Aguantando lo que nos echen
JUAN MANUEL DE PRADA
Día 16/05/2011
AL maestro Andrés Amorós le sorprende que el público de la feria de San Isidro no se encrespe y soliviante como antaño; y lanza al aire esta pregunta afligida: «Si muchos disculpan la sentencia de Bildu o los huecos discursos de Zapatero, ¿cómo no van a ser tolerantes en Las Ventas?». Esta conversión del pueblo español, bendecido por una gravedad honda que relampagueaba de santa ira ante el atropello, en ciudadanía pastueña que se encoge de hombros mientras ve desfilar ante sus narices las más flagrantes injusticias, es una de las señas más pavorosas de la ingeniería social que se ha perpetrado entre nosotros. No creo que se trate de una metamorfosis sobrevenida de la noche a la mañana, sino el fruto de un largo proceso que hunde sus raíces en la destrucción de los vínculos naturales que sustentaban el tejido social y en la sustitución de tales vínculos por relaciones de dependencia con el poder establecido, cuyas arbitrariedades y abusos son aceptados con una suerte de estólido fatalismo, como ocurre siempre que los pueblos venden su primogenitura por un plato de lentejas. Una vez consumada esa cesión, cuando las lentejas faltan, al pueblo ya no le quedan fuerzas ni siquiera para quejarse (no digamos para rebelarse), por la sencilla razón de que ha dejado de ser pueblo, para convertirse en ciudadanía amorfa y desvinculada, ciudadanía sin mística ni ascética, ciudadanía gregaria, impotente al esfuerzo vital y dispuesta a comulgar con ruedas de molino, temerosa de que, faltando las ruedas de molino, no tenga otra cosa que echarse al coleto. Y que, llegado el caso, suplica su ración de ruedas de molino, creyendo que así reclama sus «derechos».
En esta conversión del pueblo español en ciudadanía esclavizada, cloroformizada, dispuesta a aguantar lo que le echen, desempeña un papel primordial la pérdida del sentido natural de la justicia, que no consiste sino en «dar a cada uno lo suyo». Prívese a un pueblo del sentido natural de la justicia y lo mismo podrá hacerse de él una manada de alimañas que un rebaño de borregos; y en pastorear al borrego, como en aguijonear a la alimaña, se cifran las mañas políticas de hogaño, que han alcanzado un raro y nunca visto nivel de perfección mediante el control omnímodo de la propaganda. A un pueblo sin sentido natural de la justicia puedes convertirlo en alimaña, dándole lo que no le pertenece, mediante la fórmula buenrollista de la «extensión de derechos»: puedes satisfacer sus caprichos, saciar sus apetitos, colmar sus caprichos de chiquilín emberrinchado; puedes darle, incluso, «derecho a matar» y «derecho a morir» muy dignamente. Y una vez convertido el pueblo en alimaña, puedes despojarlo de lo que es suyo sin temor, como a un borrego: puedes recortarle los sueldos, escamotearle las pensiones, condenarlo al despido libre para mantener apaciguada a la plutocracia. ¡Y ay del bellaco que se atreva a denunciarlo!
Y a un pueblo que ha extraviado el sentido natural de la justicia nada más sencillo que privarlo de los instrumentos de que dispone para corregir las arbitrariedades y abusos del poder. Así debe interpretarse el propósito de cepillarse la figura de la acusación popular, que no es sino el residuo enojoso de un tiempo en que la legitimación última de la justicia descansaba sobre la gravedad honda de un pueblo que relampagueaba de santa ira ante los atropellos. ¡Pone la carne de gallina pensar que aún queden bellacos que se resistan a comulgar con ruedas de molino!
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