Fuente: Índice de Artes y Letras, Número 171, Marzo 1963, página 28.
IGUALDAD DE OPORTUNIDADES
Dos cartas abiertas
A don Rafael Gambra. MADRID.
Mi distinguido amigo:
No es la primera vez que tengo el honor de entablar conversación con usted. Recuerdo una noche, en el Colegio Mayor Nebrija, en que la amabilidad de Ángel González Álvarez me hizo conocerle personalmente, y me permitió dar vueltas en torno a temas muy queridos. He leído también libros y artículos suyos, que me interesan siempre. Ahora se trata también de su artículo aparecido en INDICE acerca del «paraíso de la igualdad de oportunidades». Éste es otro tema quemante y sustancial, que en gran parte me ocupa, además de preocuparme.
Y en este artículo me llama la atención el empleo de términos socio-políticos en sentido que no creo acertado. Y son expresiones importantes. Tan importantes que obligan al razonamiento a seguir caminos que estimo inviables. Por ello aprovecho esta mañana de domingo para continuar un diálogo que mi simpatía hacia usted quisiera prolongar…
La conclusión a que llega su artículo, conclusión valiente a fuerza de ser dura y antidemagógica, es que una sociedad lograda en fuerza de la aplicación del Principio de Igualdad de Oportunidades sería forzosamente una sociedad de resentidos y de fracasados, dado que no todos podrían llegar a las funciones brillantes que en principio se les brindarían indiferenciadamente, igual que a quienes efectivamente llegasen a ocuparlas.
Esta visión, seguramente parcial (puesto que las oportunidades no son buscadas para brillar, sino para cosas tan simples como el vivir y el funcionar a pleno rendimiento, con arreglo a las propias condiciones y al horizonte de actividades imaginable racionalmente desde cada sujeto), sólo es inteligible en una sociedad donde el simple vivir dependa de la eventualidad de conseguir, personalmente o en las personas de amigos incondicionales, esas posiciones brillantes. Mas, por el contrario, el Principio de Igualdad de Oportunidades contiene dentro de sí la posibilidad de tener una vida humana digna sin necesidad, para ello, de ocupar el poder político total.
Para aclararlo, veamos una definición de tal Principio que, establecida en duras jornadas de estudio del SEU, aún no ha terminado de dar sorpresas. Es la siguiente:
«La Igualdad de Oportunidades, entendida como política a realizar, consiste en la creación y sostenimiento de medios públicos de promover y actualizar las capacidades personales de los individuos, organizados en una solidaridad superior a la manifestada por los grupos sociales menores, para que todos los individuos puedan llegar a estar en condiciones de participar responsablemente en el funcionamiento equilibrado de una sociedad democrática».
En este concepto, que sin duda inspira más atractivos que repulsiones y, por lo menos, expresa suficientemente el Principio de Igualdad de Oportunidades de que hablamos en nuestro país quienes nos referimos a este asunto, no se encuentra el aspecto, claramente peyorativo en cuanto a su contenido y función, mentado por usted. Y ello resulta de manejarse desacertadamente en su artículo un concepto que importa aclarar…
La importancia de tal error, que me brindo a razonar como tal, es clarísima, dado que las breves líneas escritas abajo en cursiva contienen todo el meollo de su argumentación. Son las siguientes:
«Lo malo de esta idea (…) está en sus supuestos previos: que la sociedad haya de ser planeada o proyectada en su estructura y organización; que hayan, por tanto, de existir unos proyectistas y organizadores totalitarios del mecanismo social».
La frase entera está basada sobre la fuerza ingrata, nota dominante a través de su texto, del concepto «totalitarismo». A esto podríamos decir, no tanto por usted como por otros posibles lectores, que el problema de supervivencia de la libertad personal consiste precisamente en montar una planificación democrática y no totalitaria. Como referencias, véase la lección de Joaquín Ruiz-Giménez en el Seminario de Filosofía Jurídica organizado acerca del tema de «La socialización», por Luis Legaz. O espérese al desarrollo que la próxima Semana Social de Francia realizará en Caen, del 9 al 13 de julio, sobre «La regulación democrática de los poderes económicos», problema que ocupa tanto a los católicos sociales desde hace varias generaciones (han pasado ciento veinte años desde que brilló el pensamiento de Görres y de Ozanam).
Pero mi propósito es simplemente dejar constancia de una rectificación conceptual, o sea, hacerle notar el mal empleo, en este lugar, del término totalitario.
En una comunidad es posible entender su proceso desde una perspectiva de totalidad. Hay que considerar al conjunto de modo que aparezcan nítidamente señaladas sus partes, así como las funciones recíprocas de las mismas dentro del proceso comunitario. Es posible, por tanto, entender, tanto como controlar y dirigir algunos de sus aspectos funcionales –como es la actividad económica– precisamente porque son importantes.
Pero no toda versión teórica o práctica de la realidad comunitaria es totalitaria. Veamos esta simple distinción. En la realidad comunitaria hay partes y hay todo. La consideración totalitaria resulta cuando se capta a la totalidad como simple dependencia teórica o práctica de una parte, por importante y eximia que ésta sea, sin advertir a un tiempo las otras conexiones de subordinación que la parte considerada superior tiene eventualmente respecto a otras partes, y siempre respecto al todo.
El totalitarismo consiste en que una parte pretende resumir en sí todas las valoraciones, todas las perspectivas, todos los intereses y todas las oportunidades, sustituyéndose a la totalidad entera y postergando irremisiblemente a las demás partes a ser meras ejecutoras de su peculiar punto de vista teórico o práctico. El totalitarismo resulta de que una «parte» quiera actuar como si no hubiera más «todo» que ella, y pretende que sus perspectivas y sus intereses se impongan sin más sobre el resto de la comunidad. Racionalizado como «conciencia del proletariado», como «conductor certero sin error ni variación», como «espíritu de la raza», como «élite bien educada», como «verdadero defensor de los valores cristianos», etc., lo definitorio del totalitarismo es negar el derecho al juicio de los demás, así como asegurar fideísticamente su propia perspectiva, para poder vivir negándose a razones indefinidamente. Por ello, el totalitarismo lleva también consigo el llamado «síndrome de autoridad», que trata de imponer condiciones a fuerza de promover adhesiones irracionales, y de ofrecer objetivos inverificables, «super-trascendentes», a la buena fe de masas manipuladas mediante informaciones unilaterales y amañadas.
Por todo ello, y en nombre de nuestro común deseo de una sociedad digna de ser estimada, lúcidamente, por todos, le invito a reflexionar de nuevo sobre el problema de la Igualdad de Oportunidades. Y me ofrezco a estudiar sus observaciones, que no dudo serán leales para mi persona y fecundas para mi pensamiento.
Naturalmente, le concedo permiso de publicar estas líneas, si cree conveniente establecer su diálogo a través de INDICE.
Reciba la más amistosa consideración de
Ángel SÁNCHEZ DE LA TORRE
A don Ángel Sánchez de la Torre. MADRID.
Mi querido amigo:
Su carta está llena de comprensión y de simpatía, por lo que, a pesar de las discrepancias que acusa, sólo motivos de gratitud puede inspirarme. Quizás una de las más bellas conquistas de nuestra sociedad en los últimos tiempos sea la posibilidad de dialogar con sosiego y amistad, aunque sea desde posiciones doctrinales bien definidas.
Estoy conforme en que el meollo de mi argumentación está en el párrafo que usted destaca: el principio de Igualdad de Oportunidades sólo es aplicable en una sociedad en que se han extirpado, hasta casi desaparecer en su influencia vinculadora, las instituciones y corporaciones (familias, pueblos, clases, profesiones) y llegado a un estado de atomización individual casi completo. Es entonces cuando se abre el camino –y la necesidad– de los proyectistas y organizadores «totalitarios» del mecanismo social, y, con ellos, el pavoroso univers concentrationnaire de l´avenir, cuyas primicias paladea nuestra generación.
Usted, que no comparte mis conclusiones ni mis juicios de valor, cree encontrar el fallo de mi argumentación en un supuesto mal uso del término totalitario. Por mi parte, aunque no niegue la importancia que el retorcimiento de términos o los «sofismas de lenguaje» pueden tener como fuente de malentendidos y discusiones, nunca creí, como los lógicos escolásticos, que las más graves divergencias doctrinales procedan de un simple término mal empleado o de un razonamiento formalmente desajustado. Prueba fácil en este caso es que si del párrafo en cuestión quitamos el calificativo «totalitario» queda tal cual estaba, sin variación en su sentido y alcance.
«(…) [Lo malo de la idea] está –así quedaría– en sus supuestos previos: que la sociedad haya de ser planeada o proyectada en su estructura y organización; que hayan, por tanto, de existir unos proyectistas y organizadores del mecanismo social».
Es decir, que el calificativo totalitario no tenía en ella más que un valor de refuerzo o reduplicación, que mal puede constituir el origen de un error de amplias consecuencias.
No comparto, por otra parte, ni aun comprendo del todo, su noción de «totalitarismo». Me recuerda demasiado al famoso «¡No era esto! ¡No era esto!» de aquellos intelectuales que trajeron la República y hubieron luego de «rectificarla». ¿Por qué el totalitarismo ha de consistir en el predominio de una parte o de un ángulo de visión en la organización de la sociedad? ¿No será esto, más bien, lo que de hecho viene a ser todo totalitarismo? Los totalitarios que yo conocí –y que usted, al parecer, trata todavía muy de cerca– lo fueron a nombre de la Nación, o de la Raza, o del Pueblo, que son conceptos generales, y nunca hubieran admitido el ser considerados como partes o perspectivas de un grupo. ¿Por qué suponer que un nuevo estructuralismo técnico de la sociedad (totalitarismo en mi nomenclatura) haya de atinar con ese designio verdaderamente de totalidad y «funcional», o «democrático», como hoy gusta más decir? Pero de nominibus non est disputandum. Allá los totalitarios con su antiguo nombre programático, que se les ha convertido en insulto y precisan encajárselo a algún maniqueo más o menos teórico.
Para mí, querido Sánchez de la Torre, el Rubicón es mucho más profundo y decisivo que una trasposición terminológica. Reside en el designio planificador u organizativo de la sociedad toda entera. Intentaré buscarle una expresión más exacta: los partidarios de la Igualdad de Oportunidades (se llamen totalitarios o demócratas) conciben a la sociedad como una masa amorfa e inerte (sociedad de individuos), que ha de ser manipulada, organizada y puesta en rendimiento por procedimientos racionales y técnicos. Yo, al contrario, creo –con Aristóteles– que la sociedad es una exigencia de la naturaleza humana, y que posee en sí misma una estructura (proyección de aquella naturaleza) que se expresa en familias, corporaciones e instituciones, diferenciadas por sectores humanos de interés. Tal sociedad –que no es inerte ni pasiva ni numérica (que no es masa)– ha de ser gobernada o regida (no organizada); esto es, armonizada, defendida, suplida a veces… En tal sociedad no tiene sentido ni viabilidad práctica el principio de Igualdad de Oportunidades, que es, repito, planta de suelo liberal-democrático, aflorada en el mundo socialista. No es muy difícil apurar el razonamiento y descubrir en el fondo de una y otra concepción sendas profesiones de fe, como sucede en todas las grandes posiciones humanas: fe en la Razón y en la Técnica humana que la realiza, en un caso; fe en Dios como autor de la naturaleza humana (y de la sociabilidad dentro de ella), en otro.
Observe que la definición que usted me da del principio de Igualdad de Oportunidades no se aparta en una tilde de esta interpretación: Materia del plan: los individuos, sus capacidades; meta del mismo: una solidaridad superior, una superación tecnocrática de la sociedad de «grupos menores»; sujeto agente (sujeto implícito) de esa política «a realizar» (aquí está el hueso y también la mina): los organizadores, los terribles, minuciosos e implacables organizadores de nuestro tiempo, que no montan a caballo como Atila, pero que tampoco dejarán semilla de hierba a su paso.
No aspiro a haberle convencido, pero créame que mi voluntad ha sido buena. Mi gratitud, una vez más a su atención, y considéreme un leal amigo, sean cuales fueran las oportunidades de nuestras vidas.
Rafael GAMBRA
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