 1909)

    1 - ORÍGENES DE LA EPOPEYA CASTELLANA

    A) Importancia de la poesía heroica castellana en la literatura española.

    La edad media ha cesado definitivamente de ser considerada como una época bárbara, como una solución de continuidad abierta en la historia de la cultura entre la antigüedad clásica y el renacimiento.

    Hace más de un siglo que la ciencia introdujo en su recinto a la literatura medieval; ha publicado cuidadosamente los textos de ésta, ha creado una filología especial a ellos consagrada, mostrándolos dignos de la atención y de los esfuerzos de la crítica, antes reservados exclusivamente a los monumentos de las épocas clásicas. La espontaneidad profunda de la literatura medieval, la originalidad con que expresa el carácter de una sociedad en formación, le dan el valor de un precioso documento artístico y cultural, que debe ser interrogado atentamente.

    Entre las ramas de esa vieja poesía en España, hay una dotada de atractivo particular, porque no sólo ha sabido como las otras, aunque la última de todas, conquistar un puesto en el panteón literario, sino que el espíritu que la animaba desde su primera encarnación poética, no ha dejado de transmigrar de generación en generación, adoptando necesarias metamorfosis que no le impidieron conservar siempre el claro recuerdo de sus existencias anteriores. Tal es la epopeya. Si la seguimos en sus maravillosas emigraciones, la veremos animar todos los géneros literarios: los poemas, los romances, el teatro, la novela, la lírica.

    Es una materia poética creada por indoctos genios allá en los tiempos más remotos del arte moderno, a veces en una edad prehistórica del mismo. Pero sus poetas supieron comunicarle algún destello del alma nacional, de modo que el pueblo la recibió y la conservó siempre como suya. Después, los más grandes poetas de la edad áurea de la literatura española cubrieron con espléndidas vestiduras esa vieja poesía y la levantaron, como sobre grandioso pedestal, mediante el prestigio de una lengua cuyo imperio se dilataba prodigiosamente sobre el globo.

    Más tarde, los poetas románticos infundieron nueva vida a esa misma materia épica, tomando jirones de ella como bandera revolucionaria. Por último, en nuestros días, los modernos artistas descubren también en esos viejos temas nuevos rumbos y nuevas formas de ideal.

    Por eso la historia de la materia épica castellana nos permite considerar la historia entera de la literatura española, uno de cuyos caracteres distintivos es precisamente esta armoniosa unidad de inspiración. Pío Rajna tenía razón cuando observaba que en ningún otro país, fuera de España, podía hallarse la materia para un libro como La gesta del Cid, de Antonio Restori, que, ciñéndose a una sola tradición poética, reúne obras que pertenecen a todos los siglos y a la mayor parte de los géneros literarios; y Heinrich Morf hace una observación semejante de la Leyenda de los Infantes de Lara.

    Intentaré aquí trazar sumariamente un cuadro del desarrollo de este arte nacional español que pueda interesar a un público extranjero. Difícil es despertar la emoción artística de un pasado muy lejano, aun en el alma de aquellos que se sienten ligados a él por comunidad de raza o de tradición; la dificultad aumenta cuando tal comunidad falta. Que la curiosidad de mis lectores, abierta a todas las impresiones y ávida de las que le son más extrañas, logre adivinar, en lo que yo deje entrever, aquello que no acertaré a decir.

    B) Carácter nacional de esta poesía.
    España es el país que con más perseverancia ha continuado su primera tradición poética. Esta tradición, en todas las grandes épocas de su literatura, ha producido alguna manifestación artística popular o, mejor dicho, nacional.

    Para que se practique una poesía que se dirija a la nación entera no es preciso, contra lo que algunos afirman, que sea dentro de un estado primitivo de cultura en que se desconozca la profunda distinción entre letrados e iletrados. Los términos del problema no se refieren a la mayor o menor ilustración de las diversas clases sociales, sino al destino que el poeta quiere dar a su obra.

    En una misma época pueden coexistir un género de poesía destinada a todas las clases de la sociedad y otro que sólo se dirija a las gentes más cultas. Un mismo poeta, Lope de Vega por ejemplo, puede escribir sus comedias para todos y su Jerusalén para los más selectos.


    Por otro lado, la distinción entre letrados e iletrados existe siempre más o menos, lo mismo que la distinción entre ricos y pobres existe tanto en esas edades felices en que unos y otros llevan en común una vida patriarcal, como en aquellas en que los unos se apartan de los otros con desconocimiento y odio. Por lo común, el divorcio es completo entre la clase educada y la inculta; la una y la otra quedan extrañas en sus gustos, ignorándose o despreciándose. El poeta literato no se dirige nunca a gentes de nivel cultural inferior, hasta desdeñaría el agradarles, pues son incapaces de apreciar las finuras técnicas de cuyo dominio él se precia. La clase ignorante, por su parte, tiene también sus poetas; pero éstos, sin contacto con las clases letradas, encerrados en su ineducación, no pueden producir sino obras de arte vulgar e ínfimo, que ni merecer suelen el nombre de obras de arte.

    Caso especial muy diverso es cuando el arte se dirige a una nación entera. Aunque la distinción entre cultos e incultos existe, no divide y aísla completamente a los unos de los otros, sino que hay entre ellos una fraternal participación en algún ideal común, y éste a todos comunica tendencias, gustos, sentimientos y entusiasmos comunes, de donde con facilidad puede brotar una forma determinada de arte. El artista entonces no se esmerará en exquisiteces de estilo, sino que se animará con las grandes ideas y grandes pasiones que conmueven a todas las clases sociales, de donde resultará un arte que, si bien inferior en corrección y refinamiento, será superior por su espontaneidad, por sus aspiraciones y por su alcance social a ese arte que, con altivo menosprecio, se desentiende de las clases inferiores.

    El poeta que cultiva este arte nacional posee en más alto grado que el pueblo un tesoro de ideas y de imaginación; es, de ordinario, mucho más instruido; pero no desdeña el poner su riqueza intelectual al alcance de los iletrados, y así produce obras que agradan a la vez a los doctos y a los ignorantes, aunque estos últimos no lleguen a ver en ellas todo lo que los primeros perciben. El mismo Poema de Mio Cid, que se cantaba en las plazas de Castilla, donde entusiasmaba a nobles y plebeyos, era leído con veneración en la corte de Sancho el Bravo por los sabios maestros que lo utilizaban como documento histórico al redactar la Crónica general de España. El mismo romance que regocijaba a “las gentes de baja y servil condición” (para emplear la frase desdeñosa del Marqués de Santillana, mal avenido con esta patriarcal comunidad de gustos) es el que endulzaba las melancolías del Rey Impotente o el que recreaba los oídos de la Reina Católica.
    La misma comedia El Mágico prodigioso, que Calderón escribía para la oscura villa de Yepes, podía ser después representada en Madrid ante Felipe IV.

    Esta comunidad de sentimientos y de gustos produjo en la poesía española, mejor que en ninguna otra, monumentos de valor secular, y dio origen sucesivamente a tres géneros principales muy relacionados entre sí: los Cantares de gesta, el Romancero y el Teatro, que son las más hermosas joyas poéticas de la nación. Otros pueblos han tenido producciones análogas, pero en ninguna parte la vitalidad de estos géneros ha sido tan persistente, ni los tres se han desarrollado tan conformes en sus temas y en su espíritu.

    En España (al contrario que en Francia, por ejemplo), las gestas, los romances y el teatro mantienen entre sí estrechas relaciones y conservan por mucho tiempo su carácter nacional originario. Por esto la epopeya, en el curso de su desenvolvimiento, lejos de remontarse como la francesa a formas refinadas, conservó las formas primitivas, y buscó pervivencia en el pueblo, en la nación entera; para perdurar entre ese pueblo se refugió en el romancero, y después animó al teatro.

    Estas varias formas de un mismo arte nacional, que adentra sus raíces tan profundamente en los recuerdos y sentimientos del pueblo, son las que me propongo exponer.

    C) Descubrimiento reciente de la epopeya castellana.
    La primera de todas estas manifestaciones, la epopeya medieval, es un descubrimiento reciente de la ciencia.

    Hace poco más de medio siglo (1) el estudio de la poesía épica se reducía al estudio de Homero, de Virgilio, del Tasso, del Ariosto y de sus imitadores; esto es, a la epopeya de tipo clásico. Sólo cuando la ciencia moderna fue sacando a luz toda una literatura caballeresca de la edad media, se renovó completamente la crítica de la epopeya, distinguiendo con claridad dos categorías: de un lado una epopeya primitiva, más espontánea, de carácter popular, o mejor dicho, tradicional (2), como la Ilíada, la Chanson de Roland, los Nibelungos; de otro lado una epopeya más tardía, más docta y artificiosa, escrita en un estilo más personal y erudito; por ejemplo, la Eneida, el Orlando furioso, la Araucana, la Henríada. Los poemas de vida tradicional son anónimos o debidos a autores sin una personalidad literaria bien definida, se escriben y se difunden dentro de un ambiente cultural poco especializado y están destinados a ser cantados en público; los poemas eruditos, al contrario, son obra de un literato perfectamente individualizado, celoso de su reputación, que escribe pensando habrá de ser leído en privado por un círculo reducido de personas entendidas.

    Muchos pueblos tienen una poesía tradicional lírica o lírico-épica, pero muy pocos han logrado esa forma más desarrollada y compleja que constituye un poema narrativo de alto vuelo. Se pretende que la epopeya es una creación propia de los pueblos llamados arios, y más precisamente, de unos pocos de ellos, a saber: la India, la Persia, la Grecia, Bretaña, Germania y Francia. A éstos pudo añadirse el nombre de España sólo desde 1874.

    Antes de esa fecha, aun los que conocían más a fondo la edad media española, como Fernando Wolf y R. Dozy, afirmaban no sólo que España no había tenido poesía épica, sino que no había podido tenerla, y aducían para ello buenas razones históricas. España podía darse por contenta con la universal admiración que despertaba el romancero, en particular por sus originales romances fronterizos, y se repetía en todos los tonos que España, como Servia y Escocia, no había dado un desarrollo completo a estos esbozos de cantos épicos. Entonces se conocían ya dos poemas extensos: el de Mio Cid y el de las Mocedades de Rodrigo; pero Wolf veía tan sólo en ellos rudos y desdichados intentos para imitar un género francés, cuya aclimatación en España resultaba imposible.

    En 1874 la crítica comenzó a descubrir y a estudiar toda una poesía épica castellana. Se probó que los dos poemas recién mencionados, de Mio Cid y de Rodrigo, no eran un caso aislado, sino que habían existido otros referentes a ese mismo héroe, dos por lo menos sobre Fernán González, tres sobre los Infantes de Lara, más de uno sobre Bernardo del Carpio, otros sobre Garci Fernández y sobre el Infante García… Se ha probado, en fin, que hubo en Castilla una gran actividad épica, cuyo apogeo ocurre en los siglos XI y XII, seguido de una decadencia, notable aún y fecunda, en los siglos XIII y XIV; se ha probado, además, que varios de los más viejos romances no son sino fragmentos desgajados de largos poemas de la decadencia (3).

    Si quisiéramos asistir a la proclamación de esta conquista de la ciencia, nada mejor que escuchar la completa contradicción que existe entre dos afirmaciones hechas con treinta años de intervalo por el venerable maestro de la filología romántica Gastón Paris… En 1865 decía él: “España no ha tenido epopeya...” ; …después, en 1898, …reconoce que Milá y Fontanals ha probado la existencia de una epopeya castellana y que muchos de los romances del siglo XV “son esencialmente fragmentos desprendidos, y con frecuencia alterados, de antiguos cantares de gesta”; reconoce que los descubrimientos posteriores han probado además: “que la vida de la epopeya castellana ha sido más larga, más rica y más variada de lo que se había creído hasta aquí”;y después de exponer la opinión de que esta rica epopeya nació por imitación de la epopeya francesa, el maestro continúa en estos términos: “No es en modo alguno por despreciar la epopeya española por lo que yo afirmé su originaria dependencia de la francesa. Ésta, a su vez, tiene muy probablemente sus raíces en la epopeya germánica, lo que no le impide ostentar su valor propio y ser plenamente nacional. Lo mismo sucede con la epopeya española: jamás un retoño trasplantado a otro suelo se ha impregnado más ávidamente de los jugos de la tierra en que arraigó, ni ha producido flores y frutos más diferentes de los del tronco nativo (4).

    D) Teoría sobre el origen francés de la epopeya castellana.
    La tesis del origen francés de la epopeya castellana que Gastón Paris enucia en el pasaje citado, fue aceptada por el eminente crítico español Eduardo de Hinojosa, y mucho antes ya había sido expuesta por el hispanoamericano Andrés Bello (4).

    Gastón Paris apoya su presunción sobre dos consideraciones. La forma métrica en las gestas francesas y en las españolas ofrece muchas semejanzas, “y no es probable que esta forma naciese espontáneamente e independientemente al sur y al norte de los pirineos”. Ahora bien, el examen de la métrica española nos revela que no nació con la perfección o semejanza que pudiera esperarse en una imitación de una métrica ya perfeccionada, sino que fue evolucionando lentamente por sí misma, siempre aparte de la evolución seguida por el metro francés, y que además ofrece desde sus comienzos un procedimiento fundamental, la –e paragógica, desconocido de las chansons de geste (5).

    El otro argumento de Gastón Paris establece “que la producción épica comenzó en España cuando ya la epopeya francesa existía hacía mucho tiempo y estaba en toda la fuerza de su plena floración, y que no parece haberse cantado ningún suceso histórico español antes de la introducción de las gestas francesas”. Sin embargo, el hecho es que el primer contacto activo de la brillante civilización francesa con la española se produjo a fines del siglo XI bajo la iniciativa de Alfonso VI, y que las primeras noticias que se tienen de la introducción de canciones de gesta francesas en España datan de comienzos o mediados del XII, en la Historia Silense y en el falso Turpin; pero, en cambio, los sucesos que son asunto de los cantares de Fernán González y de los Infantes de Lara pertenecen al siglo X, y si se tiene en cuenta la sorprendente exactitud que hoy se descubre en esos cantares respecto a ciertos pormenores históricos, geográficos y genealógicos, se llega al convencimiento de que estos poemas hubieron de recibir su primera forma muy poco después de ocurrir los sucesos que cantan. Gastón Paris no puede menos de considerar esta contemporaneidad respecto al cantar de los Infantes de Lara, pero la rechaza al fin, porque no puede ponerla de acuerdo con su hipótesis del origen francés de la epopeya castellana.
    El crítico alemán H. Morf, que no admite este origen francés, admite sin vacilación que existió en el siglo X un cantar contemporáneo sobre la muerte de los Infantes de Lara (6).

    En suma: El poema del Cid en el siglo XII y otros poemas en el XIII revelan indiscutiblemente persistente influencia de la epopeya francesa, influencia posterior a la primera gran invasión de gentes y costumbres francesas en tiempos de Alfonso VI, y a las primeras noticias relativas a la introducción de las gestas francesas en España; pero mucho antes de la penetración francesa se compusieron cantos relativos a Fernán González, a los Infantes de Lara y al Infante García, que por su fecha no podemos suponer inspirados en la épica extranjera, y más observándose en ellos una manera de concebir y de tratar poéticamente los asuntos muy diversa de la manera francesa.
    Si es, pues, indudable el influjo de la épica de Francia en una época avanzada de la epopeya castellana, no hay motivo alguno para afirmarlo de sus orígenes...
    (continúa)
    Última edición por Gothico; 09/11/2006 a las 18:32

  2. #2
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    re: La epopeya castellana

    DON RAMÓN MENÉNDEZ PIDAL: LA EPOPEYA CASTELLANA A TRAVÉS DE LA LITERATURA ESPAÑOLA
    (Conferencias del año 1909)

    1 - ORÍGENES DE LA EPOPEYA CASTELLANA (II)

    …E) Teoría sobre el origen visigótico de la epopeya castellana.

    Por el contrario, conviene suponer para la épica castellana esos mismos orígenes germánicos que con verosimilitud se han supuesto para la épica francesa (7).

    cantos épicos de los godos

    Tácito nos habla de antiguos cantos de los germanos que servían de historia y de anales al pueblo, y nos indica dos asuntos de ellos: unos celebraban los orígenes de la raza germánica, procedente del dios Tuistón y de su hijo Mann (esto es, una epopeya etnogónica); otros cantaban a Arminio, el libertador de la Germania en tiempo de Tiberio (una epopeya enteramente histórica). Más tarde, el uso de estos cantos narrativos está atestiguado respecto a varias de las razas germánicas que se establecieron en territorio del imperio romano: lombardos, anglosajones, borgoñones y francos. Por lo que hace a los establecidos en España, la existencia de estos cantos está afirmada por testimonios diversos.


    A mediados del siglo VI, Jordanes, el historiador de los godos, al contar la emigración de este pueblo a Escitia, conducido por su rey Filimer, nos dice que después que la mitad de los emigrantes había pasado un puente sobre el río (acaso el Vístula, divisorio entre la Germania y la Escitia), se hundió el puente con el peso de los hombres y del ganado, anegándose multitud de ellos, y entonces los godos que habían logrado atravesar el río no pudieron retroceder, ni los que quedaron atrás pudieron avanzar, pues toda aquella tierra era pantanosa, llena de lagunas; “y aun hoy –prosigue Jordanes- los que por allí pasan perciben mugidos de ganado y voces de hombre que hablan a lo lejos”; después los godos que habían pasado el puente con Filimer, vencieron a los spalos y llegaron victoriosos al extremo de la Escitia, a las riberas del Ponto Euxino, “como lo celebran universalmente sus cantos primitivos, que son una especie de historia, y Ablavio, el ilustre historiador de los godos, lo da también por cierto.”
    Sin duda, aquí en este relato tenemos una mezcla de leyenda y de historia; la leyenda histórica se adorna con una fábula aplicada a varias lagunas famosas, en el fondo de las cuales parecen resonar gritos de quienes allí se anegaron o el clamor de las campanas de una ciudad sumergida.

    El mismo Jordanes, cuando habla del modo como el sabio Dicineo adoctrinaba a los godos, dice que les dio sacerdotes a quienes llamó pilleati, y que a los demás godos mandó llamar capillati o cabelludos, “nombre que recibieron con gran estima, y aun lo recuerdan hoy en sus canciones”; noticia curiosa que nos declara el sobrenombre atribuido a la nación goda en los cantos que Jordanes conocía.

    Viniendo a una época posterior en la historia de este pueblo, sabemos que Hermenerico, el gran conquistador ostrogodo, cuyo dominio se extendía desde el Danubio al mar Báltico, siendo a la postre vencido por los hunos, y Teodorico, el famoso rey de Italia, tutor en el año 507 del rey visigodo de España, Amalarico, fueron sin duda cantados por sus contemporáneos. De los visigodos, que son los que concretamente nos interesan por su relación con España, nos informa también Jordanes que celebraban en cantos épicos los hechos de sus caudillos; este historiador inestimable nos dice que los godos “cantaban con modulaciones, acompañándose con la cítara, los altos hechos de sus antepasados: Eterpamara, Hanale, Fridigerno, Vidigoia y otros, que gozaban entre ellos de gran renombre (8). Y resulta que de estos cuatro héroes nombrados, los dos primeros son desconocidos, mientras los dos últimos son visigodos.

    Uno es Fridigerno, el rey de los visigodos, que libró a su pueblo del hambre y de las vejaciones con que le afligían los romanos en Mesia, y que causó la derrota y la muerte del emperador Valente, recorriendo después vencedor el Epiro y la Acaya, con lo que dejó a su pueblo en el camino de saquear poco después la misma Roma. El otro, Vidigoia, es un visigodo, según Mühllenhoff, que vivió también en el siglo IV de nuestra era, del cual sólo sabemos que “fue uno de los más valientes entre los godos” y que fue muerto dolorosamente por los sármatas (9).

    Aquellos que rehusaban a España una poesía épica se apoyaban en consideraciones totalmente faltas de fundamento. Para F. Wolf, los visigodos no pudieron traer a España una epopeya; su conversión al cristianismo había precedido a la de los otros pueblos bárbaros, y sus largas peregrinaciones a través de todo el imperio les habían romanizado demasiado; primero arrianos celosos, después no menos celosos católicos, no pudieron conservar el recuerdo de sus mitos ni de su estado primitivo. Este razonamiento por hipótesis, que también expuso R. Dozy (9), pierde todo valor si se reflexiona que los cantos que celebraban a Fridigerno, recién convertido el pueblo visigodo al arrianismo, no eran en modo alguno una epopeya mítica y primitiva, sino una epopeya completamente histórica, y no se alcanza por qué la civilización que los visigodos recibieron de Roma les debía hacer olvidar esos cantos. Cuando se establecieron en la Galia y en España, los visigodos no llevaban apenas cuarenta años de cristianismo y de peregrinación a través de varias provincias del Imperio.

    Ese tiempo era bastante para adoptar, al establecer su nuevo reino, la organización administrativa imperial, puesto que no poseían otra que pudiese compararse con ella, y así, como dice Mommsen, el reino visigodo parecía más una provincia romana hecha independiente que un reino de nacionalidad germánica. Pero en tan corto transcurso de tiempo no pudieron olvidar sus instituciones políticas, que poco a poco echaron brotes bien conocidos en los reinos sucesores del visigodo, ni menos pudieron olvidar sus costumbres sociales y privadas que vemos conservadas con persistencia en la España medieval.

    Lo mismo cabe decir de los cantos épicos. Sabemos también por Jordanes que el rey visigodo Teodorico, muerto en la batalla de los Campos Cataláunicos (451), fue allí enterrado con cánticos (cantibus honoratum); algo es esto, dada la gran escasez de documentos y la carencia entre los visigodos de historiadores por el estilo de los merovingios, Gregorio de Tours o Fredegario, lo cual nos priva de algún indicio de leyendas poéticas que en esos cantos pudiera haberse conservado.

    Sin embargo, en el siglo V, el cronicón del obispo gallego Hidacio, deplorablemente seco de ordinario, pero un poco más animado cuando se trata de contar portentos, quizá en uno de estos relatos milagrosos remonta a alguna aventura de origen épico: narra una asamblea solemne tenida por el rey Eurico, durante la cual las férreas puntas de los venablos, que los godos asistentes llevaban en la mano, cambiaron prodigiosamente de color: las unas verdes, las otras rosadas, otras rojas, otras negras (10). Además hay que suponer que la tan divulgada leyenda del último rey godo, Rodrigo, proviene en gran parte de poemas aproximadamente contemporáneos del infortunado rey, conocidos sin duda por los historiadores árabes ya en el siglo VIII (11).

    la famosa leyenda de Walter

    Añadamos aparte otro indicio de la persistencia de la epopeya entre los visigodos después de establecidos en Galia y en España, el extraordinario renombre que gozó en todo el mundo germánico un héroe que hemos de tener por visigodo, al que llaman “Walter de España” los poemas alemanes del siglo XIII, los Nibelungos y el Biterolf, así como la compilación noruega del mismo siglo, conocida antes con el nombre de Vilkinasaga y hoy con el de Thidreksaga. Un monje de Saint Gall, que en el siglo X puso en hexámetros latinos la leyenda de este celebrado personaje, la llama Waltarius Aquitanus. Ahora bien, este héroe que vivió en la época del gran imperio de los hunos bajo Átila, nos conserva en su doble sobrenombre de Español y Aquitano un recuerdo vago, pero exacto, de una pasajera extensión territorial del reino visigodo, que durante noventa años, y precisamente en la época de Átila, comprendió toda la Aquitania además de España.

    Tal recuerdo debe ser contemporáneo del héroe, o poco menos, ya que no es de suponer que subsistiese varios siglos después de haber desaparecido de la faz de Europa, no sólo ese reino hispanoaquitano, sino el mismo reino visigodo de España. Por esto creo que es preciso asentir a la opinión de J. Grimm, quien veía en la famosa leyenda de Walter la contribución aportada por los visigodos al tesoro común de la poesía heroica de las naciones germánicas, opinión sostenida después, e independientemente, por Milá Fontanals y por W. Müller. Y en modo alguno nos puede extrañar que Walter fuese cantado por otros pueblos germánicos distintos de los visigodos, pues entre las diversas familias de raza germánica era completa la comunidad de héroes: Sigfrido era probablemente un héroe franco, Teodorico de Verona un héroe ostrogodo; y sin embargo, los cantos del siglo XIII, que los celebran, son alemanes, anglosajones o escandinavos, y no franceses ni menos italianos, pues en sus patrias ya no quedaba memoria de tales héroes.

    De este Walter de España o Aquitania se contaba que, hallándose con su esposa en rehenes en la corte del rey huno Átila, huyeron ambos, llevándose el tesoro del rey; perseguidos por los hunos (según cierta versión), o atacados (según otra) por los francos o los borgoñones, Walter sostuvo un encarnizado combate para defender su tesoro y su esposa. A todos vence; y sobre aquel campo de batalla regado de sangre, donde el héroe perdió una mano, el rey Gunther un pie, Hagen un ojo y varios dientes, se sientan vencedores y vencidos para beber y reír, olvidando lo pasado, y luego se separan. Walter se encamina a su patria, donde llega felizmente y se casa con su prometida, Hiltgunda, la cual es originaria de Aragón, según cierto fragmento conservado de un poema en alto alemán sobre este héroe.

    el romance de Gaiferos

    Aun más; este Walter de España quizá no sólo nos indica la existencia de relatos épicos entre los visigodos que se asentaron en la Península y nos da una muestra de ellos, sino además parece advertirnos que esos viejos relatos hubieron de ejercer un influjo persistente sobre la poesía peninsular, ya que nos vemos sorprendidos de encontrar el recuerdo de un poema de Walter en el romance español juglaresco y popular en el siglo XVI, que cuenta cómo Gaiferos salió huyendo de Sansueña con su esposa Melisenda, allí cautiva (12). Los moros persiguen a los fugitivos, y Gaiferos tiene que combatir contra ellos, los vence, y llega con su esposa a su patria, donde es recibido muy honradamente y celebran fiestas, como Walter a su llegada con Hiltgunda. La semejanza total del asunto es muy completa, pero además existen otras de pormenor en extremo curiosas, si comparamos el romance con el poema latino del siglo X, que es la más completa exposición que conocemos de la leyenda germánica.

    En su huida Gaiferos mira a menudo hacía atrás y cuando ve muy cerca ya a sus perseguidores manda a su esposa que se apee y se entre en una gran espesura, mientras él combate con los moros; lo mismo que Walter, cuando su esposa vuelve la cabeza y ve venir a sus perseguidores, la manda entrar en el bosque cercano, mientras él espera. Vencedor en el combate, Gaiferos busca a su esposa; y ella, al verle teñido en sangre, le pregunta si tiene heridas, que ella las vendará con las mangas de su camisa o con su toca; asimismo Walter llama en altas voces a su esposa, la cual llega y liga las heridas al vencedor y a los vencidos, y luego les escancia el vino. Al huir, Gaiferos y su esposa andan “de noche por los caminos, de día por los jarales”, e igualmente Walter y su esposa caminan de noche y al amanecer entran por los bosques y los matorrales espesos (lugar común para indicar la cautela del caminante, pero que valdrá aquí unido a las otras coincidencias).
    En fin, Gaiferos y su esposa, que después de la lucha prosiguen su camino, se sorprenden al ver llegar otro caballero armado, y se preparan para un nuevo combate; lo mismo Walter, después de haber vencido a sus primeros agresores a la boca de una caverna de los Vosgos, se pone en camino, y su esposa tiembla al ver venir detrás dos perseguidores.

    Tantas analogías acumuladas no pueden ser pura casualidad. El Walter de España, célebre en el siglo XIII en Alemania, en Noruega, en Inglaterra, lo debió ser también en su patria, donde existía, como en Alemania, una robusta epopeya, de modo que podemos considerar la huída y los combates de Gaiferos (13) como un resto, conservado por acaso, del lazo misterioso que une la poesía heroica de los visigodos con la epopeya castellana. Ese lazo se nos hace ya tangible al final de los tiempos góticos en la leyenda del rey Rodrigo, que acabamos de mencionar, leyenda de máxima divulgación e ininterrumpidas manifestaciones, por ser imprescindible en todas las historias de la Península, árabes o cristianas; no puede chocarnos que la insignificante leyenda de Walter no se nos haga visible en España sino en un romance juglaresco, tan sólo recogido por la imprenta a mediados del siglo XVI.

    las costumbres germánicas y la epopeya castellana

    En apoyo de este presumible entronque de la epopeya castellana con las leyendas de la edad visigoda, notaremos que la sociedad misma retratada en esa epopeya tiene un carácter fuertemente germánico que enlaza a su vez con las instituciones y costumbres de los visigodos, retoñadas en los reinos medievales. En la épica castellana el rey o señor, antes de tomar una resolución, consulta a sus vasallos, clara manifestación del individualismo germánico. El duelo de dos campeones revela el juicio de Dios, y se acude a él tanto para decidir una guerra entre dos ejércitos como para juzgar sobre la culpabilidad de un acusado.

    El caballero, en ocasiones solemnes, pronuncia un voto lleno de soberbia y difícil de cumplir, costumbre que proviene de un rito pagano conocido entre los germanos. La espada del caballero tiene un nombre propio que la distingue de las demás. Se cortan las faldas de la prostituta como pena infamante. El manto de una señora es, para un hombre perseguido, asilo tan inviolable como el recinto sagrado de una iglesia.
    Y así otros muchos usos.

    Pero no hablamos sólo de usos aislados. Las más significativas costumbres germánicas constituyen como el espíritu mismo de la epopeya castellana. Bastará recordar algunos rasgos fundamentales que se desprenden del retrato más antiguo que poseemos de los bárbaros del Norte.

    Veremos así que en la epopeya castellana palpitan los sentimientos más fuertes y nobles de aquellos germanos en quienes el historiador Tácito, como observador cáustico, encarece la propensión al juego y a la embriaguez, la suciedad y la pereza, lo mismo que la hospitalidad, la castidad, la fidelidad y la independencia indomable. Así, uno de los caracteres que Tácito da como fundamentales de todos los pueblos germanos, responde a la organización del ejército, constituido no por alistamiento de ciudadanos o de mercenarios, sino por la reunión de bandas armadas; éstas se formaban con los parientes y allegados de un señor, unidos a él con un vínculo de fidelidad, individual y voluntariamente contraído, vínculo que implicaba la obligación de una ayuda mutua durante la vida, y el deber de la venganza después de la muerte. La mesnada del Cid, parientes y vasallos de éste, que abandonan sus heredades para seguir al héroe en su desgracia, jurándole fidelidad, nos ofrece una continuación del viejo uso descrito.
    Otro ejemplo, entre muchos, nos lo dan los parientes y vasallos de la noble casa de los Infantes de Lara, que acuden en armas al lado de Mudarra para vengar la traición de Rui Velázquez.

    El germano sentía crecer su ardor en el combate con la presencia de su mujer y de sus hijos, que colocaba cerca del campo de batalla como sagrados testigos de su valentía. De igual modo el Cid hace que su mujer y sus hijas presencien la batalla contra el rey de Marruecos, y les dice que, estando ellas delante, se sentirá más esforzado; afecto sinceramente patriarcal, bien alejado aún de aquella refinada galantería del caballero andante que, al levantar la espada, invocaba a su dama.

    Aquellas asambleas periódicas descritas por Tácito, donde los germanos deliberaban armados, y adonde, con viciosa libertad, no les importaba llegar después del plazo fijado, de modo que se perdían dos o tres días en completar la reunión, las reconocemos en esas juntas de la corte regia, obligatorias para los vasallos, pero en las que alguno, como el conde Fernán González, cuando va a las cortes de León, hacía esperar, con su tardanza, a todos los demás ya reunidos. Después, las asambleas no deliberaban sólo sobre asuntos de interés general, sino que entendían también en las causas criminales, y lo mismo hacía la corte regia, que era el tribunal supremo de la justicia feudal. Del ejercicio de esta función nos ofrece varios ejemplos la epopeya, sea en la magnífica escena de las cortes de Toledo, reunidas por el rey Alfonso para juzgar sobre la afrenta que hicieron al Cid los Infantes de Carrión, sea en las cortes que declaran traidores a varios condes en el poema de Rodrigo.

    En la Germania de Tácito, las enemistades son obligatorias para los allegados del ofendido, y lo mismo ocurre en la epopeya románica, donde vemos que la venganza es obligatoria para todos los parientes del agraviado, hombres y mujeres. Este espíritu de venganza llena la mayor parte de la acción en casi todas las gestas castellanas. Mencionaremos como ejemplos la de los Infantes de Lara, la de Fernán González, la del Infante García, la del Cid, de que luego diremos.

    Pero Tácito advierte que estas enemistades entre familias no eran implacables, y que hasta el homicidio podía ser reparado mediante la entrega (a falta de moneda o de oro) de cierto número de cabezas de ganado, recibidas con general complacencia por la familia ofendida. De igual modo, en la epopeya castellana el agravio causado por el homicidio de un caballero podía ser reparado mediante el pago de 500 sueldos, en que estaba tasada la vida de un hidalgo.

    Por el contrario, como observa Tácito, el adulterio no alcanzaba perdón ni del marido ni de la sociedad: se cortaba el cabello a la mujer culpable, y el marido, en presencia de los parientes, la desnudaba y echaba de casa, azotándola a través del lugar; pena infamante que hubo de conocer la poesía épica, como lo prueba el romancero, en forma de amenaza dirigida a la mujer… Lo implacable del castigo subsistió, exigiéndose la muerte de la adúltera, también por mano del marido, como condición necesaria para el honor de éste. Por eso el conde Garci Fernández de Castilla, en el cantar de la Condesa traidora, abandona todo, hasta el gobierno de su condado, para perseguir él solo en Francia a la esposa infiel y al amante que la raptó, y únicamente después de haberles dado muerte por mano propia se cree digno de volver a gobernar a los castellanos: primer drama de honor que nos ofrece la literatura española, donde se repetirá bajo tantas formas, gracias sobre todo a la trágica inventiva de Calderón.

    cuadro social que presenta la poesía heroica en España

    Como se ve por estos ejemplos, que pudieran multiplicarse en abundancia, el cuadro social que nos presenta la poesía heroica de España reproduce multitud de rasgos que como originarios y característicos de los pueblos germánicos hallamos en el cuadro que el historiador romano nos dejó trazado. Los paisajes mismos que sirven de fondo a las gestas castellanas: esa Tierra de Campos, esos Campos de Toro (Campi Gothorum) o de Villatoro (Villa Gothorum), cuyas llanuras de trigales, inmensas y solemnes como el océano atraviesa el viajero sin encontrar el habitante que las cultiva, parecen una réplica de los vastos campos de la Germania, de Tácito, a los que el bárbaro, desdeñoso de toda otra agricultura, no pedía sino trigo.

    Esta abundante serie de instituciones y costumbres ajenas a los romanos, y como ajenas notadas por Tácito, se reflejan en las gestas españolas con muchísima más intensidad que en cualquier otra producción de nuestra literatura, pues constituyen no sólo el ambiente, sino el espíritu mismo de la epopeya. No pudieron crear primitivamente tal poesía los elementos hispanorromanos de la población peninsular, que nada de ese espíritu sentían ni en la vida ni en el arte. Tal poesía tuvo que nacer entre los descendientes de los germanos establecidos en España, los que ocuparon aquellos Campos Góticos, en cuyo límite oriental surgen las primeras manifestaciones épicas conocidas...
    (continúa)
    Última edición por Gothico; 16/11/2006 a las 22:19

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    re: La epopeya castellana

    DON RAMÓN MENÉNDEZ PIDAL: LA EPOPEYA CASTELLANA A TRAVÉS DE LA LITERATURA ESPAÑOLA
    (Conferencias del año 1909)
    1 - ORÍGENES DE LA EPOPEYA CASTELLANA (III)

    …F) Escasez de elementos árabes en la epopeya

    Frente a tan numerosas señales de la influencia germánica, buscaríamos inútilmente en la epopeya castellana rastros de la influencia árabe que ciertos críticos han exagerado tanto respecto a toda la literatura española. Apenas encontraríamos algunos tipos y usos de la vida militar, por ejemplo, los adalides o guías prácticos de la guerra, los enaciados o espías, la algara, incursión o razzia, los alaridos, gritos de combate, y más especialmente, la notable costumbre de que el vasallo entregase al rey o señor la quinta parte de las ganancias de la guerra, quinta prescripta por una sura del Corán, y que el conquistador de Valencia, el Cid, pagaba religiosamente a Alfonso VI, lo mismo que, en plena edad moderna, el conquistador del Perú, Francisco Pizarro, pagaba al emperador Carlos V, sin que ni el uno ni el otro sospechasen que en ello se ajustaban a un precepto del odiado Mahoma. Hay que llegar a una época muy tardía, al momento en que una rama de la poesía heroica, cambiando completamente de solar y de forma, trasplantada a la vega de Granada, dio allí vida a los romances fronterizos y moriscos, para que en éstos encontremos rasgos manifiestamente inspirados en los gustos y en las costumbres de los moros nazaritas.

    G) Influencias cristianas

    La influencia del cristianismo es naturalmente mucho más perceptible, como más profunda. El Cid va devotamente a Santiago de Galicia, santuario que junto a los de Jerusalén y de Roma, era en la edad media uno de los tres grandes centros de peregrinación. El Cid, también, y sus caballeros, preparándose para un negocio grave, pasaban la noche en vigilia, orando en un lugar sagrado, iluminado por los cirios, y oían allí la misa de alba en la que hacían ricas ofrendas. Las mesnadas, antes de la batalla, oían la misa de Santa Trinidad, y el obispo absolvía de sus pecados (como en las Cruzadas) a los que muriesen “lidiando de cara” en aquella santa guerra contra los moros.
    La oración más extensa (imitada de los poemas franceses), la breve invocación, el religioso grito de combate, la oferta de misas y dones piadosos, manifiestan con frecuencia la firme confianza en un Dios protector.

    Pero tal confianza no declina en la pueril espera de un milagro que resuelva todos los apuros. En la épica francesa vemos a menudo que San Jorge o San Mauricio bajan del paraíso para combatir al lado de los caballeros; el socorro es a veces de treinta mil ángeles; los ángeles coronan al primer rey de Francia; un ángel recoge el guante que Roldán, moribundo, alarga hacia el cielo; el ángel Gabriel pasa la noche a la cabecera de Carlomagno y le revela el porvenir. Carlomagno ve repetirse en su favor los prodigios bíblicos de Josué; por él se detiene el sol, las aguas de los ríos se abren a su paso, las murallas de la ciudad sitiada se derrumban por sí solas.
    Dios saca siempre de todo peligro a los héroes franceses, y aun en el caso en que el caballero se ve comprometido a causa de alguna fanfarronada imprudente, el cielo con bonachona complacencia le saca de aquel trance difícil mediante una serie de portentos en los que se mezcla grotescamente lo admirable, lo extravagante y lo obsceno.

    Por el contrario, la epopeya española no gusta de lo maravilloso; a lo más, el ángel Gabriel se aparece en sueños al Cid, para confortarle en el dolor del destierro; pero cuando llega el momento del combate, el héroe no necesita más que su espada, sin desconfiar jamás de su brazo ni de su Dios; invoca siempre al apóstol Santiago, pero no espera que el apóstol guerrero descienda del cielo sobre un caballo blanco. Lo milagroso no aparece hasta que un clérigo se entromete en los relatos de los juglares; entonces, por obra de un monje del monasterio de Arlanza, autor del Poema de Fernán González, vemos a Santiago y a San Millán bajar de lo alto en socorro del conde de Castilla durante la batalla de Hacinas; es la misma aparición que otro monje de espíritu menos poético pero mucho más práctico, contó a su modo, amañando un diploma en que se supone que por iniciativa del conde, agradecido al celeste socorro, los pueblos de Castilla se comprometían a pagar un tributo al monasterio de San Millán. También debe tener origen clerical, aunque se halla contada en el poema de Rodrigo, la aparición de San Lázaro en figura de leproso, prometiendo al héroe ayuda en la lid.
    Total, dos episodios de ayuda sobrenatural en los combates de todos los textos épicos españoles (14).

    H) Influencias paganas

    Una superstición, que toca a lo maravilloso, debemos mencionar por último: la de los agüeros, y no sabemos si añadirla al influjo de los germanos o atribuirla a los romanos, a los hispanos o a los árabes, pues todos estos pueblos la practicaron. Lo notable es que el uso de los agüeros tiene una gran importancia en la epopeya castellana, mientras que la epopeya francesa no lo conoce. En Castilla, todo ayo, para educar y aconsejar a los jóvenes nobles a él encomendados, debía saber interpretar bien el vuelo de las aves.

    Un ejemplo de este difícil saber nos da la gesta de los Siete Infantes de Lara: cuando los siete hermanos atraviesan el pinar de Canicosa para entrar en tierra de moros, ven dos cornejas y un águila colocadas en tal forma que presagian una gran desgracia, según entiende el viejo ayo Nuño Salido, el cual advierte a los Infantes que no osen pasar más allá de estas aves, sino que vuelvan a casa para esperar allí que las señales se muden; si de todos modos quisieran los Infantes seguir camino, sería preciso “quebrantar aquellos agüeros”; esto es, conjurarlos, fingiendo que la desgracia presagiada por las aves había ocurrido ya, para lo cual debían enviar mensaje a su madre, que cubriese de luto siete lechos y llorase a los hijos como si hubiesen muerto. Menospreciando este prudente consejo, los siete hermanos y su tío Ruy Velázquez discuten luego muy agriamente con el viejo ayo sobre la interpretación que cabe dar a aquellos agüeros, mostrándonos esa trágica discusión lo complicado que era el arte adivinatorio y lo universalmente admitido que estaba. Era superstición general entre las gentes de guerra: el adalid, o guía, observaba cuidadosamente el vuelo de las aves e indicaba al capitán el momento oportuno para empezar la batalla; ¡y ay de aquel que llevado de su ardor menospreciaba el agüero y se lanzaba a la pelea antes del momento favorable!

    El Cid “cataba las aves” cuando partía para el destierro o cuando caminaba en tierra enemiga, y si antes de la batalla en Tébar el conde de Barcelona le echa en cara su confianza en los cuervos, cornejas, gavilanes y águilas, él le hace pagar cara su incredulidad burlona, derrotándole y haciéndole prisionero. Muchos guerreros insignes de aquellos siglos fueron hábiles agoreros, y el serlo es uno de los defectos que la casquivana reina doña Urraca achacaba a su marido, el rey aragonés Alfonso el Batallador. En fin, el arte augural se consideraba comúnmente en Europa como cosa propia de españoles; así, por ejemplo, según Guillermo de Malmesbury, el papa Silvestre II había aprendido entre los sarracenos de España, con la astronomía y la magia, la adivinación por el canto y vuelo de los pájaros; también Robert Wace, en su Brut, introduce a un astrólogo español que asiste al rey sajón Edwin, adivinando por el vuelo de las aves los planes del enemigo.

    I) Influjo francés

    Entre los elementos constitutivos de la epopeya española hay que mencionar todavía otro importante, el influjo de la epopeya francesa, pues si ésta, según ya dijimos, no fue el primer modelo seguido en la creación de la epopeya española, influyó mucho en su ulterior desarrollo.

    Ese influjo se manifiesta principalmente en el trasplante a España de una rama entera de los poemas franceses, los referentes a Carlomagno y a los doce pares. Mediante esos poemas, el genio francés ejerció por vez primera, como después con tantos otros productos literarios, una maravillosa influencia sobre toda Europa; Inglaterra, Irlanda, los Países bajos, Alemania, Noruega…, tradujeron y refundieron los cantares de gesta franceses, y más que ninguna otra nación se los asimilaron Italia y España, hasta el punto que en ellas vivieron los héroes carolingios como en una segunda patria, introduciéndose en las obras históricas y en las ficciones literarias, mezclándose íntimamente a las tradiciones locales y genealógicas del país. Para nuestro objeto basta recordar que los poemas franceses sobre la famosa derrota de Roncesvalles promovieron en España, además de varias imitaciones, la creación de un personaje como Bernardo del Carpio, que, a pesar de ser puramente fabuloso, llegó a ser el tercer héroe nacional, celebrado al par de los históricos Fernán González y el Cid.

    España se sentía bien naturalmente asociada a la epopeya carolingia, puesto que era el escenario en que se desarrollaban las grandes guerras de Carlomagno contra los sarracenos. Éste, además había pasado su mocedad en España, al decir de los juglares, y el poema que cantaba esos primeros años del gran conquistador, el Mainet, hubo de ser escrito por primera vez en Toledo, por un francés allí avecindado, pues abunda en exactos pormenores referentes a esta ciudad, tanto históricos como geográficos, cosa que choca con los hábitos de las otras gestas francesas referentes a España, desprovistas de todo recuerdo local y de toda topografía real (15).

    Parecerá extraño que la epopeya española, siendo una poesía eminentemente nacional, haya cantado a Carlomagno, a Roldán y a otros héroes extranjeros. Pero la naturalización de los héroes franceses en la poesía, no sólo de España, sino de otros pueblos europeos, no es más que una última manifestación del fenómeno ya anotado: la comunidad de los héroes entre las diversas naciones germánicas; y para el presente caso había una razón muy especial, pues las guerras de Carlomagno contra los sarracenos hacían de él y de sus doce pares los campeones de la cristiandad entera, y muy en particular, de la de España y de Italia.

    Se comprende que esta refundición e imitación de los poemas franceses en España tuvo que influir en los poemas de asunto puramente castellano. Pero, contra lo que era de esperar, ese influjo no fue muy grande. Los poemas españoles en general no muestran el menor rastro de influencia recibida en su fondo mismo, y pocos la muestran en alguno de sus episodios.

    Tocante a la forma, el poema de Mio Cid, con pertenecer a una época de muy íntima compenetración entre las culturas francesa y española, ofrece pocas señales de imitación, pues se pueden reducir a una plegaria, algunas descripciones enumeratorias, y unas asonancias gemelas, aunque tales asonancias difieren bastante de los llamados couplets similaires que creemos modelo de ellas; por lo demás, la versificación, la manera de concebir el asunto, los episodios, el modo de conducir el relato, la sobriedad en la poetización, todo difiere en tal manera del estilo francés, que no es comprensible cómo se ha repetido tanto la afirmación de haberse escrito el Mio Cid a imitación de las “chansons” francesas.

    En términos generales, la literatura francesa y la española, las dos únicas literaturas románicas poseedoras de una epopeya, difieren en este punto una y otra del modo más notable que pueda imaginarse. Las dos pueden provenir de una semilla germánica, pero el suelo en que esa semilla germinó ha comunicado a una y otra poesía un carácter individual muy diverso, como arraigadas una y otra en lo más hondo del carácter nacional.

    Se ha dicho que la epopeya india era fundamentalmente mítica; la epopeya griega heroica; y la epopeya francesa histórica. Pues si quisiéramos continuar esta aventurada síntesis, diríamos que la epopeya castellana es profundamente histórica, incomparablemente más que la francesa.

    Es verdad que no faltó alguno capaz de afirmar que los siete infantes de Lara no son sino la última evolución de un mito legado por la humanidad primitiva, o que el Cid Campeador jamás ha existido, sino como una nueva encarnación de Ciro; pero tan ineptas paradojas no merecen la menor atención. Los poemas heroicos españoles tienen un fondo histórico extenso, prolongado a través de toda su acción, al revés de los poemas franceses, cuyo elemento histórico se reduce a un solo punto, a la noticia de un suceso central. La mayor parte y las mejores de las gestas españolas son históricas hasta en multitud de sus particularidades más secundarias; rebosan verdad en el nombre y condición de los personajes, aun en los de última fila, así como en las costumbres sociales que describen, en los paisajes que ponen por fondo a los sucesos, en los lugares que nombran, en la geografía política que la acción supone.

    Este carácter fuertemente histórico puede explicarse, desde luego, porque la epopeya española nos conserva varios textos referentes a sucesos contemporáneos, o poco posteriores a su redacción, mientras la epopeya francesa hoy conservada canta sucesos muy lejanos. Es bien significativo que en el centro de la épica española se alza el Cid, el cual murió en 1099, y el poema a él consagrado fue escrito tan sólo cuarenta años después; por el contrario, en el centro de la épica francesa está Roldán, cuya muerte ocurrió en 778, siendo la “chanson” de este héroe unos tres siglos posterior. Bien se comprende que, con el alejamiento, el fondo histórico se oscurece y la fabulación se desarrolla más libremente, como la transparencia del río se pierde cuanto más se aleja de su fuente.

    Esto se manifiesta en el tono general de la narración, propensa a la inverosimilitud. Cuando los héroes franceses conquistan una ciudad de los sarracenos, imponen inmediatamente el bautismo a todos los vencidos; algunos que lo rehusan son condenados a muerte, pero la mayoría abrazan la nueva fe, y quedan hechos, repentina y milagrosamente como San Pablo, unos perfectos cristianos. En cambio, cuando el Cid se apodera de un pueblecito de moros, estos conservan su religión, el vencedor dispone libremente de ellos y de sus casas, pero comportándose con tal benevolencia que, cuando parten de allí, los vencidos, hombres y mujeres, no cesan de bendecirle.

    El gusto de inverosimilitud se revela mejor en esto: después que Roldán, tañendo desesperadamente su cuerno para avisar al emperador con la fuerza del soplo revienta las venas del cuello y de las sienes; combate solo contra miles de paganos, y de cada acometida mata veinticinco. El Cid, nada de eso; en perfecta salud y en general batalla, blandiendo su lanza, se contenta con derribar a siete enemigos y matar a cuatro, hazaña de que sabemos era capaz el Cid de la realidad, y aun de bastante más, pues la Historia latina del héroe nos cuenta que triunfó el solo de quince caballeros juntos. Si el Cid del poema hiende al moro Búcar desde el yelmo hasta la cintura, hallamos proezas semejantes referidas por testigos oculares a Godofredo de Bouillon o a otros personajes membrudos, y no parecerán imposibles al que con su mano haya sopesado una de esas espadas antiguas, grandes, anchas y bien equilibradas, como la que se conserva en la Armería Real de Madrid, atribuida precisamente al Cid.
    Sólo en las redacciones de los poemas castellanos más alejadas de su original primitivo, más olvidadas del suceso histórico a que se refieren, por ejemplo en la gesta de los Infantes de Lara rehecha en el siglo XIII, los héroes luchan solos contra millares de moros y al fin se rinden, no de heridos, sino de cansados.

    Pero no sería exacto atribuir la mayor verosimilitud e historicidad de la epopeya castellana únicamente a la proximidad en que se halla respecto a los sucesos cantados; hay que explicar esas cualidades por otra causa más general: la fuerte tendencia realista que predomina en todas las épocas de la literatura española, realismo que es, a la vez, la causa de la misma proximidad y contemporaneidad mencionadas. Ese espíritu realista resplandece en la más grande y primitiva gesta nacional, la del Cid, lo mismo que en el mejor poema erudito, la Araucana, donde Ercilla, a pesar de la influencia del Ariosto, parece ligado mediante un misterioso lazo tradicional a la contemporaneidad e historicismo de la vieja epopeya, por él ignorada totalmente.

    Jamás la epopeya española deformó la realidad como la epopeya francesa, que llega a hastiarnos en su empeño de agrandar los personajes fuera de toda proporción humana. ¿Cómo interesarnos por un héroe que mide quince pies de alto, que puede, sin que nadie le ayude, hacer huir a un ejército entero o meterse dentro de una ciudad pagana, conquistar en ella una torre y defenderla durante varios meses? La epopeya española, que, como hemos dicho, no suele acudir a lo maravilloso cristiano, desconoce por completo lo maravilloso fantástico; no hay en ella el menor rastro de gigantes, de enanos ni de hadas, nada de esas armas, vestiduras o anillos encantados que la epopeya francesa tiene en común con la germánica; nunca la acción se desarrolla o se soluciona por arte de magia. Este elemento fantástico sólo se encuentra, más tarde, en los romances carolingios, muy apegados a los poemas franceses, y en los libros de caballerías, a partir del Amadís, en los cuales el influjo francés es patente y el divorcio de la antigua inspiración épica es muy grande.

    Sin duda que la epopeya francesa es más brillante, más suntuosa, más dotada de habilidad e invención artísticas; pero también es más amanerada que la epopeya española. Esta se avalora sobre todo por una inspiración que mana directamente en las profundidades de la realidad histórica; retrata con vigorosa fidelidad la raza y la tierra que dan vida a su acción, y gana en vigorosa individualidad lo que pierde en generalidad. La epopeya francesa es más inventiva, más fecunda, admirándonos por el gran número de poemas que nos ha dejado.

    La epopeya española es mucho más pobre en obras, pero, sin salir de esta pobreza, es más rica en variedades verdaderamente originales. La epopeya francesa nos admira por su fuerza expansiva, cuando la vemos propagarse por toda Europa. Pero la epopeya española la excede en longevidad, tanto en sí misma como prolongando su vida en el romancero, por el cual se propagó también en la Europa de Corneille, de Herder y de Southey, y por el romancero conserva aún hoy (1909) restos vivos en boca del pueblo, no sólo en España, sino en América, en las islas Azores y Madeira, en Africa y en los Balcanes, imperio poético incomparable, aunque ejercido principalmente sobre espíritus rudos.

    J) Carácter general de la epopeya castellana

    Gastón Paris, que ha estudiado como nadie la epopeya francesa y la ha gustado con extrema delicadeza, se sintió sorprendido ante el espectáculo que le ofrecían las ruinas de la epopeya española recientemente desenterradas por la ciencia, y se maravilló de las bellezas que en ella se descubrían. Comparando la poesía surgida a los dos lados del Pirineo, dice: “La epopeya española tiene un carácter particular en todo y un mérito absolutamente original… Ofrece a nuestra admiración una dignidad constante, un noble porte muy español, y a veces una ternura que conmueve y encanta como flor delicada aparecida de pronto en las quiebras de un áspero peñasco. Su estilo es también muy suyo, y superior al de la epopeya francesa, al menos tal como nos ha sido transmitida: sobrio, enérgico, eficaz, sin lugares comunes, pero rico en esas bellas fórmulas consagradas que desde Homero forman parte del estilo de la verdadera epopeya; impresiona por su sencilla grandeza y sorprende a menudo por un brillo intenso y poderoso. España bien puede estar orgullosa de su epopeya medieval, lamentando las desdichadas circunstancias que han causado la gran pérdida de sus textos”.

    Superfluo sería añadir nada a esta impresión que la epopeya española produjo en el conocedor de la epopeya francesa más sabio y de más fina sensibilidad artística.

    ****

  4. #4
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    Don Ramón sí que merecía la pena.Hay personas que tenían que vivir para siempre aquí abajo, para guía de los demás.

  5. #5
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    Re: La epopeya castellana (II): Castilla y León

    DON RAMÓN MENÉNDEZ PIDAL: LA EPOPEYA CASTELLANA A TRAVÉS DE LA LITERATURA ESPAÑOLA
    (Conferencias del año 1909)

    2 - CASTILLA Y LEON (I)

    A) La unidad política de España rota con la invasión árabe

    La unidad política de España, sólo realizada completamente por los reyes visigodos y, a destiempo, por los de la casa de Austria, tuvo alternativas muy profundas; anhelada por los espíritus más elevados, y combatida por inmediatos intereses de las partes mal unidas, fue preocupación frecuente de unos u otros.

    Estos dos nombres, Castilla y León, que hoy nos suenan como indisolublemente unidos, tardaron mucho en soldarse así. Los vaivenes de su acercamiento y repulsión dejaron honda huella en la historia de los siglos X al XIII, y es por demás interesante ver cómo este aspecto de la fermentación nacional se refleja en la literatura antigua, en dos poemas cuyo diferente espíritu quiero mostrar aquí.

    Los pueblos germanos que se establecieron en España profesaban la herejía de Arrio y un altivo exclusivismo de raza; y ambas cosas les mantuvieron muy aislados de la población romano-española que era católica. Más de siglo y medio tardaron los visigodos en abjurar el arrianismo, y más de dos siglos en abolir la prohibición de matrimonios entre sí y los hispano-romanos. Después de estos dos importantes acontecimientos, la unificación nacional parecía ya constituida; mas apenas habían pasado sesenta años, fue arruinada tan laboriosa obra con la invasión de los árabes.

    Este nuevo pueblo, antes desconocido de la Historia, se levantaba ahora con un vigor increíble; en un empuje conquistaba gran parte de Asia y de África y se arrojaba irresistible sobre Europa. España recibió este choque y sucumbió, sufriendo la crisis más grave de su historia, a que le condenaba su situación geográfica entre los pueblos europeos. La cordillera cantábrico-pirenaica fue el manto protector que amparó los pocos hombres de ánimo independiente que pudieron huir de la invasión árabe.

    Sólo al abrigo de estos montes van surgiendo pequeños núcleos de resistencia, empeñados en una empresa común, unidos por el antiguo nombre de España y por el de Cristo, pero materialmente aislados y con distinto carácter. Así van creciendo el reino de Asturias y León, tradicionalista, heredero de todo el ideario y mecanismo político de la extinguida monarquía visigoda; Castilla, rebelde a ese tradicionalismo, innovadora y llena de aspiraciones; Navarra, resurgiendo con el espíritu indomable y apartadizo de los vascos; Cataluña, nacida como una prolongación de la Aquitania, antes de tener la conciencia de su personalidad hispánica. Simplificando mucho las cosas podríamos decir que mientras León, lo mismo que la mayor parte de Aragón y Cataluña, renacen sobre un fondo de población ibérico, Castilla se reconstruye sobre un fondo cántabro-celtíbero.

    B) Orígenes del condado de Castilla en antagonismo con León.

    Acaso es ésta la causa de la fisonomía especial con que Castilla aparece en la historia y de la hegemonía decisiva que ejerció en la trabajosa reconstrucción de España; acaso pudiera deberse también a la acumulación en esa tierra celtibérica de ciertos germánicos, diversos de los que prevalecían en Toledo y demás partes de la monarquía goda. Lo cierto es que Castilla fue, entre todos los pueblos de la Península, el único que heredó la poesía heroica de los visigodos. A primera vista parece haber contradicción entre la aceptación de esta herencia poética y la repugnancia que Castilla mostró, en el siglo X, hacia la legislación visigoda mantenida en León; pero tal contradicción es sólo aparente.
    Sabido es que el código visigótico se dejó influir demasiado por el derecho romano y el eclesiástico, de modo que contrariaba las costumbres más arraigadas de los germanos, como la venganza privada, que alienta en el fondo de toda la epopeya, y el duelo judicial; claro es que éstas y otras costumbres análogas habían de mantenerse y retoñar preferentemente en la región que rechazaba el código que las proscribía, es decir, en Castilla, más bien que en León.

    Estas dos regiones tenían en sus orígenes un sello bien distinto: el reino astur-leonés nació fortalecido con los restos de la nobleza goda de Toledo, que ante la increíblemente rápida invasión musulmana se refugiaron en Asturias. A Alfonso I, entronizado al abrigo de las montañas asturianas, se le daba el título de “descendiente del rey godo Recaredo” (de stirpe regis Recaredi et Ermenegildi). Así León fue en los primeros cuatro siglos de la reconquista mirado por los otros estados cristianos de la Península como legítimo heredero del imperio visigodo toledano.

    En los documentos públicos de Castilla casi siempre, y en los de los otros estados cristianos algunas veces, al lado del nombre del conde o del rey propio, se registra también el nombre del rey de León, como superior jerárquico de toda España, y a veces dándole el significativo título de imperator. León, fiel a su herencia y a su alta representación, era una monarquía arcaizante, empeñada en conservar en vigor el código visigodo, y aquel fuerte carácter clerical del destruido reino, que se manifiesta bien, ora en los concilios de León y Coyanza, resurrección de los antiguos concilios visigóticos de Toledo, ora en el señorío temporal de obispos y abades, que pesaba sobre las grandes poblaciones del reino leonés.

    Castilla se levantó enfrente, con una tendencia revolucionaria e innovadora. Era una de tantas provincias o condados del reino leonés, gobernada por varios condes que nombraba el rey de León. Pero estos condes se volvían a menudo rebeldes, llevando siempre mal las dos grandes sujeciones del condado respecto del reino: la obligación de todo vasallo de acudir a la corte del rey cuando éste le llamase; y la necesidad de todo litigante de ir en alzada a los jueces de León, que tenían su tribunal a la puerta de la iglesia catedral de aquella ciudad, y juzgaban por el código visigótico, llamado Fuero de los jueces de León (Forum judicum, Fuero judgo).

    El espíritu autonomista de Castilla fue a veces ahogado en sangre. El rey de León, Ordoño II, a principios del siglo X, llamó a su palacio a los condes castellanos, y cuando éstos, cumpliendo su deber de vasallos, se le presentaron, los hizo encadenar y los llevó a León, donde la leyenda dice que fueron muertos. Los castellanos entonces eligieron dos jueces que, teniendo su tribunal en Burgos, les librasen de acudir al tribunal de León; y pronto un conde, Fernán González, de singular energía y habilidad política, y de gran talento militar, dio cuerpo a esta autonomía y logró en algún modo su reconocimiento por parte de León.

    Entonces se dice que los castellanos recogieron por toda su tierra cuantos manuscritos del código visigótico pudieron encontrar, y los quemaron en Burgos; sus jueces dieron libre acogida legal a las nuevas costumbres civiles y políticas, que no eran en muchos casos sino supervivencia de antiguas costumbres germánicas; los condes se aplicaron a dictar pequeños códigos para cada ciudad según los usos propios de cada una (fueros), concedieron privilegio y exención de caballeros a cuantos servían en la guerra con un caballo de batalla, aunque por su nacimiento no perteneciesen a la casta de hidalgos, suavizaron la servidumbre hasta extinguirla, y pronto Castilla se distinguió de León, adelantándose en una variada y nueva legislación municipal y en una constitución democrática de la caballería, que en todas partes era esencialmente nobiliaria.

    De este modo nació Castilla como región bien caracterizada dentro de las demás de España.

    C) “Poema de Fernán González”

    Literariamente se distinguió también Castilla de todas las demás regiones por haber sido, como ya dijimos, la única dentro de la Península que heredó la poesía heroica de los visigodos. Esta limitación es análoga a la que ocurre en Francia, donde la epopeya es de origen franco y radica primitivamente sólo en la parte norte del territorio, en especial en la parte lindante con Alemania, donde el germanismo fue más vigoroso; en la antigua Austrasia (en la Lorena) y en las regiones limítrofes de Neustria (en Flandes y Picardía).

    Ahora bien: esta epopeya española, en sus principios absolutamente castellana, nos cuenta de modo novelesco los orígenes políticos del Condado de Castilla bajo el gobierno de Fernán González.

    El poema consagrado a este famoso conde fue escrito hacia 1250 por un monje de San Pedro de Arlanza, ilustre monasterio de Castilla. Es, pues, un poema más erudito que popular; pero inspirado indudablemente en otro poema popular anterior, como se ve bien por el tono de muchos episodios.

    …poetiza las luchas de la naciente Castilla con los musulmanes…

    El poema (1) cuenta detenidamente las guerras incesantes que el conde Fernán González sostiene contra el gran rey de Córdoba, Almanzor, contra el rey de Navarra y contra el conde de Tolosa. Apenas acababa de vencer una batalla, emprendía otra guerra, sin dar a sus vasallos tiempo para reposar, ni siquiera para desvestir sus armas.

    En vano ellos murmuraban: “Esta vida no es sino propia de demonios, que jamás tienen un punto de reposo; mientras para todos los seres creados hay un descanso, nuestro conde parece Satanás y nosotros la hueste infernal (cuyas azuladas lumbres se ven de noche vagar en los cementerios y en los montes); nuestro único solaz es arrancar almas de los cuerpos combatiendo.”
    Pero el conde les sabía animar con un oportuno discurso moral y sus vasallos le seguían llenos de entusiasmo a buscar otra victoria.
    Así el incansable guerrero castellano, tan arrogantemente pintado en el poema, quedó en la imaginación popular como el campeón eterno del cristianismo, que ni en su sepulcro de Arlanza quería descanso, pues en todas las grandes guerras de la Cristiandad los huesos del héroe se agitaban inquietos dentro del sepulcro y su alma volaba sobre los campos de batalla, atraída por la matanza de musulmanes. Esto aseguraban testigos presenciales; cuando Juan Hunyada venció en Belgrado a Mahomet II, o cuando los Reyes Católicos empezaron la última guerra de Granada, se oyeron ruidos de huesos y golpes en el sepulcro de Arlanza; y la noche antes de romperse la tremenda batalla de las Navas, pasó sobre la ciudad de León gran fragor, como de un ejército, que fue a golpear la puerta del panteón real de San Isidoro: eran el conde Fernán González y el Cid, que iban a despertar en su tumba al rey Fernando I, para que acudiese con ellos a la batalla.

    …y en antagonismo con el reino de León…

    Menos fácil fortuna que en las guerras tuvo el conde en la paz. El rey de León don Sancho le llamó a su corte, y el conde tuvo que obedecer, aunque de mala gana; deseando ser independiente, se veía obligado a ir a besar la mano del rey al saludarle, reconociéndose así públicamente vasallo. Iba el conde en un hermoso caballo árabe, que había sido de Almanzor, y llevaba en el puño un azor mudado, que no había otro mejor en toda Castilla.

    Tan buenos eran el caballo y el azor del conde, que el rey de León se acodició de ellos y se los quiso comprar. El conde, generoso, no quiere sino regalárselos; pero el rey, no menos generoso, juzga incorrecto aceptarlos si no es en venta, y ofrece mil marcos como precio. Éste es aceptado por el conde, pero con la condición de que el rey había de pagar en día fijo, y si se retrasaba el pago, se duplicase cada día el precio.
    El rey de León consintió; y luego, sin saber a cuanto se había obligado, no se volvió a acordar más de tal convenio.

    Fernán González cae víctima de una venganza

    El conde se despidió de su rey; pero la reina, al despedirle, le tendió una red peligrosa: ofrecióle el casamiento de una sobrina de ella, princesa de Navarra, y escribió secretamente al rey de este país para que, en vez de consentir el matrimonio, prendiese al conde y vengase en él viejos agravios de familia. El buen conde cayó en el lazo, y convino una entrevista con el rey de Navarra; cada uno debía concurrir al lugar de Cirueña sólo con cinco caballeros; pero el navarro llevó más de treinta, y prendió al conde sacrílegamente en una ermita donde se había refugiado. Un grito del cielo mostró la indignación de Dios por tal atropello, y el altar de la ermita se partió de arriba abajo, y partido se ve hoy en día, dice el poeta; mas a pesar de tal prodigio, el conde fue aherrojado y metido en un castillo de Navarra.

    Fernán González caía así víctima de una venganza; él había matado al anterior rey navarro, y la hermana y el hijo del rey muerto quieren vengarle. Los medios que para ello emplean no son aprobados por el poeta, quién, sin embargo, aprueba el propósito como irreprochable: “La reina de León –dice- buscaba siempre a los castellanos la muerte y la deshonra; quería vengar a su hermano y por eso nadie podrá culparla.”

    era de castellanos enemiga mortal,
    de buscarles la muerte nunca pensaba en al,
    non la debíe por ende ningún omne reutar.

    He aquí una muestra típica del que el poema de Fernán González, de acuerdo con otros textos jurídicos y literarios, llama “odio viejo guardado”; este odio es el instigador de esas venganzas familiares en que desahogaba su energía el alma bárbara de aquellos señores del siglo X, protagonistas de los poemas épicos. Los hijos del conde Vela, que heredan el odio guardado por su padre, y después de muchos años lo hacen caer sobre la persona inocente del descendiente del ofensor, son el ejemplo más típico. A veces el rencor viejo, disimulado con falsas reconciliaciones, no retrocede ante la traición contra los parientes, contra la patria y contra la fe, como en el caso de Ruy Velázquez que entrega sus sobrinos a los moros.


    Las mujeres del poema
    Y aun la epopeya nos presenta más rencorosas a las mujeres; ellas enardecen para la venganza el odio adormecido en el corazón del hombre; y eso hacen, no sólo aquellas ricas hembras que la poesía trata de pintar desfavorablemente, como la reina de León, enemiga de Fernán González, o doña Lambra, la mujer de Ruy Velázquez, sino también la heroína del poema, como la madre de los Infantes de Lara, que quiere inclinarse para beber la sangre que manan las heridas de su enemigo hermano; o la primera reina de Castilla, que, como presente de boda, recibe amarrado al conde que la agravió, y ella misma le despedaza haciendo de verdugo. Ni las unas ni las otras tienen nada que envidiar en ferocidad a los más exagerados tipos de barbarie que nos da, por su parte, la epopeya francesa.

    Pero el poema de Fernán González nos da también, en contraste, la nota delicada de otra mujer, que olvida ese bárbaro deber familiar, vencida por el amor que en ella despierta el héroe de quien debiera vengarse. La joven infanta de Navarra oyó a un peregrino lombardo alabar al conde Fernán González, supo además que estaba preso por amor de ella, y entre curiosa y enternecida, se decidió a visitarle, a escondidas en la prisión.

    Al entrar habló así al asombrado prisionero: “Buen conde, esto hace el noble amor, que quita a las damas vergüenza y miedo y las hace olvidar a sus padres por su amante”.
    Buen conde, dixo ella, esto faz buen amor,
    que tuelle a las dueñas vergüenza e pavor…
    “A causa mía, que nunca os hice el menor bien, sufrís esta prisión; de ella quiero libraros, si, tocando mi mano, me hacéis homenaje de tomarme por mujer”.

    Liberación del conde Fernán González

    El conde promete, y la infanta le saca secretamente del castillo. Ambos caminaron toda la noche, y por el día se esconden en un monte para no ser vistos. Un mal arcipreste, que por allí cazaba, descubrió con sus perros a los dos fugitivos ocultos; y viendo al conde aherrojado, habló inconvenientemente a la princesa; pero ésta, defendiéndose con ánimo varonil, dio lugar a que el conde llegara y matase al agresor. Se pusieron en camino la siguiente noche, y al amanecer ven venir gente armada contra ellos.
    La dama se da ya por perdida, pues el conde apenas podía moverse con sus cadenas.

    Mas pronto el sobresalto se convirtió en alegría cuando vieron que los que venían eran los castellanos, decididos a libertar a su señor. Traían por capitán, en un gran carro, una estatua del conde, en cuyas manos de piedra habían jurado todos no dar un paso atrás si ella no lo diere, contentos de llevar un señor fuerte como el que iban a rescatar. Al reconocer a los fugitivos, la alegría de los castellanos fue inmensa; y allí mismo, en el monte, se apresuraron a reconocer por señora a la princesa que tanto bien les había hecho, y le besaron la mano. Luego se dirigieron al primer pueblo de Castilla, donde un herrero rompió las cadenas del venturoso conde.

    Nueva prisión y liberación del conde

    Las fiestas de las bodas se ven turbadas, como era de esperar, por una guerra con Navarra, a la cual siguen otras varias guerras que ocupan la vida del héroe, hasta que sobreviene la ruptura de éste con su rey.
    He aquí lo sucedido:

    El rey don Sancho envía un mensajero al conde, exigiéndole que vaya a las cortes de León o que le deje el condado libre, si no quiere prestarle vasallaje. Fernán González, cumpliendo su deber, se presenta al rey y le va a besar la mano; pero el rey no se la da a besar y le manda prender. De esta nueva cárcel le libra por segunda vez su esposa, que se presenta en León vestida de peregrina, como que va camino de Santiago, y obtiene del rey permiso de ver al conde.

    Dentro de la prisión cambia sus vestidos con el prisionero, el cual, disfrazado, sale por entre sus guardias (modo de evasión varias veces poetizado y que la historia cuenta del conde de La Vallette en 1815). El rey, avergonzado, deja libre a la condesa y la manda acompañar hasta que se reúna con el conde. El cual, entonces, no satisfecho aún, envía mensajeros a pedir al rey el precio que le debía por el caballo y el azor vendidos; pero el rey no le responde.

    El conde, en opinión de clérigos y de juglares

    Aquí el monje de Arlanza, que compuso el poema, borró en esta reclamación cuanto pudo parecerle inconveniente en un caballero cristianísimo, “omne sin crueldat”, como él lo califica. El conde, a quien la tradición llama “bienaventurado” en todas las empresas, tuvo no obstante una gran desventura poética, cual fue el tener varios biógrafos clérigos que se empeñaron en hacer de él un espejo de perfección verdaderamente insoportable por lo comedido y correcto; con este propósito, otro abad de Arlanza, Arredondo, dedicó al emperador Carlos V una Crónica del Conde, presentándolo como ejemplo de todas las virtudes teologales, cardinales y caballerescas, entre las cuales asegura tuvo la de ser “pacientísimo”. Claro es que los juglares no opinaban igual que los clérigos, y no estimaban la paciencia como virtud caballeresca; para ellos la ruptura del conde con su rey había tenido mucho de agrio y violento, como podemos ver reconstruyendo el perdido poema popular, con ayuda de la llamada Crónica de 1344, que lo prosifica.

    El rey don Sancho despacha con mala respuesta a los mensajeros del castellano, y entonces ellos desafían al rey en nombre del conde. Éste entra por el reino de León robando ganados y cautivando hombres en prenda de la deuda, y luego hace ver al mayordomo del rey, encargado al fin de pagarle la suma debida, que habiéndose pasado con mucho el plazo del pago, y debiéndose de duplicar cada día la cantidad, no había dinero en el mundo para pagarla, “ni siquiera podía ser sumada por bocas de hombres”. El rey no se dejó convencer de estas matemáticas; sin duda tenía mal sentido aritmético como aquel rey de India, que creía poder pagar en semejante progresión cada una de las casillas del tablero del ajedrez.

    Entrevista del conde con el rey Sancho de León

    El leonés quiso acallar la reclamación del conde con un ejército; y ya ambos iban a pelear, cuando el abad de Sahagún y otros prelados que allí había, impidieron la batalla y concertaron una entrevista en un vado del río Carrión, límite entre el reino y el condado. Esta entrevista formaba una de las escenas más animadas del poema perdido, llena de brío y brusquedad. Según la prosificación que seguimos, el conde, al llegar al rey, le va a besar la mano, pero el rey se la niega.

    “Conde –le dice- no os doy mi mano a besar, pues os rebelasteis con Castilla; y si no fuese por el abad y los prelados, os cogería por la garganta y os echaría en las torres de León, donde os guardarían mejor que la otra vez”.
    “Callad, Rey, que mal cumpliríais vuestras amenazas. Si no fuese por las treguas de los prelados, yo sí que os quitaría la cabeza de los hombros y teñiría el agua de este río con vuestra sangre; vos venís en gruesa mula y yo en ligero caballo; vos traéis sayo de seda, yo traigo un arnés trenzado; vos con guantes olorosos, yo con los de acero claro; vos con la gorra de fiesta, yo con un casco afinado; yo tengo esta espada en cinta, vos traéis ese azor en la mano.”
    Y diciendo esto, hincó espuelas a su caballo, y de la arrancada que el bruto dio en el río, salpicó al rey con el agua y la arena.

    Esta escena final es un cuadro de época muy exacto. Entrevistas borrascosas como la del vado del río Carrión eran frecuentes; en una semejante, a orillas del Pisuerga, Alfonso VII, oyendo del conde Rodrigo González palabras descomedidas, le echó las manos al cuello, y ambos cayeron de sus caballos a tierra; por eso, para evitar una parecida ocasión, el cauto D. Juan Manuel no se quiso avistar con Alfonso XI ni aun teniendo ambos un río por medio.
    La insolencia del conde Fernán González está pues, perfectamente dentro de la época, y solo a un piadoso biógrafo eclesiástico se le pudo ocurrir explicar aquel brusco separarse el conde del rey en el vado del río, diciendo que, como el conde sintiese que su ira se iba encendiendo, por no pecar contra Dios, volvió la rienda al caballo, y éste “levantó muchas aguas por encima del rey”.

    D El poema como reflejo de la rivalidad entre Castilla y León

    Sin estas atenuaciones ridículas y las otras a que ya hemos aludido, el Poema de Fernán González refleja bien la época de acritud irreconciliable en la rivalidad entre Castilla y León; el poema es de origen castellano y por eso mira al rey de León sin simpatía, es más: sin respeto alguno.
    Es una muestra de esa epopeya feudal de los vasallos rebeldes, la cual produjo en Francia muchas obras como Les quatre fils Aymon o Girard de Russillon, donde se cuentan las guerras de poderosos barones contra la monarquía.

    En España el género apenas arraigó, a causa de la escasa fuerza que en ella tuvo el feudalismo, especialmente en Castilla, cuyo espíritu democrático fue siempre acentuado, y en cuyo seno no pudo desarrollarse una epopeya feudal una vez terminadas las reyertas, que podríamos llamar exteriores, con el rey de León. Además nunca el vasallo rebelde fue tipo predilecto en la poesía castellana, y es bien de notar que Fernán González mismo consigue su independencia, más que por una guerra por un contrato.

    Ahora bien, este contrato pudiera ser uno de esos lazos inescrutables, arriba aludidos, que traban la epopeya castellana con las tradiciones de los visigodos. Castilla, en servidumbre de León, libertada en nombre de un caballo y un azor, recuerda la leyenda, recogida por Jordanes, de cómo los godos, padeciendo servidumbre en una isla, fueron liberados mediante el pago de un caballo. Además, para que se aplicase a Fernán González esta vieja leyenda gótica, pudo dar ocasión cualquier documento notarial entre el rey leonés y el conde castellano.

    En la Edad Media el que recibía una donación entregaba en cambio al donante cualquier objeto de pequeño valor para dar a la donación, en vez de su carácter de acto gratuito, el indispensable carácter de una compra o de un cambio, y a esto se llamaba roboratio o corroboración. Los objetos usuales para esta roboratio eran muchos: una pequeña suma de dinero, un par de guantes, una capa, cierta cantidad de vino o de trigo, una mula, un caballo, un azor. El caballo y el azor juntos se hallan sirviendo de roboratio en varios documentos de los siglos X y XI, y podemos suponer que sirvieron para una donación, verdadera o apócrifa, en que el rey de León cediese a Fernán González varios derechos sobre el condado, por lo cual pudo decirse que el rey había cedido el condado a cambio de un caballo y un azor.

    Castilla, hecha reino, aspira a la hegemonía política de España

    Hecha esta hipótesis en atención al carácter altamente histórico de la epopeya castellana, observemos, sin embargo, que con Fernán González, Castilla triunfó en muchas de sus aspiraciones, pero no se hizo del todo independiente como supone el poema. Los condes sucesores continuaron reconociendo la suprema soberanía de los reyes de León, hasta que uno de éstos, Bermudo III, concedió al condado el título de reino, como dote de su hermana Sancha, al casarla con el último conde.

    Castilla, hecha reino y unida a León en la persona de Dª Sancha y de su marido D. Fernando, se sintió desde luego superior al antiguo reino, su rival, y concibió el pensamiento de ser ella el centro de la unidad política de la mayor parte de España.

    El entusiasmo popular que despertó en Castilla la unión de los dos reinos produjo un canto lírico antes famoso y hoy perdido, del cual, sin embargo, aun podemos percibir cierto eco en un breve fragmento conservado en dos poemas del Cid y en un romance del siglo XVI. Pero esta unidad tan deseada por Castilla, no era firme, y por espacio de dos siglos vemos que cuando ambos reinos se reunían en la mano de un rey poderoso, éste, en su testamento, los volvía a dividir, atendiendo tanto al deseo paternal de coronar las cabezas de varios hijos, como a los encontrados intereses de las tierras mal unidas.

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    Respuesta: La epopeya castellana (I): sus orígenes

    La epopeya castellana (II): El cantar del cerco de Zamora
    (De Don RAMÓN MENÉNDEZ PIDAL: LA EPOPEYA CASTELLANA A TRAVÉS DE LA LITERATURA ESPAÑOLA, año 1909)

    EL CANTAR DEL CERCO DE ZAMORA

    Guerras entre los hijos de D. Fernando I

    El primer rey de Castilla y León, D. Fernando I, dividió así sus estados aun en vida. Dio a su hijo mayor, Sancho, la Castilla, que ya se consideraba como reino principal y mejor porción de la herencia; a su hijo segundo, Alfonso, dio León; al tercero, García, el reino de Galicia; a las hijas también les formó un pequeño estado eclesiástico o monacal con el título de infantazgo, que la leyenda decía tener por capital para Urraca la ciudad de Zamora, y para Elvira la de Toro.

    Esta repartición fue desacertada y funesta, pues, muerto el padre en 1065, Sancho, en quien encarnaba el pensamiento de la hegemonía castellana, se rebeló contra la voluntad paterna, no tolerando la disgregación del gran reino, y empezó una serie de guerras contra los hermanos, las cuales duraron lo que el corto reinado del ambicioso: ocho años. En estas guerras ayudó al rey de Castilla el famoso caballero D. Rodrigo Díaz, llamado el Cid. Con tan buen vasallo, Sancho atacó a Alfonso, le prendió, le despojó del reino de León, y le permitió buscar un refugio en la corte del rey moro de Toledo; venció también a García, y le quitó la Galicia y Portugal, y por último, sitió a Urraca en Zamora.

    No le faltaba ya a Sancho más que esta ciudad para ser dueño de todo el reino del padre, cuya voluntad desacataba, cuando fue muerto por un caballero de los sitiados, llamado Vellido Adolfo.

    El joven rey moría sin sucesión; al saber su muerte, Alfonso se escapó del poder del rey moro de Toledo, y, viniendo a Zamora, se unió con su hermana, a quien veneraba como madre, y se ciñó la corona. Siendo Alfonso originariamente rey de León, realizaba a gusto de este reino la unidad tan deseada por Castilla, y así terminó la gran postrera enemistad de ambas regiones.

    El Cantar del cerco de Zamora

    Un poema enteramente histórico cantó estas guerras más que civiles: El Cantar del cerco de Zamora. No se conserva sino reducido a prosa en las crónicas de los siglos XIII y XIV (En la Primera Crónica General de España que mandó componer Alfonso el Sabio y se continuaba bajo Sancho IV en 1289); así que no podremos dar idea de sus pormenores de ejecución, pero sí de su plan y pensamiento. El análisis de esta obra exigirá toda nuestra atención más especial, por tratarse de una poesía que, versando sobre costumbres sociales y políticas del siglo XI, anda a veces muy lejos de los sentimientos, móviles y temas que hoy nos son familiares. El poema tiene por esto gran valor arqueológico; pero al mismo tiempo, habremos de notar que reúne condiciones artísticas de primer orden.

    Servíale como prólogo la solemne escena de la muerte del rey D. Fernando el Magno. Cuenta la Historia llamada Silense que el rey Fernando I, ya viejo y lleno de gloria, habiendo enfermado en una excursión militar que dirigió sobre Valencia, se hizo llevar a León; allí pasó la vigilia de Navidad del año 1065, en la iglesia de San Isidoro, cantando con los monjes los maitines, aunque enfermo. Al día siguiente vistió las regias insignias, y, postrado ante el altar, exclamó con clara voz: “Tuyo es el poder y el reino; a ti, rey de los reyes, devuelvo yo ahora el reino que me diste, pidiéndote que mi alma vea la luz eterna”. Y dicho esto, se quitó la corona adornada de pedrería y la puso sobre el altar, desnudóse los vestidos reales, vistió cilicio, esparció ceniza sobre sí, y vivió dos días en penitencia, al cabo de los cuales entregó su alma sin mancilla a Dios.

    Esta larga agonía que los autores eclesiásticos nos cuentan, consagrada a la fervorosa penitencia, era de muy distinta manera concebida por los juglares, que la describen rodeada de pasiones y tumulto.

    El Cantar del cerco de Zamora colocaba la muerte del rey no en León, sino en Castil de Cabezón. Allí llamó a sus hijos y les repartió los reinos, dando a Sancho, la Castilla; a Alfonso, León; a García, Galicia; olvidándose de la suerte de su hija Urraca. Entonces Sancho, que era el hijo mayor, dijo al padre que no podía hacer aquel reparto, porque los godos habían establecido que nunca se dividiese el imperio de España, mas que estuviese siempre bajo un señor; y como el padre insistiese en su propósito, el hijo le dice: “Haced lo que queráis, pero yo no lo otorgo”.

    Llegada del Cid y lamentación de doña Urraca

    Entonces llegó el Cid, que había estado ausente cuando la partición. El rey moribundo preguntaba a menudo por él, y tuvo gran alegría al verle llegar, diciéndole: “¿Dónde os habéis tardado tanto, Cid, que nunca rey tuvo mejor consejero que vos? Yo os ruego que aconsejéis siempre bien a mis hijos. Tarde llegáis, pues ya no os puedo dar nada de mi herencia, porque ya he repartido mis reinos”.
    Pero don Sancho, queriendo ganarse tan buen vasallo, dijo al padre: “Dadle al Cid lo que quisiereis en mi tierra”. Y el rey le señaló entonces un condado en Castilla.

    Ellos estando en esto, doña Urraca entró en palacio, llorando a voces; avisada por su ayo Arias Gonzalo del peligro en que estaba el rey, había ido precipitadamente a Castil de Cabezón, acompañada de cien damas nobles; al llegar a la villa todas bajaron de las mulas, quitaron las tocas de su cabeza en señal de duelo, y comenzaron a llorar. La infanta entró por el palacio, diciendo: “¿De qué me sirve ser hija de tan noble rey, si quedo desheredada y abandonada a quien me quiera deshonrar?”

    El moribundo batallaba entretanto con la muerte, poseído de agónica pesadilla: “Vete, vete; ¿por qué me estrechas tanto, que ya me has herido uno de los ojos? Cuando yo estaba sano, pensaba que a todo el mundo podía resistir en batalla.”
    A las quejas de la infanta, el rey recobra el sentido, y pregunta: “¿Quién llora así?” “Es- dice el Cid- vuestra hija doña Urraca, que queda desheredada.” Y el rey se lamenta: “Por el abandono de esta hija se perderá mi alma.”

    Muerte del rey D. Fernando I

    El rey llamó entonces a todos y dio un infantado a Urraca: “Yo te dejo a Zamora, que es una fuerte ciudad. Quien os la quitare, hija, tendrá mi maldición. Y todos, hijos míos, juradme que no pelearéis uno contra otro, pues bien os dejo con qué vivir en paz cada uno con lo suyo.” A estas palabras, todos juraron y dijeron “amén, amén”, salvo don Sancho, que guardó silencio. Silencio famoso en los romances, ideado por el poeta castellano para disculpar la conducta posterior de don Sancho.
    También el moribundo hizo jurar a sus hijos que se guiasen todos por consejo del Cid y le favoreciesen. Luego, pidiendo el cuerpo de Cristo, recibió la comunión postrado en el suelo; y vuelto a la cama, puestos los pies hacia el oriente, expiró teniendo en la mano el cirio que todo moribundo debía tener como símbolo de la “luz eterna” que espera.

    Muerto don Fernando, todos le lloran amargamente, y más que nadie el buen viejo Arias Gonzalo, el ayo de la infanta Urraca, a quien el rey, moribundo, había encomendado su hija como a varón prudente y abnegado. Él veía en torno al lecho mortuorio del rey fraguarse el nublado tormentoso, el trágico sino de sus herederos: “Señor, no lloro yo por vos, mas por nosotros, tristes, que quedamos sin amparo. La guerra que vos solíais hacer a los moros se tornará ahora sobre nosotros, y nos mataremos hermanos con hermanos, parientes con parientes, y todos los de España seremos destruidos.”
    Lúgubre profecía que no tardó en cumplirse.

    El hijo menor, García, arrebató a Urraca la mitad de su herencia, y esto despertó la codicia del hermano mayor, Sancho, quien al ver cómo el menor quebrantaba la jura prestada al testamento paterno, se propuso castigarle en provecho propio. En vano el Cid le aconseja que respete la voluntad del difunto; Sancho le responde que él no es perjuro, pues no aprobó la partición del reino ni juró nada a su padre. En consecuencia, entra en guerra con su hermano García, le prende y le mete en cadenas dentro del castillo de Luna, donde vivió aherrojado veinte años.
    El desgraciado prisionero no consintió que, ya para morir, le quitasen los hierros, sino que mandó enterrarse con ellos, encariñado con su larga desdicha.

    Sancho acometió luego a Alfonso, le venció con ayuda del Cid, le prendió y le envió desterrado a Toledo.

    Sancho intenta apoderarse de Zamora

    Luego despojó a Urraca de su infantado; y queriendo quitarle la fuerte ciudad de Zamora, envía cartas por toda la tierra para que todos sus vasallos se juntasen en Sahagún. Nadie desobedeció, porque el rey era muy duro, aunque tan mozo que entonces le empezaba a apuntar la barba.

    Reunida la hueste, acampa junto a Zamora, y el rey cabalga alrededor del rey para reconocerla; y cuando la vio erguida sobre una peña tajada, rodeada de muros fuertes con torres espesas, y cercada por la otra parte por el curso del río Duero dijo a los suyos: “Mirad cuan fuerte es; bien creo que no la pueden combatir moros ni cristianos. Si mi hermana me la vendiese o me la cambiase, me creería ya rey de toda España”.
    Don Sancho luego se volvió al Cid y le dijo: “Cid, acordaos que mi padre os crió en su casa y que yo os di en mi tierra un condado; ahora os pido, como amigo y vasallo leal, que vayáis a decir a mi hermana doña Urraca que me dé Zamora por dinero o por cambio, que yo le juraré con doce vasallos míos el pacto que quiera hacer”. El Cid se resiste: “Señor, para mí es muy duro ese mensaje, pues fui criado en Zamora, en casa de Arias Gonzalo, con la misma doña Urraca”.
    Pero el rey es inflexible, y el Cid se dirige, aunque de mala gana, a la ciudad.

    Al verle entrar en su palacio, Urraca siente gran alegría, reconociendo en él un amigo de la infancia; pero el Cid olvida la amistad para cumplir con su deber de vasallo y expone el duro mensaje, que hace romper en lágrimas a la infanta: “¡Mezquina de mí! ¡No veo más que desdichas desde que murió mi padre! Sancho tiene preso a nuestro hermano García, como si fuese un ladrón; tiene desheredado y huido entre moros a Alfonso, y a mí me quiere quitar Zamora. Más me valiera que la tierra me tragase”.
    Y en un arranque de saña llega a decir: “Mujer soy, y bien sabe que no lidiare con él; pero yo le haré matar a escondidas o a la faz del mundo”.
    El viejo Arias Gonzalo la reporta y la aconseja que reúna todos los de Zamora en la iglesia y les consulte. Todos le prometen su vida y sus riquezas, visto lo cual la infanta despide al Cid, negando la entrega de la ciudad.

    Cuando el rey Sancho oye la respuesta que trae el buen vasallo, se deja arrebatar de la ira: “Cid –le dice- vos fuisteis quien aconsejó a mi hermana eso, porque os criasteis aquí con ella. Os doy de plazo nueve días para que salgáis de mi reino”.
    Y ya el Cid se marchaba para cumplir la orden, cuando los condes y ricoshombres hicieron comprender al rey su injusticia; pero sólo con grandes promesas logró el rey que el Cid se decidiese a volver.

    La traición de Vellido Dolfos

    Siguen asaltos y matanzas; sin embargo, la ciudad parecía inexpugnable. Los sitiadores acuden al asedio, que se prolonga siete años, con gran hambre y miseria de los sitiados; hasta que al ver tanto sufrimiento, Arias Gonzalo aconseja a doña Urraca que abandone la ciudad. Ella entonces junta a todos los de Zamora y les dice: “Amigos, por vuestra lealtad sufrís tantos trabajos; pero bastante habéis hecho ya, y os mando que entreguéis la ciudad a don Sancho dentro de nueve días, y yo me iré entre moros, a Toledo, con mi hermano Alfonso”.

    Todos se contristaron y pensaban muchos acompañar a la infanta a tierra de moros; mas entonces un caballero llamado Vellido Adolfo se presenta a Urraca:
    “Señora, yo vine a Zamora con treinta caballeros, mis vasallos, y os serví largo tiempo, y no me habéis hecho ninguna merced. Si ahora me la concedieseis, yo os quitaría a don Sancho de sobre Zamora y haría descercar la villa”. La infanta le contesta con un refrán: “Vellido, bien merca el hombre con el apenado o con el torpe, y así haces tú conmigo. No te mando que hagas nada del mal que piensas; pero te digo que al que me quite a mi hermano de sobre Zamora y me la descerque, le daré cualquier cosa que me pida”.
    Entonces Vellido, sin hablar más palabra, besó la mano a la infanta en señal de aceptación y de agradecimiento, y se fue. Dirigiéndose a la puerta de la ciudad, dijo al portero que si le viese en apuro, que le abriese, y en recompensa le dio el manto que llevaba.

    Luego, montando en su caballo, paróse ante la casa de Arias Gonzalo y le insultó groseramente aludiendo a trato ilícito del ayo con la infanta. Los hijos del viejo defensor de Zamora se lanzaron en persecución de Vellido. Éste huyó a la puerta, que el portero le abrió, y saliendo al campo presentóse al rey don Sancho, le besó la mano en señal de hacerse vasallo suyo, y le dijo: “Señor, porque aconsejé a los de Zamora que os entregasen la villa, los hijos de Arias Gonzalo me quisieron matar. Por eso vengo a vos, a hacerme vuestro vasallo; yo os entregaré a Zamora; y si no lo consigo, matadme”.
    El rey, desde luego, depositó en el traidor una confianza ciega. En vano un leal caballero zamorano, subido al andamio del muro, gritó para prevenir cualquier traición:
    ¡Rey don Sancho, rey don Sancho!, no digas que no te aviso,
    que de dentro de Zamora un alevoso ha salido;
    Llámase Vellido Dolfos, hijo de Dolfos Vellido,
    si gran traidor fue el padre, mayor traidor es el hijo.

    cuatro traiciones ha hecho, y con esta serán cinco.
    Si te engaña, rey don Sancho, no digas que no te aviso.

    Pero Vellido dice al rey: “Señor, es Arias Gonzalo el que hace decir eso, porque sabe bien que yo os daré a Zamora”. Y fingiéndose enojado, pide su caballo, como queriéndose ir; mas el rey, lleno de confianza, le detiene, le colma de promesas y va solo con él a reconocer la muralla, para ver un postigo de ella que nunca se cierra y por donde el traidor ofrece meter cien caballeros de don Sancho. Éste llevaba en la mano el venablo de oro, que era el cetro real de entonces, y como una vez, para desembarazarse, lo entregase a Vellido, éste aprovechó ocasión favorable para hundir el venablo al rey por las espaldas, y volviendo enseguida la rienda al caballo, huyó a escape hacia la puerta de la ciudad, que se le abrió otra vez oportunamente.

    El Cid le vio huir, sospechó maldad, y pidió su caballo; pero con la prisa no esperó que lo calzasen las espuelas, por cuya falta no pudo alcanzar al traidor; al verle meterse por la puerta de la muralla, le arrojó la lanza, sin alcanzarle más que al caballo, y se volvió, rompiendo en una maldición famosa: “¡Oh, malhaya el caballero que sin espuelas cabalga!

    La traición carece de fundamento histórico

    Muchas circunstancias de esta muerte son absolutamente históricas, pero no lo es la traición que imaginaron los juglares castellanos.
    La traición, según el cantar, consiste en que Vellido besó la mano al rey don Sancho, reconociéndose su vasallo, y luego le hirió por la espalda; pero ambas circunstancias son falsas, según el relato histórico de la Historia Silense. Dice éste que los sitiados enviaron un caballero de gran audacia, quien entrando en el campo enemigo, con su lanza hirió de improviso al rey de frente, y luego, a todo correr de su caballo, se acogió sano y salvo a una puerta de la ciudad que le esperaba abierta, según estaba prevenido.

    Se comprende que este hecho, que tiene carácter de hazaña, se convirtió en traición por haberse hecho famoso en una narración de origen castellano. Si el heroísmo de Mucio Scevola, en lugar de haber pasado a la historia contado por los historiadores republicanos de Roma, se hubiera transmitido según el relato del campo etrusco, el nombre de Scevola sería odioso en la historia de Italia como el de Vellido en la de España.

    Continuemos con el análisis del poema:
    El traidor fue encadenado en Zamora por Arias Gonzalo, y el rey fue hallado moribundo por los suyos. Don Sancho acepta la muerte como castigo por haber violado el testamento paterno, y ruega a todos que pidan para él perdón a Alfonso, cuando éste vuelva de tierra de moros, y le piden también que reciban por vasallo al Cid. Luego, tomando la candela en la mano, entregó el alma al Creador.

    El desafío de los castellanos

    Los castellanos pensaron luego en vengar a su rey, desafiando a los de Zamora porque habían acogido a Vellido. El encargado del reto fue don Diego Ordóñez, quien armado de todas armas y cubriéndose con el escudo, llegó a la muralla, llamó a voces a Arias Gonzalo, y le dijo: “Vosotros habéis acogido al traidor Vellido, y es traidor el que tiene consigo un traidor. Por esto reto a los zamoranos, tanto al grande como al chico; reto al vivo como al muerto, al que ha nacido como al que está por nacer; reto a las aguas que bebieren, a los paños que vistieren; reto a las hojas del monte y a las piedras del río”.

    Esta curiosa fórmula de reto, que abarca a los seres animados e inanimados de una ciudad, no se nos conserva más que en este poema, pero debe ser bien auténtica; algunas partes de ella se repiten con otro motivo en los contratos medievales. Sin embargo, la fórmula del reto que responde a la solidaridad penal del derecho germánico, de que ya hablamos, sonaba a cosa arcaica e inaceptable para el poeta que dio la última redacción del poema, pues hace que Arias Gonzalo responda como quien no comprende y rechaza esa especie de entredicho en que el retador pone todas las cosas vivas y muertas de la ciudad: “En lo que los grandes hacen, ¿qué culpa tienen los chicos; ni los muertos en lo que no vieron? Pero quitando a los muertos y a los niños, por todos los demás acepto el reto y te digo que mientes”. El mentís era palabra sacramental del desafío.

    El combate

    Se nombran jueces entendidos en derecho, zamoranos y castellanos, los cuales hallan escrito que, el que reta a un concejo cabeza de obispado, debe lidiar con cinco, uno en pos de otro, cambiando el caballo y las armas para cada uno de estos cinco combates, y pudiendo descansar antes de cada uno para tomar tres sopas de pan mojadas en vino y beber vino o agua.
    Recibida esta sentencia, Arias Gonzalo se vuelve a Zamora, convoca a todos los de la villa y les dice: “Amigos, si entre vosotros hay alguno que supiese de la muerte del rey don Sancho antes que sucediese, yo le ruego que lo diga; pues antes quiero irme con mis hijos a tierra de moros que no quedar por alevoso siendo vencido en la lid”.
    Era costumbre que el que iba a sostener un reto se asegurase de la verdad de la causa que defendía, pues el reto se fundaba en la firme creencia de que Dios son consentía que jamás fuese vencido quien tuviese razón, y por eso era el reto una prueba judicial certera. Ahora bien: cuando los zamoranos respondieron a Arias Gonzalo que ninguno de ellos sabía de la traición, el viejo defensor de Zamora se sintió confiado; los despidió a todos, se retiró a su casa, y escogió cuatro de sus hijos que lidiasen; él sería el quinto, que lidiaría antes que los hijos: “Pues si fuese verdad lo que dijo el castellano, yo morirá primero y no veré vuestra desdicha; y si él dijo mentira, yo le venceré y os honraré”.

    Llegó el día del combate, que era un domingo. Aun no había amanecido, el cielo estaba estrellado, y todos dormían en Zamora, cuando el viejo Arias Gonzalo estaba vistiendo las armas a sus hijos, exhortándoles para la lid y dándoles su bendición. Luego ellos le armaron a él, y montando en sus caballos salían ya por el portón de su palacio, confiados en Dios y en la verdad de su causa.
    Pero no todos en Zamora estaban tranquilos y confiados, pues he aquí que la infanta Urraca se presenta acompañada de sus dueñas y detiene a los cinco caballeros que salían. ¿Era que no tenía la conciencia tan tranquila como los demás zamoranos? ¿Era el cariño a su viejo ayo lo que le quitaba el sueño?
    Toda llorosa dice: “Arias Gonzalo, acuérdeseos que jurasteis a mi padre don Fernando que nunca me desampararíais, y ahora me queréis abandonar; por lo cual os ruego que no vayáis a lidiar, ya que hay aquí tantos que os pueden excusar de ir”.
    El fiel vasallo obedeció; desvistió las armas, y aunque muchos se las pedían, sólo las entregó a otro hijo suyo, Pedro, que era niño de días, pero valiente, y había deseado mucho entrar en la lid. El padre, al despedirle, le santigua y le dice: “Ve en tal punto a salvar a los de Zamora, como Jesucristo vino al mundo a salvar a los hombres”.

    Diego Ordóñez mata a los hijos de Arias Gonzalo

    Pero el Cielo no oía estas bendiciones llenas de santa confianza, y el retador Diego Ordóñez mató a Pedro y luego a Diego, otro hijo de Arias Gonzalo; el poeta describe al pormenor los incidentes de estos combates, altamente interesantes para su público de caballeros y ricos hombres; nosotros podemos presenciar uno de esos episodios que nos muestre el despiadado encarnizamiento de la lid y las fórmulas legales que regían estos duelos.

    El retador Diego Ordóñez grita desde el medio del campo: “Don Arias Gonzalo, enviadme otro hijo, que, Dios sea loado, ya he vencido dos de ellos”. Entonces los jueces le advirtieron que el segundo hijo muerto no estaba aun vencido, pues yacía dentro de la raya que señalaba el lindero del campo; era preciso que el vencedor sacase el cadáver fuera de esa raya, cuidando de no poner él los pies fuera de la misma. Así lo hace Diego Ordóñez con gran dificultad, y luego, vuelto al medio del campo, en un poste que allí había, pone la mano en señal de victoria, quejándose de aquel requisito, pues más quiere lidiar con un vivo que sacar un muerto fuera de la raya. Después vinieron los jueces y por su mano le sacaron fuera para que descansase, tomase sus tres sopas y su vino y mudase de armas y caballo.
    El que sin ser sacado por mano de jueces ponía los pies fuera de la raya, sea por su voluntad, sea forzado por su contrario, quedaba al instante vencido.

    Los jueces tomaron luego por las riendas los caballos de Diego Ordóñez y del tercer hijo de Arias Gonzalo, llamado Rodrigo Arias, y los metieron en el campo. Ambos se acometen. El zamorano atravesó con su lanza el escudo de Diego Ordóñez, pero éste pasó el escudo e hirió en la carne al zamorano. Una vez usadas ya las lanzas, ambos echan mano a las espadas, y el zamorano corta a Diego Ordóñez el brazo hasta el hueso.
    Al sentir la herida, Diego Ordóñez descarga su espada sobre la cabeza del zamorano, con tal golpe que le hiende el casco, la férrea capucha de la loriga y la mitad del cráneo. Pero aunque moribundo de tal herida, el zamorano aun puede acometer a Diego Ordóñez y partirle al caballo la cabeza, de modo que, desbocado el caballo, saca a su dueño fuera de la raya, mientras el zamorano, persiguiéndole, se desploma muerto dentro del límite.
    No quedaba vencedor Diego Ordóñez, pues estaba fuera de la raya, ni tampoco el zamorano, pues yacía dentro, pero muerto; y en vano quiso Diego Ordóñez volver a entrar en el campo para lidiar con el cuarto
    Y el quinto hijo de Arias Gonzalo; los jueces no se lo permitieron, y no quisieron juzgar si los zamoranos estaban vencidos o no.

    Epílogo del poema

    De este modo el poeta deja misteriosamente indeciso el duelo, sin que la acusación de los castellanos se pruebe, pero sin que la sombra de sospecha que pesa sobre Zamora se desvanezca por completo. Esta vaguedad, esta penumbra altamente artística, domina también la escena final del poema, que podíamos llamar su epílogo.

    Cuando Alfonso supo la muerte de su hermano se escapó de la corte del rey moro de Toledo y fue a plantar sus tiendas delante de Zamora, adonde vinieron a hacerle vasallaje todos los de sus reinos: primero los leoneses y gallegos, contentos de recobrar su antiguo rey; luego los castellanos, que le reciben por señor a condición que jurase no haber aconsejado él la muerte de don Sancho.

    Es de advertir que un juramento así, después que un rey moría asesinado, era garantía buscada desde antiguo contra los codiciosos del trono. La historia romana nos ofrece un ejemplo: cuando Diocleciano fue elegido emperador después del asesinato de Numeriano, sacando la espada juró por el sol que todo lo ve que no había tenido parte en la muerte de su antecesor; y luego, dirigiéndose a Arrio Aper, prefecto del pretorio, dijo: “Ved aquí al asesino”, y le pasó con la espada, como quien inmola una víctima a los dioses infernales.

    La jura de don Alfonso es sin duda un hecho histórico, aunque sólo la hallemos contada en historiadores del siglo XIII. La idealización de nuestro poema consistirá en olvidar el carácter obligatorio de tal juramento, presentándolo como una exigencia particular del Cid, y personificando en éste a toda Castilla, dejándole solo frente a su rey.

    El juramento del rey don Alfonso

    Así cuenta el poema que, pedida al nuevo rey la jura por los castellanos, fueron besándole al fin la mano todos, en señal de vasallaje, prelados, ricos hombres y concejos, sin atreverse ninguno a tomarle el juramento convenido. Faltaba el Cid. Entonces Alfonso dijo a la Corte: “Pues todos me habéis recibido por señor, os ruego que me digáis por qué no me ha besado la mano el Cid, pues yo le favorecería, ya que me lo encomendó mi padre don Fernando al morir.”
    Oyó estas palabras el mismo Cid y, levantándose, dijo: “Señor, cuantos hombres aquí veis, aunque ninguno osa decíroslo, todos tienen sospecha de que don Sancho fue muerto por vuestro consejo; por eso, si no os exculpáis con el juramento, nunca os besaré la mano”.

    Así habló el vasallo que más debiera solicitar la gracia del nuevo rey, ya que era el más comprometido de todos en las pasadas guerras de don Sancho contra don Alfonso. Éste se somete a jurar, acompañado de doce de sus vasallos, en la iglesia de Santa Gadea (Santa Ágata) de Burgos, que tal era el lugar consagrado en Castilla para estos juramentos públicos. Y todos cabalgan, poniéndose en camino para la ciudad.

    Llegado el momento solemne, el Cid tomó los evangelios y los puso sobre el altar de Santa Gadea; el rey colocó ambas manos sobre el libro, y el Cid empezó a conjurarle: “Rey don Alfonso, ¿venís aquí a jurarme que no aconsejasteis la muerte del rey don Sancho, mi señor?” El rey, acompañado de sus doce vasallos contestó: “Sí vengo”. Y el Cid pronunció la obligada maldición: “Pues si juráis mentira, permita Dios que os mate un traidor que sea vuestro vasallo, como lo era Vellido del rey don Sancho mi señor”.
    Entonces el rey Alfonso tenía que contestar “Amén”, y al pronunciar esta palabra sacramental, su rostro perdió el color. El Cid, no satisfecho, reiteró tres veces, según era su derecho, el conjuro y la maldición, que eran respondidos por el rey y sus doce vasallos; y cada vez que Alfonso asentía a la maldición confirmándola con un “Amén”, su cara palidecía.
    Acabada la jura, el Cid quiere besar la mano a don Alfonso, pero éste, enojado, no se la quiere dar a besar, y de allí adelante le desamó.

    Escena grandiosa del poema

    El poema, que tan magistralmente se abre con la muerte del rey don Fernando, termina con esta grandiosa escena de la jura de don Alfonso, admirable por la profundidad de concepción y por la intensidad con que concentra el interés dramático sobre la figura del Cid. La muerte de don Sancho deja al héroe sumido en el desamparo, entregado al rencor de Urraca y Alfonso, que le miran como causa de sus antecesores infortunios; nadie más necesitado de intercesores acerca del nuevo rey, y, sin embargo, cuando éste se presenta poderoso y Castilla entera se le postra antes de tiempo, el Cid se yergue delante para rendir, él sólo, el último tributo que la fidelidad castellana debía a su señor asesinado y para obligar al nuevo rey a humillarse ante las leyes del reino que iba a regir.

    La escena impresiona vivamente el espíritu, y en él queda indeleble aquella poética indecisión que el poeta nos descubre en el fondo misterioso de la conciencia del rey; el rey jura la verdad como buen cristiano, pero al jurar pierde el color. Esta palidez del regio rostro es la más feliz expresión que puede idearse del recelo invencible con que Castilla recibía a su nuevo soberano.


    Cualidades distintivas del Poema

    Tal es el poema del Cerco de Zamora, poema singular, donde se unen de modo admirable la historia y la poesía. Una fatalidad trágica pesa sobre esta familia heroica, discorde como la de los hijos de Edipo; contra ella las opuestas ambiciones desencadenan la maldición paterna, que a todos envuelve en una nube de males; y el juglar, poseído de la grandeza poética de su asunto, traza un cuadro histórico de muy complejo interés, donde nos ofrece, al lado de los retratos auténticos de las figuras principales, una pintura vivamente pormenorizada de las pasiones políticas, los deberes sociales y las costumbres caballerescas de los ricos hombres e hidalgos del siglo XI. Es un trozo de vida pública arrancado felizmente por el poeta al torbellino de los sucesos que condujeron a la unión definitiva de los dos reinos principales de la Península, e incluido hábilmente en una acción épica que conmovió por muchos siglos a las generaciones sucesivas.

    No hay asunto más veces repetido en crónicas, romances y versos líricos de la Edad Media; en comedias, desde Juan de la Cueva y Guillén de Castro, hasta el Duque de Rivas, Bretón de los Herreros y Donoso Cortés; en poemas de gusto clásico y académico; obras todas inspiradas en la prosificación del cantar contenida en las crónicas medievales. Pero creo que todas esas obras, si bien hacen resaltar la importancia histórica de los sucesos, el estrépito de la guerra, la gallardía de tipos y escenas, sin embargo ninguna de ellas alcanza a comprender la energía dramática y la habilidad artística que el juglar puso en el conjunto de su concepción.

    Las guerras ocasionadas por el testamento de Fernando I llenaron de odio los ánimos. Los partidarios de Alfonso, como el coetáneo autor de la Historia Silense, veían en la fiereza inhumana de Sancho respecto de sus hermanos, un atavismo, el bullir de la “feroz sangre de los godos”, como decía el arzobispo Rodrigo de Toledo, recordando que en la monarquía goda los funerales de un rey se solían manchar con sangre fraterna. Por el contrario, los vasallos de don Sancho tuvieron en la muerte violenta de su rey un motivo más de odio contra León.
    Levantaron el cerco de Zamora precipitadamente y se llevaron el cadáver real al monasterio castellano de Oña, donde, al sepultarle, le pusieron un apasionado epitafio, medio en verso medio en prosa, el cual es una cruda y reiterada acusación a la hermana del difunto:

    “Yace en esta tumba el polvo y la sombra de Sancho; era un Paris por lo hermoso; un Héctor por lo fiero en las armas. Le quitó la vida su hermana, mujer de ánimo cruel que no le lloró. Fue muerto sobre Zamora el 7 de octubre de 1072, por el mal consejo de su hermana Urraca, y por la mano de Vellido Adolfo, gran traidor.”

    Otra memoria de cronicón, escrita sin duda en los mismos días de la muerte del rey, acusa a Alfonso de perjurio, pues imagina que estaba oculto en Zamora, y acusa a los zamoranos todos de fraude y parricidio.

    Cómo dignifica el poema la realidad que contempla

    Como se ve, estas guerras, por lo sañudas y fratricidas, se prestaban bien a servir de asunto a un poema en el estilo de los del siglo anterior, lleno de escenas de violencia y venganza. Pero nuestro poeta, aun mirando las cosas desde un punto de vista castellano, se supo librar de ese odio contra Urraca y contra León, que respiraban el epitafio de Oña y el cronicón citados, y evitó a su vez la aversión contra “el inhumano” Sancho, que, en general, expresan los historiadores. Lejos de todo, sabe dignificar la realidad que contempla, y envuelve a los dos bandos enemigos en una simpatía conciliadora y desapasionada.

    En Sancho vio el poeta al guerrero afortunado que cautivaba el ánimo por su hermosura juvenil, por su empuje irresistible, por sus grandes planes políticos, por su muerte temprana, que le ataja en su carrera victoriosa; pero vio también los defectos de su fuerte alma, el enojo impaciente, la impetuosidad ciega, la ambición insaciable, el desprecio de la maldición paterna.
    En Urraca ve la señora que sabe inspirar amor heroico a todos sus vasallos, la princesa de ánimo varonil, la mujer perseguida, que, acosada hasta lo último deja pasar por su mente la idea del fratricidio, sin bastante virtud para desecharla y sin bastante perversidad para acogerla.

    Existencia de una redacción anterior al poema.

    Sin duda, varios de esos rasgos no son invención del poeta que dio su última forma al poema; debió éste haber tenido una redacción anterior, hecha a raíz de los sucesos, la cual respiraría el odio del epitafio de Oña contra la infanta de ánimo cruel, y contendría la amenaza fratricida de Urraca, las promesas a Vellido y la impunidad de éste.
    Estos rasgos posteriormente hubieron de ser atenuados con el leal aviso que el caballero zamorano da a Sancho, con la prisión del traidor y con la ignorancia que los zamoranos tenían de la traición, ignorancia que no se pudo suponer a raíz del suceso, ya que la complicidad de los zamoranos en el hecho de Vellido es histórica, según se ve por el relato de la Historia Silense (véase RFE, X; 1923).

    Esta mezcla –a veces inhábil, es verdad- de elementos pertenecientes a varias épocas, no quita el mérito del poeta posterior, que trabajó sobre rudos materiales primitivos. Lejos de eso resalta más su originalidad si la saca a salvo por entre la doble influencia que sobre él ejercían un cantar anterior, y, más aun, la rutina general de la epopeya, que miraba el mundo dividido en dos bandos y era de regla que el bando de los traidores acabase siempre castigado a satisfacción de los leales.
    Apartándose de esta moral, el poema de Zamora no quiere ver en los zamoranos unos traidores, y por esto deja el relato final indeciso, cosa extraordinaria y creo que única en el desenlace de un poema épico; tampoco en el epílogo nos quiere dejar seguros sobre si Alfonso queda exculpado o no por su juramento. El poeta tenía el arte de las medias tintas, ignorado en la epopeya medieval.
    Nuestro juglar halló que la acción entrañaba necesariamente un traidor: Vellido; pero le bastó este solo y lejos de ensañarse en el castigo, no quiso preocuparse de satisfacer la curiosidad vulgar, informándonos de la suerte final del culpable.

    Sobre tan varios personajes que animan el poema, descuellan dos tipos singularmente nobles. Uno es Arias Gonzalo, el defensor de Zamora, que representa la prudencia, la lealtad, la abnegación y la lucha infortunada con el hado. Por redimir la ciudad de la nota de traición, sacrifica inquebrantable uno tras otro a sus hijos, siempre confiando en la justicia divina que no puede permitir que sea vencido el inocente.
    El otro es el Cid presentado, no como el Campeador, sino superando con su entereza política el entusiasmo guerrero. La última voluntad del rey D. Fernando lo eleva como consejero y guía de los príncipes enemigos, pero al mismo tiempo, es vasallo de uno de ellos y como tal, su deber lucha con sus afectos e intereses.
    Este conflicto dramático se presenta de forma conmovedora con doña Urraca, amiga de la niñez del héroe, a la cuál él tiene que combatir. Situación que luego la poesía desarrolló suponiendo a la infanta enamorada y quejosa de su antiguo compañero.

    Comparación con el Poema de Fernán González

    Si comparamos los dos poemas en que se reflejan las luchas de castellanos y leoneses vemos una diferencia notable.

    En el Poema de Fernán González, el rey de León, envuelto en una astucia del Conde de Castilla; el rey y el conde disputando brutalmente, todo ello forma un cuadro lleno de viva rudeza y de pasión, que retrata bien el momento de mayor acritud en la lucha de castellanos y leoneses. Todo lo injusto está en este poema de parte de León; toda la razón y valentía son de Castilla, a la que favorece el éxito final.

    Lejos de eso, en el Poema del Cerco de Zamora la lealtad y el valor brillan lo mismo entre leoneses que entre castellanos; la venganza que estos quieren tomar por muerte de su señor aparece ennoblecida bajo la forma de una acción judicial, y en ella, el poeta no quiere pronunciar el fallo por ninguna de las dos partes; no osa injuriar a León, y su indecisión arguye estima, precursora de la unión indisoluble de ambos reinos.

    La inspiración de la venganza y de la hostilidad contra León no podía hacer del poema de Fernán González un poema nacional. Pero la elevación artística que se descubre en el Poema del Cerco de Zamora, la armoniosa comprensión de los elementos que en él todavía luchan, nos anuncian que esa epopeya, olvidada de las discordias civiles, podrá llegar a producir una obra maestra, que más que castellana, pueda ser verdaderamente nacional. Esa obra es el poema del Cid.

  7. #7
    Antonio Hernández Pé está desconectado Miembro Respetado
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    Respuesta: La epopeya castellana (I): sus orígenes

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    Magnífica aporte de esta cita extensa del gran Don Ramón. Este texto, a diferencia de otros que has publicado, ya lo conocía y nos hace un gran favor a los zamoranos pues aclara bien la verdadera historia de la presunta traición, cosa que ignora la mayoría de la gente, incuidos los habitantes de la Perla del Duero. Cuando relato este fragmento del Silense ante los atónitos zamoranos (y lo hago siempre que tengo ocasión), les produce alivio, pues estas cosas, aun con tantos siglos pasados, siempre causan escozor. Al final y según la Historia el honor de Vellido queda vindicado y más aun el de los zamoranos de aquel heroico tiempo pues tres valientes y jóvenes caballeros dieron su vida por la honra de su ciudad.

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