No es el mundo cristiano el que se derrumba


El liberalismo individualista y ecléctico, radical y doctrinario, fué indudablemente durante gran parte del siglo, y aún lo es para algunos espíritus rezagados, el supremo ideal que pugnaba por entronizarse en los pueblos, y que explicaba con sus contiendas la convulsión de la sociedad moderna, período angustiosísimo que terminaría de un modo feliz cuando las nuevas ideas hubiesen pasado de los espíritus a los hechos y gracias a ellas Cristo bajase del altar para ceder el puesto a la razón emancipada del yugo de su Cruz.



Mas sucedió al revés precisamente de lo que esperaban los modernos redentores de la Humanidad. El mundo por ellos combatido cayó al suelo en el orden político, manteniéndose firme en el social, a pesar de las violentas acometidas y de los sacudimientos con que trataron de remover sus cimientos seculares. En cambio, la nueva creación revolucionaria, dando muestras de la consistencia y solidez del principio racionalista que le sirvió de pedestal, no ha llegado a celebrar el primer centenario sin que ya aparezca cuarteada toda la fábrica, agrietados los muros y próxima a derrumbarse con estrépito, a pesar de haber empleado la mayor parte del tiempo, no en añadirle nuevas dependencias, sino en revocar la fachada y poner al edificio andamiaje, a fin de que pudiese prolongar su mísera existencia, retardando lo más posible el descrédito de los arquitectos. Todo fué en vano. El edificio político y económico ahí está arruinándose, como todos los edificios, por la techumbre, que es lo primero que se deteriora y destruye.


¡Cosa verdaderamente notable! La revolución política termina su evolución precisamente en el momento en que empieza a cundir por todas partes su descrédito. Diríase que Dios esperaba que los obreros de la nueva babel lanzasen el primer grito de júbilo al ver lo adelantado de su obra, para castigar su soberbia mostrándoles lo estéril y miserable de la empresa de que se enorgullecían.


Libertad de pensamiento y de palabra contra el deber de absoluta dependencia que liga al hombre con Dios; soberanía individual y colectiva contra la natural subordinación del súbdito a la autoridad legítima; libertad económica contra la relación de caridad y de justicia que liga a los fuertes y poderosos con los débiles y pobres; todas las libertades revolucionarias están ahí de cuerpo presente, demostrándonos con sus desastrosos efectos la aberración del principio que las alimenta.


La lucha de sectas, escuelas y partidos, desgarrando los espíritus y encendiendo la guerra en la inteligencias y en los corazones; la serie interminable de oligarquías que con nombres diversos hacen pasar su voluntad tiránica por la que se suponía que había de brotar de la masa social, y, por último, la muchedumbre obrera, que dice a sus libertadores que le devuelvan la antigua reglamentación, porque tanta libertad liberal la ahoga con la argolla de la miseria; todo esto constituye el gran proceso de la revolución se forma, dándose la muerte con la piqueta con que se había propuesto no dejar en su sitio una sola piedra del antiguo alcázar, cuya belleza y majestad ni siquiera quiso comprender.


No es, por lo tanto, el mundo cristiano el que se derrumba para que sobre sus escombros se alce el paganismo restaurado.


La idea católica, a pesar de todas las propagandas revolucionarias, sigue siendo la savia de que todavía reciben las naciones la vida que les resta. Si ha perdido su influjo en los Estados, aún conserva la divina virtualidad para volver a ejercerla en tiempo no lejano con la misma eficacia de otros siglos. Lo que cae y se desmorona es el edificio liberal, apenas levantado.


Un nuevo orden social y económico, que en todo lo que encierra de bueno es la reproducción del antiguo régimen cristiano, y que en todo lo que encierra lo malo, que es mucho, es la exageración del principio liberal, cuyos efectos trata de evitar, es lo que ahora se levanta. La revolución liberal política desaparece, y se va a comenzar la social. Su triunfo será más efímero que la primera, pero no lo será la enseñanza que la sociedad deducirá de la catástrofe, porque el día en que se plantee la última consecuencia social de la revolución será el primer día de la verdadera restauración cristiana de la sociedad.


En la nueva lucha, los liberalismos individualistas y eclécticos serán apartados por los combatientes con desprecio, para que ambos adversarios puedan dirimir sin estorbos enojosos la suprema cuestión. Y es preciso estar ciegos para no ver que los nuevos y únicos contendientes serán el verdadero socialismo católico de la Iglesia, que proclama la esclavitud voluntaria de la caridad y el sacrificio, y el socialismo ateo de la Revolución, que afirma la esclavitud por la fuerza y la tiranía del Dios Estado.


Juan Vázquez de Mella, "La batalla que se aproxima" (El Correo Español, 9 de mayo de 1891).

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