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Tema: Igualdad de oportunidades (Rafael Gambra)

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    Igualdad de oportunidades (Rafael Gambra)

    Fuente: Índice de Artes y Letras, Número 169, Enero 1963, página 6.



    El paraíso de la igualdad de oportunidades


    Por RAFAEL GAMBRA



    Desde hace unos años, y por generación más o menos espontánea, existe en España un ambicioso Plan de Igualdad de Oportunidades, con su correspondiente Fondo Nacional, del cual forma parte –parte todavía lejana y desmedrada– el régimen de becas de estudio que está en vigor. Tan extraño título parece sugerir que la oportunidad, esa difícil y etérea condición de algunas personas, va a ser sometida a reglamentación planificada. Parece, sin embargo, que tal reglamentación se encamina sólo a una igualdad de accesos y posibilidades en las profesiones y puestos del país.

    Ese ideal político de establecer la sociedad sobre una igualdad de oportunidades para cada ciudadano nació en Norteamérica, donde se considera un axioma indiscutible de justicia y de necesidad. Consiste en procurar que todos los individuos estén en condiciones de optar legal y aun prácticamente a todas las dedicaciones y puestos, sin que su vinculación a una clase o ambiente, o su posición económica, puedan limitarles este horizonte de posibilidades. Y que el hecho de aprovechar unas u otras de estas posibilidades dependa sólo de sus condiciones individuales de inteligencia y voluntad.

    Este ideal, engendrado en suelo liberal, ha llegado a madurez en la época socialista o estatista –la nuestra–, que es la de su posible realización. Se trata, a mi juicio, de una de esas ideas que revelan la perfecta continuidad espiritual entre la mentalidad individualista-liberal del pasado inmediato y el estatismo socialista del presente. Por lo mismo, es una idea típica de nuestra época, y no debe así extrañar su favorable acogida en todos los países desde Norteamérica hasta Rusia, y, naturalmente, en el nuestro, que desde hace más de un siglo está abierto a todos los vientos.

    Los que profesan este ideal político de la Igualdad de Oportunidades opinan muy rectamente, que, si bien Dios o la Naturaleza establecen diferencias de nacimiento es porque tienen un título inapelable para hacerlo: se trata de un hecho o de un designio que ha de aceptarse; pero el hombre no puede proyectar una sociedad de desigualdades porque carece de título alguno para establecerlas; antes al contrario, está obligado a colocar a todos los individuos en igualdad de condiciones dentro de lo humano y proyectable, supuesto que las otras, las de la naturaleza, sean ineludibles.

    Pienso que lo malo de la idea no está en este planteamiento, que es bastante justo, sino en sus supuestos previos: que la sociedad haya de ser planeada o proyectada en su estructura y organización; que hayan, por lo tanto, de existir unos proyectistas y organizadores totalitarios del mecanismo social. Si la sociedad se concibe, no como un conjunto de individuos vincular y jurídicamente iguales, sino como un conjunto de familias, de pueblos, de profesiones y corporaciones, etc., que viven en común y son meramente armonizados por el poder público, el ideal de Igualdad de Oportunidades no tiene sentido ni viabilidad práctica.

    En los distintos países del mundo hay, naturalmente, ciudades, campiñas, montañas, costas… En una sociedad no planeada racionalmente sino históricamente evolucionada, existen familias burguesas o ciudadanas, familias o pueblos de agricultores, de hortelanos, de pastores, de pescadores… Existen además familias nobles, que tienen una función dentro del cuerpo social, y existen clérigos, que tienen otra. Los individuos de una tal sociedad no nacen ni crecen en un puro estado de indiferenciación práctica hacia cualquier oportunidad, sino que están vinculados por lazos económicos, hereditarios y afectivos a un mundo y un quehacer que es el suyo, el de su familia o el de su pueblo y ambiente. Ciertamente que en esa sociedad no es (ni debe ser) imposible que un pastor se convierta en duque o que un duque se haga pastor, pero ese cambio de status social requiere un hecho fuera de lo común: no es fruto de una aspiración normal como es en el que estudia bachillerato llegar a poseer un título universitario. Normalmente, ni el duque desea ser pastor, ni el pastor duque, sino que poseen aspiraciones de pastor o de duque. Es decir, que cada hombre se mueve en un ambiente que considera propio, y vive un sector de posibilidades y aspiraciones que son las suyas, las concretas y viables, aquéllas para las que está mental y físicamente capacitado.

    Para que en una sociedad concreta e histórica pueda plantearse con visos de seriedad un Plan de Igualdad de Oportunidades es preciso que en ella hayan sucedido previamente dos cosas: que se hayan extirpado hasta casi desaparecer en su influencia vinculadora las instituciones o corporaciones (familias, pueblos, clases, profesiones) y llegado así a un estado de atomización individual casi completo. Y que, sobre la destrucción de aquella estructura familiar y corporativa –orgánica– de la sociedad, se haya erigido un poder absoluto e inmenso capaz de dotar y homogeneizar de una manera real las posibilidades u oportunidades de cada ciudadano-número. El primero de estos hechos fue la obra del individualismo liberal del pasado siglo; en el segundo puede reconocerse al Estado totalitario o socialista de nuestros días. Dados estos dos hechos, el Plan de Igualdad de Oportunidades es, no sólo posible, sino un imperativo de la lógica y de la justicia. Sólo que, paradójicamente, en esos hechos se halla implicada para el hombre la pérdida real de su libertad y aun de su personalidad.

    Gustave Thibon ha escrito que el infierno consiste en creerse en el paraíso equivocadamente. Pienso que la sociedad de la Igualdad de Oportunidades sería forzosamente una sociedad de resentidos y de fracasados, puesto que todas las funciones áridas y no brillantes –que son la inmensa mayoría– estarían desempañadas por quienes se vieron impotentes para hacerse con las primeras oportunidades, que, teóricamente al menos, se le brindaron como a todo ciudadano. Y, así como una vida austera o difícil –y aun la misma pobreza– pueden amarse, el puro fracaso es, por su misma esencia, inamable.

  2. #2
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    Re: Igualdad de oportunidades (Rafael Gambra)

    Fuente: Índice de Artes y Letras, Número 171, Marzo 1963, página 28.



    IGUALDAD DE OPORTUNIDADES


    Dos cartas abiertas





    A don Rafael Gambra. MADRID.



    Mi distinguido amigo:

    No es la primera vez que tengo el honor de entablar conversación con usted. Recuerdo una noche, en el Colegio Mayor Nebrija, en que la amabilidad de Ángel González Álvarez me hizo conocerle personalmente, y me permitió dar vueltas en torno a temas muy queridos. He leído también libros y artículos suyos, que me interesan siempre. Ahora se trata también de su artículo aparecido en INDICE acerca del «paraíso de la igualdad de oportunidades». Éste es otro tema quemante y sustancial, que en gran parte me ocupa, además de preocuparme.

    Y en este artículo me llama la atención el empleo de términos socio-políticos en sentido que no creo acertado. Y son expresiones importantes. Tan importantes que obligan al razonamiento a seguir caminos que estimo inviables. Por ello aprovecho esta mañana de domingo para continuar un diálogo que mi simpatía hacia usted quisiera prolongar…

    La conclusión a que llega su artículo, conclusión valiente a fuerza de ser dura y antidemagógica, es que una sociedad lograda en fuerza de la aplicación del Principio de Igualdad de Oportunidades sería forzosamente una sociedad de resentidos y de fracasados, dado que no todos podrían llegar a las funciones brillantes que en principio se les brindarían indiferenciadamente, igual que a quienes efectivamente llegasen a ocuparlas.

    Esta visión, seguramente parcial (puesto que las oportunidades no son buscadas para brillar, sino para cosas tan simples como el vivir y el funcionar a pleno rendimiento, con arreglo a las propias condiciones y al horizonte de actividades imaginable racionalmente desde cada sujeto), sólo es inteligible en una sociedad donde el simple vivir dependa de la eventualidad de conseguir, personalmente o en las personas de amigos incondicionales, esas posiciones brillantes. Mas, por el contrario, el Principio de Igualdad de Oportunidades contiene dentro de sí la posibilidad de tener una vida humana digna sin necesidad, para ello, de ocupar el poder político total.

    Para aclararlo, veamos una definición de tal Principio que, establecida en duras jornadas de estudio del SEU, aún no ha terminado de dar sorpresas. Es la siguiente:


    «La Igualdad de Oportunidades, entendida como política a realizar, consiste en la creación y sostenimiento de medios públicos de promover y actualizar las capacidades personales de los individuos, organizados en una solidaridad superior a la manifestada por los grupos sociales menores, para que todos los individuos puedan llegar a estar en condiciones de participar responsablemente en el funcionamiento equilibrado de una sociedad democrática».



    En este concepto, que sin duda inspira más atractivos que repulsiones y, por lo menos, expresa suficientemente el Principio de Igualdad de Oportunidades de que hablamos en nuestro país quienes nos referimos a este asunto, no se encuentra el aspecto, claramente peyorativo en cuanto a su contenido y función, mentado por usted. Y ello resulta de manejarse desacertadamente en su artículo un concepto que importa aclarar…

    La importancia de tal error, que me brindo a razonar como tal, es clarísima, dado que las breves líneas escritas abajo en cursiva contienen todo el meollo de su argumentación. Son las siguientes:


    «Lo malo de esta idea (…) está en sus supuestos previos: que la sociedad haya de ser planeada o proyectada en su estructura y organización; que hayan, por tanto, de existir unos proyectistas y organizadores totalitarios del mecanismo social».



    La frase entera está basada sobre la fuerza ingrata, nota dominante a través de su texto, del concepto «totalitarismo». A esto podríamos decir, no tanto por usted como por otros posibles lectores, que el problema de supervivencia de la libertad personal consiste precisamente en montar una planificación democrática y no totalitaria. Como referencias, véase la lección de Joaquín Ruiz-Giménez en el Seminario de Filosofía Jurídica organizado acerca del tema de «La socialización», por Luis Legaz. O espérese al desarrollo que la próxima Semana Social de Francia realizará en Caen, del 9 al 13 de julio, sobre «La regulación democrática de los poderes económicos», problema que ocupa tanto a los católicos sociales desde hace varias generaciones (han pasado ciento veinte años desde que brilló el pensamiento de Görres y de Ozanam).

    Pero mi propósito es simplemente dejar constancia de una rectificación conceptual, o sea, hacerle notar el mal empleo, en este lugar, del término totalitario.


    En una comunidad es posible entender su proceso desde una perspectiva de totalidad. Hay que considerar al conjunto de modo que aparezcan nítidamente señaladas sus partes, así como las funciones recíprocas de las mismas dentro del proceso comunitario. Es posible, por tanto, entender, tanto como controlar y dirigir algunos de sus aspectos funcionales –como es la actividad económica– precisamente porque son importantes.

    Pero no toda versión teórica o práctica de la realidad comunitaria es totalitaria. Veamos esta simple distinción. En la realidad comunitaria hay partes y hay todo. La consideración totalitaria resulta cuando se capta a la totalidad como simple dependencia teórica o práctica de una parte, por importante y eximia que ésta sea, sin advertir a un tiempo las otras conexiones de subordinación que la parte considerada superior tiene eventualmente respecto a otras partes, y siempre respecto al todo.

    El totalitarismo consiste en que una parte pretende resumir en sí todas las valoraciones, todas las perspectivas, todos los intereses y todas las oportunidades, sustituyéndose a la totalidad entera y postergando irremisiblemente a las demás partes a ser meras ejecutoras de su peculiar punto de vista teórico o práctico. El totalitarismo resulta de que una «parte» quiera actuar como si no hubiera más «todo» que ella, y pretende que sus perspectivas y sus intereses se impongan sin más sobre el resto de la comunidad. Racionalizado como «conciencia del proletariado», como «conductor certero sin error ni variación», como «espíritu de la raza», como «élite bien educada», como «verdadero defensor de los valores cristianos», etc., lo definitorio del totalitarismo es negar el derecho al juicio de los demás, así como asegurar fideísticamente su propia perspectiva, para poder vivir negándose a razones indefinidamente. Por ello, el totalitarismo lleva también consigo el llamado «síndrome de autoridad», que trata de imponer condiciones a fuerza de promover adhesiones irracionales, y de ofrecer objetivos inverificables, «super-trascendentes», a la buena fe de masas manipuladas mediante informaciones unilaterales y amañadas.


    Por todo ello, y en nombre de nuestro común deseo de una sociedad digna de ser estimada, lúcidamente, por todos, le invito a reflexionar de nuevo sobre el problema de la Igualdad de Oportunidades. Y me ofrezco a estudiar sus observaciones, que no dudo serán leales para mi persona y fecundas para mi pensamiento.

    Naturalmente, le concedo permiso de publicar estas líneas, si cree conveniente establecer su diálogo a través de INDICE.

    Reciba la más amistosa consideración de



    Ángel SÁNCHEZ DE LA TORRE










    A don Ángel Sánchez de la Torre. MADRID.



    Mi querido amigo:

    Su carta está llena de comprensión y de simpatía, por lo que, a pesar de las discrepancias que acusa, sólo motivos de gratitud puede inspirarme. Quizás una de las más bellas conquistas de nuestra sociedad en los últimos tiempos sea la posibilidad de dialogar con sosiego y amistad, aunque sea desde posiciones doctrinales bien definidas.

    Estoy conforme en que el meollo de mi argumentación está en el párrafo que usted destaca: el principio de Igualdad de Oportunidades sólo es aplicable en una sociedad en que se han extirpado, hasta casi desaparecer en su influencia vinculadora, las instituciones y corporaciones (familias, pueblos, clases, profesiones) y llegado a un estado de atomización individual casi completo. Es entonces cuando se abre el camino –y la necesidad– de los proyectistas y organizadores «totalitarios» del mecanismo social, y, con ellos, el pavoroso univers concentrationnaire de l´avenir, cuyas primicias paladea nuestra generación.

    Usted, que no comparte mis conclusiones ni mis juicios de valor, cree encontrar el fallo de mi argumentación en un supuesto mal uso del término totalitario. Por mi parte, aunque no niegue la importancia que el retorcimiento de términos o los «sofismas de lenguaje» pueden tener como fuente de malentendidos y discusiones, nunca creí, como los lógicos escolásticos, que las más graves divergencias doctrinales procedan de un simple término mal empleado o de un razonamiento formalmente desajustado. Prueba fácil en este caso es que si del párrafo en cuestión quitamos el calificativo «totalitario» queda tal cual estaba, sin variación en su sentido y alcance.


    «(…) [Lo malo de la idea] está –así quedaría– en sus supuestos previos: que la sociedad haya de ser planeada o proyectada en su estructura y organización; que hayan, por tanto, de existir unos proyectistas y organizadores del mecanismo social».



    Es decir, que el calificativo totalitario no tenía en ella más que un valor de refuerzo o reduplicación, que mal puede constituir el origen de un error de amplias consecuencias.

    No comparto, por otra parte, ni aun comprendo del todo, su noción de «totalitarismo». Me recuerda demasiado al famoso «¡No era esto! ¡No era esto!» de aquellos intelectuales que trajeron la República y hubieron luego de «rectificarla». ¿Por qué el totalitarismo ha de consistir en el predominio de una parte o de un ángulo de visión en la organización de la sociedad? ¿No será esto, más bien, lo que de hecho viene a ser todo totalitarismo? Los totalitarios que yo conocí –y que usted, al parecer, trata todavía muy de cerca– lo fueron a nombre de la Nación, o de la Raza, o del Pueblo, que son conceptos generales, y nunca hubieran admitido el ser considerados como partes o perspectivas de un grupo. ¿Por qué suponer que un nuevo estructuralismo técnico de la sociedad (totalitarismo en mi nomenclatura) haya de atinar con ese designio verdaderamente de totalidad y «funcional», o «democrático», como hoy gusta más decir? Pero de nominibus non est disputandum. Allá los totalitarios con su antiguo nombre programático, que se les ha convertido en insulto y precisan encajárselo a algún maniqueo más o menos teórico.


    Para mí, querido Sánchez de la Torre, el Rubicón es mucho más profundo y decisivo que una trasposición terminológica. Reside en el designio planificador u organizativo de la sociedad toda entera. Intentaré buscarle una expresión más exacta: los partidarios de la Igualdad de Oportunidades (se llamen totalitarios o demócratas) conciben a la sociedad como una masa amorfa e inerte (sociedad de individuos), que ha de ser manipulada, organizada y puesta en rendimiento por procedimientos racionales y técnicos. Yo, al contrario, creo –con Aristóteles– que la sociedad es una exigencia de la naturaleza humana, y que posee en sí misma una estructura (proyección de aquella naturaleza) que se expresa en familias, corporaciones e instituciones, diferenciadas por sectores humanos de interés. Tal sociedad –que no es inerte ni pasiva ni numérica (que no es masa)– ha de ser gobernada o regida (no organizada); esto es, armonizada, defendida, suplida a veces… En tal sociedad no tiene sentido ni viabilidad práctica el principio de Igualdad de Oportunidades, que es, repito, planta de suelo liberal-democrático, aflorada en el mundo socialista. No es muy difícil apurar el razonamiento y descubrir en el fondo de una y otra concepción sendas profesiones de fe, como sucede en todas las grandes posiciones humanas: fe en la Razón y en la Técnica humana que la realiza, en un caso; fe en Dios como autor de la naturaleza humana (y de la sociabilidad dentro de ella), en otro.

    Observe que la definición que usted me da del principio de Igualdad de Oportunidades no se aparta en una tilde de esta interpretación: Materia del plan: los individuos, sus capacidades; meta del mismo: una solidaridad superior, una superación tecnocrática de la sociedad de «grupos menores»; sujeto agente (sujeto implícito) de esa política «a realizar» (aquí está el hueso y también la mina): los organizadores, los terribles, minuciosos e implacables organizadores de nuestro tiempo, que no montan a caballo como Atila, pero que tampoco dejarán semilla de hierba a su paso.

    No aspiro a haberle convencido, pero créame que mi voluntad ha sido buena. Mi gratitud, una vez más a su atención, y considéreme un leal amigo, sean cuales fueran las oportunidades de nuestras vidas.




    Rafael GAMBRA
    Última edición por Martin Ant; 16/12/2017 a las 12:13

  3. #3
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    Re: Igualdad de oportunidades (Rafael Gambra)

    Fuente: Índice de Artes y Letras, Número 174, Junio 1963, página 23.



    IGUALDAD DE OPORTUNIDADES


    Dos nuevas cartas abiertas




    ZARAGOZA


    A RAFAEL GAMBRA


    Apreciado maestro:

    Quiero, y más aún en esta carta en que disiento de usted, empezar llamándole maestro. Para los jóvenes que hoy proseguimos conscientemente el hilo de la Tradición, no hay duda de que su nombre figura entre nuestros maestros más inmediatos. Maestros que no santones. El maestro tiene discípulos, el santón imitadores. Los discípulos no copiamos, reconocemos lo debido al Magisterio, pero nos esforzamos en la búsqueda propia de la verdad, aunque tengamos que apartarnos del que nos enseñó.

    Usted ha escrito sus mejores páginas describiendo la sociedad tradicionalista. Para ello, se ha inspirado, con frecuencia, en la estampa idílica de aquellos pueblecitos de su Roncal nativo bajo el antiguo régimen. El método es legítimo, no cabe duda, para examinar bajo un prisma concreto los rasgos esenciales de aquella sociedad. Pero nos tememos que, a fuerza de mirar hacia atrás, se haya quedado en la nostalgia. Que ni siquiera haya ahondado en lo que sería hoy la sociedad de no haber sido por el corte revolucionario…

    La actitud antitradicionalista no ha sido fruto de un día, sino que ha seguido una lenta evolución de siglos. Quizá su iniciación deba buscarse en la recepción del romanismo en la Baja Edad Media. Pero el corte brutal de la continuidad histórica se dio con la Revolución Francesa. No voy a descubrir nada nuevo para usted en la estafa que significó la revolución burguesa, acabando no sólo con el predominio de los nobles, sino con las libertades y propiedades de las clases trabajadoras.

    Pero la Revolución Francesa formuló unos principios. Unos lemas que hoy podemos pensar fueron el instrumento del chantaje. Pero lo indudable es que constituían una aspiración escondida en los corazones de las masas y tras los que se han hecho todas las revoluciones posteriores. La igualdad y la fraternidad solemnemente proclamadas en 1789 pertenecen a la entraña de la biología histórica y son hoy aspiraciones irrenunciables de toda actividad política.

    Y aquí surge la igualdad de oportunidades, como un correctivo a la sociedad burguesa que proclama la igualdad teórica y no la realiza en la práctica.


    Y basta de preámbulos: ¿Es admisible la igualdad de oportunidades en una sociedad tradicionalista? De entrada, dejaré dicho, que la postura de los jóvenes carlistas es francamente afirmativa, hasta el extremo de justificar ésta como la única sociedad que puede hoy realizar la igualdad de oportunidades sin ahogar la libertad.

    Creemos en la igualdad esencial de naturaleza entre los hombres. Nos damos cuenta de que la sociedad para subsistir necesita diferenciaciones. Pero estas diferencias, hoy no pueden consistir en la cuna ni en la riqueza, sino en el trabajo, en la función social realizada. Pero esto tiene –a nuestro juicio– dos correctivos. La jerarquización no debe ser estática, ni rígida, ha de ser, en palabras de J. L. Rubio, «móvil». Esto implica la igualdad de oportunidades. Y por otro, que las diferencias por esta jerarquización han de ser mínimas y reducidas a la función social. Una conquista de los tiempos modernos que nos parece excelente, y que debe ser acelerada y extendida a nuestra Patria, es esa posibilidad de que el trabajador a la salida de la fábrica pueda, con su familia, tener acceso a la misma ópera, cine, biblioteca, disfrutar de vehículo propio de la misma marca que su patrono o que cualquier profesional, pertenecer al mismo Club de recreo, etc.

    La igualdad de oportunidades tiene su más importante aplicación en el campo educativo. Creo recordar algún artículo suyo protestando de la educación igual para todos los estudiantes, sin consideración a sus futuras actividades. Respecto a esto, creo hay un mínimo de nivel cultural que debe ser impartido para todos y que hoy en nuestra Patria puede concretarse en enseñanza primaria y bachiller elemental, que debieran ser obligatorios. Y luego, los estudios especializados que requiera la profesión del interesado…, pero que ésta venga determinada por su propia vocación y no por la posición familiar. Esto sentado, conviene deshacer el sofisma que identifica la democratización de la enseñanza –el hacerla accesible según la capacidad, aunque se carezca de bienes económicos– con enseñanza estatal. Que el Estado, como tutelador del bien común, deba proporcionar medios y fijar condiciones, no equivale a negar la autonomía de los centros de enseñanza.


    Intentaré ahora deshacer el nudo de su objeción. Para usted, al formular la igualdad de oportunidades se está planeando sobre las orientaciones de la sociedad; y toda planificación encierra un totalitarismo, «que hayan de existir unos proyectistas y organizadores del mecanismo social». Toda planificación, ¿encierra un conato de vertebración desde arriba de la sociedad?, ¿no es posible planificar para la libertad?

    Creo que los técnicos de la planificación son, a veces, más respetuosos para la sociedad que los ingenuos liberales del siglo XIX. Ellos son los que han puesto de relieve las limitaciones del Estado nacional. Los que lo están superando, por arriba en integraciones más amplias, en un proceso federativo; y por abajo, la región –algo tan querido para nosotros– está hoy de nuevo sobre el tapete de la política.

    Sí, ya sé que esto no es aún regionalismo. Descentralizar no es todavía reconocer la personalidad de la región, como bien ha señalado usted en su «Monarquía social y representativa». En España, en que tanto hoy se habla de planes y planificación regional, aún no se ha llegado a la etapa de descentralización. La argolla del centralismo se ha reforzado con dos decretos recientes: el del 58, sobre facultades de los gobernadores civiles, y el último de Régimen Económico de las Corporaciones Locales.

    Pero… la planificación está aún en mantillas. Es un instrumento técnico susceptible de usos bien diversos. Mas hay que reconocer que también pertenece a la biología histórica. Es propio del hombre el prever. Y el marcado carácter económico de las planificaciones es lógico fruto de unas sociedades que anhelan un progreso rápido y que quieren evitar las crisis económicas que periódicamente están azotando el siglo XX.

    Hay planificaciones que son indicativas, en que se aconseja a la iniciativa privada las medidas a adoptar. En una sociedad tradicionalista las instituciones pueden sin ningún inconveniente planificar. No se trata de que los técnicos impongan su criterio, sino de que ofrezcan a las autoridades del municipio, región, etc., las diversas medidas o soluciones para que éstas elijan y decidan cuál se ha de aplicar. En el terreno de la planificación, el principio de subsidiariedad puede realizarse plenamente. Promulgado un plan regional, corresponderá al órgano gestor de la comarca o municipio dictar las medidas para aplicarlo dentro de su territorio.

    Esto exige llevar a los órganos de la planificación no sólo economistas, sino sociólogos. Hombres que sepan que la planificación es un medio y el hombre, un fin.

    Esto es lo que quería decirle, señor Gambra. Ésta es la raíz de nuestra postura. La tradición no es el ayer, tiene que ser el mañana. Y a nosotros –por jóvenes– nos corresponde el edificarlo. En este compromiso va nuestro esfuerzo.

    Amigo y discípulo –si no personalmente, que no he tenido ese gusto, por sus escritos–, le saluda,



    Pedro José ZABALA









    ALEMANIA


    A RAFAEL GAMBRA Y A SÁNCHEZ DE LA TORRE POR INTERMEDIO DE FERNÁNDEZ FIGUEROA



    Mi querido amigo:

    Como no tengo el gusto de conocer personalmente a sus colaboradores Rafael Gambra y Ángel Sánchez de la Torre, que tan resuelta y denodadamente se han lanzado a disputar sobre las páginas acogedoras de INDICE un tema actual y candente quiero, sin embargo, terciar en la contienda.

    Cualquiera que me conozca o haya leído mis escritos sabe que comparto, en general, la tesis de Sánchez de la Torre, que está, por lo demás, admirablemente expuesta. Así, por ejemplo, la descripción que él hace del «totalitarismo» es casi idéntica a la que yo empleé en un artículo aparecido en el mismo número de INDICE que el primer trabajo de Rafael Gambra para caracterizar a esos grupos sociales que pretenden patrocinar un sistema de gobierno sin partidos políticos, cuando lo que realmente desean es suprimir los partidos contrarios, pero no el propio. Sin embargo, creo que la argumentación de Sánchez de la Torre ha sido insuficiente y, sobre todo, ha elegido mal el punto de ataque, como lo demuestra la relativa facilidad con que su interlocutor ha salido del paso. Es verdad que Gambra utiliza la palabra «totalitario» en un sentido totalmente distinto al que es habitual. Para Gambra «totalitario» viene a ser sinónimo de «democrático», mientras que nosotros creemos que estos términos se excluyen mutuamente. Es naturalmente difícil hallar una base mutua de discusión cuando se retuercen los conceptos hasta ese extremo; por eso creemos que Sánchez de la Torre se ha dejado enredar hasta cierto punto en este equívoco. A este respecto es interesante constatar cómo Calvo Serer, un hombre ideológicamente próximo a Gambra, utiliza rectamente los términos «totalitarismo» y «democracia» en su reciente artículo titulado «Un poder ejecutivo fuerte» («ABC» del 10 de mayo de 1963), un artículo que revela la evolución del pensamiento de este autor, cuya inteligencia siempre hemos admirado.

    La falta de Sánchez de la Torre consiste, como hemos dicho, en haberse «enganchado» en la frase que el mismo Gambra había subrayado en su trabajo cuando realmente el «meollo» de éste se encontraba más bien en la frase siguiente y en el párrafo que venía a continuación. En efecto, Gambra dice ahí:


    «Si la sociedad se concibe no como un conjunto de individuos vincular y jurídicamente iguales, sino como un conjunto de familias, de pueblos, de profesiones y corporaciones, etc., que viven en común y son meramente armonizados por el poder público, el ideal de Igualdad de Oportunidades no tiene sentido ni viabilidad práctica».


    Y a continuación describe esa sociedad arcádica de «duques y pastores» que él concibe.

    Nosotros tenemos que reconocer que estamos totalmente de acuerdo con Gambra. En efecto, si la sociedad se concibe como él dice, entonces el principio de Igualdad de Oportunidades sobra. Lo que ocurre es que la sociedad no la concibe así nadie. La sociedad se compone, efectivamente, de individuos que son naturalmente iguales y que son, además, jurídicamente iguales según el Derecho Natural y cada vez más, gracias a Dios, según el Derecho positivo. Las diferentes cualidades con que esos individuos son dotados por la Providencia no afectan en modo alguno a su igualdad esencial. Como tales cualidades, son accidentales (esta distinción es también aristotélica). Esos individuos confluyen espontáneamente en la formación de las «entidades intermedias», las cuales a su vez se integran en el Estado y son reguladas y también –¿por qué no?– organizadas por el Estado. Ningún partidario de la Igualdad de Oportunidades considera a la sociedad como una «masa amorfa e inerte», como dice Gambra. Por el contrario, estimamos que la sociedad se articula de forma admirable en multitud de entidades, cada una de las cuales tiene su fin propio que cumplir, de tal modo que no sólo tales entidades «viven en común», unas al lado de otras, sino que se interrelacionan, se compenetran y se influyen mutuamente, formando un organismo, en el cual el Estado representa la forma superior de organización. Esa enemiga contra los «organizadores» es en realidad una enemiga contra el Estado, típica de la escuela de pensamiento a la que pertenece Gambra, que no es otra cosa que un anarquismo larvado y que conduce al absurdo de meter en el mismo bote al Estado democrático y al totalitario, dos entidades que no tienen absolutamente nada en común.

    La inconsistencia de la postura de Gambra se revela aún más en esta frase:


    «Ciertamente que en esa sociedad no es (ni deber ser) imposible que un pastor se convierta en duque o que un duque se haga pastor, pero ese cambio de status social requiere un hecho fuera de lo común: no es fruto de una aspiración normal como es en el que estudia bachillerato llegar a poseer un título universitario (¡!)».


    Bien, precisamente de esto es de lo que se trata con la igualdad de oportunidades: de que pueda cumplirse la aspiración normal de que todo estudiante de bachillerato pueda llegar a poseer un título universitario, si está para ello capacitado, y otras aspiraciones semejantes, igualmente normales. No sólo en la sociedad «ideal» que Gambra imagina, sino también en la sociedad real de nuestros días, es una cuestión totalmente fuera de lugar y carente de interés el que un duque pueda hacerse pastor o un pastor duque. En realidad duques y pastores apenas sí existen ya como no sea en las novelas rosas y en ciertas almibaradas operetas con paisaje tirolés. Hoy lo que hay son ingenieros, médicos, profesores, técnicos de electrónica, torneros y granjeros, que atienden al ganado a lomo de caballo o en jeep, y necesitan, como toda profesión, un cierto adiestramiento… Y todos sabemos que los duques no se «hacen» en el laboratorio o la biblioteca, sino en la alcoba nupcial.

    Por lo demás, es evidente que esa «sociedad» que Gambra nos propone como modelo, si alguna vez existió, no existe hoy, y Dios quiera librarnos de que alguna vez llegara a existir. Pues sería la sociedad del estancamiento, de la parálisis, de la inutilidad y del tedio irresistible. Una sociedad en la que los hijos de los carpinteros habrían de ser carpinteros, los de los albañiles, albañiles, y los de los ingenieros, ingenieros, sería una sociedad que se cerraría a sí misma el camino de todo desenvolvimiento y progreso. ¿De dónde habrían de salir los técnicos de las profesiones nuevas, cómo se llenarían las crecientes necesidades en técnicos y profesionales de todas clases que caracterizan a toda sociedad en movimiento? Detrás de esta grotesca pretensión se encierra palmariamente, y esto sí que lo ha visto Sánchez de la Torre y lo ha señalado certeramente, el desasosiego producido al ver que esta sociedad de nuestros días no reserva ya los puestos clave que conducen al ejercicio del poder político a los miembros de una clase determinada, cerrada e insolidaria, que se considera a sí misma como «predestinada para la función del mando».

    Por último, no es posible dejar pasar en silencio esa asombrosa afirmación, contenida en la respuesta de Gambra a Sánchez de la Torre, según la cual los que somos partidarios de la igualdad de oportunidades tenemos fe en la razón y en la técnica humana, pero no en Dios. Prescindiendo del atrevimiento que supone atribuirse el derecho a definir alegremente quién tiene fe en Dios y quién no, cabe preguntarse si hay algo que autorice a admitir que la fe en Dios y el respeto a los dictados de la razón humana sean incompatibles. Después de todo es esa misma razón humana, por algunos tan vituperada, la misma que nos suministra las pruebas de la existencia de Dios. En verdad que no merece la pena detenerse demasiado en discutir esta afirmación, que no ha de ser compartida por ninguna persona en su sano juicio.

    Permítame, querido Fernández Figueroa, que a su través exprese mi simpatía a los dos protagonistas de la singular contienda. A Ángel Sánchez de la Torre, porque comparto sus preocupaciones. Y a Rafael Gambra, porque lamento haberme visto obligado a criticarle duramente, lo cual no es nunca agradable. Sin embargo, espero que él comprenda que todos podemos alguna vez equivocarnos, y que a él en esta ocasión no le ha acompañado el acierto. Otra vez podré ser yo el equivocado, y entonces podrá tomarse cumplida revancha. Así es como avanza el mundo: Trial and error




    Modesto ESPINAR
    Última edición por Martin Ant; 16/12/2017 a las 12:49

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    Re: Igualdad de oportunidades (Rafael Gambra)

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    Fuente: Índice de Artes y Letras, Número 175-176, Julio-Agosto 1963, página 17.



    IGUALDAD DE OPORTUNIDADES


    Cartas finales



    A Don Pedro José ZABALA


    Mi querido amigo:

    He visto en INDICE su carta abierta, en la que tan radicalmente disiente de mi artículo «El paraíso de la Igualdad de Oportunidades», aparecido en esa misma Revista meses atrás. Debo agradecerle, ante todo, el dictado de maestro con que me honra, tanto más de agradecer cuanto que sus tesis demuestran que no existe tal magisterio ni en la influencia ideológica ni en la emocional.

    Quisiera de entrada hacerle dos observaciones, que usted entenderá perfectamente y que interpretaría mal si viera en ellas el menor aspecto personalmente inamistoso. La primera se refiere al carácter parcial que usted, benévolamente, supone en la discrepancia que su carta muestra, discrepancia que sería compatible con una comunidad esencial de pensamiento. Creo, por el contrario, que el desacuerdo es medular, como medular era la tesis de aquel artículo mío y que, desgraciadamente, nos coloca en dos concepciones de la vida humana, de la historia y de la sociedad, más que distintas, opuestas.

    La segunda se refiere a la afirmación de que su postura representa la de los jóvenes carlistas de hoy. El correr del tiempo me ha proporcionado la humildad de no identificar mi parecer con el de ningún grupo concreto o histórico de hombres, mucho menos con una mayoría o una totalidad. Es cierto que, al amparo de determinadas circunstancias, bulle hoy un grupo de jóvenes titulados tradicionalistas, que hacen coro más o menos gratuito al totalitarismo ambiental e incluso coquetean con el socialismo por el prurito infantil de aparecer espíritus fuertes y muy de su tiempo. Ello es psicológicamente disculpable en quienes, por su misma juventud, han crecido dentro de una formación socialista o, más bien, nacionalsocialista. Pero existe también una juventud tradicionalista que se opone a tales posturas y designios por considerarlos la negación de cuanto su adición significa. Y si tal juventud no existiese esto supondría que el tradicionalismo ha dejado de existir entre nosotros, y ello por simple apelación al principio de identidad y de contradicción. Se puede ser socialista (totalitario, tecnocrático o marxista) y se puede ser tradicionalista, pero no se pueden profesar ambas tesis ni hacerlas coincidir, porque aquélla representa justamente la culminación de esa actitud antitradicionalista, cuyos orígenes remotos señala usted acertadamente. O, dicho de otro modo: si en el futuro se hiciera una historia completa del tradicionalismo, tales posturas de un prosocialismo tradicionalista no se incluirían jamás en ella, sino más bien en la historia del totalitarismo (capítulo de subproductos) o en la de las incongruencias intelectuales.


    Pero dejémonos también de consideraciones previas. Usted me pregunta si es lícita la planificación en una obra de gobierno, incluso tradicionalista; si no es posible planificar para la libertad. Yo le respondo que no sólo toda obra de gobierno, sino toda obra humana es por esencia prospectiva, intencional y planificadora en el sentido real y etimológico de este neologismo. Un ayuntamiento, por ejemplo, no cumpliría su misión si no afrontase futuras necesidades mediante la previsión y la elaboración de planes de desarrollo. El poder político –el Estado, como hoy diríamos– habría en un régimen tradicional de prever y de planificar para el bien común y habría de hacerlo todo cuanto le fuera posible dentro de sus límites y atribuciones. Ciñéndonos al ejemplo de la enseñanza que usted pone, y ante el hecho de una transformación económica del país como es la industrial, ese poder político podría y debería promover la intensificación, el abaratamiento o gratuidad de la enseñanza técnica o profesional necesaria para proveer los nuevos puestos y funciones; facilitaría con ello la provisión de ayudas y becas que las entidades locales o corporativas con medios propios espontáneamente otorgarían por la necesidad misma de sus miembros.

    Pero todo esto nada tiene que ver real ni tendencialmente con el ideal de Igualdad de Oportunidades, que consiste, en su cara positiva, en facilitar estatalmente a todo ciudadano el acceso a cualquier clase de enseñanza y profesión, y, en su cara negativa, en anular para él toda influencia vinculadora o directiva de su medio social (familiar, local, corporativo), previa la anulación de esos medios o su reducción a asociaciones de individuos sin personalidad ni autonomía, esto es, bajo control y provisión estatal.

    Mi respuesta entonces sería ésta: el Estado puede y debe prever y planificar, pero sin traspasar su función, que no es la de organizar una sociedad de individuos teóricos o desvinculados, sino la de regir o gobernar una sociedad que contiene en su seno, además de individuos, familias y corporaciones con personalidad, medios y fines autónomos. O, lo que es lo mismo: una planificación que, en nombre de la eficacia y de la técnica, llegue a la situación que supone la Igualdad de Oportunidades –o tienda a ella– no es obra de gobierno, sino de destrucción de cuanto la sociedad posee de más humano, más libre y más estable. Ejemplificando: la patria potestad tiene un fin, que es la crianza y educación de los hijos. Para cumplirlo el padre ha de mandar, ha de proveer y ha de someter al hijo a planes de vida y aprendizaje que su previsión le dicte. Sin embargo, un padre cuyo hijo de veinte años cumpliese perfecta y mecánicamente los menores dictados paternos, pero sin sombra de decisión propia y de autonomía personal, revelaría no el cumplimiento de un ideal educativo, sino una extralimitación destructiva, que, por medios violentos o hipnóticos, ha destruido aquello que estaba llamado a preservar y desarrollar.


    Estamos –no lo ignoro– en la época de los planificadores totalitarios y su impulso histórico –la planificación tecnocrática– está, como usted bien reconoce, sólo en mantillas. Como la escoba del aprendiz de brujo no es algo que pueda pararse o contenerse a voluntad: que el poder sólo con contrapoderes efectivos (autonomías de la sociedad) puede limitarse, no con abstracciones ni con esquemas ideales trazados en un artículo de revista. La técnica centralizadora se aplica hoy al sugestivo plan de Igualdad de Oportunidades, en el que sólo las condiciones del individuo –su «vocación» (¡extraña etimología en un universo técnico!) o su esfuerzo– decidan sobre su inserción en la vida, previa la anulación de toda contrainte social o ambiental. Más tarde se aplicará a determinar científica y coactivamente el aprovechamiento de esas oportunidades, sustrayendo su elección a los errores e inepcias del individuo. La psicometría y los medios de adaptación dirigida tendrán en ello un ancho porvenir.

    Es cuestión si el espíritu humano y su libertad esencial podrán supervivir a estos designios, aun sin contar con las técnicas destructivas que están ya en reserva amenazadora. Ante esta gran corriente histórica, aparentemente irresistible, usted opta por aceptarla como hecho consumado, declarando que sus designios circunstanciales (la «igualdad» en este caso) son sustancia de la biología histórica y aspiraciones irrenunciables de toda actividad política. Por mi parte, no soy tan pesimista sobre las posibilidades del espíritu humano y opto por decir lo que pienso, aun con la conciencia de su inutilidad inmediata, con la mira puesta en un porvenir muy remoto y en el cumplimiento de un deber.

    Puedo, sin embargo, parecerle injusto al afirmar sin más su adhesión a un determinismo histórico de tipo biológico y, por tanto, «irrenunciable». En realidad su método incluye una segunda parte, que es el intento de conciliar esta corriente (socialista planificadora) con el tradicionalismo que explícitamente profesa. Y así supone, en primera instancia, que la técnica planificadora puede ser un simple instrumento al servicio de comunidades históricas como las comarcales o municipales. Pero la planificación implícita en un ideal de la amplitud del de Igualdad de Oportunidades no es sólo un instrumento, sino toda una concepción política y social, una teoría del hombre mismo y de sus fines. Esta concepción se llama socialismo. Para ella las autonomías locales o corporativas, las diferenciaciones históricas en el seno de la sociedad, son obstáculos irracionales llamados a ser abolidos como la mentalidad religiosa para el marxismo, que la tolera considerándola realidad a extinguir. Se refiere usted a unos decretos recientes, que han reforzado la argolla centralista sobre las corporaciones locales: puedo asegurarle la inocuidad de tales medidas, porque en este terreno ya no hay, por desgracia, nada que destruir: el plan de Igualdad de Oportunidades no cuenta ya entre nosotros con más obstáculo para su realización que la insuficiencia de medios materiales, aparte de algunos debilísimos vínculos de tipo familiar y religioso en los individuos.


    Su intento de conciliación tiene, si no lo he comprendido mal, una segunda instancia dinámica: la técnica planificadora en la organización total de la sociedad, por ser real e inevitable, conducirá por sí misma a las formas de vida que propugna precisamente el tradicionalismo: la superación, por arriba, del nacionalismo con integraciones federativas de tipo mundial; la aparición, por abajo, de la región como unidad funcional.

    Esta forma de conciliación es para mí, amigo Zabala, mucho más inverosímil como actitud humana que la primera. Me recuerda a la chanson de route de los cristianos progresistas que quieren ver en el progreso de la civilización industrial el cumplimiento de las promesas cristianas… ¿Puede tener para un espíritu tradicionalista el menor interés las futuras concentraciones tecnocráticas del universo socialista ni las regiones o «zonas» que la técnica administrativa u organizadora determine? Sería como interesar a un hombre por su propia muerte en razón de la supresión de dolores y angustias que conlleva.

    Acostumbrados los espíritus desde hace un cuarto de siglo a un mélange abrutissant como sistema, se da hoy entre nosotros lo que podríamos llamar el re-descubrimiento del socialismo y aun del marxismo. Y este brillante hallazgo lo realizan precisamente quienes viven instalados en una plataforma que construyeron el medio millón de compatriotas que murieron en lucha contra cuanto significan y propugnan el socialismo y el marxismo. Así, en el mismo número en que INDICE publica su carta, un señor, J. L. Rubio (a quien usted menciona con adhesión), traza las bases de un socialismo supuestamente «de hombres libres» al que en nada objetaría un marxista. Igualdad inicial, medios de producción en manos del trabajo organizado sindicalmente, jerarquía móvil (meramente funcional), función estable… son conceptos todos ortodoxamente marxistas. Supuesto que el socialismo marxista no es una incautación de la propiedad privada por el Estado, sino (teóricamente, al menos) por el pueblo trabajador. Baste conocer el sentido originario del soviet o la organización koljosiana en la explotación del campo. Las sutiles distinciones por las cuales el socialismo del señor Rubio es bueno y «de hombres libres» y el marxista es malo y contrario a la libertad harían marearse a los más refinados escolásticos del siglo XVII.


    Fue Gustave Thibon quien escribió que el socialismo tiene la fobia del espesor. Su pasión es desarraigar cuantos vínculos profundos y estables puedan vincular al hombre a su medio o depararle el peso interno de la personalidad, siempre en gracia a una sociedad móvil y maleable regida por normas y mecanismos externos de sentido meramente funcional. Todo aquello que una mentalidad tradicionalista ha reconocido siempre como factor de sociabilidad estable y de una recta dirección de la vida humana es considerado por el socialismo tecnocrático como rémoras del pasado o prejuicios que han de extirparse: el amor a la casa paterna, los ritos y las costumbres, el sentimiento del honor, la lealtad personal, el pudor, la misma fe religiosa… No, no es fácilmente organizable hasta el extremo de la Igualdad de Oportunidades una sociedad erizada de tales «sentimientos ciegos» y «reliquias feudales».

    Comprendo, sin embargo, que la amplitud del tema no lo hace compatible con la brevedad de un artículo o de una carta. Sé también que cuando una polémica se prolonga el lector normal pierde de vista el texto originario y deja de interesarse por ella. Por esto la considero terminada por mi parte y remito a usted a un libro que me propongo publicar («El precio de la Igualdad»), en el que «El paraíso de la Igualdad de Oportunidades» aparecerá arropado y explicado por otros temas complementarios, que contendrán la respuesta a muchas de las objeciones posibles.

    Cuente, al margen de discrepancias, con la amistad y estimación de su afmo.



    R. G.










    A Don Modesto ESPINAR por mediación de FERNÁNDEZ FIGUEROA



    (…) Yo supongo –juzgando por el optimismo ingenuo que muestra en la postdata de su carta abierta– que el señor Espinar es muy joven. Al parecer, ha leído su propio razonamiento y, como Dios en el séptimo día de la creación, ha encontrado que su obra es buena.

    Sin embargo, para quien la lea sin tanta benevolencia, la violenta y no muy cortés argumentación no hace otra cosa que confirmar las conclusiones que pretende rebatir. En realidad, dejando aparte su dislocación de algunas frases o ejemplos puramente ilustrativos, el señor Espinar no rebate razón alguna, sino que se limita a exponer una doctrina opuesta a la mía, con un resultado dialéctico sin duda contrario a su intención.

    Me acusa de confundir el totalitarismo con la democracia, pero lo que demuestra en realidad es ser él quien confunde la democracia con la «igualdad». Y tras su confusa red de distinciones meramente verbales, ¿qué es lo que propugna en definitiva sino la consecución de esa igualdad mediante la administración por el Estado de todos los recursos materiales y técnicos? Con lo cual no rebate, sino que confirma mi tesis. Porque, como tal vez hayan olvidado los lectores de esta larga polémica, mi tesis afirmaba sencillamente que la condición previa para la Igualdad de Oportunidades es el totalitarismo.

    Al señor Espinar le irrita violentamente que se llame totalitaria a su sociedad ideal; pero todo intento de limitar de hecho el poder omnímodo del Estado le irrita más violentamente todavía. ¿Por qué esa incongruencia en quien se precia de racional y técnico? ¿Qué timidez, qué prejuicio sentimental o qué consideración práctica impide al señor Espinar –y a tantos como él– mirar de frente el desarrollo lógico de sus ideas, ponerse de acuerdo consigo mismo y llamar a las cosas por su nombre?

    Los que niegan la trascendencia social a los productos de la alcoba nupcial y conceden mayor dignidad a la obra de las escuelas técnicas, ¿qué objeción pueden poner a la entrega de los hijos al Estado? Y ya que estamos en el terreno anecdótico que agrada al señor Espinar, le diré que, si a él le producen tedio irresistible los duques y los pastores, para mí la imagen del tedio está plasmada en la Rusia soviética, sociedad producto de la tecnificación y paraíso de la Igualdad de Oportunidades; o, mejor aún, en su futuro desarrollo descrito por Aldous Huxley en «Un Mundo Feliz», donde, por cierto, se ha conseguido suprimir totalmente esos perturbadores y absurdos productos de la cámara nupcial.



    Rafael GAMBRA

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