¿Adónde llevan las socialdemocracias? (ABC, 14 de Agosto de 1976)


El modelo considerado como el más acabado de democracia social o socialdemocracia es el sueco. En él, según el periodista inglés Roland Huntford, se ha realizado el mundo feliz entrevisto proféticamente por Aldous Huxley. Sin embargo, desde hace unos años, comienza a dudarse del sistema y del futuro hacia el que conduce.

Entre las observaciones que se han formulado a la socialdemocracia sueca, anotamos en síntesis los siguientes efectos que son ya hechos evidentes. Se dice que produce:

– Una emigración de las élites, que tratan de buscar fortuna en el extranjero. Recientemente los periódicos han traído la noticia del exilio voluntario de Ingmar Bergman, como antes las del tenista Vjorn Borg y de la autora de novelas infantiles Astrud Lindgren. En su carta de despedida Bergman afirmó que, en Suecia, «la burocracia es como una cáncer galopante que puede atacar y ofender a todos y a cada uno», y entre los comentarios suscitados leemos que, dado el sistema sueco de impuestos progresivos, «una de las mayores desgracias que puede tener un individuo es haber nacido con inteligencia superior a la normal y usarla para ganar dinero».

– Grandes dificultades para las pequeñas empresas, mientras el capital sigue concentrándose. Jean Parent ha escrito que en Suecia el capitalismo privado se halla más concentrado que en parte alguna y que domina absolutamente la esfera de la producción.

Roland Huntford explica que en Suecia prácticamente «cuatro o cinco familias dominan la vida económica del país». Supercapitalistas que, a su vez, se entienden con los dirigentes de un supersindicalismo, resultando un acuerdo de poder que, por medio de la burocracia extendida por doquier, asegura una dirección tecnocrática de la producción de gran eficacia. Así, el partido socialista, que detenta el poder político, gobierna por el crédito y los impuestos, el uso de los capitales.

El socialismo distributivo del consumo vive parasitario del gran capitalismo de producción que, a cambio, se beneficia de una situación de monopolio que le libera de toda posible competencia de nuevas empresas, pues ésta resulta imposibilitada por el peso fiscal y de los gravámenes sociales.

– La creación de más puestos de trabajo fuera de Suecia que en ella, hasta el punto de haberse transferido buena parte de su producción textil a Finlandia, Portugal, Yugoslavia…, facilitando el hecho de que los beneficios de los grandes grupos capitalistas suecos se realizaran principalmente en el extranjero. Así se deterioraba la balanza de pagos, y producía una hemorragia de divisas.

– Sobre todo, la progresiva disminución del estímulo para la iniciativa. Es, tal vez, el efecto más grave, la pérdida del gusto por la iniciativa y por la libertad, ya profetizado por Tocqueville: «los hombres toman gusto a su estado de dependencia». Como dice Parent: «el peso de la imposición es cada vez más insoportable y destruye poco a poco los incentivos para el crecimiento», mientras «la evolución espontánea vuelve a crear desigualdades».

Pero el testimonio más estremecedor de los resultados de la socialdemocracia sueca lo constituye el libro del citado periodista inglés Roland Huntford, que lleva el expresivo título de «El nuevo totalitarismo. El paraíso sueco».

Según el autor, los suecos «han aceptado un grado de control estatal aún desconocido en la mayor parte de los países occidentales; a cambio de la sexualidad se han dejado someter por sus dirigentes; han convertido en una virtud el conformismo necesario para el buen funcionamiento de la sociedad». Pero, según las encuestas, los suecos, «no son totalmente felices»; éstas mostraban «que numerosos suecos no estaban de acuerdo con su entorno y que el 25 por 100 de la población había recibido tratamiento psiquiátrico». Entre ellos, «la fraternidad humana puede decirse que es desconocida». Cada sueco es, «ante todo, un consumidor y como se deja influir fácilmente en sus gustos, constituye una preciosa materia prima para la economía».

Sin embargo, el camino de Suecia lo van siguiendo casi todas las democracias europeas y algunos otros países que, aun no siendo democracias formales, han penetrado en la triple senda de la que es un adelantado el presidente Giscard d´Estaing: dirigismo en la producción capitalista; socialismo en la distribución; y liberalismo creciente en las costumbres.

Los medios de los cuales se valen las democracias sociales –así como otros países que sin serlo emplean iguales sistemas– son principalmente:

– la planificación centraliza y tecnocrática;

– la creación de empresas mixtas estatales y capitalistas;

– la asunción por el Estado de ciertas empresas de servicios con precios políticos que se financian en parte con los impuestos;

– una creciente organización de la seguridad social, cada vez de mayor volumen;

– el desarrollo del crédito estatal hasta conseguir su denominación, o por lo menos su «control», por el Estado;

– el absoluto «control» de importaciones y exportaciones;

– una política fiscal implacable, que se autojustifica asignándole una función redistribuidora de las rentas, por una parte, y de estímulos, de otra, con la finalidad de influir en la economía y dirigir la afluencia de capitales a determinados sectores;

– una inflación, a la cual se trata de contrarrestar sus efectos con muy diversas medidas económicas y fiscales, que a su vez acrecientan, cada vez más, el intervencionismo estatal;

– el dominio directo de la enseñanza, arguyendo la finalidad de igualar todas las oportunidades, y el indirecto de los grandes medios informativos.

La superfiscalidad es el instrumento que alimenta esta organización socialdemocrática. Pero esa superfiscalidad cuyo objetivo teórico es el reparto más equitativo de los recursos de la nación –ha observado Gustave Thibon– conduce paralelamente:

– a la proliferación de una burocracia parasitaria;

– a la evasión de los capitales, y

– al fraude fiscal.

Factores negativos de los que son las primeras víctimas los ciudadanos más indefensos.

La concentración de la economía y la falta de competencia aumentan mientras esa política es mantenida. Pero, además, como ha observado Luis Olariaga, existe otro pernicioso efecto de los ataques del Estado, por los flancos laboral y fiscal, al capitalismo clásico, que lo deterioran:
«Al capitalismo vocacional, prudente administrador, aunque con muchos defectos –quién lo duda– le está sucediendo transitoriamente un capitalismo improvisado, ocasional, especulativo y aventurero: un capitalismo a corto plazo.»

Así mismo, al aumentar progresivamente las explotaciones que se hacen insoportables a la empresa privada, el Estado va viéndose obligado a hacerse cargo de ellas, y así puede ocurrir que, dentro de un término más o menos indeterminado, termine «el periodo en que puede decirse que el socialismo vive del capitalismo, en que absorbe las ganancias que este último aporta al fisco o a la inversión. Después viene la dura realidad, cuando no hay enemigo que afronte las responsabilidades y pague cuentas, y es inevitable crear una autoridad que imponga legalmente las condiciones de trabajo que adapten el nivel de consumo al nivel de producción».

En la situación actual el hecho más importante es la desvalorización general del capital, y la paralela preponderancia excesiva del reparto sobre la capitalización; es decir, como advierte Salleron, «la masa de salarios y cargas sociales supera netamente lo que el capital real puede suministrar. Este desequilibrio es afectado por la sobreabundancia de un crédito cada vez más alejado de toda realidad material apta para garantizarlo».

Las perspectivas no son, pues, optimistas. Es evidente que el pleno empleo y la subida de los salarios requieren una demanda de trabajo que, a su vez, exige que la iniciativa empresarial no decaiga. Si el espíritu de iniciativa es desalentado por un exceso de presión fiscal, de reivindicaciones laborales o de cargas sociales, entonces para solucionar la amenaza de la miseria y el paro –aparte del paréntesis dilatorio en que consiste el uso y abuso de la inflación como morfina socio-económica– solamente se ofrecen tres vías:

– la marcha atrás, una vez tomada conciencia de a dónde nos conduce el camino que llevamos;

– las nacionalizaciones y la creación de empresas estatales, es decir, la vía socialista, o

– el recurso al gran capitalismo financiero, nacional –que pedirá toda clase de ventajas–, o multinacional– que impondrá implacablemente sus condiciones.

Siendo así, ¿a favor de quién actúan los resultados a los que, casi inevitablemente, llegan las socialdemocracias?, ¿del socialismo clásico y en contra de la propiedad privada de los medios de producción?, o por el contrario, o además, ¿en beneficio, a la postre, del gran capitalismo, financiero y especulativo?; ¿será ganador el comunismo internacional o las multinacionales del gran capitalismo anónimo?


Juan Vallet de Goytisolo


Fuente: HEMEROTECA ABC