Palabras, promesas, lealtades y pedestales vacíos

Aparentemente, en la España de Juan Carlos I no tiene cabida el recuerdo de su antecesor, de Francisco Franco. Desde los funerales populares de 1975, desde la misa oficial en el Valle de los Caídos en 1976, desde la misa privada en el Palacio de la Zarzuela de 1977, a la retirada, con nocturnidad y alevosía, contraviniendo la legalidad, presentada como un regalo a un genocida, de la estatua ecuestre de Francisco Franco ante los Nuevos Ministerios madrileños, han transcurrido tres décadas.
En este tiempo, cuando a alguien se le pregunta sobre qué queda hoy de Franco y el franquismo, además de algunos monumentos y rótulos de calles que han resistido, muchas veces por presión popular o empecinamiento de algún edil, el furor antifranquista de la izquierda y la cobardía moral del centro-derecha sólo encuentra una respuesta: el Rey. Lo único inamovible es precisamente que si Juan Carlos de Borbón ha llegado a ser Rey, si la monarquía, contracorriente, volvió a la jefatura del Estado, ha sido merced a la decisión personal de Francisco Franco. Este es el denominado "pecado original" de Juan Carlos I que historiadores, documentalistas, periodistas y monárquicos palaciegos han pretendido borrar sepultando, e incluso censurando, los hechos.

Treinta años después, atendiendo a lo acontecido con la figura de Francisco Franco, cabría preguntarse por el destino final de aquellas palabras pronunciadas por el Rey en 1975. En tres ocasiones, de forma pública, Juan Carlos I se comprometió con el recuerdo de Francisco Franco: la primera, en su discurso de aceptación de la Corona; la segunda, en su mensaje a las Fuerzas Armadas; la tercera, en el Boletín Oficial del Estado. El recuerdo de Franco "constituirá para mí una exigencia de comportamiento y de lealtad... España no podrá olvidar a quien como soldado y estadista ha consagrado toda su existencia a su servicio", afirmaba. Con igual rotundidad se dirigía a las Fuerzas Armadas: "expreso mi reconocimiento y gratitud a nuestro Generalísimo Franco, que con tanta decisión y entrega os ha mandado hasta ahora, dándonos un ejemplo único de amor a España y sentido de la responsabilidad". Incluso impulsó el homenaje público ordenando que su nombre "figurará a perpetuidad al frente de todos los escalafones" pues fue "acendrado exponente de todas las virtudes militares en su más alto grado", y atendiendo al "elevado valor ejemplarizador de su limpia conducta". Medida que fue suprimida durante la primera estancia del socialismo en el poder. Más allá fue Juan Carlos I en la esfera de lo privado, pues según el marqués de Villaverde, cuando fue a visitarle para presentar su candidatura al Consejo Nacional para defender la memoria de Franco, el Rey le dijo que no se preocupara, que "para defender a Franco estoy yo y mis colaboradores siempre dispuestos". De todo ello, de tan hermosas palabras, sólo queda el reiterado comentario de que en presencia del Rey no se puede hablar mal de Franco.

Treinta años después, con una izquierda en el poder que aspira a ganar una guerra que perdió en 1936; con un centro-derecha que también desea borrar su propio pecado original, pues, políticamente, el franquismo fue la coalición política y sociológica de toda la derecha y el centro español, el recuerdo y el nombre de Francisco Franco sufre una auténtica proscripción conjugada con un indisimulado ánimo de venganza que aspira, incluso, a turbar la paz de los que reposan en el Valle de los Caídos. Los rótulos se han quitado, la izquierda clama por una Ley de la Memoria Histórica con la que sepultar la Historia, las estatuas han sido retiradas; pero en la España de Juan Carlos I, como si fuera una última jugada del destino, cada 20-N, y en especial éste, las librerías, los expositores de los grandes almacenes, se llenan con la imagen, a veces hasta franquista, de las portadas de los libros que hablan sobre Franco. De las reales palabras de 1975, sin embargo, sólo queda el viento.