El «virrey temerario», el español que combatió a los corsarios y limpió Nápoles de rufianes

César Cervera / Madrid



Pedro Téllez-Girón, descrito como «un señor muy pequeño que era muy grande», por su baja estatura, organizó una flotilla de galeras para misiones de corso. Los pueblos de Nápoles y de Sicilia le adoraban por su buena administración y honradez


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Retrato de Pedro Téllez-Girón y Velasco, por Bartolomé González y Serrano


El fuego se combate con más fuego debió pensar Pedro «el Grande», el virrey español de Nápoles entre 1616 y 1620, cuando decidió organizar una marina paralela para realizar acciones de corso contra los turco-berberiscos. Su amigo y consejero, el poeta Francisco de Quevedo, cantó en versos los éxitos de esta flotilla de galeras y galeones: «Sacó del remo más de dos mil fieles, y turcos puso al remo mil personas». Así y todo, su fama le granjeó numerosos enemigos en la corte, que en 1620 consiguieron que Felipe III destituyera al «virrey temerario» al que acusaron de buscar con sus acciones el lucro personal y la independencia de Nápoles. Falleció en una mazmorra como un vulgar delincuente el 24 de septiembre de 1624, siendo sus últimas palabras: «Si cual serví a mi rey sirviera a Dios, fuera buen cristiano».

La vida del Gran Duque de Osuna fue relatada en distintos poemas, entre ellos los de su buen amigo Francisco de Quevedo, como el ejemplo del perfecto servidor –honrado y valiente– de la Monarquía hispánica, precisamente cuando los corruptos y los conspiradores desplazaban a los héroes militares en la corte madrileña. Es por ello que la biografía más temprana de Pedro Téllez-Girón y Velasco está repleta de licencias literarias y es difícil saber cuánto hay de cierto.


Nacido en Osuna el 18 de enero de 1575, el joven sevillano pasó su infancia junto a su abuelo, el primer Duque de Osuna, en Nápoles donde ejercía como virrey por orden de Felipe II. Y pese a recibir una educación humanista, Pedro Téllez-Girón y Velasco dejó claro que sus intereses estaban en el oficio de las armas al participar a los 14 años en la guerra contra los rebeldes aragoneses de 1588.


El Rey Felipe II y el primer Duque de Osuna fallecieron en torno a las mismas fechas, cediendo el testigo a la nueva generación de nobles llamados a dirigir el Imperio español. Pedro Téllez-Girón y Velasco heredó la Grandeza de España y todos los títulos de la Casa de Osuna, la segunda casa nobiliaria más rica de Castilla. Su nombramiento como II Duque de Osuna no evitó que se impregnara del ambiente de la corte y ganara la fama de ser un libertino de espada rápida. El joven se mostraba valiente, en ocasiones temerario, y muy amigo de bromas y tabernas. Todo esto hizo que se formase en torno a su figura casi una leyenda, que fue recogida después de su muerte por Cristóbal de Monroy y Silva, en la comedia que tituló «Las mocedades del duque de Osuna». Tras varios problemas con la Justicia que le hicieron pasar por prisión, huyó donde los ansiosos de acero acudían en su época y se alistó en los Tercios de Flandes.
Hasta avanzado el siglo XVII era habitual que algunos nobles españoles pasaran por los escalones más bajos del Ejército Real. Todos los soldados recibían la misma consideración, y todos podían ascender en igualdad de condiciones aunque tuvieran un origen humilde o incluso fueran descendientes de conversos. No en vano, cuando Pedro Téllez-Girón y Velasco marchó a combatir a Flandes los nobles ya no conformaban las filas de los soldados bisoños ni la milicia tenía una consideración tan elevada. De hecho, era algo excepcional que la cabeza de una importante casa nobiliaria se expusiera a unos riesgos así. «Sirvió sin diferencia de los demás soldados; gastó mucho dinero de su hacienda y fue tenido por padre, amparo y ejemplo de soldados y excelente capitán», rezan unos versos sobre su actuación en la milicia.


Durante los siete años en los que combatió en los Países Bajos, Pedro «el grande» fue herido varias veces –un disparo en la pierna le dejaría secuelas de por vida y otro le arrancó el dedo pulgar– y estuvo al frente de dos compañías de caballería en incontables acciones. Su trayectoria militar además le permitió conocer importantes ciudades de Europa, entre otras Londres, París y Bruselas, donde tomó buena nota sobre lo necesario para hacer prosperar económicamente una región.


Por sus méritos en combate y por mediación de los Archiduques –los gobernantes del Flandes español– le fue concedido e impuesto con gran ceremonia el Toisón de Oro y, además, fue nombrado virrey de Sicilia por el Rey Felipe III en febrero de 1610. Cuando tomó posesión del nuevo cargo en Milazzo, el reino de Sicilia se hallaba en la máxima miseria económica y acosada por los ataques corsarios.

Levantar una flota casi desde cero

Fue la buena gestión de Osuna en Sicilia la que le abrió las puertas al reino de Nápoles, donde se haría realmente célebre. Para conseguirlo restituyó el crédito de la hacienda pública siciliana, ajustó los impuestos a las verdaderas rentas de los contribuyentes y equilibró los presupuestos. Frente a la gran inseguridad en Sicilia, limpió los caminos de salteadores y reorganizó la marina, como medio de defender la isla contra las incursiones de turcos y berberiscos. Partiendo de una exigua y mal provista flota de nueve galeras se valió de los ociosos que poblaban las calles del reino para restaurar y dotar esos barcos.

Entre la realidad y el mito, una anécdota da fe de sus métodos para la reinserción de los pícaros y maleantes: «El duque español convocó un concurso de saltos de altura, con premio de un doblón para los que superasen un listón y un escudo de oro para los que lograsen salvar otro más alto: fue un éxito de asistencia; cojos, ciegos, mancos, tullidos de toda especie se curaron instantáneamente para aspirar al premio: los que lo lograron, obtuvieron su doblón o su escudo... más diez años de condena a galeras por tramposos».

Cada operación exitosa de la flota independiente a la Corona, puesto que se autofinanciaba con los ataques corsarios, generaba un beneficio de un quinto al Rey, otro a la Hacienda Real, otro a los soldados y el resto para el Duque, que lo solía utilizar para construir más buques. Y precisamente fueron los barcos de Osuna los que malograron el primer ataque registrado por berberiscos en la historia contra la Flota de Indias que regresaba a España cargada de metales americanos. Osuna envió a sus galeras al puerto de Túnez, donde lograron infiltrarse al amparo de la noche y quemar los bajeles musulmanes con bombas incendiarias.

La aportación militar de Sicilia a la guerra contra los turcos llegó justo cuando la época de los grandes enfrentamientos, como la batalla de Lepanto, había dejado paso al hostigamiento intermitente de los piratas turco-berberiscos, que fue todavía más lesivo para los intereses españoles. Si bien el Imperio español y el otomano firmaron una serie de treguas secretas a partir de finales del siglo XVI, la actividad corsaria no estaba incluida en los tratados y solo iniciativas como la del virrey de Sicilia, al que los turcos llamaban «Deli Pachá» (el virrey temerario), se mostraron realmente efectivas para hacer frente a los berberiscos.

Su éxito en Nápoles genera envidias

En 1616, el Gran Duque de Osuna fue designado como virrey de Nápoles, cuya importancia política era mucha mayor que la de Sicilia pero que se encontraba sumida en una crisis económica de dimensiones similares provocada por la mala gestión de sus predecesores en el cargo. Osuna se aplicó con firmeza al fortalecimiento del ejército y de la marina, construyendo galeones y galeras y reclutando dotaciones con la misma fórmula que usó en Sicilia. Además, «el virrey temerario» sacó ventaja de los cerca de 18.000 soldados, por lo general violentos y mal pagados, que poblaban las calles napolitanas a la espera de viajar a Flandes y los alistó en una armada aún más preparada que la de Sicilia.


Esta nueva flota estaba formada por las habituales galeras, típicas del Mediterráneo, y por galeones, que empleó con audacia pese a ser más adecuados para el Atlántico. En total, 22 galeras y 20 galeones. La combinación de ambos tipos de nave permitió el control del Adriático y llevó el hostigamiento hasta los dominios del Imperio turco, en ese momento volcado en sus campañas contra el Imperio safávida.


Sin embargo, sus éxitos despertaron las envidias de la nobleza napolitana que veía en el Gran Duque de Osuna un personaje incorruptible pero en exceso intrigante. Y en parte llevaban razón. Las fuentes del periodo le atribuyen la organización directa de la Conjuración de Venecia, uno de los episodios más oscuros del siglo XVII, donde se buscó anexionar con un golpe de mano la república italiana al Imperio español. Sea como fuere, la caída en desgracia del Duque de Lerma jugó en su contra, puesto que el nuevo régimen atacó a todas las figuras que habían gozado de fama en el anterior reinado.

Los enemigos del Duque le acusaron de pretender independizarse de España y enviaron al futuro San Lorenzo de Brindisi para que defendiera su caso ante Felipe III. El viejo fraile convenció al Monarca y Pedro «el grande» transfirió su flota a España y abandonó el cargo el 28 de marzo de 1620. Mientras esperaba para ser recibido por Felipe III, el Rey falleció y Osuna fue encarcelado por el nuevo régimen que se hizo con el poder, liderado por Baltasar de Zúñiga y su sobrino el conde de Olivares. Deprimido y enfermo, el duque sevillano falleció sin llegar a ser juzgado en una mazmorra como un vulgar delincuente cuatro años después, siendo sus últimas palabras: «Si cual serví a mi rey sirviera a Dios, fuera buen cristiano». Fue enterrado en el convento de religiosos observantes de San Francisco de su villa de Osuna.


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