Fuente: Melchor Ferrer y la “Historia del tradicionalismo español”. Rafael Gambra. Editorial Católica Española, Sevilla, 1979. Páginas 5 – 6.

Tomado de: FUNDACIÓN IGNACIO LARRAMENDI



La figura de Melchor Ferrer ha simbolizado para mí, en su aspecto humano y en su ejecutoria, la del carlista auténtico en su más genuina versión. En él veía yo como un eco en la generación que me precedió de una raza de hombres, aquellos que a lo largo del siglo liberal asumieron la lealtad inquebrantable, el cumplimiento a ultranza de aquel «¡no importa!» con que los héroes de la Independencia respondieron a todos los desastres y sufrimientos.

Esta tipificación humana de lo que ha sido una ya remota onda histórica fue compartida en mi mente por Ferrer y por don Luis Hernando de Larramendi. Periodista uno, político y orador el otro, sus vidas se entrelazan durante el reinado de don Jaime, como Secretario particular el uno y como Secretario político (lo que más tarde se llamó Jefe Delegado) el otro. En ambos brilló la entrega sin reservas a una lealtad política y dinástica, la brillantez de conversación y de pluma, la «renuncia al mundo» que entrañaba la adscripción al Carlismo.

Desde mi personal óptica, el Carlismo ha producido tres actitudes político-religiosas con tipologías humanas diferenciadas. Una de ellas formó durante largos años la escisión integrista, en el sentido concreto e histórico de este término. Hombres profundamente religiosos y devotos, no veían quizá el ámbito político que constituía al Carlismo como tal, y propendían a formar más bien una congregación o un partido religioso. Algunos de ellos volvieron sus miras a la rama dinástica reinante –a Alfonso XIII– como respuesta a su consagración de España al Corazón de Jesús. No radicaba su limitación en el fervor de su religiosidad –que en esto nunca hay exceso–, sino en su polarización con detrimento de la acción política, elemento diferencial y constitutivo del Carlismo. Este amplio grupo se reintegró a la Comunión Carlista a la muerte de don Jaime y proclamación de don Alfonso Carlos, sin dejar de constituir una tendencia en su seno.

Una segunda actitud ha sido la de aquellos que cabría denominar «carlistas vergonzantes». Eran estos carlistas de herencia familiar y, a menudo, de convicción intelectual profunda. Les faltaba, sin embargo, fe en las posibilidades reales del Carlismo –y, en consecuencia, esperanza–, por lo que carecían también del entusiasmo necesario para sacrificar a la Causa su carrera profesional o política. Muchos de éstos habían reconocido ya en 1936 –aunque fuera con reservas interiores– la Casa reinante; otros (o los mismos) colaboraron como carlistas con el Régimen de Franco, y todos asintieron a la perspectiva dinástica del franquismo.

Una tercera actitud, la más genuinamente carlista o tradicionalista, era la que para mí simbolizan Hernando de Larramendi y Melchor Ferrer. En sus escritos, en sus reacciones, en su entrega y en su esperanza, descubrí siempre la postura consecuente con la fe profesada, y el tipo humano más semejante a lo que debieron ser los iniciadores de esta secular rebeldía en nombre de una suprema lealtad.

Estas actitudes dentro del Carlismo se han mantenido –como escisiones a veces o como tendencias– hasta nuestros días. Fal Conde supo, en los años que precedieron a la Guerra de Liberación, aunar todas las voluntades en un solo Carlismo ortodoxo y combativo. Fue la suya una acción providencial para España y para la historia misma del Carlismo, por más que esas tendencias y fisuras rebrotaran pronto por motivaciones diversas.