España, cabeza de Europa

Por Juan Luis Calleja



«Eis aqui se descobre a nobre Hespanha como cabeça ali de Europa toda, em cujo senhorio e gloria estranha muitas voltas tem dado a fatal roda». (Os Luisiadas. III.17)



Mucho antes de que Alejandro Dumas viniera a las bodas de Isabel II y cincelara su «Africa empieza en los Pirineos», siempre hubo pasmos viajeros ante lo diferente de España. Pero Dumas sólo se enteró, y apenas, del genio adusto de nuestra geografía. Hilaire Belloc, compatriota suyo convertido luego en inglés definitivo, pintó esa geografía con trazos incandescentes sin perder de vista un segundo que España es Europa; y más Europa que otras naciones de Europa.

No sé de nadie que se haya asombrado más, que se haya asustado más y con tanta emoción, ante lo que España era cuando Belloc vino, hacia 1910: «Nos maravilla que en semejante lugar hayan de vivir hombres; nos maravilla oír allí el lejano tañido de una campana remota; nos maravilla que un credo con ritos y liturgias sobrevivan: tan absoluto es su mensaje de desolación». Pero «detrás de todo eso, como bajo un velo de sequedad, tendido de colina a colina sobre la llanura desnuda, late el rico, intenso, inconquistable espíritu de España». «España es un desierto, pero no un desierto como el Sahara ni como otros donde se guiñan los ojos, bajo el sol cegador, escudriñando algún signo de vida humana. No. En España crece el trigo, hay ciudades ilustres; hay iglesias cristianas; hay una sociedad plantada en aquel yermo. Y uno se pregunta cómo el trigo, cómo los hombres, cómo el culto y cómo una sociedad igual a la nuestra pueden darse allí. Y nos quedamos perplejos, aunque sabemos que en ninguna parte de Europa se ha luchado más dura y constantemente por las cosas fundamentales de Europa»1.

Las cosas fundamentales aludidas por Belloc no podían ser el ingreso en la OTAN, el Mercado Común, el tratado de Mastrique ni alguna otra de las novedades que ahora tensan tantos gritos de bienaventuranza, porque ya, por fin, aleluya, somos europeos. Ni siquiera en la democracia liberal pensaba.

A algunos de los españoles, que «ya» se sienten europeos porque votamos a quienes nos presentan los partidos, podría sorprenderles, tal vez, que hubieran de pasar nada menos que dos mil quinientos años, desde la fundación de Roma, antes de que John Locke concibiera el gobierno civil que tanto gustó a Voltaire, por democrático, con los tres poderes separados, aunque el ejecutivo en manos del Rey. (¿No era así el sistema de España, en 1975, con D. Juan Carlos?). Recordemos, también, que Tocqueville puso la democracia norteamericana como modelo, en 1840, cuando gemían, bajo tal modelo, cuatro millones de esclavos negros, la raza que ni siquiera un siglo después recibiría el mismo trato que los blancos. Más aún: cuando Belloc vino en 1910, ni siquiera en Inglaterra regía la democracia con sufragio universal. Del resto de Europa, para qué hablar. Recordemos sólo las cinco repúblicas francesas, cinco, larga carrera de obstáculos de la democracia, con el Terror, el Directorio, los dos Imperios, Carlos X, Boulanger y Gambetta. Gambetta, el gran republicano alzado a dictador por el Parlamento, como lo fue Castelar en España. En menos palabras: decir que los españoles somos ya europeos porque tenemos partidos es como decir que el cocido madrileño es ya europeo porque tenemos turistas, o que la fabada asturiana es ya asturiana porque tiene autonomía.

Las cosas fundamentales de Europa que España ha defendido y mantenido como nadie, según Belloc, son las hechuras sociales, los efectos de las ciencias y las artes grecolatinas, bautizadas; el pensamiento aspirante a la verdad; el Derecho aspirante a la Justicia; la Religión llevando a Dios. Donde faltó rigor intelectual, orden en las leyes y conciencia moral, faltó también la Cristiandad; y allí no estuvo Europa. Esta es la cuestión. (No hay civilización de relieve sin religioso chispazo fundador, porque las religiones fuertes y grandes resuelven el problema inicial del orden. Pitágoras, experto en líneas rectas, lo dijo así: «Refrena, ante todo, tu lengua y sigue a los dioses» ... «que están en todas las cosas», añadió Tales de Mileto).

Hace unos años, ante un congreso de intelectuales en Santiago de Compostela, amartilló la voz Juan Pablo II para clavar este grito en el cielo: «¡Europa: Se tú misma!». Tal vez entendería, algún listo, que el Papa recomendaba la unión aduanera, acuñar el euro, propagar la Liga de campeones de fútbol o elegir en urnas transparentes a Miss Europa. Pero no. El mismo Juan Pablo II aclaró el asunto, en otro simposio de intelectuales del pasado enero, diciendo al saludarles en Roma: «Aunque no todos los europeos se reconocen cristianos, los pueblos de este continente están marcados hondamente por el sello evangélico, sin el cual es difícil hablar de Europa».

Esa Europa, sobra ya decirlo, es la que España ha defendido más resuelta y tenazmente que nadie. Ahora bien: ¿ha sido la única para nosotros? ¿Es esa la única Europa de la que nos hemos enterado? Aunque Europa sólo hubiese sido revolución, liberalismo, democracia y modernidad ¿podría sostenerse que España vivió aparte de todo eso, aislada y que, hoy, por fin, (de nuevo aleluya), hasta Castilla se ve en Europa y aprecia lo que despreciaba? ¿Podría sostenerse todo eso? ¿Tienen razón las voces ondulantes y acompasadas que lo celebran con bamboleos de rock?

Esa tabarra de la España de espaldas a Europa y su cultura, es la misma tabarra, del revés, cuando interesa a la contumacia antiespañola. Por ejemplo, dicen que los adelantos en tiempos de Franco -un Generalísimo- «aisladísimo» trajeron a España un gran progreso pese a Franco, pues el mérito fue de los demás, de la energía motriz del exterior; es decir, que aquellos adelantos se debieron a todo, menos al aislamiento, según los mismos fiscales del «aisladísimo».

Cuando Belloc vino aquí, en 1910 vio, ya, en aquella dura España, «una sociedad como la nuestra». Naturalmente. No sólo no es exacto que este país volvió la espalda a la historia de Europa sino que muy buena parte de los desgastes que frenaron nuestro desarrollo se debieron al interés apasionado de España por Europa y al interés apasionado de Europa por España y su mundo. Lo que, en parte, presagia Quevedo: «Y es más fácil, ¡oh, España!, en muchos modos,/ que lo que a todos les quitaste sola/ te puedan a ti sola quitar todos».

En la fortuna y desgracias de esa sociedad española «como la nuestra», se han entrometido los europeos -y los otros- en todos los siglos. El país que sirvió a la Cristiandad de cedazo, ariete, baluarte, brújula, timón y Palabra -con mayúscula- es un clásico de la historia, un protagonista enigmático y a la vez clarísimo, transparente, al que se estudia como a Egipto, Grecia y Roma. España es amada o aborrecida, pero a nadie deja en paz, con sus hazañas descomunales y su extravagante modo de anticiparse a los demás. ¡Un país que levanta las primeras universidades de América y Filipinas y las abre, de inmediato, a los indígenas! ¡Qué incultura! ¡Qué genocidio! ¿Qué pueblo es ése que lleva Europa a todo un Nuevo Continente inundándolo de las «cosas fundamentales» de esa misma Europa? ¿Una raza, de espaldas a todo lo que vale la pena?

Pero, por si valía la pena, a España vinieron siempre, de fuera, a mezclarse con nuestros problemas: Duguesclin y Cornwall cuando Pedro y Enrique: el francés y el austríaco, cuando el trono vacío de Carlos II; y Vendôme, Orleans, y Berwick mandando, por un lado; y Stanhope, Peterborough, Darmstadt y Stahremberg, por el otro; mientras reñían, por el mismo Trono, casi todas las naciones de Europa con matanzas que pusieron a Marlborough en óleos majestuosos, y a Eugenio de Saboya, en sonoros poemas. ¡Hay tanto manoseo de los demás en nuestros asuntos! ¿Cuántos recordarán que la guerra franco-prusiana fue a cuenta de quién querían, unos y otros, en el Palacio de Madrid, después de Isabel II? ¿Y los voluntarios que se ungieron de palpitante universalismo en nuestra guerra de 1936? Quedaron aquí, enterrados, hombres de más de treinta nacionalidades distintas. Es que, para aislamiento, España.

Ese aislamiento y la indiferencia abúlica de España tampoco quedan muy patentes en su empeño por instalar a Jacobo III en el trono inglés, a costa de guerrear, ella sola, contra Inglaterra, contra Francia, contra Saboya y contra todo el Imperio; ni parece que España diera la espalda al mundo cuando se metió en pleitos tan lejanos como la guerra de sucesión de Austria, la también guerra de sucesión polaca o la independencia de los Estados Unidos. En estado de supuesta letárgica modorra, España se puso a arreglar los asuntos de América, Polonia, Austria, Inglaterra, etc. Hecha un ovillo en la caverna, sus astilleros botaban, dormidos, una pujante flota que al jefe del Gobierno inglés, Stanhope, no le dejaba hacer lo mismo que España, o sea, echar la siesta de los zánganos. Asustado, se vino a Madrid, fingiéndose mediador de paz entre Austria y nosotros, entonces a tiros, tomando previamente la sabia precaución de ordenar al almirante Byng que destruyera, sin declaración de guerra, nuestra escuadra en Sicilia. Así lo hizo el Almirante, en Cabo Passero2.

Como el sueño de España y su desinterés catabólico por Europa no estaba muy claro para Holanda, Austria, Inglaterra y Francia, firmaron, en 1718, la primera Cuádruple Alianza. Por supuesto, también fue España quien provocó otra Alianza Cuádruple, en 1834, cuando se estrenaron las guerras carlistas. Entonces, como cien años después, voluntarios y brigadas de Europa acudieron para ver, quizá, la cara de un país que sólo enseñaba la espalda. Inocente cotilleo.

Aquí aprendieron el sentido político de la palabra española liberal, que de aquí salió, en 1816, cuando Southey escribió «The British Liberales». El vocablo tomó después asiento en todos los vocabularios políticos, junto con el revolucionario. Pues no es exacto que la marea y las ideas subversivas se rompieran en el espigón pirenaico. Lo desbordaron y, como es lógico, entre entusiasmos y horrores mezclados; hubo colaboraciones españolas, como la de Marchena en «L'Ami du Peuple», órgano de Marat, y frenos preventivos. A continuación, todo nuestro siglo XIX hirvió de intentonas, golpes, algaradas, motines y pronunciamientos, de signo liberal, constitucionalista y hasta republicano, la mayoría. De cerrazón ante Europa, poco.

Hay un caso expresivo: el de Fernando VII y su tiempo. El unánime juicio contra él lo embadurna de reaccionario, inepto y espeso: el carca más abominable que ha llevado la Corona. Es tal su fama, que se ha creído, sin pruebas, que la Universidad de Cervera le dijo aquello de «lejos de nosotros, Señor, la funesta manía de pensar», leyenda, indemostrada, que yo sepa. Pues bien: bajo aquel monarca tan retrógrado, a quien nadie llora, se dieron pasos a la europea como el Código de Comercio, y el Museo del Prado, y la Escuela de Farmacia, y el Conservatorio de Artes, y la primera Exposición de la Industria Española, y la gran mejora de la Hacienda con los presupuestos nivelados, y la reorganización del Ejército. ¿Importan a Europa la erudición y la cultura? Bajo Fernando VII «se produjeron obras de tanto precio como la edición del Fuero Juzgo de Lardizábal; el Elogio de Isabel la Católica y los Comentarios del Quijote de Clemencín; las adiciones de Ceán a las Memorias de los arquitectos, de Llaguno; la colección de Viajes y descubrimientos, de Navarrete; Los Condes de Barcelona vindicados, de Bofarull; los tomos de documentos de Simancas, que compiló el archivero D. Tomás González; la Biblioteca Valenciana, de Fúster; la Biblia de Torres Amat, los Libros poéticos, de Carvajal... todo lo cual, unido a los trabajos helenísticos de Ranz Romanillos (Plutarco), Castillo y Ayensa (Anacreonte, Safo y Tirteo), a la magistral Ilíada, de Hermosilla (más fiel si menos poética que la de Monti), el Horacio de Burgos, y a los versos de perfecta hermosura clásica del catalán Cabanyes bastan para...»3. Bastan para dudar que todo éso madurase de espaldas a la cultura europea, con un Rey embarrancado en la ignorancia y en un desierto donde Belloc no entendía cómo medran el trigo, los hombres y los templos.

Es cierto que las hazañas de España, durante el par de siglos que mandó en Europa, fueron, sobre todo, militares y religiosas. Pero en sinfónico tono, precisamente, con el espíritu europeo de entonces, obsesionado por la religión, a la que dedicaron guerras sincerísimas, papistas y protestantes, como hoy podrían matarse por los mercados o el petróleo. España ha tensado el alma y la carne para meterse y, aún, ensanchar camisas de muchas varas que abrigaban derechos de Dios y de los hombres, fueran europeos del norte, europeos del sur o nada más que indígenas. Un europeo con quien España repitió el mecenazgo que ayudó a Colón, Humboldt, se admiró ante los palacios, catedrales y universidades de Hispanoamérica tan superiores a Washington, «una esquelética ciudad a medio hacer, con menos de cinco mil habitantes», según él. España enseñaba, acuñaba e imprimía en América y en Europa, en Flandes y la Península, en español, latín, valenciano, catalán y lenguas indígenas. En el prólogo a los facsímiles de incunables americanos, Menéndez Pidal pinta el espíritu vanguardista de nuestros virreinatos; enumera las publicaciones científicas, literarias, litúrgicas y pragmáticas; explica el «orgullo y ufanía de estampar libros en lengua erudita, en la vulgar y en los grandes idiomas de los imperios incaico y mejicano» (...) «así como la abundancia de personas que se daban a las letras y la vida política a que ya se inclinaban los naturales bajo el conquistador más culto y más humano que nunca un imperio caído tuvo».

No hubo exageración lírica en aquel verso lusitano que puso a España, a «nobre Hespanha», a la cabeza de Europa, cuando Europa era la Cristiandad. Y tampoco se han separado ahora, cuando Europa se ha entregado, en gran parte, al hedonismo agnóstico, porque muchos españoles también se han apuntado a lo mismo. Y es que las naciones van perdiendo las notas distintas y distintivas, con disgusto de cuantos preferimos la variedad sorprendente. Costumbres, vestidos, juegos, vicios y criterios anglosajones se esparcen por doquier; cruzamos frontera tras frontera, con los mismos anuncios delante, los mismos grupos musicales en la oreja, iguales noticias y parecidos debates políticamente correctos. Sólo las lenguas varían, único y urgente agarradero, para proclamar «el hecho diferencial», agarradero que, por lo frágil, desconsuela a los fervientes de la auténtica diversidad. Porque las diferencias verdaderas están, claro, en lo que se es, en el estilo y en lo que se dice; no, en el instrumento para decir. Don Quijote es español, en francés y en chino; como los Karamazov son rusos, en cualquier idioma.

Si nos presentaran a un tipo, de «smoking», o en «chandal», con un buen «handicap» en golf; bridgista, aficionado al fútbol, el «rock» y el internet; goloso de pizzas, hamburguesas y demás ocurrencias de los VIP's, los MacDonald y los Burger King, ¿en qué país estaríamos? Dos «hinchas» españoles hablando de fútbol, ¿en qué se distinguen de los «fans» ingleses hablando de lo mismo? No en lo que dicen, sino en cómo lo dicen. Una cosa sería la flema momificada de unos, y otra, (no diré que más pulida, sino más genética) el estilo contagiado de «las cosas fundamentales de Europa»: «¡No digas idioteces, por los clavos de Cristo!»; «¡No hay derecho!»; «¿Qué código, ni qué código? ¡A la calle, bien lejos, a donde Cristo dio las tres voces!»; «¡Ese Presidente es un Judas!»; «Aquel argentino llegó aquí, se puso las botas y besó el santo»; «¿Fulano, marqués y con corona?» «¿No te fastidia el profeta?»; «¡Las judiadas que nos hizo aquel árbitro!»; «¡A ése hay que echarlo a los leones!»; «No hay quien pueda: ¡sabe latín!»; «¡A tí lo que te pasa es que te crees los siete sabios de Grecia!»; «No exageres. ¡Yo Platón y gracias!»... etcétera.

Y todo eso, con bastante aspaviento teatral, en apoyo de la filípica y la catilinaria. Aún quedan fulgores de aquel espíritu español que luchó como nadie por las cosas fundamentales de Europa: quedan en el estilo, la familia, las tradiciones supervivientes, las raíces y huellas del Credo. Gerald Brenan decía que se vino a vivir a España porque los dos únicos sitios civilizados que quedaban en Europa eran Andalucía y el sur de Italia, donde aún se nota que estuvo España. Porque «civilizado» no es sólo, ni principalmente, «tecnificado», como saben las muchedumbres de alemanes, ingleses, suecos y demás que, imitando a Brenan, se plantan aquí para siempre, vaya por Dios.

Y es que Europa se ha descristianizado y desnaturalizado más que España. Buen e inesperado trago para Alejandro Dumas, que lo más europeo de Europa esté al sur de los Pirineos, como cuando «Hespanha» era su «cabeça». ¿No fué, por ésto, por lo que Unamuno escribió que no hacía falta europeizarnos, como él sermoneó en un principio, sino, al contrario, hispanizar a Europa? ¿No fué, por eso, por lo que el Papa Juan Pablo II clavó en el cielo de Santiago de Compostela aquel grito: «Europa: sé tú misma»?



Fuente: http://www.galeon.com/razonespanola/re94-val.htm