¿Tuvo el Vaticano II algo bueno?
Al Dios –y a la Iglesia-
que alegraron mi juventud
Rafael Gambra
Siempre me admiró la forma como la Iglesia Católica se entrañaba en la vida de los pueblos y de las familias. Como sostenía sus costumbres, haciéndose carne de ellas, y cómo a la vez las santificaba.
¡Qué obra de arte, de armonía y de profundidad fue la civilización cristiana!. Las plegarias cotidianas y los toques de oración señalaban las horas del día. Las fiestas y el año litúrgico marcaban los tiempos, las faenas y el descanso.
Cristianas eran las alegrías y cristianos los dolores del pueblo cristiano. Santo el nombre de cada humano, y su fiesta era la de un santo. Un sacramento alumbraba la vida del que nacía; otro, la plenitud gozosa del matrimonio; otro, consolaba al que se iba de este mundo.
¡Qué fácil era al cura de pueblo, desde la dignidad de su sotana, mantener el respeto reverencial y a la vez el gesto afable y paternal! ¡Qué figura venerable la del párroco de nuestra juventud! Como acudían a él los niños a besarle la mano pronunciando el Ave María Purísima. Y a escuchar de sus labios siempre una palabra de padre. El era inequívocamente pastor, y a él acudían para consuelo y consejo las tribulaciones de la juventud y las penas de la vejez. Y aquellas gentes tenían como la mayor honra de su vida ver a un hijo suyo sacerdote.
¡Qué grandeza la de los templos que nuestra fe levantó! En cualquiera de nuestras aldeas su templo parroquial vale más que todo el pueblo junto.
Y qué dignidad y belleza la del culto divino, aun con los medios más modestos. El latín, el canto gregoriano, la solemnidad de la misa de Angelis, obras de una tradición milenaria. Y en el funeral por el que se nos fue, qué estremecimiento íntimo en el oficio de difuntos, en el dies irae, en el responso final...
Las devociones sinceras de la Virgen del lugar, las procesiones de santos, la romería anual... Apostolado sencillo, religión entrañada y de verdad, que nos hizo llegar pujante y consoladora la fe de nuestros mayores, la del mismo Cristo...
Pero llegó el postconcilio, y con él, el “nuevo cura”.
Ya todo terminó. El sabe más que veinte siglos de catolicidad. En su inmenso portafolios lleva un nuevo culto, casi una nueva religión, que aprendió de maestros holandeses. Y un inmenso desprecio por la fe de aquel lugar.
Ya no vestirá sotana, vestirá como cualquiera, y con torpe desenvoltura tratará de hablar y de reír como los demás. Con él viene “la Iglesia de los pobres”, pero él será el primer párroco con coche (“instrumento de trabajo” para no estar nunca en el pueblo).
Para reconocer en él al cura es preciso apelar a nociones abstractas, porque lo que se ve es su antítesis, su negación misma. ¡Qué afrenta a la fe, qué desprecio al pueblo fiel!
Ya no hay unción, ni respeto, ni devoción ni fervor. Sólo ruidos, innovación, petulancia e impiedad. Ya los niños no acuden al paso del sacerdote. ¿A qué fin?
Todo cuanto ha existido debe ser cambiado por “preconciliar”. Ya no suenan las campanas del Angelus, ni el pueblo se reúne en una única Misa Mayor. Fiestas y procesiones han sido alteradas o suprimidas sin el menor respeto; incluso el santoral ha cambiado.
El culto divino se ha extenuado hasta su extremo. Ya no existe el latín, ni el gregoriano de la liturgia católica: toda la polifonía clásica ha sido retirada. Salmos con ritmo protestante y ritmos irreverentes han ocupado su lugar.
Y la estridencia, la improvisación constante, el mal gusto. Altavoces por todas partes con su resonancia metálica, altavoces de feria en el templo, hasta en los entierros. (Sordo debe ser su Dios, o no les quiere escuchar). El silencio, el recogimiento, la oración personal, no tienen ya cabida en el templo.
Y como sustancia de toda esta siniestra algarabía, la prédica “social”. ¡Que todos la escuchen callados, y que nadie se arrodille al comulgar...! Violencia a las almas, violencia a las conciencias y a la sensibilidad... Todo en nombre de la libertad y del “hombre moderno”.
Mientras tanto, las costumbres se corrompen en los pueblos, y la fe se pierde en las almas. ¿Quién enderezará ya todo ésto, quien sembrará de nuevo la fe?
¡Danos, Señor, paciencia y fortaleza para tantos males aguantar!
¿Tuvo el Vaticano II algo bueno?
Como creo haber leído por aquí, es la Iglesia la que tiene que hacer avanzar al mundo, y no el mundo el que haga avanzar a la Iglesia. Aparte de que como bien ha escrito Rafael Gambra, (aquí publicado por Litus) de que supuso una destrucción de tradiciones y desmoronamiento de la figura del párroco,lo que hizo este concilio fue ''modernizar'' la Iglesia Católica, contaminarla con toda la ideología liberal, curiosamente yo encuentro en el papa Francisco todas las ''virtudes'' del Vaticano II. Y por último me atrevería a insinuar que, actualmente, a la Iglesia la dirigen desde las logias.
Saludos
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