BEATRIZ
Escribió alguien hace poco en Twitter que «ahora que el sexo es más fácil de obtener, se ha hecho más difícil lograr el amor».
La sociedad occidental contemporánea, en efecto, le asigna al aspecto carnal o material de la sexualidad la máxima importancia, a punto tal que parece considerar que el ser humano es ante todo un centro de apetitos sexuales y que el sentido de su existencia se agota en la búsqueda de su satisfacción.
Ello ha implicado una verdadera revolución cultural que ha modificado de manera inusitada la moralidad, las costumbres, las actitudes, la pedagogía, el arte, la economía, las ciencias sociales, la filosofía de la cultura, las ideologías, la jurisprudencia y, por supuesto, la política.
De ese modo, muchos de los grandes debates que hoy ocupan los titulares y las páginas de opinión de los diarios tienen que ver con asuntos como la educación sexual, los derechos del colectivo LGTB, la emancipación sexual de la mujer, el aborto, el matrimonio de parejas del mismo sexo, la adopción por parte de dichas parejas, etc.
La idea básica que inspira esta revolución es la del Thelema: “Haz lo que quieras, siempre y cuando no afectes a otro sin su consentimiento”.
De ahí se sigue la máxima que preside hoy en día toda la ordenación jurídica de los derechos: “Lo que voluntariamente consientan en su intimidad los adultos informados está por fuera de toda regulación legal e intervención de la autoridad social, pues se halla dentro de la esfera de la soberanía de cada individuo”.
O sea que el ejercicio de la sexualidad entre adultos que consienten es coto cerrado a la normatividad, trátese de la jurídica, la moral y la de las reglas de trato, etiqueta o urbanidad.
En esta materia, la única regla admisible parece ser la que dice “Prohibido prohibir”, con su corolario, “Prohibido censurar”.
Como es lógico, de esta hipersexualización de la cultura se desprende que la imagen de la mujer termina delineándose principalmente alrededor de sus atributos físicos, los que estimulan el apetito carnal tanto de hombres como de mujeres. Y, por consiguiente, el cuerpo se convierte en objeto de culto que se rodea de toda clase de homenajes y sacrificios. No es como en la fórmula cristiana, que lo consagra como “Templo del Espíritu Santo”, sino que se lo concibe como una verdadera divinidad.
La mujer se define y valora, pues, por su sex-appeal, lo que en apariencia hace de ella la reina de la sociedad, pero en el fondo la torna en esclava del apetito sexual y juguete de las pasiones venéreas.
La valoración del vínculo carnal por encima de toda otra relación entre los seres humanos, conduce a legisladores y jueces, guiados por los doctrinantes que a sí mismos se califican como progresistas, a definir la familia principalmente alrededor de la intensidad de la pasión erótica.
Cuando ésta se da, viene entonces la justificación del abandono del hogar, de los hijos, de la pareja legítima, de los deberes de protección de la familia, etc.
Es la presencia de ese elemento pasional lo que determina las concepciones acerca de la sociedad conyugal, la herencia, la transmisión de los derechos concernientes a la seguridad social, etc., en virtud de lo cual el derecho deja de estar al servicio de la rectitud y se limita a legitimar la obra de la pasión. Su cometido ya no es instaurar un orden dado, sino consagrar el desorden.
La vieja concepción de la familia como comunidad de vida, de la que se siguen la comunidad de techo, de mesa y de lecho, queda reducida a ésta última. El hombre y la mujer valen por su performance. Si alguno falla, sea anatema. Adiós, entonces, al compromiso, la fidelidad, la abnegación, la consolidación de esa unidad en una sola carne que es resultado de años convivencia en medio del amor.
Éste es un convidado de piedra al que se rinden falsos homenajes, pues de lo que se trata es de exaltar lo que uno de esos tangos duros deplora cuando dice: «Amor de sentidos tan sólo fue el nuestro, mas hoy el cansancio mató esa pasión…»
Pero hay otras maneras de apreciar la relación íntima y la condición de la mujer. Hoy se las mira desdeñosamente, pero son las maneras que han contribuido al auge de las civilizaciones.
¿Qué ha representado para la nuestra la idealización de la mujer que por distintas vías y con diversas modalidades se fue difundiendo en la Edad Media?
Hace poco, en una de mis excursiones por “Los Libros de Juan”, encontré un ejemplar de “Dante”, del académico francés Louis Gillet, obra dedicada a “Monsieur Paul Claudel, admiration, vénération”, y digna de figurar al lado de “Dante vivo”, de Giovanni Papini.
“La Divina Comedia” suele asociarse por el común de la gente a las terroríficas descripciones del Infierno, de las que ha surgido el calificativo de “dantesco” para referirse a lo que inspira pavor. Pero la obra del florentino genial va más allá y encierra tesoros de tal índole, que Jorge Luis Borges, nada generoso en su juicio crítico, ha llegado a considerar como lo más meritorio de la literatura occidental.
Una de sus gemas es la figura de Beatriz, personaje egregio como el que más en la extensa galería de protagonistas del imaginario poético y novelesco urdido por la creatividad humana.
Poco sabemos de Beatriz, la hija del rico mercader Folco Fortinari que inspiró a Dante a punto tal que a ella le dedicó su Vita Nuova y la exaltó en “La Divina Comedia” hasta ubicarla en el Cielo cerca de la Santísima Virgen.
Lo anecdótico en este caso no es lo que propiamente interesa, aunque ayuda a entender lo fundamental, que es el impacto que de niña, de doncella y de joven desposada produjo en el ánimo de Dante y lo llevó a transfigurar su imagen presentándola nada menos que como la guía de su encumbramiento espiritual.
Recuerda Gillet que en Par. 1,34 el poeta dice: «Poca favilla gran fiama seconda». O sea que de una centella puede surgir un gran incendio.
Sus encuentros con Beatriz fueron fugaces e incluso se habla de un amor no correspondido y hasta desairado. Pero inflamaron el espíritu del poeta produciendo en su retorta de alquimista la grandiosa transmutación de lo prosaico en lo sublime.
Exclamó Dante en Vita Nuova que en los ojos de esa mujer había visto el Cielo, y que su recuerdo lo alejaba de la concupiscencia, a la cual, sin embargo, fue bastante dado. Y escribe: «Espero poder decir de una mujer bendita lo que no se ha dicho de nadie; cuando plazca al Señor que mi alma pueda volar a ver la gloria de su amiga, es decir, de esta bendita Beatriz que contempla gloriosamente a Aquel que es bendecido por todos los siglos…»
La Onomatología enseña que el nombre de Beatriz procede del latín y significa “la que trae la beatitud, la bienaventuranza, la alegría”.
Qué bello símbolo de lo que entraña lo mejor de la condición femenina, que no sólo sirve de inspiración a los poetas, sino de luz que ilumina el andar de los simples mortales y nos estimula a ser mejores, a esmerarnos en merecer su gracia y a enfrentar los escollos con que tropieza la existencia, en procura de la armonía suprema.
La perversidad que campea en los tiempos que corren ha sembrado la idea de que el papel de madre que la naturaleza le asigna a la mujer es una carga infame de la que debe liberársela, cuando es el más excelso de sus atributos. Madre física, madre espiritual, maestra de vida que nos da ejemplo y hasta nos corrige no sin severidad, faro que nos conduce al más seguro de los puertos, todo eso y muchísimo más es la mujer para nosotros los varones.
He de afirmar, como Dante, que es por obra de dulces pero vigorosas portadoras de beatitud que mi alma ha logrado superar ciertos obstáculos que la tenían aprisionada en el marasmo, en el desierto, en ese mundo gélido en que no hay bien ni mal, pero que en la geografía de la Divina Comedia constituye la antesala del Infierno.
Para ellas, mis bendiciones y mi gratitud.
Jesús Vallejo Mejía
Ecce Christianus
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