4ª Parte : EL ESTADO CAPITALISTA Y SUS SOLUCIONES.
El Estado Capitalista es inestable y más que un Estado propiamente dicho constituye una fase transitoria entre dos estados permanentes y estables de la sociedad.
Por definición sabemos que una sociedad es capitalista cuando la posesión de los medios de producción está limitada a cierto número de ciudadanos libres, no lo suficientemente grande como para hacer de la propiedad el carácter general de la misma, mientras que los restantes carecen de tales medios de producción y son, por consiguiente, desposeídos o proletarios.
Hay Propiedad privada, pero no está distribuida en muchas manos, y por tanto, no es familiar como institución al conjunto de desposeídos, que son al mismo tiempo, ciudadanos, es decir, hombres políticamente libres aunque sin poder económico alguno.
Una inferencia de la definición también es que bajo el capitalismo haya una EXPLOTACIÓN consciente, directa y planificada de la mayoría (ciudadanos libres desposeídos económicamente) por la minoría de poseedores.
Como la riqueza tiene que ser producida, la comunidad íntegra debe vivir, y los poseedores pueden convenir tales condiciones con los no poseedores asegurándose que una parte de lo que éstos produzcan vaya a sus manos.
Una sociedad así constituida no puede perdurar, y no puede porque está sujeta a tensiones muy severas que aumentan a medida que dicha sociedad se hace más y más capitalista.
La primera nace de la diferencia entre las teorías morales en que se asienta el Estado y los hechos sociales que esas teorías morales tratan de regir.
La segunda surge de la inseguridad a que el capitalismo condena a la gran masa de la sociedad y de la sensación general de ansiedad y zozobra que produce en los ciudadanos pero singularmente en la mayoría de desposeídos.
No es fácil saber cuál de ambas tensiones es más grave, cualquiera de ellas bastaría para destruir un régimen social en que se prolongara en el tiempo, la conjugación de ambas hace de la destrucción una certeza. No hay duda de que la sociedad capitalista debe transformarse en algún otro régimen más estable.
Hay una fuerte tensión moral intolerablemente dura que se endurece a medida que se integra el capitalismo. Esta tensión moral proviene de una contradicción entre la realidad de la sociedad capitalista y el fundamento moral de nuestras leyes y tradiciones.
El fundamento moral conforme al cual se administran todavía nuestras leyes y se establecen nuestras convenciones presupone un Estado compuesto de CIUDADANOS LIBRES, y así, nuestras leyes defienden:
la propiedad como una institución normal con la que todos los ciudadanos están familiarizados y que todos respetan
castiga el robo como incidente anormal que sólo ocurre cuando, por motivos perversos, un ciudadano libre adquiere la propiedad de otro sin su conocimiento y contra su voluntad.
castiga la defraudación como otro accidente anormal en que por motivos malignos, un ciudadano libre induce a otro a ceder su propiedad en virtud de falsas manifestaciones.
impone el cumplimiento de los contratos basados moralmente en la libertad de ambas partes con la facultad de ambos de no cerrarlo si no quiere, pero una vez cerrado debe cumplirse.
testamento se concede a un propietario la facultad de dejar a otro su propiedad, entendiendo tal transferencia es una operación normal.
imputa daños y perjuicios a los ciudadanos que deliberadamente causan pérdidas a otro.
La sanción sobre la que se asienta la vida social es, en nuestra teoría moral, el castigo de ley susceptible de aplicarse mediante los tribunales, y la base preestablecida para la seguridad y felicidad material de los ciudadanos es la POSESIÓN DE BIENES que nos aseguren contra la zozobra y nos permitan actuar libremente en medio de nuestros semejantes.
Si se confronta toda esta teoría moral según la cual es gobernada la sociedad, y a la cual hasta el capitalismo recurre en procura de auxilio cuando se ve atacado, con la realidad social de un Estado Capitalista como la Inglaterra de hoy en día.
Aunque la propiedad perdura quizás como instinto en la mayor parte de los ciudadanos, pero como experiencia y como realidad es desconocida para el 95% de la población.
No se castiga, o no pueden castigarse, las cien formas de fraude que se producen como consecuencia necesaria de la competencia desenfrenada entre unos pocos; por una parte, y de la desenfrenada avaricia (motivo regulador de la producción) por otra.
Las leyes pueden entender en los casos de pequeños hurtos acompañados de violencia, y fraudes realizados con mayor o menor astucia, pero sólo en estos.
El mecanismo legal se ha convertido una máquina de protección de los pocos poseedores contra las necesidades, exigencias, incluso odio de la masa de ciudadanos desposeídos.
La inmensa mayoría de los contratos “libres” son hoy contratos leoninos: convenios que uno es libre de contraer o cancelar, pero el otro no, pues no tiene alternativa a perecer de hambre.
Lo más importante de todo, el hecho social en que se funda nuestro movimiento, mucho más importante que cualquier seguridad legal o cualquier mecanismo estatal, es que los medios de vida se hallan librados al albedrío de los poseedores que pueden ser proporcionados, o no, a los desposeídos.
La verdadera sanción que hay en nuestra sociedad respecto a las disposiciones por las que se rige no es la pena que hagan efectiva los tribunales, sino la decisión de los poseedores de negar la subsistencia a los desposeídos.
Hogaño la mayoría teme más la pérdida de empleo que las penalidades de la ley, y la disciplina que los mantiene quietos en sus formas modernas de actividad en Inglaterra es el temor al despido. Quien realmente manda hoy en día en Inglaterra no es el soberano, ni los funcionarios del Estado, ni, salvo indirectamente, la ley, sino el capitalista.
Todos conocemos estas verdades capitales. Si se pregunta por qué las cosas llegaron tan tarde a una crisis (el capitalismo se desarrolló durante mucho tiempo) podría decirse que ni siquiera en Inglaterra, aún hoy el Estado Capitalista más neto del mundo moderno, se convirtió en un estado capitalista puro hasta la generación presente.
Los hombres actuales recuerdan que Inglaterra era un 50% agraria y las relaciones entre los diversos factores humanos de la población estaban más regidas por la tradición local que por la competencia.
La tensión moral producida por la divergencia entre lo que proclaman las leyes y máximas morales, y lo que realmente es la sociedad, convierten a ésta en algo absolutamente inestable.
Esta tesis espiritual es mucho más grave de lo que puede imaginar el estrecho materialismo de una generación El conflicto espiritual es más fecundo en inestabilidad dentro del Estado que cualquier otra clase de conflicto, y existe un agudo conflicto espiritual, un conflicto dentro de la conciencia de cada uno y un malestar extendido por toda la colectividad, cuando la vida real de la sociedad se divorcia del fundamento moral de sus instituciones.
La segunda tensión interna del capitalismo, su segundo elemento de inestabilidad, consiste en que el capitalismo destruye la seguridad.
El efecto principal del capitalismo sobre la vida del hombre es la destrucción de su seguridad. Al conjugar los dos elementos: posesión de los medios de producción por unos pocos y la libertad política de poseedores y desposeídos, la consecuencia inmediata es la formación de un mercado regido por la competencia, en que el trabajo de los desposeídos sólo reclama su valor, no como totalidad de la fuerza productiva, sino como fuerza productiva que debe dejar un excedente al capitalista; mercado en que nada se reclama cuando el obrero aumenta el rendimiento, y nada se ofrece cuando no puede trabajar. Se le da menos en la vejez que en la madurez, nada en la enfermedad y/o desesperación.
Un hombre capaz de atesorar (consecuencia normal del trabajo humano) establecido sobre la propiedad en medida suficiente y de manera legal, no es más productivo en sus momentos improductivos que un proletario; pero su vida está equilibrada y regulada por las rentas e intereses así como por los salarios que recibe. Puede apropiarse de los excedentes, factor que equilibra los ritmos extremos de su vida y le permiten superar las malas épocas. Eso no le es permitido al proletario.
La faz bajo la que el capital ve al ser humano cuyo trabajo se propone comprar divide justamente por la mitad la faz normal de la vida humana bajo la que contemplamos todos nuestros propios afectos, deberes y carácter. Un hombre piensa en sí mismo, en sus probabilidades y en su seguridad durante su existencia individual, desde su nacimiento hasta su muerte.
El capital que compra su trabajo (y no al hombre mismo) sólo compra un sector cortado en su vida: sus momentos de actividad, el resto debe defenderse por sí mismo cuando no se tiene nada es sinónimo a muerte por hambre.
Está comprobado que dónde unos pocos poseen los medios de producción, no pueden existir condiciones políticas perfectamente libres.
El Estado Capitalista perfecto NO puede existir aunque Inglaterra se ha aproximado bastante más de lo que otras afortunadas naciones hubieran creído posible.
En el Estado Capitalista Perfecto el proletario (desposeído) no tendría a su disposición alimentos más que durante las épocas en que tenga trabajo, algo absurdo, que acabaría rápidamente con la vida de todos los hombres excepto los capitalistas y que pondría fin a tal régimen.
Si se dejara a los hombres enteramente libres en un sistema capitalista, se produciría tal mortalidad por inanición que en breve plazo quedarían agotadas las fuentes de trabajo. El capitalista que buscaría comprar el trabajo lo más barato posible haría derrumbarse el sistema por la muerte de los niños, los parados y las mujeres. No sería un Estado decadente como el actual sino un Estado en curso de extinción.
De hecho el capitalismo no puede avanzar hasta sus últimas consecuencias lógicas. En un régimen que otorgara la libertad política a todos los ciudadanos (libertad de los poseedores de dispensar alimentos o no, de los desposeídos de cerrar cualquier trato por miedo al hambre) el ejercicio pleno de tal libertad equivaldría a hacer morir de hambre a la población menos productiva: niños, ancianos, inválidos, parados, enfermos, …
El capitalismo debe conservar, mediante procedimientos no capitalistas, la vida de la gran masa de la población, que de lo contrario moriría de hambre, algo que el capitalismo ha hecho de forma creciente hasta lograr un dominio cada vez más fuerte sobre el pueblo británico.
Ejemplos claros son: las leyes sobre los pobres: de Isabel, y la de 1834, cuando casi la mitad de Inglaterra había pasado a manos de capitalistas son ejemplos claros de los que hoy tenemos centenares.
Aunque esta causa de inseguridad (que los poseedores no tienen incentivo alguno que los lleve a asegurar la vida de sus semejantes) es la más obvia y más constante de un sistema capitalista, hay otra, aún más punzante en sus efectos sobre la vida de los hombres, es la anarquía producida por la COMPETENCIA EN LA PRODUCCIÓN que restringió la propiedad con sus principios anexos de libertad.
Considerando solamente lo que implica el mero proceso de la producción, con los enseres y tierras en manos de unos pocos, el motivo para hacer producir a los proletarios no es el uso de la riqueza creada, sino el usufructo por los poseedores del valor excedente (ganancia).
Si se concede amplia libertad política a dos cualesquiera de tales poseedores cada uno cuidará su mercado, tratará de vender a menor precio que el otro, tendrá que producir en exceso a término de una temporada de demanda excepcional inundando el mercado sólo para aguantar cualquier depresión futura, y así sucesivamente.
El capitalista, director libre y personal de la producción, errará los cálculos; eventualmente quebrará. Los esfuerzos concurrentes de gran número de empresas aisladas, imperfectamente dirigidas y en competencia entre sí, no pueden conducir sino a un enorme despilfarro que tendrá sus oscilaciones.
La mayor parte de las comisiones de la publicidad y propaganda son ejemplos de tal despilfarro. Si esa dilapidación de esfuerzos fuera constante, también sería constante la ocupación que suministra, pero por naturaleza es algo inconstante, y la ocupación que suministra es precaria, así se genera una gran inseguridad para el viajante de comercio, el agente de publicidad, el corredor de seguros y todas esas formas de lograr clientela y embaucar que acompañana al régimen de competencia capitalista.
Como en el caso de la inseguridad causada por la vejez y enfermedad, en éste tampoco puede el capitalismo ser llevado a su conclusión lógica y el que resulta vulnerado es el elemento de libertad.
La competencia es restringida en proporción creciente por medio de un entendimiento entre los competidores, al cual sigue, especialmente en Inglaterra, la ruina del competidor menor por los acuerdos secretos entre los grandes, bajo la protección de las fuerzas políticas secretas del Estado.
Así antes de establecer un monopolio británico, lo primero que hay que hacer es “interesar” a un político.
Ejemplos hay muchos: teléfonos, monopolio carbón de Gales del Sur, el felizmente frustrado monopolio del jabón, los de la soda, de la pesca, de la fruta, etc.
En resumen, el capitalismo, al manifestarse casi tan inestable al capitalista como al proletario tiende hacia la estabilidad despojándose de su carácter esencial de libertad política. No podría darse mejor prueba de la inestabilidad del capitalismo como sistema.
Consideremos cualquiera de los numerosos monopolios que dominan hoy la industria británica y que han hecho de la Inglaterra moderna el PROTOTIPO de los MONOPOLIOS ARTIFICIALES.
Si los tribunales y gobernantes aceptaran la fórmula capitalista íntegramente, cualquiera podría instalar un negocio rival, vender más barato que esos monopolios y hacer trizas la relativa seguridad que proporcionan a la industria en sus sectores.
La razón por la que eso no ocurre es que la LIBERTAD POLÍTICA no está amparada aquí por los tribunales en el plano de los asuntos comerciales. El que trate de competir con uno de estos grandes monopolios ingleses se hallará, inmediatamente, con que están vendiendo más barato que él.
Amparándose en todo el espíritu del Derecho europeo, formado durante siglos, podrá iniciar juicio contra los que lo arruinan, acusándolos de conspirar en perjuicio de la libertad de comercio; más no tardará en descubrir que jueces y políticos apoyan con la mayor sinceridad a tales conspiradores.
Pero ha de reconocerse que estas conspiraciones para trabar el libre comercio, que caracterizan a la Inglaterra moderna, constituyen por sí mismas un signo de la transición de la fase capitalista verdadera a otra.
Bajo las condiciones esenciales del capitalismo (en régimen de perfecta libertad política) tales conspiraciones serían penadas por la justicia en virtud de su propia naturaleza, por contravenir la doctrina fundamental de la libertad política. Pues esa doctrina que otorga a todos los hombres el derecho de celebrar el contrato que quieran con cualquier trabajador y ofrecer el producto al precio que crean conveniente, también implica la protección de dicha libertad mediante el castigo de toda conspiración que busque el monopolio.
Si no se tiende a esa libertad perfecta, si los monopolios son permitidos y aún fomentados, es porque la tensión aberrante que origina la libertad, conjugada con la propiedad limitada, más la inseguridad de su pura competencia y la anarquía de sus métodos de producción, han terminado por ser intolerables.
Todas estas causas son las que hacen inestable el Estado Capitalista. Algo evidente es que el capitalismo está sentenciado y el Estado Capitalista ha entrado en una fase de transición.
Es visible que ya no poseemos esa absoluta libertad política que el auténtico capitalismo exige por naturaleza. La inseguridad inherente más el divorcio de las normas éticas tradicionales y la realidad social han introducido ya características novedosas como: el permiso de conspirar otorgado a la vez a poseedores y desposeídos, el otorgamiento obligatorio de la seguridad estatal y otras muchas reformas, explícitas o implícitas.
LAS SOLUCIONES ESTABLES DEL CAPITALISMO.
El Estado Capitalista, inestable por naturaleza, tenderá a la estabilidad por un medio u otro pues cualquier posición o equilibrio inestable busca la estabilidad.
Que el Estado Capitalista esté en equilibrio inestable quiere decir que buscará un estado de equilibrio estable, y el capitalismo sólo puede transformarse en otro régimen que permita a la sociedad estar en reposo.
Sólo hay tres regímenes sociales que pueden reemplazar al capitalismo: Esclavitud, Socialismo, y Propiedad.
Evidentemente puede haber mezclas de dos de esos ingredientes, incluso de los tres, pero cada uno constituye un tipo dominante y en virtud de la misma naturaleza del problema no es posible idear un cuarto régimen.
El problema gira en torno al DOMINIO DE LOS MEDIOS DE PRODUCCIÓN Y LA LIBERTAD.
Capitalismo es que este dominio se confiere a una minoría pero todos tienen libertad política. Por su inestabilidad inherente y su propia contradicción en su fundamento moral, debe producirse la transformación de uno u otro de los dos elementos, cuya conjugación está demostrada que no es viable.
Los dos factores son: la propiedad de los medios de producción y la libertad de todos.
Para dar una solución al capitalismo hay que eliminar la limitación de la propiedad o la libertad, o ambas a la vez.
Respecto a la libertad no hay más que un término alternativo: su negación. Un hombre o es libre de trabajar (o no) a su gusto, o bien puede estar sujeto a una obligación legal de trabajar, respaldada por el Estado (esclavo).
En el primer caso el hombre será libre, en el segundo un esclavo, por definición.
Con este factor sólo hay dos posibilidades o libre o esclavo.
Esta solución de restablecer de forma directa, inmediata y consciente la esclavitud sería una solución auténtica a los problemas del capitalismo, pues garantizaría a los desposeídos, mediante regulaciones viables, la seguridad y el necesario sustento.
Como se demostrará esta es la meta más probable a la cual se encamina nuestra sociedad aunque hay un obstáculo que impide su aceptación general, inmediata y consciente de la misma: lo que sobrevive de la TRADICIÓN CRISTIANA en nuestra civilización, todavía sigue teniendo tal fuerza y vigencia que ningún reformador la preconizará, nadie osa, aún, darla como un hecho irremediable.
Todas las teorías de una sociedad reformada tratarán, por tanto, primero de no tocar el factor de la LIBERTAD constitutivo de los elementos del capitalismo por lo que se dedicarán a introducir algún cambio en el otro factor: LA PROPIEDAD (de los medios de producción).
Ahora bien tratar de remediar los males del capitalismo remediando el factor que consiste en una mala redistribución de la propiedad se encuentran dos, y solo dos, caminos:
Si lo que ofende es la limitación de la propiedad a unos pocos podría modificarse poniendo la propiedad en manos de muchos o no poniéndola en manos de nadie. No hay más posibilidades.
En la realidad no poner la propiedad en manos de alguien sería entregarla en fideicomiso en manos de funcionarios políticos. Si los males derivados del capitalismo se deben a la institución misma de la propiedad, y no a la desposesión de muchos por unos pocos, entonces debe prohibirse la posesión privada de los medios de producción por cualquier miembro particular y privado de la comunidad; pero alguien debe manejar esos medios de producción; si no, no tendremos con qué comer, ni vestirnos, etc.
Por tanto, en la práctica, esa doctrina significa la administración de los medios de producción por los agentes públicos de la comunidad. La cuestión de si esos funcionarios públicos son, a su vez, fiscalizados o no por la comunidad, nada tiene que ver con el aspecto económico de esta solución.
El punto esencial a tener en cuenta es que la única alternativa que deja la propiedad privada es la propiedad pública. Alguien tiene que atender esos medios de producción o no se producirá nada.
Es obvio que si concluimos que el mal no está en la propiedad en sí misma, sino en el exiguo número de propietarios, entonces el remedio radica en aumentar dicho número de propietarios.
En resumen, una sociedad como la nuestra, que detesta el término “esclavitud” y evita su restablecimiento directo y consciente del estatus del esclavo, tendrá necesariamente que contemplar la reforma de su mal distribuida propiedad según uno de los dos modelos siguientes:
El primero: es la negación de la propiedad privada y la instauración del COLECTIVISMO, es decir, la administración de los medios de producción por agentes públicos, políticos, de la comunidad.
El segundo: es la distribución más amplia de la propiedad, hasta que esta institución grabe su sello en todo el Estado y los ciudadanos libres se hallen en posesión de capital o de tierra, o ambos a la vez.
Se denomina SOCIALISMO o ESTADO COLECTIVISTA al primer modelo, y ESTADO DISTRIBUTIVO o DE PROPIETARIOS al segundo.
Veremos por qué el segundo modelo, que implica la REDISTRIBUCIÓN DE LA PROPIEDAD, es rechazado como inaplicable por la sociedad capitalista actual, y, en consecuencia, los reformadores escogen el primero o SOCIALISMO.
También mostraremos cómo toda reforma colectivista, en su comienzo, se desvía necesariamente y produce, en lugar de lo buscado, otra cosa: una sociedad en que los propietarios continúan siendo unos pocos y una masa proletaria que acepta la seguridad a cambio de la servidumbre.
Repetimos, una vez más la tesis: el Estado Capitalista engendra una teoría colectivista, socialista, que, al aplicarse, produce algo completamente distinto del colectivismo: EL ESTADO SERVIL.
5ª Parte : EL SOCIALISMO.
El SOCIALISMO es la más fácil de las aparentes soluciones al arduo problema capitalista.
Si se sigue la línea de menor resistencia el Estado Capitalista se transforma en un ESTADO SERVIL. Es así porque el Estado Capitalista se inclina a una solución COLECTIVISTA (Socialista) por ser la más fácil, y no a una solución DISTRIBUTIVA más justa.
Basta la simple tentativa de establecer el SOCIALISMO para determinar la aparición, no del colectivismo buscado, sino de la SERVIDUMBRE de la mayoría y la confirmación de una minoría con privilegios totales, es decir, del Estado Servil.
Los hombres que detestan la institución de la Esclavitud proponen como remedio del capitalismo una de las dos soluciones.
O quieren la propiedad en manos de la mayoría de los ciudadanos, dividiendo el capital y la tierra de forma que un número decisivo de familias en el Estado sean propietarias de los medios de producción;
O quieren poner tales medios en manos de agentes políticos comunitarios para que los administren como fideicomisarios en beneficio de todos.
La primera solución es el ESTADO DISTRIBUTIVO, la segunda es el SOCIALISMO.
Los conservadores y tradicionalistas preconizan la Distribución. Son hombres que respetan y, de ser ellos los propietarios, conservarían las viejas formas de la civilización cristiana europea. Saben que la propiedad estuvo distribuida de esa forma en todo el Estado en los períodos más felices de nuestra historia. También saben que donde la propiedad de los medios de producción se distribuya de forma debida, hoy día, la sociedad gozará de una holgura y salud superiores a las de cualquier otra parte.
En general los que querrían restablecer el Estado Distributivo, para reemplazar y remediar los vicios y la inquietud capitalista son los que trabajan con realidades conocidas y que tienen por objeto un régimen social cuyas características de estabilidad y bondad fueron puestas a prueba y confirmadas por la experiencia.
De los reformadores son los más prácticos pues manejan, en mayor medida que los socialistas (colectivistas) cosas que tienen o han tenido una existencia real.
Pero son menos prácticos en el sentido de que la enfermedad que tratan se encuentra en una época en que no se inclina, fácilmente, hacia la reacción que aconsejan.
El socialista propone colocar la tierra y el capital en manos de agentes políticos de la comunidad, dando por entendido que éstos admitirán la tierra y el capital como fideicomisarios de la comunidad y en beneficio de ésta. Cuando hacían esta propuesta hacían cálculos sobre supuestos imaginarios y su ideal no había sido puesto a prueba por la experiencia y no había antecedentes.
Eran los menos prácticos de los reformadores, su ideal no había sido aplicado a nuestra sociedad por lo que se desconocían sus resultados.
Pero eran más prácticos porque su propuesta aparentemente provocaría una reacción menos violenta que la buena distribución de la propiedad.
Hoy son corrientes los ejemplos aislados de empresas organizadas sobre una base capitalista (aguas, electricidad, gas, tranvías, ferrocarriles, etc.) que fueron transformadas en empresas de base colectivista sin que el cambio perturbase ningún mecanismo fundamental de la sociedad. Cuando una ciudad adquiere una compañía particular de agua, tranvías, etc. y la administra conforme a los intereses públicos, la transacción no genera fricciones perceptibles que alteren la vida ciudadana, y se presenta como una operación normal.
Por el contrario, intentar constituir un gran número de accionistas en tales empresas y reemplazar artificialmente con muchos socios a los pocos poseedores capitalistas anteriores, resultará largo y suscitará oposición continuada, generará tensiones y estará amenazado por la facultad de los numerosos dueños nuevos de vender nuevamente la empresa a unos pocos.
Es decir, la sociedad capitalista se opone a la restauración de la propiedad como una institución de normal usufructo por parte de la mayoría de los ciudadanos, mientras que el que desea instaurar el socialismo procede según la tendencia imperante en tal sociedad.
DIFICULTADES DEL REFORMADOR DISTRIBUTIVO.
¿Cómo proceder para reemplazar con una gran cantidad de pequeños propietarios a unos pocos grandes propeitarios?
Una forma audaz sería confiscando y redistribuyendo sin más. Pero ¿Cómo se elegirían los nuevos propietarios?
Aún suponiendo que hubiera un mecanismo que asegurase la justicia de la redistribución ¿Cómo se evitarían los atroces e innumerables actos de injusticia de la redistribución general?
Decir: “nadie será propietario, y confiscar” es una cosa. Decir “todos deben ser propietarios” y prorratear la propiedad es otra distinta.
Una acción tal perturbaría todas las relaciones económicas provocando la ruina inmediata de todo el cuerpo político, y en particular de los intereses menores indirectamente afectados.
En una sociedad como la nuestra, una catástrofe que sobreviniera desde el exterior podría ser indirectamente beneficiosa al posibilitar la redistribución, pero ningún movimiento desde el interior del Estado podría provocar esa catástrofe sin perderse a sí mismo.
Si se procede más lenta y racionalmente, y se encauza la vida económica de la sociedad de forma que la pequeña propiedad vaya constituyéndose gradualmente habrá de afrontar innumerables obstáculos por la inercia de la costumbre de la sociedad capitalista.
Para favorecer a los pequeños ahorradores a expensas de los grandes, habrá que dar la vuelta a todo el sistema económico actual en cuya virtud los depósitos devengan interés. Es más fácil ahorrar 100 libras con ingresos de 1.000 que ahorrar 10 con ingresos de 100, y aún es más difícil ahorrrar 5 con ingresos de 50.
Es casi imposible instituir la pequeña propiedad mediante el ahorro cuando la masa de la población ha caído en el proletariado excepto que se subvencione, deliberadamente, a los pequeños ahorradores, ofreciéndoles un premio que nunca podrían obtener en un régimen normal de competencia; y en este caso, debe darse marcha atrás en todo el vasto sistema del crédito.
O se emprende una política que penalice a las empresas con pocos dueños, grave con altos impuestos los grandes paquetes de acciones y aplique el margen producido a subvencionar a los pequeños accionistas en proporción a la exigüidad de su parte, y otra vez nos encontramos con la dificultad de una vasta mayoría que ni siquiera puede hacer una oferta para conseguir la mínima acción.
El obstáculo más poderoso que se opone a la redistribución de la propiedad en una sociedad impregnada de mentalidad capitalista es el moral: ¿querrán ser propietarios los hombres? ¿podrán los funcionarios, administradores y legisladores sustraerse al poder que bajo el sistema capitalista parece inherente a la riqueza?
Si se adquiere la fábrica de un gran monopolio con fondos públicos y se otorga (aunque sea obsequiándolas) las acciones a sus obreros ¿podemos contar con que poseen una tradición de propiedad que les impida dilapidar tal riqueza? ¿queda algún instinto cooperativo en tales hombres? ¿habrá administradores y organizadores que tomen en serio a un grupo de pobres hombres o les sirvan como a los ricos?
Toda la psicología de la sociedad capitalista está dividida entre una masa proletaria que piensa en términos, no de propiedad, sino de “ocupación” (empleo asalariado) y unos pocos propietarios que son los único familiarizados con e mecanismo de la administración.
Evidentemente con voluntad y vitalidad social suficiente podría restaurarse la propiedad, pero también es evidente que los esfuerzos por restaurarla presentan, en una sociedad capitalista, un carácter de rareza, de experimento dudoso, de incoherencia con las demás realidades sociales que denota una gran desventaja con que deben contar los reformadores distributivos.
Por otra parte el experimento socialista se adapta completamente (en apariencia) a la sociedad capitalista a la que propone sustituir. Trabaja con las inercias disponibles de éste, habla y piensa con los mismos términos del capitalismo, recurre a los apetitos despertados por el capitalismo y ridiculiza calificándolas de fantásticas e inauditas aquellas cosas de la sociedad cuya memoria mató el capitalismo en el alma de los hombres dondequiera que llegó su flagelo.
Es tan cierto que los colectivistas de la clase más estúpida hablan, con frecuencia, de una “fase capitalista” de la sociedad como antecedente necesario del socialismo.
Se aplaude el monopolio porque suministra una forma de transición de la propiedad privada a la pública. El colectivismo PROMETE
- empleo a la muchedumbre que sólo piensa en la producción con términos de empleo y
salario.
- la seguridad de la explotación capitalista grande y bien organizada (pensiones,
escalafón, etc.) pues es el propio Estado quien lo garantiza, no una parte de él.
El socialismo administraría, pagaría salarios, organizaría empresas, jubilaría, multaría igual que hace ahora el Estado Capitalista.
El obrero ante el Estado Socialista no precibe nada en el nuevo cuadro, salvo alguna que otra mejora en su situación presente, que ante el cuadro capitalista.
El plan socialista no ofrece a los proletarios de un Estado Capitalista nada que no sea conocido, excepto una PROMESA de elevación de sus salarios y una certeza de tranquilidad mayor.
En todo el plan que se propone transformar el Estado Capitalista en Socialista no hay elemento alguno de reacción, no se usa término alguno con que no estén familiarizados los integrantes de una sociedad capitalista, ni se recurre a instinto alguno (cobardía, codicia, apatía u obsesión) a que no esté habituada la sociedad capitalista.
Por el contrario si por obra de un milagro una sociedad capitalista fuera redistribuida en pequeños propietarios todos sufrirían una enorme revolución, y se admiraría la insolencia del pobre, de la holgazanería del satisfecho, de las curiosas variedades de tareas, de las personalidades rebeldes y vigorosas que surgirían por doquier.
Pero si esa sociedad capitalista se transformara lentamente (permitiendo el reajuste de los intereses individuales) en socialismo el cambio al final de la transición no se revelaría a la inmensa mayoría de sus componentes.
Los pocos elementos reacios, inseguros y desahuciados de trabajadores regularmente pagados habrían ido a explotaciones aisladas penales, y ni se les echaría en falta.
Muchas rentas que hoy pagan impuestos considerables al Estado serían reemplazadas por rentas semejantes, sujetas a los mismos gravámenes o mayores, con la única diferencia de que recibirían el nombre más moderno de sueldos. La clase de pequeños comerciantes estaría en parte absorbida por planes oficiales a cambio de sueldos, y los pequeños propietarios (barcos, granjas, máquinas) que quedaran no se darían cuenta del nuevo orden de cosas en el que sobrevirían excepto por la novedad de algún incremento, irritante, de las inspecciones y onerosas mezquindades dispositivas a las que ya están no obstante bastante acostumbrados.
Pero los colectivistas más sinceros y rectos advierten que el efecto práctico de su propaganda no es en absoluto una aproximación al Estado Colectivista, sino a algo muy diferente.
Cada vez es más evidente que con cada nueva reforma (iniciadas por socialistas) surge otro tipo de Estado.
Con el tiempo se impuso la certeza de que la tentativa de transformar el Estado Capitalista en un Socialismo no desemboca, en modo alguno, en el COLECTIVISMO, sino en algo distinto, en que ni el colectivista ni el capitalista soñaron jamás. Y ese algo distinto es EL ESTADO SERVIL, es decir, un Estado en que la mayoría serán FORZADOS POR LEY a trabajar en provecho de una minoría, beneficiándose empero, como precio de tal obligación, con una seguridad que el viejo capitalismo no supo otorgarles: la institución de LA ESCLAVITUD.
¿Cómo la acción reformadora socialista, tan sencilla e inmediata en apariencia deriva en un cauce tan inesperado? ¿En qué leyes e instituciones nuevas se demuestra, en la Inglaterra moderna, en particular en la Sociedad Industrial, que esta nueva forma de Estado ha comenzado ya a regirnos?
TANTO REFORMADORES COMO REFORMADOS PROMUEVEN EL ESTADO SERVIL.
Los tres intereses que explican conjuntamente casi todas las fuerzas que luchan por el cambio social en la Inglaterra moderna se deslizan, necesariamente, hacia el Estado Servil: la Esclavitud.
De estos tres intereses, dos son reformadores, y otro al pueblo que se va a reformar.
Interés SOCIALISTA, teórico reformador, que actúa sobre la línea de menor resistencia.
Interés del Hombre Práctico, como todo reformador práctico, tiene la ventaja de su miopía, y es hoy el factor más poderoso.
Interés de la gran masa proletaria para quien se hace el cambio y se el impone. Lo que acepte esta masa, cómo reacciones ante las nuevas instituciones es el más importante de los factores al ser el material con el cual y sobre el que se trabaja.
REFORMADOR SOCIALISTA.
Los reformadores socialistas de los males del capitalismo están encaminados, lo sepan o no, hacia el Estado Servil, la esclavitud, no hacia el Estado Colectivista.
El movimiento socialista está compuesto de dos clases de hombres:
a) los que consideran la propiedad pública de los medios de producción (y la obligada tendencia consecuente de todos a trabajar bajo la dirección del Estado) como única solución factible del malestar social moderno.
b) el que siente afición al ideal colectivista per se, y no lo persigue tanto por ser la solución al capitalismo moderno como por constituir una forma regular y ordenada de sociedad.
Le gusta acariciar el ideal de un Estado en que la tierra y capital se hallan en posesión de funcionarios públicos que dirijan a los demás individuos y los preserven así de las consecuencias de sus vicios, su ignorancia e insensatez.
Estos tipos son distintos, en aspectos antagónicos, y constituyen la totalidad del movimiento socialista.
Si imaginamos a ambos enfrentados al actual Estado Capitalista con ánimo de transformarlo ¿en qué línea de menor resistencia actuarán uno y otro?
El primero a) comenzarán exigiendo la confiscación de los medios de producción y su transferencia de los poseedores actuales al poder del Estado. Pero esto es algo muy difícil de ejecutar, entre los propietarios actuales y la confiscación se interpone una pétrea muralla moral: el fundamento moral de la propiedad (instinto de que la propiedad es un derecho) una tradición profundamente arraigada, deben afrontar las innumerables complicaciones de la propiedad moderna.
Veamos un ejemplo sencillo: se decreta que todas las tierras comunes de Inglaterra, cercadas a partir de 1760 deben volver a dominio público. Es un caso moderado y hasta defendible.
Aún así tal disposición causaría la ruina a numerosas haciendas, alteraría la red de obligaciones y beneficios que se extiende sobre millones de personas, a miles de intercambios, a todas las adquisiciones hechas con el sacrificio de pequeños ahorradores.
Si bien en el plano moral puede excusarse diciendo que la sociedad puede hacer cualquier cosa a la sociedad, pero también se provocaría el derrumbe de una riqueza veinte veces mayor a la confiscada y todo el crédito firme de la comunidad.
Sería algo imposible. De modo que el mejor tipo de reformador socialista se ve forzado a recurrir a un expediente de comprar la parte del actual propietario (to buy out).
La tentativa de comprar la parte de los propietarios sin confiscación se funda en un error económico. Es decir, no confisca, adquiere (o trata de adquirir) algunas partes e los medios de producción.
Pero esto no constituye todo su móvil, por definición, busca curar los males inmediatos de la sociedad capitalista, para remediar la miseria que produce en la multitud y la inseguridad que impone a todos, quiere sustituir la sociedad capitalista por una en que todos dispongan de sustento, ropa y techo, y en que los hombres no tengan que vivir más en un riesgo continuo de perderlo todo.
Hay un medio de conseguirlo sin confiscación. El reformador de este tipo, cree, con razón, que la propiedad de los medios de producción por unos pocos causó los males que le indignan y su piedad.
Pero tales males se produjeron en virtud de una combinación de esa propiedad limitada a unos pocos con la libertad universal. Es la combinación de ambos factores la verdadera definición del Estdo Capitalista y el origen de sus males.
Ciertamente no es fácil desposeer a los poseedores, pero no lo es tanto, en absoluto, modificar el factor de la libertad.
Se puede decir al capitalista: “mi deseo es despojarle de su propiedad, pero mientras tanto estoy resuelto a que sus empleados tengan un nivel de vida tolerable”, pero el capitalista responderá: “me niego a ser despojado de mi propiedad, a menos que se produzca una catástrofe, eso es imposible. Pero si usted quiere determinar la relación entre mis empleados y yo, tendré que asumir responsabilidades especiales en virtud de mi posición. Sujete al proletariado, como proletario, y por ser proletario, a leyes especiales. Confiérame a mí, el capitalista, como capitalista, y por ser capitalista, especiales obligaciones recíprocas en virtud de las mismas leyes. Yo me ocuparé de que se cumplan y obligaré a mis empleados a cumplirlas asumiendo el nuevo papel que me impone el Estado. Más aún, me ocuparé de que, por obra de ese nuevo régimen, mis ganancias sean quizás mayores y ciertamente más seguras”.
Así el reformador socialista ve ya canalizado el curso de su exigencia. Por lo que se refiere a una de sus partes, la confiscación queda contenida y represada; en cuanto a la otra, la concesión garantizada de condiciones humanas de vida al proletariado, tiene la compuerta abierta.
La mitad del río está contenida por una fuerte represa, pero hay una compuerta, y puede levantarse. Y una vez levantada el caudal ser precipitará con toda la fuerza de su corriente por esa brecha, la corriente principal profundizará en su lecho y aprenderá a correr en regla.
En resumen, TODAS LAS REIVINDICACIONES SOCIALISTAS SON COMPATIBLES Y PUEDEN REALIZARSE CON EL ESTADO SERVIL .
Ya se han dado los primeros pasos en ese sentido y son de tal naturaleza que procede poner el pie en ellos para seguir avanzando en la misma dirección para que el Estado Capitalista, en su totalidad, pueda transformarse fácil y rápidamente en el Estado Servil satisfaciendo así en su transformación las reivindicaciones más inmediatas y exigencias más apremiosas del reformador socialista, cuyo objetivo final, ciertamente, puede ser la propiedad pública del capital y la tierra, pero cuyo móvil determinante es una compasión ardiente ante la miseria y zozobra en que viven las masas.
Consumada la transformación, ya no habrá motivo, ni reivindicación, ni necesidad que exijan la propiedad pública de los medios de producción. El reformador socialista la pedía para asegurar el sustento de los proletarios y eliminar la inseguridad y ya ha conseguido lo que pedía.
Consigue satisfacer ambas reivindicaciones mediante un procedimiento distinto y más fácil, conforme a la fase capitalista que lo precede inmediatamente y del cual procede: no hay necesidad de proseguir.
Así el socialista cuyo móvil es el bien de la humanidad y no la mera organización, se ve apartado aunque no quiera de su ideal colectivista y conducido a una sociedad en que los poseedores conservan sus propiedades, los desposeídos siguen desposeídos, la mayoría seguirá trabajando en beneficio de unos pocos, y esa minoría seguirá usufructuando los excedentes producidos. Una sociedad en que los males específicos de la inseguridad y penuira capitalista, frutos de la libertad, habrán desaparecido con ésta.
Al término del proceso habrá dos clases de hombres: los poseedores, económicamente libres, y los desposeídos carentes de toda libertad económica y gobernados por aquéllos para el bien de su tranquilidad y garantía de sustento. Es decir, el Estado Servil.
El segundo, b) reformador socialista no se indigna ante la explotación del hombre por el hombre. Los cuadros, las estadísticas, todo lo que constituye una armazón exacta de la vida le satisface su apetito moral, su ocupación más genuina es el “manejo” de los hombres como se hace con las máquinas.
Es a estos a quienes atrae, especialmente, el ideal colectivista.
Es el orden llevado al extremo, el colorido de toda comunidad vital le ofende con su complejidad, sólo halla satisfación con una amplia burocracia donde la totalidad de la vida esté fichada y encuadrada en algunos planes sencillos, derivados de la labor de empleados públicos dirigidos por poderosos jefes.
Estos socialistas, como los otros, prefieren empezar estatalizando la propiedad y la tierra, para montar sobre esta base formal que concuerda con su temperamento. Aunque prefiere empezar con un plan colectivista ya hecho, en la práctica se encuentra con que no puede proceder así. Tendría que recurrir a la confiscación, tal como la mayoría de socialistas sinceros, y eso le resulta muy difícil al motivarle simplemente una mecánica de regulación.
No puede confiscar ni empezar a confiscar, lo más que hará será comprar la parte del capitalista. Pero el sistema de comprar la parte del capitalista es un sistema de aplicación general imposible.
Pero las cosas que le preocupan más que la socialización de los medios de producción (tabulación, estadísticas, administración detallada de hombres, etc.) puede conseguirlas de forma inmediata sin perturbar el orden social instituido.
Como los otros socialistas puede obtener lo que quiere sin necesidad de desposeer a los capitalistas, le basta con procurar el registro general del proletariado, asegurarse de que ni proletarios ni patrones puedan provocar inseguridad y penuria, quedando así satisfecho.
Establecerá leyes que harán recaer sobre la clase poseedora la obligación de proveer en forma adecuada de alojamiento, alimentación y vestido a la masa proletaria, y se logrará todo lo que le interesa.
Ven el Estado Servil, al que se dirigen, como una alternativa tolerable de su Estado Colectivista ideal, alternativa que acepta enteramente y a la cual ve con buenos ojos.
Estos reformadores se sienten menos preocupados por plan alguno de socializacion del capital y la tierra que por los innumerables planes, algunos ya con fuerza de ley, que ya existen actualmente para regular “manejar” y alinear al proletariado, sin cercenar ni una pizca los privilegios de la reducida clase capitalista.
Este tipo de socialista no cae en el Estado Servil por error de cálculo, sino que lo prohijó y saludó en su nacimiento previendo que lo tendrá bajo su dominio en el porvenir.
Este movimiento socialista, que hace una generación proponía transformar nuestra sociedad capitalista en otra en que la comunidad sería la propietaria universal y todos los hombre económicamente libres en igual medida, pero bajo su tutela. Hoy ese ideal está quebrado, y las dos fuentes de las que extraía su fuerza aceptan, una de mala gana, la otra con júbilo, el advenimiento de una sociedad que no es socialista en absoluto sino servil.
REFORMADOR PRÁCTICO.
Es el reformador orgulloso de no ser socialista aunque promueva, con su acción, el Estado Servil.
Es un tipo necio que por su gran número incide decisivamente en la legislación.
Se dice: “pese a todo lo que podáis opinar vosotros, teóricos y doctrinarios, sobre mi proposición, aún cuando pueda lesionar a alguno de vuestros dogmas abstractos, sin embargo en el terreno práctico tenéis que admitir que nos beneficia. Si conocieráis de forma práctica la miseria de la familia X o Y, o hubiŕrais trabajado en Z veríais que un hombre práctico ...”
No es difícil advertir que “el hombre práctico” de la reforma social es el mismo “hombre práctico” de las demás parcelas de la actividad humana y padece la misma doble incapacidad que lo caracteriza donde quiera que se encuentre: la incapacidad de definir sus propios principios fundamentales y la de seguir las consecuencias de su acción. Ambas incapacidades proceden de una forma sencilla y deplorable de impotencia: su incapacidad de pensar.
Suplamos su debilidad y pensemos un poco por él. Como reformador social tiene, aunque lo desconozca, principios fundamentales y dogmas, lo mismo que los demás, y sus principios fundamentales y dogmas son los mismos que mantienen sus superiores intelectuales en reforma social.
Las dos cosas que le resultan intolerables en su calidad de ciudadano decente son la inseguridad y la penuria. Le horrorizan el paro, la miseria, especialmente la de casos concretos.
Si bien el socialista tiene clara la idea de lo que se propone, y aunque se ve desviado de su ideal y arrastrado al Estado Servil por la fuerza del moderno orden de cosas vigentes en la sociedad capitalista, ¿cuánto más fácilmente será arrastrado el hombre práctico a ese mismo Estado Servil?
La solución inmediata que ofrece dicho Estado Servil aún en sus comienzos es para estos cegatos y miopes la solución. No sabe, ni le interesa nada sobre sociedades históricas en que los hombres libres eran propietarios, ni de instituciones cooperativas e instintivas que una sociedad de esa clase engendra para proteger la propiedad.
En consecuencia, mientras los hombres capaces pueden admitir, con mayor o menor repugnancia, el Estado Servil, él, un hombre práctico, goza positivamente con todo nuevo detalle que descubre es la rección de esa forma de sociedad. Y la destrucción de la libertad, pulgada a pulgada (aunque él no lo ve como destrucción de la libertad) es la única panacea, de tal modo evidente, que se admira de los adoctrinarios que se oponen al proceso o lo miran con desconfianza.
A estos individuos se les confiere un poder singular, un hombre así disfruta de grandes ventajas dentro de las condiciones de intercambio moderno, se encuentra, como nunca en ninguna sociedad anterior, dueño de la riqueza y metido en la política, no sabe nada de historia y de sus lecciones, de los grandes sistemas filosóficos y religiosos, ni de la misma naturaleza humana.
El hombre práctico, en libertad de acción, no produciría el Estado Servil, en realidad no produciría nada que no fuera una barahúnda de restricciones anárquicas que conducirían a la larga a un tipo u otro de revuelta.
Pero no se le deja en libertad de obrar, es un simple aliado o una de las alas de grandes fuerzas, contra las que no hace nada, son los hombres singulares, capaces y dispuestos, los que los usan con gratitud y desprecio.
El consuelo es que el advenimiento del Estado Servil, con su poderosa organización y la necesidad de pensamiento lúcido que se impondrá a los gobernantes, no tendrá más remedio que eliminarlo.
En resumen, los reformadores, tanto los que piensan en ello como los que no, los que tienen conciencia del proceso como los que carecen de ella, están contribuyendo directamente a la instauración del Estado Servil.
PUEBLO QUE VA A SER REFORMADO.
¿Qué decir de los millones de individuos sobre los que están trabajando los reformadores, y que son los sujetos sobre los cuales se efectúa el gran experimento?
¿Son propensos como agentes pasivos, a aceptar o rechazar esa transformación de proletarios libres en siervos?
Es importante dilucidar la cuestión, pues el éxito de todo experimento que lleve al Estado Servil depende de que tal material sea apropiado o no para el trabajo al que se le somete.
La gran masa de hombres en el Estado Capitalista es proletaria, la definición del número efectivo de proletarios y su proporción respecto al número total de familias del Estado puede variar, pero han de ser siempre lo suficientemente numerosos para determinar el carácter general del Estado antes de que se pueda denominar a éste capitalista.
Pero el Estado Capitalista es una sociedad inestable. Ha demostrado ser efímero y por eso el proletariado de cualquier Estado Capitalista conserva, en menor o mayor grado, recuerdos de un régimen social en que sus antepasados eran propietarios y económicamente libres.
El vigor de ese recuerdo o tradición es el primer elemento que hay que considerar al examinar hasta qué punto un proletariado cualquiera está dispuesto a aceptar el Estado Servil que le condenaría, perpetuamente, a la pérdida de la propiedad y de todo hábito de libertad que aquélla engendra.
En un régimen de libertad, los individuos más hábiles o más afortunados de los proletarios pueden entrar en la capitalista. Esto fue bastante frecuente al principio del capitalismo, era un rasgo prominente de la sociedad e impresionaba la imaginación de la gente. Esto aún es posible.
El segundo factor del problema es la proporción de los mismos respecto a la suma total del proletariado, por la probabilidad que cada proletario tiene de evadirse de su condición.
El tercer factor, y mayor, es la apetencia por los desposeídos de esa seguridad y necesario sustento de que los despojó el capitalismo, con su régimen esencial de libertad.
Esos tres factores en el proletariado actual, que constituye la gran masa del Estado, representa en Inglaterra el 95% de la población.
Respecto al primer factor ha cambiado rápidamente el recuerdo de los que hoy viven, los tradicionales derechos de propiedad aún se mantienen con fuerza en la conciencia de los ingleses pobres, y todas las connotaciones morales del mismo les son familiares.
Están acostumbrados a considerar el robo como algo malo, y se aferran a cualquier migaja de propiedad que les caiga, eventualmente, en las manos. Cualquiera puede explicar lo que signfican los términos propiedad, herencia, trueque, donación e incluso contrato. Todos pueden colocarse, mentalmente, en posición de propietarios.
Aunque la experiencia efectiva de propiedad y el efecto de tal experiencia en el carácter y la concepción del Estado son cosas diferentes.
Pero las leyes de educación del último siglo hizo que las últimas generaciones se desarrollaran como generaciones, irremediablemente, proletarias y el instinto, el uso, la significación de la propiedad se han perdido actualmente para ella, lo que ha causado dos efectos muy poderosos en el proletariado y cada uno de ellos crea en los modernos asalariados la propensión a ignorar las viejas barreras que separan un régimen de servidumbre de uno de libertad.
El primero es que ya no buscan la propiedad, ni tan siquiera la consideran asequible.
El segundo que miran a los dueños de la propiedad como una clase aparte, a la que deben obedecer en última instancia, frecuentemente envidiar y en ocasiones odiar. Y el derecho moral a ocupar una posición tan singular sería negado vigorosamente por muchos de ellos. Aceptan su posición como un hecho social notorio y permanente, cuyos orígenes han olvidado y cuyo fundamento tienen por inmemorial.
En resumen, la actitud actual del proletariado en Inglaterra, es decir, la inmensa mayoría de familias inglesas tienen una actitud, respecto de la propiedad y aquella libertad que concedía, que ha dejado de ser una actitud de experiencia o expectación. Se consideran a sí mismos como asalariados y el aumento del estipendio semanal de los asalariados es un objetivo que aprecian y persiguen intensamente, en cambio, el de la liberación de su condición de asalariados les parecería enteramente al margen de la realidad y practicidad de la vida.
¿Qué diremos del factor segundo, de la probabilidad aleatoria que el sistema capitalista, con su régimen necesario de libertad, de capacidad legal para negociar sin limitaciones, etc. otorga al proletario de evadirse de su medio?
Pues que si bien no ha desaparecido, en cambio ha perdido mucha de su fuerza en las últimas décadas. Los hombres dicen, refiriéndose a ella, a favor o en contra del sistema capitalista, que esa posibilidad de cambiar de clase ciega al proletariado eliminando toda conciencia común de clase. Aún hay ejemplos de proletarios, que ellos conocieron, que se encumbraron (generalmente mediante diversas formas de la infamia) a posición capitalista.
La conciencia de cambio de los obreros actuales es sumamente remota, millones de hombres, especialmente en minas y transporte, han renunciado completamente a tal esperanza. Por insignificante o exagerada que sea la probabilidad la opinión general de los obreros es que se ha vuelto insignificante.
El proletario actual se considera definitivamente proletario, y destinado a no ser otra cosa.
Estos dos factores, recuerdo de un régimen anterior de libertad económica y los efectos de una esperanza que pudiera concebirse por el proletariado para cambiar de clase, los dos factores que podrían actuar como frenos más eficaces de la aceptación del Estado Servil se han desvalorizado en tal medida que no ofrecen más que una ínfima resistencia al tercer factor en juego y que tanto favorece el advenimiento del Estado Servil, la necesidad de seguridad y medios de subsistencia.
Hogaño el único que requiere una consideración seria es el tercer factor, nos preguntamos hasta qué punto pueden estar dispuestos a admitir el cambio el material sobre el que actúa la reforma social: la masa del pueblo.
La cuestión puede plantearse de varias formas, una sería si a los millones de familias que hoy viven de un salario se les propusiera un contrato vitalicio de tabajo que les garantizase la perpetuidad del empleo, con el salario íntegro que cada uno considere que gana normalmente ¿Cuántos lo rechazarían?
Tal contrato implicaría una pérdida de libertad, en realidad no sería un contrato sino la negación del mismo abrazando un estatus. El hombre al que comprometiera se hallaría sujeto a una obligación de trabajar, quiéralo o no, de acuerdo con su máxima capacidad. Significaría la renuncia permanente de su derecho a los excedentes generados por su trabajo.
Si nos preguntamos cuántos hombres, cuántas familias preferirían la libertad con la inseguridad que conlleva y su posible penuria, la respuesta es que habría pocos rechazos a tal contrato. Y esta es la clave de todo el asunto.
Desde otro ángulo ¿Qué es lo que temen los hombres en un Estado Capitalista?: el despido, al preguntarse por qué se resisten infamias, multas y deducciones contra las que lo protegen, teóricamente, las leyes, por qué no pueden hacer valer su opinión en tal o cual asunto, etc.
La respuesta es siempre la misma, el temor a perder el trabajo.
Por segunda vez en la historia de Europa la ley privada se impone a la pública y las sanciones de que pueden echar mano el capitalista para imponer su norma particular, por obra de su voluntad particular, son más fuertes que las que pueden infringir los tribunales públicos.
Desde otro ángulo, si se sanciona una ley que eleva la remuneración total de un obrero, o le ofrece garantías contra la inseguridad. La aplicación de dicha ley requiere, una investigación de las condiciones de vida de cada uno de los trabajadores a cargo de funcionarios públicos, y por otra, la administración de sus beneficios por el capitalista particular (o grupo de ellos) a los que enriquece el obrero con su trabajo.
Las condiciones serviles que acompañan a ese beneficio material ¿impiden hoy a un proletario preferirlo a la libertad?, es notorio que no.
Independientemente del ángulo desde el que se observe, la conclusión es la misma, la gran masa de asalariados en la que se asienta la sociedad actual miran como un bien todo lo que aumente sus ingresos presentes y le pongan a cubierto de la inseguridad. Entienden y acogen bien estas medidas, y están dispuestos a pagar por el mismo el precio correspondiente de regulación que llevarán sus patrones.
Si sustituyéramos el término empleado por el de “siervo” y el de empleador por “amo” la simple grosería de los términos podría originar una revuelta.
Si se impusieran de golpe e íntegramente en la Inglaterra moderna las condiciones anexas a un Estado Servil también se originaría una revuelta.
Pero no hay revuelta alguna cuando tienen que echarse los cimientos del régimen y dar los primeros pasos en gran escala, al contrario, los pobres asienten y hasta, en su mayor parte, se muestran agradecidos.
Tras el período de terror por el que pasaron (por una libertad no acompañada por la propiedad), divisan, a expensas de la pérdida de una libertad meramente legal, la perspectiva nada ficticia de tener lo suficiente y no perderlo.
Todas las fuerzas contribuyen en esta fase final de la perversa sociedad capitalista a favorecer el advenimiento del Estado Servil.
El reformador generoso es encauzado hacia él, también el desprovisto de generosidad, la grey de hombres “prácticos” halla en cada etapa de su instauración las medidas “prácticas” que esperaba y reclamaba; y la masa proletaria que soporta en carne propia el experimento, ha perdido la tradición de la propiedad y de una libertad capaz de resistir los cambios, y se siente inclinada con gran fuerza a aceptarlo en virtud de los positivos beneficios que confiere.
Aunque muchos piensan que todo eso es cierto, objetan, no obstante, que en virtud de tales razones teóricas, nadie piensa que estemos cerca del Estado Servil. No tenemos que creer en su advenimiento mientras no se vean los primeros efectos de su acción.
Pues bien, ya se pueden percibir tales efectos, en la Inglaterra industrial de nuestros días, el Estado Servil ha dejado de ser una amenaza para cobrar existencia positiva. Se halla en curso de instauración y sus primeros rasgos básicos ya están trazados, y su piedra fundamental colocada.
6ª Parte : LA ESCLAVITUD YA ESTÁ VIGENTE Y SIGUE IMPONIÉNDOSE.
La aparición efectiva del Estado Servil es ya un hecho en algunas leyes y proyectos que son muy familiares a la sociedad industrial de nuestra moderna Inglaterra.
Estas leyes y proyectos de las mismas son datos patentes que abonan el argumento y muestran que está fundado, no en meras deducciones teóricas, sino en la observación de los hechos.
Hay dos formas de esta prueba evidentes:
Primera: las leyes y proyectos que someten al proletariado a un régimen servil.
Segunda: el hecho de que el capitalista, lejos de ser atacado por los experimentos “socialistas” modernos se ve confirmado en su poder.
Se examinan estas dos formas en su orden y empezamos preguntando en qué leyes o proyectos se manifestó primero entre nosotros el Estado Servil.
Una falsa concepción del tema podría inducir a fijar los orígenes del Estado Servil en las restricciones impuestas a determinadas formas de industria manufacturera y en las correspondientes obligaciones impuestas al capitalista en favor de sus obreros. Las leyes industriales, como las vigentes en este país, parecerían suministrar un punto de partida a esta visión errónea y superficial de las cosas.
No hay tal, la visión es errónea y superficial por dejar de lado los elementos fundamentales del hecho.
Lo que distingue al Estado Servil no es la interferencia de las leyes e la actividad de un ciudadano cualquiera, aunque sea en relación a las cuestiones industriales, pues tal interferencia puede indicar, (como no hacerlo), la presencia del Estado Servil.
Así no indica de ninguna forma la presencia de ese estatus cuando se prohíbe que una especie determinada de actividad humana sea emprendida por el ciudadano en cuanto ciudadano.
Así, si dice el legislador “se permite cortar rosas; pero en cuanto sepa que alguien se ha lastimado alguna vez con las espinas, lo meteré preso, a no ser que las corte con tijeras de 122 mms de largo por lo menos; y nombraré mil inspectores para que recorran el país observando si se cumple con la ley. Mi cuñado estará al frente de la inspección con 2.000 libras de sueldo al año”
Todos estamos habituados a este tipo de leyes, y también a los argumentos en contra y a favor que se presentan en cada caso particular. Podemos considerarlas gravosas, fútiles o beneficiosas, lo que sea; según los diversos temperamentos. Pero no entran en la categoría de leyes serviles porque no establecen distinción entre dos clases de ciudadanos, caracterizando a una y otra como legalmente distintas de acuerdo con un criterio de trabajo manual o de réditos.
Y esto se aplica incluso al tipo de reglamentaciones como las que obligan a una hilandería de algodón, por ejemplo, a disponer de no menos de tantos metros cúbicos por cada operario, y a establecer tales y cuales dispositivos de protección en las máquinas peligrosas. Estas leyes no se ocupan de la naturaleza, ni del monto, ni siquiera de la existencia de un contrato de trabajo.
Así, por ejemplo, la finalidad de una ley que obliga a rodear de una barandilla determinadas máquinas es sencillamente de protección de la vida, con abstracción de que el hombre protegido sea rico o pobre, capitalista o proletario.
Estas leyes pueden tener por consecuencia, en la realidad, que el capitalista sea responsable del proletariado, pero no responsable en cuanto capitalista, así como tampoco es protegido el proletario en cuanto proletario.
Lo establecido de esta forma sería meramente accidental, la finalidad y la forma de aplicación de la ley no toman en cuanta distinción alguna entre los ciudadanos.
Aunque en las leyes industriales pueden descubrirse, en cambio, algunos puntos, detalles y frases, que implican en el fondo la existencia de una clase capitalista y otra proletaria. Pero si consideramos tales leyes en su conjunto y el orden en que fueron sancionadas, sobre todo los móviles generales y los términos que determinan cada ley principal, a fin de decidir si tales casos de interferencia constituyen o no un punto de origen del Estado Servil.
La conclusión es negativa. Esa legislación puede ser en cualquier grado opresiva o necesaria, pero al no instaurar el estatus en lugar del contrato, no es servil.
Tampoco serán serviles esas leyes que en la práctica se aplican a los pobres y no a los ricos. La ley exige, en teoría, que todo ciudadano haga impartir a sus hijos la instrucción obligatoria. La mentalidad vigente en la plutocracia, naturalemente, exime del cumplimiento de esta ley a los que sobrepasan cierto nivel de riqueza. Pero la ley comprende a la generalidad de la nación, y todas las familias que vivan en Gran Bretaña están sujetas a sus estipulaciones.
Estos no son los orígenes. Un origen verdadero de la legislación servil (que atañe al estatus) lo encontramos más tarde.
El primer caso de legislación servil que se encuentra en el Registro de Leyes es el establecimiento de la responsabilidades personales en su forma actual.
No decimos que esta ley haya sido sancionada, como comienzan a serlo las leyes modernas, con el fin directo de establecer un nuevo estatus, aun cuando fue sancionada con cierta consciencia por parte del legislador de que ese nuevo estatus se encontraba ya en vigor como hecho social. Sus móviles fueron meramente humanos, y el alivio que produjo pareció estrictamente necesario entonces; pero constituye también un ejemplo aleccionador del modo en que una ligera omisión de la doctrina estricta y una leve tolerancia de lo anómalo hacen posible la producción de grandes cambios en el Estado.
En toda comunidad ha existido siempre, fundada en el sentido común, la doctrina legal de que si un ciudadano, en virtud de un contrato, se encontraba respecto a otro en posición tal que debía efectuar determinados trabajos para cumplirlo, y si tales trabajos irrogaba perjuicios a un tercero, el responsable no era el autor directo, sino el que indicó la realización del trabajo causante de los mismos.
La cuestión es sutil, pero también, fundamental. Por lo pronto, no implicaba distinción alguna de estatus entre empleador y empleado.
El ciudadano A ofrecía al B una bolsa de trigo si éste le araba un terreno que podía producir más, o no, de una bolsa de trigo. Naturalmente A confiaba en que produjera más, y esperaba el excedente, si no, no hubiera hecho el contrato con B. Pero, de cualquier manera, B firmó el convenio y, en su calidad de hombre libre, capaz de contratar, estaba obligado (desde que acepta) a cumplir su parte.
Mientras B trabaja cumpliendo su parte, el arado que maneja destruye un tubo que, según convenio, conduce agua a C a través del campo de A. Aquél sufre un perjuicio y para recupear el equivalente del mismo sólo puede actuar, conforme a la justicia y el sentido común contra A, pues B trabajaba bajo plan e instrucciones de A.
C es un tercero que nada tenía hacer con tal contrato y, posiblemente, no podía obtener justicia sino de acuerdo con las probabilidades de que lo indemnizara A, verdadero autor del daño involuntariamente causado, puesto que trazó el plan de trabajo de B.
Pero cuando el perjuicio recae sobre C, en absoluto, sino sobre B, que está haciendo un trabajo cuyos riesgos conoce y asume voluntariamente, la cuestión cambia totalmente.
A contrata con B que éste labrará un terreno por una bolsa de trigo. Tal operación implica determinados riesgos, que son conocidos. B, si es un hombre libre, asume tales riesgos con plena consciencia. Puede, por ejemplo, torcerse la muñeca al girar el arado, o recibir una coz del caballo. Si, en virtud de tal accidente, A es obligado a indemnizar a B, una diferencia de estatus queda de inmediato reconocida.
B se comprometió a efectuar un trabajo que, según todas las teorías del contrato libre, representaba con sus riesgos y su desgaste de energías, a los ojos de B, el equivalente de una bolsa de trigo; sin embargo, se sanciona una ley que dice que B puede obtener más que esa bolsa si se hace daño.
No hay un derecho correlativo de A contra B. Si el empleador sufre un perjuicio por tal accidente ocurrido a su empleado, no está autorizado a cercenar la bolsa de trigo, aunque ésta se consideró en el contrato como el equivalente de cierta cantidad de trabajo por realizar y el cual no se ha realizado.
A no tiene acción legal alguna contra B, a menos que éste sea culpable de negligencia o descuido. En otro términos, el mero hecho de que un hombre trabaje, y el otro no, es el principio básico en que se funda la ley, y ésta dice: “Ud. no es un hombre libre que celebra un contrato libre con todas sus consecuencias. Ud. es un obrero, y por consiguiente, un inferior: Ud. es un empleado; y tal estatus le confiere una posición especial que no sería reconocida en el otro contratante”.
Aún se extrema más el principio cuando se responsabiliza al empleador de un accidente que le ocurre a uno de sus empleados por causa de otro empleado.
A dará a B y D un saco de trigo a cada uno si le cavan un pozo. Las tres partes conocen los riesgos y los aceptan en el contrato. B deja escapar la cuerda por la que bajaba D.
Si los tres hombres tuvieran el mismo estatus, D tendría que actuar, evidentemente, contra B. Pero en la Inglaterra de hoy no tienen el mismo estatus pues B y D son empleados, y se hallan, por tanto, en una posición especial e inferiro ante la ley, si se los compara con el empleador A.
La acción de D, en virtud de este nuevo principio, no se dirigirá contra B, que lo hirió accidentalmente mediante un acto personal (por involuntario que fuera) del que tendría que responder si fuera un hombre libre. Sino contra A, que es totalmente inocente del percance.
En todo caso se muestra que A tiene obligaciones específicas, no porque sea un ciudadano, sino porque es algo más: un empleador; y B y D tienen derechos especiales contra A, no porque sean ciudadanos, sino porque son algo menos: empleados. Pueden reclamar protección de A, como los inferiores reclaman a un superior en un Estado que admite tales distinciones y el patronato.
El lector pensará enseguida que en nuestro régimen social vigente el empleado quedaría muy agradecido a tal legislación. Un obrero no puede ser indemnizado por otro, sencillamente porque el otro no tiene con qué responder de los perjuicios causados ¡Qué sea el rico el cargue con el fardo!
Estupendo, pero no se trata de eso. Tal argumentación equivale a decir que las leyes serviles son necesarias para resolver los problemas suscitados por el capitalismo; no por eso, empero, dejarán aquéllas de ser leyes serviles, las cuales no podrían existir en una sociedad en que la propiedad estuviera bien repartida y en que un ciudadano pudiera indemnizar normalmente los daños que hubiera causado él mismo.
Estas leyes se asientan sobre el concepto de estatus considerando dos casos paralelos, uno se refiere a los obreros, el otro a la clase de los profesionales. Si yo me comprometo con un editor, en virtud de un contrato, a escribir una historia completa del condado de Rutland, y en la ejecución de tal labor, mientras examino algunos objetos de interés histórico, caigo en un pozo, no tengo acción alguna posible contra el editor.
Pero si me pongo un mono de trabajo, y el mismo editor, cándidamente, me contrata durante un mes para que limpie sus estanques, y durante la faena me hiere un pez carnívoro, tendrá que abonar una cantidad a mi favor.
Este primer hilo, aunque de interés histórico como punto de partida, no es de importancia definida para el estudio de la implantación del Estado Servil, en comparación con la gran cantidad de proyectos posteriores, algunos de los cuales son ya leyes y otros que están a punto de serlo, y que reconocen de modo definido el Estado Servil:
- el restablecimiento del estatus en lugar del contrato, y
- la división universal de los ciudadanos en dos categorías: empleadores y empleados.
Estos fenómenos merecen una consideración muy distinta, pues representarán para la historia la introducción CONSCIENTE y DELIBERADA de las instituciones serviles en el viejo ESTADO CRISTIANO.
No son orígenes, pequeñas señales de un cambio futuro que el historiador descubrirá sino los CIMIENTOS ACEPTADOS DE UN NUEVO ORDEN, planeado deliberadamente por unos pocos y confusamente admitidos por la mayoría, como la base sobre la cual se levantará UNA SOCIEDAD NUEVA Y ESTABLE en reemplazo de la inestable y pasajera etapa CAPITALISTA.
Estos hechos se pueden dividir genéricamente en tres categorías:
Primera: disposiciones en virtud de las que se mitigará la inseguridad del proletario por obra de la patronal, o del proletariado mismo, que actuará bajo coacción.
Segunda: disposiciones en virtud de las que el empleador será obligado a abonar no menos de cierta cantidad mínima por todo trabajo que pueda comprar.
Tercera: disposiciones que obliguen a trabajar al hombre que no posea medios de producción, aunque no haya celebrado ningún contrato en tal sentido.
Los hechos de las dos últimas clases son complementarios. Los de la primera (disposiciones paliativas de la inseguridad del proletariado) ya hay ejemplos en la legislación vigente actualmente (Ley de Seguros que sigue las directivas de un Estado Servil en todos sus detalles):
a) su criterio fundamental es el empleo. En otros términos, estoy obligado a afiliarme a un plan que me proteja de los accidentes de enfermedad y desempleo, no porque sea ciudadano, sino sólo:
* si cambio trabajo por bienes,
* si recibo menos de una cantidad determinada de bienes por dicho trabajo,
* si soy un individuo común que trabaja con sus manos.
La ley excluye, cuidadosamente, de sus estipulaciones las formas de trabajo a que se dedican las clases educadas y, por tanto, poderosas, y además excluye de la obligación de trabajar a todos los que por el momento ganan lo suficiente para constituir una clase susceptible de ser considerada económicamente libre.
Si soy un escritor que, en caso de enfermar, dejaría en la mayor penuria a la familia que sostengo. Si el legislador tuviera en cuenta las costumbres de los ciudadanos, tendría que estar comprendido en la ley, puesto que existía un seguro obligatorio que pagaría con mis impuestos. Pero el legislador no toma en cuenta a la gente así, sino solamente a un nuevo ESTATUS cuya presencia reconoce en el Estado: los PROLETARIOS. Se representa al proletario, no muy exactamente, como hombre pobre, o si no pobre, de todos modos como una gente vulgar que trabaja con sus manos, y legisla de acuerdo a eso.
b) impone a la clase capitalista la obligación de fiscalizar al proletariado y cuidar que la ley se cumpla. Es un punto de gran importancia. El futuro historiador, sea cual sea su interés en los primeros signos de la profunda revolución pro la cual estamos pasando tan rápidamente, se detendrá en este punto, hito cardinal de nuestros tiempos.
El legislador que examina el Estado Capitalista propone, para remediar algunos de sus males, el establecimiento de dos categorías de ciudadanos en el Estado, empujo a los que están abajo a registrarse, pagar un impuesto, etc. y además fuerza a los que están arriba a que sirvan de agentes para hacer cumplir tal registro y recaudar tal impuesto.
Nadie que conozca la manera en que ocurrieron todos los grandes cambios del pasado (sustitución del derecho del proletariado romano a la tierra por la posesión, o la del siervo de la Alta Edad Media por el labriego medieval) puede equivocarse sobre el significado de ese punto decisivo en nuestra historia.
Que llegue a su pleno desarrollo o que una reacción lo destruya, es otro asunto. El mero hecho de que sea propuesto es de la máxima importancia en el estudio que hacemos.
De los puntos siguientes, la fijación de un salario mínimo y la obligación de trabajar (actos complementarios) ninguno se ha presentado, aún, en la legislación positiva, pero ambos están en proyecto, ambos elucidados, ambos tienen poderosos abogados y ambos se encuentran a punto de convertirse en leyes.
La fijación de un SALARIO MÍNIMO, con una suma establecida precisamente por ley (aún no se había incorporado a la legislación: septiembre 1912) pero ya se ha dado el primer paso en tal sentido con la sanción legal de algunos hipotéticos salarios mínimos a que llegarán.
La ley no dice “ningún capitalista pagará a un obrero menos de tantos chelines por tantas horas de trabajo” sino “habiendo llegado las comisiones locales a fijar cifras, todos obrero que trabaje en la jurisdicción de cada comisión puede exigir, fundado en la ley, la suma mínima establecida en tales comisiones”
El paso siguiente, natural y fácil, determinará una escala variable de remuneración del trabajo según los precios y el rendimiento del capital. Ambas partes obtendrán así lo que reclaman: el capital, una garantía de que no se producirán disturbios; el trabajo: seguridad y sustento.
Todo el asunto constituye en pequeña escala una lección práctica de este movimiento general, característico de nuestro tiempo, que lleva del contrato libre al estatus y del Estado Capitalista al Servil:
- el menosprecio de antiguos principios, tachados de abstractos y doctrinarios,
- la necesidad de que ambas partes queden, inmediatamente, satisfechas,
- la consecuencia imprevista pero evitable de que tales necesidades son satisfechas en tal forma.
Estos fenómenos visibles en el régimen iniciado y constituyen las fuerzas típicas que originan el Estado Servil.
Examinemos la naturaleza de tal régimen en su aspecto más considerable.
El proletario acepta una posición en que produce para el capitalista un total determinado de valores económicos, y de este total sólo retiene una parte, dejando al capitalista todo el excedente.
El capitalista, a su vez, ve garantizada contra todos los peligros de la envida social su permanente y segura expectativa de tales excedentes; mientras el proletariado ve garantizada su subsistencia diaria y la seguridad de que ésta no le faltará en el futuro; pero por el propio efecto de esa garantía se ve despojado de la facultad de negarse a trabajar y de aspirar a poder apropiarse de los medios de producción.
Estos planes dividen a los ciudadanos en dos clases: Capitalistas y Proletarios, imposibilitando a estos para combatir los privilegios de aquellos e introduciendo en la legislación positiva de la sociedad un reconocimiento de los hechos sociales que dividen ya a los ingleses en dos grupos: los económicamente libres y los menos libres económicamente. E imponen, con la autoridad del Estado, una nueva institución en la sociedad.
Se reconoce que ésta no consta ya de hombres libres que pactan libremente en materia de trabajo o en lo relativo a cualquier otro bien que se halla en posesión, sino de dos estatus que contrastan: poseedores y desposeídos.
A los primeros no se les debe permitir que dejen sin subsistencia a los segundos; pero a éstos no se les permite que obtengan el dominio de los medios de producción, privilegio de los primeros.
Cuando el Parlamento debatió este primer experimento de salario mínimo ¿Cuál fue el resultado del debate? ¿En qué insistieron más fervientemente los reformadores?
¡No en que los obreros tuvieran abierto un camino que los llevara a la posesión de los medios de producción, ni siquiera que tal posesión fuera estatal, sino en que el salario mínimo se fijara en determinado nivel satisfactorio! Y ese fue el punto central de la disputa.
El hecho de que ese punto sea el central del debate, es decir, meramente la seguridad y suficiencia del salario, y no la SOCIALIZACIÓN de los medios de producción ni el acceso del proletariado a los mismos, es significativo sobre las fuerzas, irresistibles, que se encaminan hacia el Estado Servil.
No hubo intento alguno del capitalista de imponer condiciones serviles, ni del proletariado de resistirlas. Ambos estaban de acuerdo sobre ese cambio fundamental. La discusión no giró en torno al nivel mínimo de subsistencia que debía asegurarse, punto que se hizo pasar por alto, pues se dio por supuesto, el establecimiento de algún mínimo en cualquier caso.
Juzgando los actos y palabras no hay nada parecido a un plan general de implantación de un salario mínimo a toda la comunidad. Un plan de esa índole equivaldría a la instauración del Estado Servil, pero el pricipio se extiende de forma fraccionada. Luego legisladores miopes, enfrascados más en resolver problemas inmediatos, aprobarán una tras otra medidas que irán generalizando el hecho. El principio se extenderá sector tras sector.
El Estado dice al siervo: “me he preocupado de que reciba tanto cuando no tenga empleo, ahora veo que en algunos casos aislados mis providencias, dan por resultado que reciba más cuando está desempleado que cuando trabaja. Además en muchos casos aunque reciba más cuando trabaja, la diferencia no es bastante como para tentar a un holgazán a que busque empleo, encontraré remedio a esto”
Y el pago de una cantidad establecida durante el desempleo conduce, inevitablemente, al estudio, la determinación, y la imposición de un salario mínimo.
El hecho de que el Estado tenga estadísticas de salarios en amplios sectores (todos) industriales, no con finalidad meramente estadística, sino práctica, y que el Estado haya empezado a amalgamar la acción de la ley positiva y la coacción con el sistema anterior del libre contrato, significa que hoy su influencia gravita totalmente en favor de la regulación.
¿Cómo el principio del salario mínimo forma parte de la progresión hacia el Estado Servil?
Porque el salario mínimo implica, en reciprocidad, el principio del trabajo obligatorio aunque la relación entre ambos puede no ser clara a primera vista por lo que debemos más que darla por sentada razonarlo.
Hay dos vías en que la política global de imponer por ley el derecho del proletariado a la seguridad y el necesario sustento pueden deparar una política correspondiente de trabajo obligatorio.
Primera: la presión de los tribunales sobre una de las partes involucradas en el pago y cobro del salario mínimo.
Segunda: la necesidad de la sociedad, una vez se ha aceptado el principio del salario mínimo, anexo al principio de seguridad y necesario sustento, de fiscalizar a los que el salario mínimo excluye delárea de ocupación normal.
En cuanto a la PRIMERA un grupo proletario ha celebrado un convenio con un grupo capitalista para producir para éstos diez unidades de valor en un año; está conforme en recibir en pago seis unidades de valor quedando cuatro para los capitalistas como excedentes.
Se ratifica el convenio, los tribunales tienen facultades para exigir el cumplimiento.
Si los capitalistas, mediante alguna artimaña (multas, quiebra de su palabra, etc.) pagan menos de seis unidades en salarios, los tribunales tienen que disponer de algún poder para controlarlos. Ha de haber alguna sanción anexa a la prescripción legal, una facultad de castigar (para obligar).
Recíprocamente si los servidores quebrantan el convenio y dejan de trabajar exigiendo siete unidades (en vez de las seis pactadas) los tribunales han de disponer de algún poder para dominarlos y castigarlos.
Si el convenio fuera por un plazo efímero o, rigiera solamente durante un tiempo razonable, sería exagerado decir que cada caso particular de coacción ejercida contra los obreros es un caso de trabajo obligatorio. Pero si el sistema se prolonga por años, que la industria lo acepte como algo normal y sea admitido como hábito en la concepción habitual de regular su vida, el asunto se transformaría, inmediatamente, en un sistema de TRABAJO OBLIGATORIO y ocurriría en las actividades en que el salario fluctúa poco
Basta recordar cómo en nuestra sociedad industrial actual los hombres pueden dominarse con simples y leves amenazas pues la masa proletaria se ha acostumbrado a vivir semana tras semana bajo el peligro del despido por lo que se ha vuelto sumisa y dispuesta ante la amenaza de la menor reducción de salarios que apenas permiten subsistir.
Y tampoco el que los tribunales impongan el cumplimiento de tales contratos (o cuasi contratos) constituye el único móvil.
El obrero ha sido obligado, por ley, a deducir determinadas sumas de su salario en concepto de seguro contra el desempleo, pero ya ha dejado de ser el que decide sobre el modo como se usarán las mismas. No está en su poder, ni siquiera en el de alguna sociedad que pueda él fiscalizar realmente. Las sumas así descontadas están en poder de un funcionario del gobierno (“aquí hay un trabajo para Ud. a 25 chelines semanales, sin lo acepta, perderá indefectiblemente todo derecho al dinero que obligatoriamente se le dedujo. Si lo acepta, esa suma seguirá a su disposición, y cuando su paro no se deba, a mi parecer, a su negativa a trabajar, le permitiré recibir una parte de ese dinero, de otro modo no”)
Y con estos mecanismos de coacción marcha todo ese cúmulo de registros y fichas personales del empleo y las bolsas de trabajo. El funcionario tendrá la facultad de hacer cumplir los contratos particulares, o de obligar a los individuos a trabajar bajo pena de multa, sino que también dispondrá de una serie de dossieres con los que sabrá los antecedentes de cada obrero. Nadie podrá escapar, todos estarán planificados y regulados.
También hay el azote del recurso del “arbitraje obligatorio”, constituye una admisión franca a la servidumbre total y definitiva.
Así comprobamos que el trabajo obligatorio es una consecuencia directa y necesaria de haberse establecido un salario mínimo y haberse catalogado el trabajo según una escala.
En cuanto a la SEGUNDA es igual de clara. En la producción de trigo el hombre sano y diestro que puede producir diez medidas, está obligado a trabajar por seis. El capitalista está obligado a contentarse con cuatro.
La ley lo castigará si paga menos.
¿Qué pasa con el obrero que no tiene fuerza o destreza bastante para producir seis medidas? ¿se verá forzado el capitalista a pagarle más de lo que realmente produce?
No. La estructura íntegra de la producción, erigida en la etapa capitalista permanece intacta entre las nuevas leyes y costumbres. La ganancia sigue siendo una necesidad. Si se la destruye o si la ley impusiera una pérdida, estaría en contradicción con el espíritu que inspiró estas reformas que se emprendieron para implantar la estabilidad y “conciliar” los intereses del capitalismo y proletariado.
Sería imposible obligar al capital a soportar pérdidas por un obrero que no merece ni el salario mínimo sin producir una ruina general. ¿Cómo se eliminará esa inseguridad e inestabilidad?
Sostener al obrero gratuitamente, porque no puede ganar el salario mínimo, cuando el resto de la sociedad trabaja por un salario garantizado, significa premiar la incapacidad y la pereza. Hay que habilitar al obrero para trabajar. Hay que enseñársele (si es posible) a producir el nivel mínimo de subsistencia, mantenido en el trabajo aunque no produzca el mínimo para que su presencia, como trabajador libre, no ponga en peligro el plan integral del salario mínimo ni introduzca inestabilidad. De aquí que esté sujeto, necesariamente, al TRABAJO FORZADO. Esta forma de coacción aún no está establecida legalmente, pero es una consecuencia inevitable.
Se fundará la “Colonia de Trabajo” (eufemismo, necesario en toda transición, de prisión forzada de trabajo) se fundará para absorber este sobrante, y como otra forma de compulsión.
La verdad complementaria de que lo que debería ser la esencia misma de la reforma colectivista, o sea, la transferencia de los medios de producción de manos de los propietarios particulares a los funcionarios públicos, no se tiene en la mira en ninguna parte. Al contrario, todos los experimentos “socialistas” en materia de municipalización y nacionalización no hacen más que acrecentar la subrodinación de la comunidad a la clase capitalista.
Para probarlo basta observar que cada uno de esos experimentos se lleva a cabo mediante un empréstito. Ahora bien, ¿qué significan en la realidad económica estos empréstitos municipales y nacionales emitidos para adquirir algunos pequeños sectores de los medios de producción?
Determinados capitalistas poseen cierto número de medios de producción (rieles, vagones, etc.) Hacen trabajar con estos elementos a lagunos proletarios, y el resultado es una suma de valores económicos. Si los excedentes que obtienen los capitalistas, tras de aprovecharse de la subsistencia de los obreros, ascienden a 10.000 libras al año. Todos nosotros sabemos cómo se “municipaliza” un servicio de esa clase.
Se emite un empréstito que devenga un “interés” y a cuyo pago se hace frente mediante un “fondo de amortización”
Ahora bien ese empréstito no se ha efectuado en realida en dinero, si bien sus condiciones están expresadas en él, simplemente es un préstamo de los vagones, rieles, etc. de los capitalistas a la municipalidad. Y además los capitalistas exigen, antes de aceptar el trato, la garantía de que sus antiguas ganancias les serán pagadas, íntegramente, amén de otra suma anual, que al cabo de cierto tiempo representará el valor originario de la empresa cuando fue transferida. Esas sumas (fondos de amortización) y los antiguos excedentes cuyo pago continúa (interés).
En teoría pueden adquirirse así algunos pequeños sectores de los medios de producción, que estarán, entonces, socializados.
El fondo de amortización (pago a plazo de las instalaciones compradas a los capitalistas) podría cubrirse tomando los recursos del producto de los impuestos generales que paga la comunidad.
Los intereses pueden cubrirse con las ganancias reales mediante la administración de los tranvías.
Al cabo del período, la comunidad será dueña de los tranvías que dejarán de ser explotados por el capitalismo, por haberse comprado la parte del capitalismo con sus rentas comunes, y habrá llevado un pequeño acto de “socialización” pues el dinero pagado en la operación se habrá gastado y no guardado o invertido nuevamente por los capitalistas.
Pero hay tres circunstancias que se oponen, incluso a estas minúsculas expropiaciones:
· los materiales son vendidos siempre a mayor valor que el real.
· la compra incluya material improductivo.
· el préstamo siempre va más rápido que el reembolso.
Estos tres factores adversos, en la práctica, remachan el dominio capitalista sobre el Estado. Y eso considerando inversiones productivas, pues también se hacen estas operaciones con bibliotecas, monumentos, etc. Casi todas estas operaciones acaban fracasando por ser elementos a punto de entrar en obsolescencia.
El resultado, en toda Europa, de estos experimentos municipales y estatales, tuvieron como consecuencia un ENDEUDAMIENTO CRECIENTE al capital, a un ritmo equivalente al doble (sin llegar al triple) del coeficiente de reembolso.
El interés que el capital exige, con una absoluta indiferencia por la productividad o improductividad del préstamo asciende a más del 1,5 % en exceso sobre lo producido por los diversos experimentos, incluyendo los más afortunados y lucrativos (ferrocarriles estatales de varias naciones).
El capitalismo salió ganando con estas formas de seudosocialismo, como en cualquier otra operación. Y las mismas fuerzas que en la práctica impiden la confiscación proceden de forma que el intento de encubrir dicha confiscación mediante la expropiación fracase y se vuelva contra los que no tuvieron el valor de atacar de frente al privilegio.
Estos y otros muchos ejemplos muestran como el COLECTIVISMO, al intentar realizarse sólo consigue robustecer la posición capitalista y cómo las leyes han comenzado a imponer el estatus servil al proletariado.
El futuro de la sociedad industrial, en particular la británica, si se deja librado a su propia dirección, es un futuro en que el proletariado tendrá garantizada su subsistencia y la seguridad, pero a expensas de su anterior LIBERTAD POLÍTICA, y mediante la instauración de ese proletariado en un estatus servil, sino nominalmente sí de hecho.
Al mismo tiempo los poseedores tendrán garantizadas sus ganancias, el mecanismo productivos y la regularidad de su funcionamiento, recuperando la estabilidad que habían perdido en la etapa capitalista.
Las tensiones internas que amenazaban la sociedad capitalista irán relajándose y desaparecerán, y la comunidad se asentará en aquel principio servil que fue su fundamento antes de la llegada de la FE CRISTIANA, principio del cual esta FE LA EMANCIPÓ y al cual vuelve con la decadencia de ésta.
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