Fuente: Siempre, Número 18, Diciembre 1958-Enero 1959, página 5.
La nacionalidad de los Príncipes
Jaime de Carlos Gómez-Rodulfo
En un artículo anterior vimos cómo, casi todas las Casas reales europeas, actualmente reinantes o no, son extranjeras en su origen. Lo cual no quiere decir que estas Casas reales, en cada uno de los países a que se encuentran vinculadas, se consideren extranjeras, pues en virtud del derecho Sucesorio, que atiende preferentemente al llamamiento de sangre y a las características especiales de la institución monárquica, su nacionalización es instantánea y definitiva. Es decir, que entronizada en un país una dinastía extraña, ésta se nacionaliza desde el primer titular, originándose, en éste, una rama de esa Casa que ya no es extranjera, sino nacional.
Tal ocurrió, por ejemplo, con la Casa de Borbón que, pese a ser originariamente francesa, se entronizó en España con Felipe V, originándose en él la Casa de Borbón española que se dividió luego en varias líneas, encabezadas por cada uno de los hijos de Felipe V. Líneas pertenecientes todas ellas a la Casa Real de España, como originadas que fueron en Felipe V y, por consiguiente, tan españolas como la primogénita que reinaba en nuestra Patria. Por ser esto así, es por lo que Carlos III, que reinaba en Nápoles, como cabeza de la rama Borbón-Dos Sicilias, al morir sin sucesión su hermano Fernando VI, vino automáticamente a reinar en España, mientras otro hermano, Felipe, al que se habían adjudicado en Aquisgrán los Ducados de Parma, Plasencia y Guastalla, conservaba su condición de Infante de España –que luego le fue reconocida explícitamente también a sus descendientes–, mientras seguía reinando en Parma, Ducado que, como el Reino de Nápoles, estaba enfeudado en la Corona española.
Vemos pues, cómo, en el caso concreto de la francesa Casa de Borbón, al venir Felipe V a ocupar el trono de España, ésta se subdividió en dos: la Casa de Borbón francesa y la Casa de Borbón española, con la particularidad curiosa de que si, en un principio, la Jefatura de la Familia pertenecía a la Casa de Francia, al agotarse la rama primogénita y la legítima de ésta, con la muerte sin hijos del Conde de Chambord, Enrique V, pasó a ser sustentada por la Casa de Borbón española en la persona de su primogénito Carlos VII.
Y aclarado con este ejemplo lo referente a la nacionalización de las Casas Reales, nos interesa ahora deshacer los confusionismos que frecuentemente se producen entre el vulgo sobre la nacionalidad de los Príncipes. Confusionismos que tienen su origen en creer que los Príncipes adquieren su ciudadanía por los modos que el derecho político establece para los simples ciudadanos: es decir, por el mero lugar de nacimiento o por su condición de hijos de españoles. Y no es así, pues la ciudadanía de los Príncipes se determina, exclusivamente, por la Casa Real a que pertenecen. Y así serán franceses todos los Príncipes que pertenezcan a la Casa de Francia, austriacos los de la Casa de Austria, españoles los de la Casa de España, etc., sin tener en cuenta el lugar de su nacimiento.
Es decir, que el Derecho político que fija la nacionalidad de los Príncipes, como muy bien señala el erudito historiador y legitimista Don Melchor Ferrer, no es la ley positiva vigente sobre la materia en cada país, sino el pacto soberano y la ley de sangre. He aquí por qué nadie consideró extranjero, en España, al hijo de Felipe V, Carlos III, cuando vino a reinar a nuestra Patria desde el trono de Nápoles. Ni a Carlos IV, nacido en Palermo, mientras su padre reinaba en Nápoles, ni a Carlos VII, nacido en Laybach, ni a Don Jaime, que nació en Vevey, ni a Don Alfonso Carlos, que lo hizo en Londres, en ocasión de estar desterrados por la revolución y la usurpación sus respectivos y augustos progenitores. Vemos pues cómo todos los Príncipes de la Casa Real española, es decir, descendientes de Felipe V de Borbón, son españoles, cualquiera que haya sido el lugar de su nacimiento y cualquiera que, por diversas circunstancias, haya sido el sitio de su residencia habitual. Y decimos esto último para subrayar que, un Príncipe forzado a vivir en el destierro, no pierde la nacionalidad de la Casa a que pertenece por tener que residir habitualmente fuera de su solar patrio. Tal ha sido el caso de los Reyes carlistas y tal es, actualmente, el de todos los Príncipes de las distintas dinastías destronadas y desterradas hoy día en Europa. Y esto aunque, y precisamente por haber sido expulsados de sus patrias, tengan que usar pasaportes de otras nacionalidades e, incluso, servir en ejércitos extranjeros para cumplir sus compromisos y deberes militares. Caso este último, por ejemplo, de Carlos VII y de Don Jaime, sirviendo en el ejército ruso, de Don Javier de Borbón Parma, haciéndolo en el belga, o de Don Juan de Borbón y Battemberg, oficial de la Marina inglesa.
Y sentada esta norma, única para juzgar sobre la materia, de que la nacionalidad de un Príncipe se determina definitiva y exclusivamente por la Casa Real a que pertenece, en lo relativo a la Casa Real española tenemos que consignar una peculiaridad interesante y que conviene no olvidar nunca. Y es que siendo sus miembros, como es natural, en primer lugar y fundamentalmente Príncipes españoles, conservan el privilegio de mantener al mismo tiempo la nacionalidad de origen de la Casa de Borbón. Es decir, que un Borbón español, sin dejar de ser español y siéndolo fundamentalmente, posee al mismo tiempo la nacionalidad francesa, de modo que, según el derecho legitimista, en cualquier momento puede invocar y servirse de esta nacionalidad, sin perder ni amenguar en nada su verdadera y preferente nacionalidad española.
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