Fuente: Fuerza Nueva, Número 399, 31 de Agosto de 1974, páginas 32 y 33.



SONDEOS DE OPINIÓN Y DEMOCRACIA



Actualmente, en gran parte del mundo occidental, para conocer la opinión de los habitantes de un país o de un sector de él, se utilizan los llamados sondeos de opinión.

Estos sondeos pueden versar sobre los temas más diversos: políticos, religiosos…, hasta para averiguar las posibilidades de mercado de un nuevo producto comercial. Para conocer esa opinión generalmente se toma una parte de la población más o menos amplia y más o menos representativa (depende de quien lo realiza), a la que, mediante una serie de preguntas, se averigua, al menos eso dicen, cuál es el sentir de la población (o de un sector de ella) sobre el tema en cuestión.


LOS SONDEOS DE OPINIÓN

Pero esto tiene graves inconvenientes. Así, las respuestas pueden estar implícitas y casi determinadas en las preguntas –y de hecho esto ocurre harto frecuentemente–, con lo que, mediante el sondeo de opinión, en lugar de averiguar un sentir, lo que se hace es formar desde el exterior una opinión totalmente ajena a la que teóricamente debiera tener la persona, sea aquélla la que fuere. El mal que esto puede causar es evidente. Basta para ello que quien dirija los sondeos carezca de escrúpulos. Quizá sea éste un mal y un riesgo necesario a correr dentro de la sociedad de masas; claro que, en ese caso, lo mejor sería eliminar la causa que lo genera, cual es esa misma sociedad de masas. Pero, de cualquier modo, esta manipulación de la masa, pues no se trata de otra cosa, ayudada eficazmente por la prensa, la televisión, etc. –que corren sin darse cuenta a su propia perdición–, debiera llamarse «mentalización» de la opinión, y no sondeos de ella. Aunque, probablemente, el mismo término opinión debiera desecharse, puesto que para que pueda significar algo, para que pueda tener algún valor, tiene que ir unido a la reflexión, al conocimiento, a la responsabilidad. Y estas características de la inteligencia humana cada vez las desconoce más el hombre masificado.

Por otra parte, y a ello nos referimos principalmente, los sondeos de opinión expresan la falta de conocimiento existente en torno al sentir de la población, pues de lo que se trata con tales sondeos, al menos cara al exterior (puede ser tan sólo un medio democrático de acallar voces o de llamar a la «participación»), es precisamente de averiguar ese sentir. Políticamente indican que los cauces democráticos arbitrados no sirven para manifestar el verdadero sentir de la nación, pues en caso contrario bastaría con acudir a quienes, según la democracia, son los portavoces del deseo nacional. (Claro que también podría ocurrir que ese deseo, ese sentir, fuese totalmente inexistente, pero en ese caso –si no alcanzado, muy cercano en la sociedad de masas–, ¿qué queda de la democracia? ¿A qué se reduce ésta? La conclusión de su inexistencia o del engaño a que se ha llevado a los hombres no es, ciertamente, aventurada). Tenemos, pues, una ilustración de la ineptitud fundamental por parte de la organización política democrática para ser realmente expresión del vivo sentir de un pueblo; podrá ser, si se quiere, «expresión de la voluntad general», pero por la abstracción de tal entelequia, no será, realmente, más que la voluntad, al mismo tiempo totalitaria y demagógica, de los gobiernos parlamentarios.


FENOMENAL ENGAÑO

Y no podía ser de otro modo, puesto que la democracia moderna, producto de la Revolución francesa, que –como señaló Tocqueville– acabó con los organismos naturales de la sociedad, fruto de la convivencia diaria y del mutuo conocimiento, así como de la tradición de los pueblos, siguiendo sus mismos pasos, ha querido establecer la representación política basándose en el total desconocimiento entre electores y candidatos y entre unos y otros entre sí.

Este aspecto fundamental que señalamos, el desconocimiento del sentir de los habitantes del país (en caso de inexistencia de tal sentir por aniquilarlo la sociedad de masas, de lo que se trata es de restaurarlo), ese desconocimiento, repetimos, es un hecho cuando por parte de los mismos Gobiernos se llevan a cabo más o menos oficialmente los sondeos de opinión, pues lo contrario significaría que, recurriendo a tales sondeos, lo que se verifica es un fenomenal engaño a sus súbditos, ya que, tanto en el caso de que conozcan ese sentir como en el de que no les interese conocerlo en absoluto obrando a su antojo, lo que en realidad hacen es ejercitar una verdadera demagogia utilizando el recurso, para ellos tan eficaz, de «pulsar la opinión».

Es posible que en una sociedad como en la que vivimos, cada vez más masificada, los sondeos de opinión sean el único sistema de averiguar ese sentir del pueblo; pero, incluso en el difícil supuesto de que se consiguiera averiguar, no puede olvidarse que tal manifestación, por provenir de hombres masificados, desarraigados, será inevitablemente voluble y caprichosa. Cuando se anda por una pendiente resbaladiza, cual es la democracia, si no se quieren correr los riesgos previsiblemente catastróficos de una caída, se impone andar con cautela y salir de tal pendiente en cuanto se pueda. Sobre todo si se tiene en cuenta que esos riesgos, por otra parte, son innecesarios, puesto que la democracia está lejos de ser algo necesario.

Restablecer una sociedad corporativa –a pesar de que esta palabra esté «desprestigiada», sobre todo por no saber en qué consiste el verdadero corporativismo–, procurar la desmasificación, evitar la despersonalización de la sociedad, y otras cuestiones similares, nos parece que es la misión primordial que, conforme al principio de subsidiariedad, debe desarrollar el poder político en estos tiempos. Y ese no querer ni oír hablar de ello, ese temor que infunde en algunos por considerarla, dicen, un retroceso –como si el transcurso del tiempo supusiese necesariamente progreso–, no es más que la corroboración de la falta de visión política y del desconocimiento de la realidad social. «Progresar, escribía Balmes, es marchar hacia adelante, y si esto se ha de aplicar a la sociedad en sentido razonable, sólo puede significar marchar hacia la perfección. Cuando la sociedad se perfecciona, progresa; cuando pierde su perfección, retrograda: para saber si hay progreso o no, toda la cuestión está en si hay nueva perfección o no». Ahora bien, la perfección para el hombre y para la sociedad está en que aquél pueda llegar a Dios, salvarse; y en la sociedad, en que su organización le ayude a conseguirlo. Cuando vemos a los hombres y a las instituciones de hoy, cada vez más alejados de Dios, ¿puede afirmarse que hay progreso? Cuando la democracia se esfuerza en aumentar esa separación, ¿puede afirmarse que la democracia es progreso?


NO SE TRATA DE RENUNCIAR A LA TÉCNICA

Si no se supiese adónde hay que ir, si se ignorase el fin del hombre y la finalidad de la sociedad, lo que está ocurriendo con la masificación provocada por la democracia, entonces, estaríamos totalmente perdidos. Mas si se sabe lo que se quiere, si realmente se quiere el progreso –que antes hemos señalado–, entonces habrá que cambiar de rumbo. Cuando se quiere ir a un lugar determinado y se ha perdido el camino, lo racional es retroceder al punto de partida para emprender desde ahí el camino recto; sobre todo cuando este otro camino, así como el de vuelta para llegar a él, están perfectamente claros.

Ciertamente, no se impone una vuelta atrás total, renunciando a los avances técnicos que, en sí mismos, son neutros, y dependen del fin a que se utilizan. Ni siquiera se trata de retornar a todas las instituciones políticas y sociales que en el pasado y en el transcurso de los siglos demostraron su bondad y su eficacia, sino que, como señaló Aparisi y Guijarro en su tiempo, se trata de volver a aquéllas que puedan, hoy, cumplir su cometido; se impone un retorno en lo fundamental, una vuelta a las instituciones básicas –los cuerpos intermedios con sus facultades propias–, y, sobre todo, una vuelta a los principios que informaron a la sociedad cristiana.

Porque antes, pese a quienes no quieran admitirlo, basados en esos principios católicos y obrando conforme a la voluntad de Dios –no desmiente este aserto comprobable en los hechos las imperfecciones que hubo, ya que éstas son inevitables en toda labor humana–, la sociedad tenía unos órganos realmente representativos de la vida y del sentir patrios. Refiriéndonos concretamente a nuestro país, los fueros y las libertades concretas, los municipios y las regiones, las corporaciones profesionales y las Cortes, eran la manifestación viva de lo que la Patria quería y sentía. Y fueron precisamente las regiones forales las que, por sentirlas y vivirlas más de cerca, defendieron con mayor ahínco sus libertades concretas, en oposición a la marea invasora de la libertad abstracta, y en las que perduraron más tiempo esas libertades plasmadas en sus fueros, que la centralización ahogó o quiso ahogar; y fue en ellas donde también, con mayor fuerza, el nombre de Dios y la religión católica unió a sus habitantes en épicas tareas comunes. La historia de Navarra es un elocuente ejemplo de ello.

¿No merece la pena un retorno a la Tradición? La Tradición, es verdad, es pasado; pero mucho más que pasado es presente, y es futuro, porque se basa en la experiencia y en la sabiduría de nuestros mayores, y permite subsanar los errores por ellos cometidos, al mismo tiempo que nos capacita para progresar realmente, porque, si no, la constante vuelta a empezar, como ha escrito Vallet de Goytisolo, impediría todo progreso.

¿No merece la pena restaurar la verdadera representación política? De lo contrario, con la democracia moderna estaremos sometidos, unas veces a la incertidumbre que proporciona la volubilidad de las masas –la democracia es masificadora–, que, por carecer de verdaderos puntos de referencia y de verdaderas convicciones propias, lo que hoy quiere mañana lo detesta; y cuando no ocurra esto, dependeremos del capricho y del antojo de quienes en tales momentos ocupen el poder. Con la democracia tan sólo hay esas dos posibilidades: bien, el desgobierno, bien, la tiranía y el totalitarismo, porque, para que exista este último, basta con sólo obrar a espaldas y en contra de los genuinos sentimientos y aspiraciones del pueblo, que son totalmente opuestos a los de la masa, porque, como señaló Pío XII, mientras que aquél tiene vida propia y es orgánico, la masa, por el contrario, es desorganizada y carece de vida propia.


NO SIRVEN PARA SATISFACER EL ESPÍRITU

Y que la democracia nos lleve a esas dos posibilidades señaladas es totalmente lógico, porque lo que hoy se ofrece a los pueblos es, por una parte, un mundo lleno de logros materiales, pero que no sirven para satisfacer al espíritu, que necesita algo más profundo en que cimentar sus pensamientos, sus convicciones y su vida; por otra parte, se le ofrece la «suprema» libertad de darse el amo o amos que reúnan más cantidad de votos. Como decía Joaquín Costa, defendiendo la libertad civil, la soberanía del pueblo concedida con la papeleta electoral, «es un sarcasmo, representa el derecho de darse periódicamente un amo que le dicte ley, que le imponga su voluntad; la papeleta electoral es el harapo de púrpura y el cetro de caña con que se disfrazó a Cristo de rey en el pretorio de Pilato».

Realmente, ¿puede creerse que en esto consista la felicidad humana? ¡Pobre estima del hombre!

El hombre necesita, es verdad, medios materiales que aseguren su vida y la de su familia. Pero también, y principalmente, necesita ideales (no utopías) que llenen realmente su alma. Y éstos la sociedad actual no los proporciona porque los ha rechazado desde el momento que ha dicho al hombre: eres tu propio amo, no debes servir a nada ni a nadie; tu voluntad, unida a la colectiva –supremo jefe–, te dará la felicidad. Y el hombre, cegado por falsos resplandores, se ha sumido en las tinieblas del materialismo, de una vida sin sentido verdadero, sin un fin que trascienda lo material.

Recapacitemos un poco, y quizá entonces, despojados de los mitos que nos rodean, lleguemos a admitir la «mentira universal» de la democracia moderna; una mentira de tanta magnitud que quizá por eso mismo algunos temen destruir. Mas ello es necesario, si no queremos caer en la barbarie de la anarquía y del peor totalitarismo que hayan conocido los siglos.

De esta tremenda mentira son ilustración los sondeos de opinión que pretenden averiguar lo que teóricamente debe ser conocido por la «representación» democrática. No nos engañemos, y llamemos a las cosas por su nombre. La realidad y la experiencia demuestran que la democracia moderna no es representativa, y que no podrá serlo nunca, porque, prescindiendo de otros aspectos más importantes, como el cimentar su razón en el número, en la cantidad –lo que supone, como dijo Vázquez de Mella, el imperio de la vulgaridad sobre la calidad–, uno de sus pilares es el desconocimiento de las personas entre sí. Y esto, que provoca la disolución de la sociedad, no puede impedirlo la democracia.

Restablézcase la verdadera representación política, funcionen realmente los cuerpos intermedios –lo que en España lo encarna la Monarquía tradicional, en la que el rey reina y gobierna–, y entonces los pueblos estarán verdaderamente unidos con sus gobernantes. Pues, aparte de ser el bien común el fin de los gobiernos, éstos sólo pueden mantenerse sin ser despóticos, cuando tienen el «consensus» popular, y éste tan sólo se logra cuando los pueblos tienen ideales y coinciden con los de sus gobernantes.

Si no queremos presenciar nuevamente lo que con palabras del mayor grafismo describió Menéndez y Pelayo, «el lento suicidio de un pueblo que, engañado mil veces por garrulos sofistas… corriendo tras vanos trampantojos de una falsa y postiza cultura, en vez de cultivar su propio espíritu… hace espantosa liquidación de su pasado…», volvamos a la Tradición, porque, como señaló el mismo don Marcelino, «donde no se conserva piadosamente la herencia de lo pasado, pobre o rica, grande o pequeña, no esperemos que brote un pensamiento original ni una idea dominadora».

Repasemos un poco la historia, y quizá encontremos algunos ejemplos que nos enseñen algo. De lo que hay que hacer y lo que hay que evitar.



Estanislao CANTERO