DON RAMÓN MENÉNDEZ PIDAL: LA EPOPEYA CASTELLANA A TRAVÉS DE LA LITERATURA ESPAÑOLA
(Conferencias del año 1909)
2 - CASTILLA Y LEON (I)
A) La unidad política de España rota con la invasión árabe
La unidad política de España, sólo realizada completamente por los reyes visigodos y, a destiempo, por los de la casa de Austria, tuvo alternativas muy profundas; anhelada por los espíritus más elevados, y combatida por inmediatos intereses de las partes mal unidas, fue preocupación frecuente de unos u otros.
Estos dos nombres, Castilla y León, que hoy nos suenan como indisolublemente unidos, tardaron mucho en soldarse así. Los vaivenes de su acercamiento y repulsión dejaron honda huella en la historia de los siglos X al XIII, y es por demás interesante ver cómo este aspecto de la fermentación nacional se refleja en la literatura antigua, en dos poemas cuyo diferente espíritu quiero mostrar aquí.
Los pueblos germanos que se establecieron en España profesaban la herejía de Arrio y un altivo exclusivismo de raza; y ambas cosas les mantuvieron muy aislados de la población romano-española que era católica. Más de siglo y medio tardaron los visigodos en abjurar el arrianismo, y más de dos siglos en abolir la prohibición de matrimonios entre sí y los hispano-romanos. Después de estos dos importantes acontecimientos, la unificación nacional parecía ya constituida; mas apenas habían pasado sesenta años, fue arruinada tan laboriosa obra con la invasión de los árabes.
Este nuevo pueblo, antes desconocido de la Historia, se levantaba ahora con un vigor increíble; en un empuje conquistaba gran parte de Asia y de África y se arrojaba irresistible sobre Europa. España recibió este choque y sucumbió, sufriendo la crisis más grave de su historia, a que le condenaba su situación geográfica entre los pueblos europeos. La cordillera cantábrico-pirenaica fue el manto protector que amparó los pocos hombres de ánimo independiente que pudieron huir de la invasión árabe.
Sólo al abrigo de estos montes van surgiendo pequeños núcleos de resistencia, empeñados en una empresa común, unidos por el antiguo nombre de España y por el de Cristo, pero materialmente aislados y con distinto carácter. Así van creciendo el reino de Asturias y León, tradicionalista, heredero de todo el ideario y mecanismo político de la extinguida monarquía visigoda; Castilla, rebelde a ese tradicionalismo, innovadora y llena de aspiraciones; Navarra, resurgiendo con el espíritu indomable y apartadizo de los vascos; Cataluña, nacida como una prolongación de la Aquitania, antes de tener la conciencia de su personalidad hispánica. Simplificando mucho las cosas podríamos decir que mientras León, lo mismo que la mayor parte de Aragón y Cataluña, renacen sobre un fondo de población ibérico, Castilla se reconstruye sobre un fondo cántabro-celtíbero.
B) Orígenes del condado de Castilla en antagonismo con León.
Acaso es ésta la causa de la fisonomía especial con que Castilla aparece en la historia y de la hegemonía decisiva que ejerció en la trabajosa reconstrucción de España; acaso pudiera deberse también a la acumulación en esa tierra celtibérica de ciertos germánicos, diversos de los que prevalecían en Toledo y demás partes de la monarquía goda. Lo cierto es que Castilla fue, entre todos los pueblos de la Península, el único que heredó la poesía heroica de los visigodos. A primera vista parece haber contradicción entre la aceptación de esta herencia poética y la repugnancia que Castilla mostró, en el siglo X, hacia la legislación visigoda mantenida en León; pero tal contradicción es sólo aparente.
Sabido es que el código visigótico se dejó influir demasiado por el derecho romano y el eclesiástico, de modo que contrariaba las costumbres más arraigadas de los germanos, como la venganza privada, que alienta en el fondo de toda la epopeya, y el duelo judicial; claro es que éstas y otras costumbres análogas habían de mantenerse y retoñar preferentemente en la región que rechazaba el código que las proscribía, es decir, en Castilla, más bien que en León.
Estas dos regiones tenían en sus orígenes un sello bien distinto: el reino astur-leonés nació fortalecido con los restos de la nobleza goda de Toledo, que ante la increíblemente rápida invasión musulmana se refugiaron en Asturias. A Alfonso I, entronizado al abrigo de las montañas asturianas, se le daba el título de “descendiente del rey godo Recaredo” (de stirpe regis Recaredi et Ermenegildi). Así León fue en los primeros cuatro siglos de la reconquista mirado por los otros estados cristianos de la Península como legítimo heredero del imperio visigodo toledano.
En los documentos públicos de Castilla casi siempre, y en los de los otros estados cristianos algunas veces, al lado del nombre del conde o del rey propio, se registra también el nombre del rey de León, como superior jerárquico de toda España, y a veces dándole el significativo título de imperator. León, fiel a su herencia y a su alta representación, era una monarquía arcaizante, empeñada en conservar en vigor el código visigodo, y aquel fuerte carácter clerical del destruido reino, que se manifiesta bien, ora en los concilios de León y Coyanza, resurrección de los antiguos concilios visigóticos de Toledo, ora en el señorío temporal de obispos y abades, que pesaba sobre las grandes poblaciones del reino leonés.
Castilla se levantó enfrente, con una tendencia revolucionaria e innovadora. Era una de tantas provincias o condados del reino leonés, gobernada por varios condes que nombraba el rey de León. Pero estos condes se volvían a menudo rebeldes, llevando siempre mal las dos grandes sujeciones del condado respecto del reino: la obligación de todo vasallo de acudir a la corte del rey cuando éste le llamase; y la necesidad de todo litigante de ir en alzada a los jueces de León, que tenían su tribunal a la puerta de la iglesia catedral de aquella ciudad, y juzgaban por el código visigótico, llamado Fuero de los jueces de León (Forum judicum, Fuero judgo).
El espíritu autonomista de Castilla fue a veces ahogado en sangre. El rey de León, Ordoño II, a principios del siglo X, llamó a su palacio a los condes castellanos, y cuando éstos, cumpliendo su deber de vasallos, se le presentaron, los hizo encadenar y los llevó a León, donde la leyenda dice que fueron muertos. Los castellanos entonces eligieron dos jueces que, teniendo su tribunal en Burgos, les librasen de acudir al tribunal de León; y pronto un conde, Fernán González, de singular energía y habilidad política, y de gran talento militar, dio cuerpo a esta autonomía y logró en algún modo su reconocimiento por parte de León.
Entonces se dice que los castellanos recogieron por toda su tierra cuantos manuscritos del código visigótico pudieron encontrar, y los quemaron en Burgos; sus jueces dieron libre acogida legal a las nuevas costumbres civiles y políticas, que no eran en muchos casos sino supervivencia de antiguas costumbres germánicas; los condes se aplicaron a dictar pequeños códigos para cada ciudad según los usos propios de cada una (fueros), concedieron privilegio y exención de caballeros a cuantos servían en la guerra con un caballo de batalla, aunque por su nacimiento no perteneciesen a la casta de hidalgos, suavizaron la servidumbre hasta extinguirla, y pronto Castilla se distinguió de León, adelantándose en una variada y nueva legislación municipal y en una constitución democrática de la caballería, que en todas partes era esencialmente nobiliaria.
De este modo nació Castilla como región bien caracterizada dentro de las demás de España.
C) “Poema de Fernán González”
Literariamente se distinguió también Castilla de todas las demás regiones por haber sido, como ya dijimos, la única dentro de la Península que heredó la poesía heroica de los visigodos. Esta limitación es análoga a la que ocurre en Francia, donde la epopeya es de origen franco y radica primitivamente sólo en la parte norte del territorio, en especial en la parte lindante con Alemania, donde el germanismo fue más vigoroso; en la antigua Austrasia (en la Lorena) y en las regiones limítrofes de Neustria (en Flandes y Picardía).
Ahora bien: esta epopeya española, en sus principios absolutamente castellana, nos cuenta de modo novelesco los orígenes políticos del Condado de Castilla bajo el gobierno de Fernán González.
El poema consagrado a este famoso conde fue escrito hacia 1250 por un monje de San Pedro de Arlanza, ilustre monasterio de Castilla. Es, pues, un poema más erudito que popular; pero inspirado indudablemente en otro poema popular anterior, como se ve bien por el tono de muchos episodios.
…poetiza las luchas de la naciente Castilla con los musulmanes…
El poema (1) cuenta detenidamente las guerras incesantes que el conde Fernán González sostiene contra el gran rey de Córdoba, Almanzor, contra el rey de Navarra y contra el conde de Tolosa. Apenas acababa de vencer una batalla, emprendía otra guerra, sin dar a sus vasallos tiempo para reposar, ni siquiera para desvestir sus armas.
En vano ellos murmuraban: “Esta vida no es sino propia de demonios, que jamás tienen un punto de reposo; mientras para todos los seres creados hay un descanso, nuestro conde parece Satanás y nosotros la hueste infernal (cuyas azuladas lumbres se ven de noche vagar en los cementerios y en los montes); nuestro único solaz es arrancar almas de los cuerpos combatiendo.”
Pero el conde les sabía animar con un oportuno discurso moral y sus vasallos le seguían llenos de entusiasmo a buscar otra victoria.
Así el incansable guerrero castellano, tan arrogantemente pintado en el poema, quedó en la imaginación popular como el campeón eterno del cristianismo, que ni en su sepulcro de Arlanza quería descanso, pues en todas las grandes guerras de la Cristiandad los huesos del héroe se agitaban inquietos dentro del sepulcro y su alma volaba sobre los campos de batalla, atraída por la matanza de musulmanes. Esto aseguraban testigos presenciales; cuando Juan Hunyada venció en Belgrado a Mahomet II, o cuando los Reyes Católicos empezaron la última guerra de Granada, se oyeron ruidos de huesos y golpes en el sepulcro de Arlanza; y la noche antes de romperse la tremenda batalla de las Navas, pasó sobre la ciudad de León gran fragor, como de un ejército, que fue a golpear la puerta del panteón real de San Isidoro: eran el conde Fernán González y el Cid, que iban a despertar en su tumba al rey Fernando I, para que acudiese con ellos a la batalla.
…y en antagonismo con el reino de León…
Menos fácil fortuna que en las guerras tuvo el conde en la paz. El rey de León don Sancho le llamó a su corte, y el conde tuvo que obedecer, aunque de mala gana; deseando ser independiente, se veía obligado a ir a besar la mano del rey al saludarle, reconociéndose así públicamente vasallo. Iba el conde en un hermoso caballo árabe, que había sido de Almanzor, y llevaba en el puño un azor mudado, que no había otro mejor en toda Castilla.
Tan buenos eran el caballo y el azor del conde, que el rey de León se acodició de ellos y se los quiso comprar. El conde, generoso, no quiere sino regalárselos; pero el rey, no menos generoso, juzga incorrecto aceptarlos si no es en venta, y ofrece mil marcos como precio. Éste es aceptado por el conde, pero con la condición de que el rey había de pagar en día fijo, y si se retrasaba el pago, se duplicase cada día el precio.
El rey de León consintió; y luego, sin saber a cuanto se había obligado, no se volvió a acordar más de tal convenio.
Fernán González cae víctima de una venganza
El conde se despidió de su rey; pero la reina, al despedirle, le tendió una red peligrosa: ofrecióle el casamiento de una sobrina de ella, princesa de Navarra, y escribió secretamente al rey de este país para que, en vez de consentir el matrimonio, prendiese al conde y vengase en él viejos agravios de familia. El buen conde cayó en el lazo, y convino una entrevista con el rey de Navarra; cada uno debía concurrir al lugar de Cirueña sólo con cinco caballeros; pero el navarro llevó más de treinta, y prendió al conde sacrílegamente en una ermita donde se había refugiado. Un grito del cielo mostró la indignación de Dios por tal atropello, y el altar de la ermita se partió de arriba abajo, y partido se ve hoy en día, dice el poeta; mas a pesar de tal prodigio, el conde fue aherrojado y metido en un castillo de Navarra.
Fernán González caía así víctima de una venganza; él había matado al anterior rey navarro, y la hermana y el hijo del rey muerto quieren vengarle. Los medios que para ello emplean no son aprobados por el poeta, quién, sin embargo, aprueba el propósito como irreprochable: “La reina de León –dice- buscaba siempre a los castellanos la muerte y la deshonra; quería vengar a su hermano y por eso nadie podrá culparla.”
era de castellanos enemiga mortal,
de buscarles la muerte nunca pensaba en al,
non la debíe por ende ningún omne reutar.
He aquí una muestra típica del que el poema de Fernán González, de acuerdo con otros textos jurídicos y literarios, llama “odio viejo guardado”; este odio es el instigador de esas venganzas familiares en que desahogaba su energía el alma bárbara de aquellos señores del siglo X, protagonistas de los poemas épicos. Los hijos del conde Vela, que heredan el odio guardado por su padre, y después de muchos años lo hacen caer sobre la persona inocente del descendiente del ofensor, son el ejemplo más típico. A veces el rencor viejo, disimulado con falsas reconciliaciones, no retrocede ante la traición contra los parientes, contra la patria y contra la fe, como en el caso de Ruy Velázquez que entrega sus sobrinos a los moros.
Las mujeres del poema
Y aun la epopeya nos presenta más rencorosas a las mujeres; ellas enardecen para la venganza el odio adormecido en el corazón del hombre; y eso hacen, no sólo aquellas ricas hembras que la poesía trata de pintar desfavorablemente, como la reina de León, enemiga de Fernán González, o doña Lambra, la mujer de Ruy Velázquez, sino también la heroína del poema, como la madre de los Infantes de Lara, que quiere inclinarse para beber la sangre que manan las heridas de su enemigo hermano; o la primera reina de Castilla, que, como presente de boda, recibe amarrado al conde que la agravió, y ella misma le despedaza haciendo de verdugo. Ni las unas ni las otras tienen nada que envidiar en ferocidad a los más exagerados tipos de barbarie que nos da, por su parte, la epopeya francesa.
Pero el poema de Fernán González nos da también, en contraste, la nota delicada de otra mujer, que olvida ese bárbaro deber familiar, vencida por el amor que en ella despierta el héroe de quien debiera vengarse. La joven infanta de Navarra oyó a un peregrino lombardo alabar al conde Fernán González, supo además que estaba preso por amor de ella, y entre curiosa y enternecida, se decidió a visitarle, a escondidas en la prisión.
Al entrar habló así al asombrado prisionero: “Buen conde, esto hace el noble amor, que quita a las damas vergüenza y miedo y las hace olvidar a sus padres por su amante”.
Buen conde, dixo ella, esto faz buen amor,
que tuelle a las dueñas vergüenza e pavor…
“A causa mía, que nunca os hice el menor bien, sufrís esta prisión; de ella quiero libraros, si, tocando mi mano, me hacéis homenaje de tomarme por mujer”.
Liberación del conde Fernán González
El conde promete, y la infanta le saca secretamente del castillo. Ambos caminaron toda la noche, y por el día se esconden en un monte para no ser vistos. Un mal arcipreste, que por allí cazaba, descubrió con sus perros a los dos fugitivos ocultos; y viendo al conde aherrojado, habló inconvenientemente a la princesa; pero ésta, defendiéndose con ánimo varonil, dio lugar a que el conde llegara y matase al agresor. Se pusieron en camino la siguiente noche, y al amanecer ven venir gente armada contra ellos.
La dama se da ya por perdida, pues el conde apenas podía moverse con sus cadenas.
Mas pronto el sobresalto se convirtió en alegría cuando vieron que los que venían eran los castellanos, decididos a libertar a su señor. Traían por capitán, en un gran carro, una estatua del conde, en cuyas manos de piedra habían jurado todos no dar un paso atrás si ella no lo diere, contentos de llevar un señor fuerte como el que iban a rescatar. Al reconocer a los fugitivos, la alegría de los castellanos fue inmensa; y allí mismo, en el monte, se apresuraron a reconocer por señora a la princesa que tanto bien les había hecho, y le besaron la mano. Luego se dirigieron al primer pueblo de Castilla, donde un herrero rompió las cadenas del venturoso conde.
Nueva prisión y liberación del conde
Las fiestas de las bodas se ven turbadas, como era de esperar, por una guerra con Navarra, a la cual siguen otras varias guerras que ocupan la vida del héroe, hasta que sobreviene la ruptura de éste con su rey.
He aquí lo sucedido:
El rey don Sancho envía un mensajero al conde, exigiéndole que vaya a las cortes de León o que le deje el condado libre, si no quiere prestarle vasallaje. Fernán González, cumpliendo su deber, se presenta al rey y le va a besar la mano; pero el rey no se la da a besar y le manda prender. De esta nueva cárcel le libra por segunda vez su esposa, que se presenta en León vestida de peregrina, como que va camino de Santiago, y obtiene del rey permiso de ver al conde.
Dentro de la prisión cambia sus vestidos con el prisionero, el cual, disfrazado, sale por entre sus guardias (modo de evasión varias veces poetizado y que la historia cuenta del conde de La Vallette en 1815). El rey, avergonzado, deja libre a la condesa y la manda acompañar hasta que se reúna con el conde. El cual, entonces, no satisfecho aún, envía mensajeros a pedir al rey el precio que le debía por el caballo y el azor vendidos; pero el rey no le responde.
El conde, en opinión de clérigos y de juglares
Aquí el monje de Arlanza, que compuso el poema, borró en esta reclamación cuanto pudo parecerle inconveniente en un caballero cristianísimo, “omne sin crueldat”, como él lo califica. El conde, a quien la tradición llama “bienaventurado” en todas las empresas, tuvo no obstante una gran desventura poética, cual fue el tener varios biógrafos clérigos que se empeñaron en hacer de él un espejo de perfección verdaderamente insoportable por lo comedido y correcto; con este propósito, otro abad de Arlanza, Arredondo, dedicó al emperador Carlos V una Crónica del Conde, presentándolo como ejemplo de todas las virtudes teologales, cardinales y caballerescas, entre las cuales asegura tuvo la de ser “pacientísimo”. Claro es que los juglares no opinaban igual que los clérigos, y no estimaban la paciencia como virtud caballeresca; para ellos la ruptura del conde con su rey había tenido mucho de agrio y violento, como podemos ver reconstruyendo el perdido poema popular, con ayuda de la llamada Crónica de 1344, que lo prosifica.
El rey don Sancho despacha con mala respuesta a los mensajeros del castellano, y entonces ellos desafían al rey en nombre del conde. Éste entra por el reino de León robando ganados y cautivando hombres en prenda de la deuda, y luego hace ver al mayordomo del rey, encargado al fin de pagarle la suma debida, que habiéndose pasado con mucho el plazo del pago, y debiéndose de duplicar cada día la cantidad, no había dinero en el mundo para pagarla, “ni siquiera podía ser sumada por bocas de hombres”. El rey no se dejó convencer de estas matemáticas; sin duda tenía mal sentido aritmético como aquel rey de India, que creía poder pagar en semejante progresión cada una de las casillas del tablero del ajedrez.
Entrevista del conde con el rey Sancho de León
El leonés quiso acallar la reclamación del conde con un ejército; y ya ambos iban a pelear, cuando el abad de Sahagún y otros prelados que allí había, impidieron la batalla y concertaron una entrevista en un vado del río Carrión, límite entre el reino y el condado. Esta entrevista formaba una de las escenas más animadas del poema perdido, llena de brío y brusquedad. Según la prosificación que seguimos, el conde, al llegar al rey, le va a besar la mano, pero el rey se la niega.
“Conde –le dice- no os doy mi mano a besar, pues os rebelasteis con Castilla; y si no fuese por el abad y los prelados, os cogería por la garganta y os echaría en las torres de León, donde os guardarían mejor que la otra vez”.
“Callad, Rey, que mal cumpliríais vuestras amenazas. Si no fuese por las treguas de los prelados, yo sí que os quitaría la cabeza de los hombros y teñiría el agua de este río con vuestra sangre; vos venís en gruesa mula y yo en ligero caballo; vos traéis sayo de seda, yo traigo un arnés trenzado; vos con guantes olorosos, yo con los de acero claro; vos con la gorra de fiesta, yo con un casco afinado; yo tengo esta espada en cinta, vos traéis ese azor en la mano.”
Y diciendo esto, hincó espuelas a su caballo, y de la arrancada que el bruto dio en el río, salpicó al rey con el agua y la arena.
Esta escena final es un cuadro de época muy exacto. Entrevistas borrascosas como la del vado del río Carrión eran frecuentes; en una semejante, a orillas del Pisuerga, Alfonso VII, oyendo del conde Rodrigo González palabras descomedidas, le echó las manos al cuello, y ambos cayeron de sus caballos a tierra; por eso, para evitar una parecida ocasión, el cauto D. Juan Manuel no se quiso avistar con Alfonso XI ni aun teniendo ambos un río por medio.
La insolencia del conde Fernán González está pues, perfectamente dentro de la época, y solo a un piadoso biógrafo eclesiástico se le pudo ocurrir explicar aquel brusco separarse el conde del rey en el vado del río, diciendo que, como el conde sintiese que su ira se iba encendiendo, por no pecar contra Dios, volvió la rienda al caballo, y éste “levantó muchas aguas por encima del rey”.
D El poema como reflejo de la rivalidad entre Castilla y León
Sin estas atenuaciones ridículas y las otras a que ya hemos aludido, el Poema de Fernán González refleja bien la época de acritud irreconciliable en la rivalidad entre Castilla y León; el poema es de origen castellano y por eso mira al rey de León sin simpatía, es más: sin respeto alguno.
Es una muestra de esa epopeya feudal de los vasallos rebeldes, la cual produjo en Francia muchas obras como Les quatre fils Aymon o Girard de Russillon, donde se cuentan las guerras de poderosos barones contra la monarquía.
En España el género apenas arraigó, a causa de la escasa fuerza que en ella tuvo el feudalismo, especialmente en Castilla, cuyo espíritu democrático fue siempre acentuado, y en cuyo seno no pudo desarrollarse una epopeya feudal una vez terminadas las reyertas, que podríamos llamar exteriores, con el rey de León. Además nunca el vasallo rebelde fue tipo predilecto en la poesía castellana, y es bien de notar que Fernán González mismo consigue su independencia, más que por una guerra por un contrato.
Ahora bien, este contrato pudiera ser uno de esos lazos inescrutables, arriba aludidos, que traban la epopeya castellana con las tradiciones de los visigodos. Castilla, en servidumbre de León, libertada en nombre de un caballo y un azor, recuerda la leyenda, recogida por Jordanes, de cómo los godos, padeciendo servidumbre en una isla, fueron liberados mediante el pago de un caballo. Además, para que se aplicase a Fernán González esta vieja leyenda gótica, pudo dar ocasión cualquier documento notarial entre el rey leonés y el conde castellano.
En la Edad Media el que recibía una donación entregaba en cambio al donante cualquier objeto de pequeño valor para dar a la donación, en vez de su carácter de acto gratuito, el indispensable carácter de una compra o de un cambio, y a esto se llamaba roboratio o corroboración. Los objetos usuales para esta roboratio eran muchos: una pequeña suma de dinero, un par de guantes, una capa, cierta cantidad de vino o de trigo, una mula, un caballo, un azor. El caballo y el azor juntos se hallan sirviendo de roboratio en varios documentos de los siglos X y XI, y podemos suponer que sirvieron para una donación, verdadera o apócrifa, en que el rey de León cediese a Fernán González varios derechos sobre el condado, por lo cual pudo decirse que el rey había cedido el condado a cambio de un caballo y un azor.
Castilla, hecha reino, aspira a la hegemonía política de España
Hecha esta hipótesis en atención al carácter altamente histórico de la epopeya castellana, observemos, sin embargo, que con Fernán González, Castilla triunfó en muchas de sus aspiraciones, pero no se hizo del todo independiente como supone el poema. Los condes sucesores continuaron reconociendo la suprema soberanía de los reyes de León, hasta que uno de éstos, Bermudo III, concedió al condado el título de reino, como dote de su hermana Sancha, al casarla con el último conde.
Castilla, hecha reino y unida a León en la persona de Dª Sancha y de su marido D. Fernando, se sintió desde luego superior al antiguo reino, su rival, y concibió el pensamiento de ser ella el centro de la unidad política de la mayor parte de España.
El entusiasmo popular que despertó en Castilla la unión de los dos reinos produjo un canto lírico antes famoso y hoy perdido, del cual, sin embargo, aun podemos percibir cierto eco en un breve fragmento conservado en dos poemas del Cid y en un romance del siglo XVI. Pero esta unidad tan deseada por Castilla, no era firme, y por espacio de dos siglos vemos que cuando ambos reinos se reunían en la mano de un rey poderoso, éste, en su testamento, los volvía a dividir, atendiendo tanto al deseo paternal de coronar las cabezas de varios hijos, como a los encontrados intereses de las tierras mal unidas.
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