Fuente: Fuerza Nueva, Número 380, 20 de Abril de 1974, páginas 18 y 19.



VACACIONES EN LAS CORTES



Antiguamente nuestros Reyes convocaban Cortes según lo aconsejaban las necesidades del bien común de la nación o de sus regiones y se celebraban en aquellos lugares que se consideraban más convenientes por razón de las materias y de los intereses afectados. Cumplida su misión, las Cortes se disolvían hasta que surgiera una nueva necesidad que afectase al bien general; no se conocían plazos fijos de convocatoria y actuación, tampoco se conocían lugares fijos de asentamiento de las Cortes, que podían indistintamente celebrarse en cualquier ciudad o en cualquier pueblo. No existía, pues, un Órgano que con carácter estable, fijo y permanente se dedicara al estudio y elaboración de leyes, disposiciones y ordenanzas y discusión de presupuestos.

Nuestras Cortes históricas y tradicionales no constituían una rueda de giro constante dentro de la máquina estatal: representaban y defendían los intereses generales, la libertad e independencia de los pueblos, los Fueros como expresión de dignidad y autonomía frente al poder real; Fueros que protegían las maneras propias de conducirse y regirse de las diversas comarcas y regiones. Las Cortes no actuaban guiadas por un principio de sumisión al rey ni a sus proyectos; todo lo contrario, actuaban hasta cierto punto como «inter pares» mediante pactos. Bien lo sabían los reyes y bien las temían; eran un control y freno seguro y necesario contra la posible arbitrariedad real, y ello sin necesidad de cobijarse para sus deliberaciones en ampulosos, grandes y selectos edificios, ni de tomar como dedicación habitual y permanente la labor de comisiones, consejos, reuniones, actas, discursos, ponencias, discusiones y todo ese largo, costoso, empinado y embarullado bagaje burocrático que ahora se estila. Eran simplemente eficaces y, por serlo, ni prodigaban sus intervenciones ni se sometían al poder regio, si éste se extralimitaba en sus atribuciones o perjudicaba al bien común de la nación o de sus regiones, cuyos auténticos representantes eran ellas por derecho propio y no por poder conferido por el soberano.

Pensando en aquellas Cortes, que se reunían tan espaciadamente, se integraban cada vez por personas y representantes distintos y se celebraban en cualquier pueblo o ciudad, y que, sin embargo, tenían una eficacia decisiva en el ordenamiento del bien común, puede pasar por la imaginación de cualquiera una idea peregrina: conceder vacaciones a nuestras Cortes actuales por unos cinco años en plan de prueba. ¿Saben mis lectores de cuántas disposiciones oficiales se librarían los españoles? Aproximadamente de unas 15.000, incluyendo en ellas, naturalmente, las disposiciones de las pequeñas Cortes de cada Ministerio, de cada Órgano estatal, para-estatal o sub-estatal. Véase en comprobación la Colección Legislativa Aranzadi. ¿Calculan mis lectores lo que significan 15.000 disposiciones gravitando amenazadoras como espadas de Damocles sobre las cabezas de los ciudadanos? ¿Imaginan el descanso y el alivio que reportaría la exoneración de 15.000 disposiciones durante 5 años? ¿Saben lo que son 15.000 mandatos, 15.000 imposiciones imperativas, 15.000 órdenes con su peculiar estilo inexorable: «se regulará», «se ajustará», «se multará», «se ordenará», «se practicará», «se ejecutará»? La redención de aquellas 15.000 disposiciones haría renacer entre los españoles la raíz de su propia personalidad y de su legítima autonomía, que se proyectaría nuevamente con pujanza hacia todos los campos del dinamismo social. No pedimos mucho: sólo cinco hipotéticos años de reposo para la maquinaria reglamentaria; sólo cinco años sin presión legislativa; sólo cinco años para desmasificarnos y para desatomizarnos. Comprendemos que la prensa diaria y ciertas revistas se resentirían por ese prolongado reposo, porque les habría de resultar difícil llenar treinta o cuarenta páginas de periódico o semanario sin la salsa del comentario político, de la crítica de los temas objeto de regulación oficial y sin la oportunidad de sembrar la discordia con el pretexto de las normas legales. Comprendemos también que aquel reposo legislativo de las Cortes Supremas y de las Mini-Cortes Ministeriales supondría en las altas esferas no pequeña desazón y malestar, porque la afirmación y exaltación de la personalidad oficial requiere, al parecer, una amplia proliferación de normas, órdenes y disposiciones, que con sus tonos y estilos peculiares de letra impresa proclamen cada día su presencia y potencia dentro de la sociedad española.

A pesar de esos y otros inconvenientes, sigo pensando que unas vacaciones quinquenales, durante las cuales no se promulgara ni dictara ninguna Ley, ningún Decreto, ninguna Orden, ninguna Norma, ninguna Disposición, durante los cuales se suprimiesen los boletines estatales, para-estatales y sub-estatales, reportarían no pocos beneficios a la comunidad nacional. Comprobarían estupefactos nuestros dirigentes políticos que la sociedad por sí misma tiene capacidad, energías, iniciativa y competencia para organizarse y desarrollar sus actividades en todos los órdenes de la vida, sin que sus varitas mágicas le señalen en cada momento lo que tiene que hacer y cómo lo tiene que hacer. Nuestros sabios oficiales contemplarían admirados que la educación no es «cuestión política», sino cuestión moral, y que sus fuentes inspiradoras son la familia y la Iglesia, no el Estado, y se convencerían de que la enseñanza privada sin obstáculos ni limitaciones oficiales alcanzaba una extensión, fluidez, calidad, profundidad y baratura muy superior a todas sus previsiones. Nuestros técnicos y economistas de Agricultura, Industria y Comercio verían que sin sus sabias instrucciones, orientaciones y ordenanzas los campos seguían rindiendo sus frutos y sus cosechas, la producción se incrementaba, las fábricas e industrias prosperaban, el comercio florecía, las exportaciones aumentaban en cantidad y calidad, la riqueza se difundía, las empresas, sin tantas trabas y gravámenes económicos y administrativos, multiplicaban la propiedad individual, etcétera. Así, nuestros infalibles previsores de la seguridad social habrían de admitir que mediante los cauces privados empresariales, sin burocracia y sin riesgo de bancarrota, se pueden alcanzar las mismas metas y aún más altas que las oficiales…

No se alarmen, sin embargo, los Poderes Públicos: todo era un sueño; lo primero que toparon mis ojos al despertar fue el «Boletín Oficial del Estado»; mi imaginación tuvo que plegarse a la realidad, y esa realidad me proyectaba en un desfile interminable de boletines las 15.000 disposiciones, los 15.000 mandatos, las 15.000 normas imperativas, que durante cinco años habrán de estudiar, digerir, obedecer y acatar todos los buenos españoles. La nación no se hunde; el Estado descansa seguro; se sigue publicando diariamente su «Boletín Oficial».



Julián GIL DE SAGREDO