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Tema: Trabajo, esfuerzo y ocio

  1. #1
    Martin Ant está desconectado Miembro Respetado
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    Trabajo, esfuerzo y ocio

    Con motivo de una discusión iniciada en otro hilo sobre la conveniencia o no de la política económica del salario mínimo interprofesional como elemento (entre otros, como el sistema de la seguridad social, la congelación de precios y muchas otras medidas estatalistas adoptadas por los paises occidentales) coadyuvante o no para intentar dar una solución económico-social a los defectos del sistema capitalista, se generó incidentalmente una breve discusión entre Jasarhez y un servidor sobre el tema del trabajo (asunto, de todas formas, que ya había salido en otras ocasiones por otras discusiones también concomitantes entre los dos).

    En la breve discusión llegamos al acuerdo de aceptar una definición sobre la finalidad verdadera y objetiva que debe tener toda economía en toda comunidad política, definición la cual venía a recoger la misma idea expresada por Pío XI en su Encíclica Quadragesimo Anno:


    Tres puntos que se deben considerar


    70. De este doble carácter, implicado en la naturaleza misma del trabajo humano, se siguen consecuencias de la mayor gravedad, que deben regular y determinar el salario.

    a) Sustento del obrero y de su familia

    71. Ante todo, el trabajador hay que fijarle una remuneración que alcance a cubrir el sustento suyo y el de su familia (cf. Casti connubii). Es justo, desde luego, que el resto de la familia contribuya también al sostenimiento común de todos, como puede verse especialmente en las familias de campesinos, así como también en las de muchos artesanos y pequeños comerciantes; pero no es justo abusar de la edad infantil y de la debilidad de la mujer.

    Las madres de familia trabajarán principalísimamente en casa o en sus inmediaciones, sin desatender los quehaceres domésticos. Constituye un horrendo abuso, y debe ser eliminado con todo empeño, que las madres de familia, a causa de la cortedad del sueldo del padre, se vean en la precisión de buscar un trabajo remunerado fuera del hogar, teniendo que abandonar sus peculiares deberes y, sobre todo, la educación de los hijos.

    Hay que luchar denodadamente, por tanto, para que los padres de familia reciban un sueldo lo suficientemente amplio para tender convenientemente a las necesidades domésticas ordinarias. Y si en las actuales circunstancias esto no siempre fuera posible, la justicia social postula que se introduzcan lo más rápidamente posible las reformas necesarias para que se fije a todo ciudadano adulto un salario de este tipo.

    No está fuera de lugar hacer aquí el elogio de todos aquellos que, con muy sabio y provechoso consejo, han experimentado y probado diversos procedimientos para que la remuneración del trabajo se ajuste a las cargas familiares, de modo que, aumentando éstas, aumente también aquél; e incluso, si fuere menester, que satisfaga a las necesidades extraordinarias.

    b) Situación de la empresa

    72. Para fijar la cuantía del salario deben tenerse en cuanta también las condiciones de la empresa y del empresario, pues sería injusto exigir unos salarios tan elevados que, sin la ruina propia y la consiguiente de todos los obreros, la empresa no podría soportar. No debe, sin embargo, reputarse como causa justa para disminuir a los obreros el salario el escaso rédito de la empresa cuando esto sea debido a incapacidad o abandono o a la despreocupación por el progreso técnico y económico.

    Y cuando los ingresos no son lo suficientemente elevados para poder atender a la equitativa remuneración de los obreros, porque las empresas se ven gravadas por cargas injustas o forzadas a vender los productos del trabajo a un precio no remunerador, quienes de tal modo las agobian son reos de un grave delito, ya que privan de su justo salario a los obreros, que, obligados por la necesidad, se ven compelidos a aceptar otro menor que el justo.

    73. Unidos fuerzas y propósitos, traten todos, por consiguiente, obreros y patronos, de superar las dificultades y obstáculos y présteles su ayuda en una obra tan beneficiosa la sabia previsión de la autoridad pública.

    Y si la cosa llegara a una dificultad extrema, entonces habrá llegado, por fin, el momento de someter a deliberación si la empresa puede continuar o si se ha de mirar de alguna otra manera por los obreros. En este punto, verdaderamente gravísimo, conviene que actúe eficazmente una cierta unión y una concordia cristiana entre patronos y obreros.

    c) Necesidad del bien común

    74. Finalmente, la cuantía del salario debe acomodarse al bien público económico. Ya hemos indicado lo importante que es para el bien común que los obreros y empleados apartando algo de su sueldo, una vez cubiertas sus necesidades, lleguen a reunir un pequeño patrimonio; pero hay otro punto de no menor importancia y en nuestros tiempos sumamente necesario, o sea, que se dé oportunidad de trabajar a quienes pueden y quieren hacerlo.

    Y esto depende no poco de la determinación del salario, el cual, lo mismo que, cuando se lo mantiene dentro de los justos límites, puede ayudar, puede, por el contrario, cuando los rebasa, constituir un tropiezo. ¿Quién ignora, en efecto, que se ha debido a los salarios o demasiado bajos o excesivamente elevados el que los obreros se hayan visto privados de trabajo?

    Mal que, por haberse desarrollado especialmente en el tiempo de nuestro pontificado, Nos mismo vemos que ha perjudicado a muchos, precipitando a los obreros en la miseria y en las más duras pruebas, arruinando la prosperidad de las naciones y destruyendo el orden, la paz y la tranquilidad de todo el orbe de la tierra.

    Es contrario, por consiguiente, a la justicia social disminuir o aumentar excesivamente, por la ambición de mayores ganancias y sin tener en cuanta el bien común, los salarios de los obreros; y esa misma justicia pide que, en unión de mentes y voluntades y en la medida que fuere posible, los salarios se rijan de tal modo que haya trabajo para el mayor número y que puedan percibir una remuneración suficiente para el sostenimiento de su vida.

    75. A esto contribuye grandemente también la justa proporción entre los salarios, con la cual se relaciona estrechamente la proporción de los precios a que se venden los diversos productos agrícolas, industriales, etc. Si tales proporciones se guardan de una manera conveniente, los diversos ramos de la producción se complementarán y ensamblarán, aportándose, a manera de miembros, ayuda y perfección mutua.

    Ya que la economía social logrará un verdadero equilibrio y alcanzará sus fines sólo cuando a todos y a cada uno les fueren dados todos los bienes que las riquezas y los medios naturales, la técnica y la organización pueden aportar a la economía social; bienes que deben bastar no sólo para cubrir las necesidades y un honesto bienestar, sino también para llevar a los hombres a una feliz condición de vida, que, con tal de que se lleven prudentemente las cosas, no sólo no se opone a la virtud, sino que la favorece notablemente (cf. Santo Tomás, De regimine principium I, 15; (Rerum novarum, 27).
    La última parte subrayada es la que hace referencia a la definición de la finalidad de toda economía en toda comunidad política, y en la cual nos pusimos de acuerdo Jasarhez y yo para futuras discusiones (es cierto que yo la expresé con otras palabras, pero venían a expresar la misma idea señalada por el Papa Pío XI).

    Ahora bien, dicho lo cual, he creído conveniente, antes de entrar en cuestiones económicas propiamente dichas, abrir este hilo para ventilar una cuestión estrictamente filosófica como es la cuestión del trabajo (y las del esfuerzo y el ocio, altamente relacionadas con ella), porque ciertamente si hay algo que ha surgido más claramente de nuestras discusiones es precisamente la total y absoluta disparidad en lo que cada uno entendemos por el trabajo.

    Es por ello que me es imposible continuar o avanzar en la discusión de ninguna propuesta técnica económica si antes no se solucionan o, por lo menos, se aclaran, cuestiones previas que pueden hacer surgir prejuicios negativos, como consecuencia de hábitos mentales inconscientemente adquiridos en las sociedades modernas, que puedan predisponer al rechazo de soluciones o resultados no deseables en tanto que contrarios a las que se esperan de las cosmovisiones previamente asimiladas por el hábito en el seno de un sistema económico-social que coadyuva decisivamente al surgimiento de las mismas.

    ¿Qué mejor forma, y eso es lo que me propongo en este hilo, que destruir esos prejuicios volviendo a señalar aquí las verdades filosóficas que, en lo referente al trabajo y al ocio, han conformado siempre nuestra cultura occidental desde los tiempos antiguos hasta los de la Cristiandad, y que con el advenimiento de los tiempos modernos han venido olvidándose o distorsionándose por las nuevas concepciones del trabajo y del ocio surgidas con el capitalismo, por medio del judaismo y de su hijo el puritanismo, hasta llegar a los sistemas modernos del liberalismo, el fascismo, el comunismo y el socialismo (que son los herederos directos de aquéllos).
    Última edición por Martin Ant; 14/06/2013 a las 19:24

  2. #2
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    Re: Trabajo, esfuerzo y ocio

    Bien. Para entrar en materia voy a ir reproduciendo unos capítulos de la imprescindible obra (desde ya recomiendo a los foreros que si no la tienen la compren) del gran filósofo Josef Pieper, El ocio y la vida intelectual.

    [Aviso a la Administración: las capítulos copiados son de la traducción de la edición de Rialp, en la que aparece el aviso de material protegido por derechos de autor. No sé si esto puede llegar a perjudicar o no al Foro. Lo digo para la correspondiente eliminación de los mensajes si pueden surgir problemas (ya sabemos cómo se las gastan los del Opus en materia de derechos de autor)].

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    I.

    Como los maestros de la Escolástica, que acostumbraban iniciar sus articuli con el Videtur quod non, empezaremos con una objeción. Y s la siguiente: no parece que sea ésta la ocasión de hablar del ocio. Nos encontramos en el trance de construir una casa; estamos muy ocupados. Y hasta que se termine la casa, ¿no es acaso el empleo, hasta el extremo de todas nuestras fuerzas, lo único que importa?

    Esta objeción no es de poca monta. Sin embargo, si con la imagen de la construcción se alude a una nueva ordenación de nuestro haber espiritual, más allá de una simple protección vital y de la satisfacción de las necesidades mínimas, se ha de responder ante todo y previamente a toda argumentación detalladas, que justamente esos comienzos, precisamente esa nueva fundamentación, es lo que hace necesario una defensa del ocio.

    Pues el ocio es uno de los fundamentos de la cultura occidental (y suponemos, quizá demasiado audazmente, que ese nuevo edificio se planea con espíritu occidental; suposición ésta tan sujeta a objeciones que se puede decir abiertamente que esto y no otra cosa es lo que precisamente hoy se ventila). Ya se echa de ver en la lectura de la Metafísica de Aristóteles, en su primer capítulo. Y la etimología nos orienta en el mismo sentido: ocio se dice en griego σχολή [skholé]; en latín, schola; en castellano, escuela. Así, pues, el nombre con que denominamos los lugares en que se lleva a cabo la educación, e incluso la educación superior, significa ocio. Escuela no quiere decir escuela, sino ocio.

    Ciertamente que este sentido original del ocio ha pasado completamente inadvertido en la negación del ocio que el mundo totalitario del trabajo tiene como programa, y para librar de obstáculos nuestra visión de la esencia del ocio hemos de vencer una resistencia, nuestra propia resistencia, que se deriva de una revaloración del mundo del trabajo.

    “No se trabaja solamente por el hecho de vivir, sino que se vive para trabajar”. Esta frase la entienden todos inmediatamente; en ella queda expresada la opinión vulgar y corriente. Y nos cuesta trabajo observar que en ese caso el orden de la realidad está invertido.

    Pero ¿cómo contestaremos a la otra frase “trabajamos para tener ocio”? ¿Vacilaremos en decir que este caso representa en realidad el “mundo al revés”, y que en él precisamente se invierte el orden natural? ¿No ha de parecerle esta frase al hombre del mundo totalitario del trabajo algo inmoral, que va contra la ley fundamental de la sociedad humana?

    Ahora bien: no hemos fabricado un paradigma abstracto con fines ilustrativos, sino que aquella frase se formuló realmente en una ocasión, y concretamente la formuló Aristóteles. Y el hecho de que se expresara así este realista de tanto sentido común, a quien se supone tan entregado a la faena cotidiana, da a la frase una gravedad especial.

    La frase, traducida literalmente, es la siguiente: “Estamos no ociosos para tener ocio”. “Estar no ocioso” es precisamente la palabra que tenían los griegos para la actividad laboral cotidiana, no sólo para su falta de descanso, sino para la labor cotidiana misma. La lengua griega tiene para ello únicamente un nombre negativo, “no ociosos”.

    Y lo mismo con el latín (neg-otium). Y el contexto en el que se encuentra la frase aristotélica acerca del ocio, así como el de aquella (¡de la Política de Aristóteles!) que dice que el ocio es el punto cardinal alrededor del cual gira todo, parece dar a entender que lo que se expresa es algo casi evidente, de suerte que se puede suponer que los griegos no podrían comprender en absoluto nuestra máxima del trabajo por el trabajo mismo.

    ¿No está ya bien claro, por otra parte, que no tenemos ninguna forma de acceso inmediato a la noción original del ocio?

    Hay que esperar ahora otra objeción: ¿Qué nos importa hoy en día, realmente y en serio, Aristóteles? Podemos admirar si queremos el mundo de los antiguos, pero ¿hasta qué punto nos puede obligar?

    Se podría hacer una contraobjeción, que consiste en decir que la doctrina cristiano-occidental de la vita contemplativa está vinculada a los pensamientos aristotélicos acerca del ocio, y que la distinción entre artes liberales y artes serviles tiene ahí su origen. Una nueva objeción: y esta distinción, ¿no tiene en realidad un valor meramente histórico? Habría que replicar que un término de la distinción nos sale aún hoy día al paso cuando se habla de “trabajos serviles” incompatibles con el santo ocio de un día de fiesta.

    ¿Quién piensa en verdad que esa expresión pertenece a una comparación bimembre y que se tiene ante sí uno de los términos de la misma, el cual por sí solo es incomprensible? No se puede definir con un poco de precisión lo que es propiamente el “trabajo servil” si no es mediante la contraposición con las “artes libres”. Pero ¿qué quiere decir “artes libres”? De ello habrá que hablar aún.

    Se podría alegar esto, según queda dicho, para poner de manifiesto que Aristóteles no es simplemente Aristóteles. En todo caso no se puede deducir ciertamente obligación alguna de tales alusiones históricas.

    Lo que se intentaba, ante todo, era observar claramente cuánto se diferencia nuestra valoración del trabajo y del ocio de aquella que al hombre antiguo y al medieval resultaba tan evidente, y es tanta la diferencia que no podemos concebir en absoluto en forma inmediata a qué aludían los antiguos cuando decían: “Trabajamos con vistas al ocio”.

    Esta diferencia, este hecho de que no dispongamos de un acceso inmediato al concepto original del ocio, se nos hace más patente cuando nos damos cuenta de hasta qué punto la noción opuesta, la idea y el carácter ejemplar del trabajo, han conquistado y dominado casi todo el ámbito de la actividad humana y hasta de la misma existencia humana y de cuánto es la propensión que tenemos a justificar las exigencias derivadas de la figura del “trabajador”.

    La palabra “trabajador” no se emplea aquí como si se tratara de una caracterización profesional en el sentido que puede dársele en estadística social; no se alude a un determinado estrato social, al “proletariado”, aunque no sea casual ese denominador común. La denominación “trabajador” tiene un sentido antropológico; se refiere a un modelo humano universal. En ese sentido Ernst Niekisch ha hablado del “trabajador” como de un “tipo imperial”, y Ernst Jünger, bajo el mismo título de “trabajador”, ha esbozado las circunstancias concretas que han empezado a modelar al hombre de mañana.

    Lo que se pone de manifiesto en el nuevo concepto del trabajo y del trabajador es una auténtica variación en la concepción del ser del hombre en general y en la interpretación de la existencia humana en general, aunque por lo demás sea difícil abarcar el proceso histórico de estos cambios de valoración y resulte apenas visible en detalle. Es necesario, por tanto, si es que se quiere llegar a afirmaciones de cierto peso, que no nos dediquemos a ilustraciones históricas, sino más bien a calar el fundamento radical de una teoría filosófico-teológica del hombre.

  3. #3
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    Re: Trabajo, esfuerzo y ocio

    II.

    Con los lemas “Trabajo del espíritu” y “Trabajador del espíritu” se pueden caracterizar las últimas fases del proceso histórico por el que el moderno ideal del trabajo ha encontrado su actual formulación extrema.

    El ámbito de la actividad espiritual podría aparecer hasta ahora, especialmente si se le mira desde la posición del trabajador manual, como un coto privilegiado donde no hay que trabajar. Y ocupando un lugar central estarían, ante todo, los dominios de la educación filosófica, que parecen sustraerse en grado máximo al mundo del trabajo.

    La fase más reciente de ese proceso triunfal del “tipo imperial” del “trabajador” está constituida por el hecho de que el trabajo, con su carácter ejemplar, haya conquistado todo el territorio del quehacer espiritual, sin excluir los dominios de la educación filosófica, y que todo este ámbito esté sometido a las exigencias exclusivas del mundo del trabajo. Y ese triunfo se manifiesta en los conceptos “trabajo espiritual” y “trabajador del espíritu”, así como en el auge y expansión que van adquiriendo y que son inherentes a los mismos.

    En este último estadio del proceso se abarca el sentido de toda la evolución histórica como en una fórmula de la máxima precisión y concisión. Por tanto, llegamos a percibir la auténtica intención normativa del mundo totalitario del trabajo cuando intentamos darnos cuenta de la estructura interna del concepto “trabajo espiritual”.

    El concepto “trabajo del espíritu” tiene diversos orígenes históricos que lo ilustran y aclaran.

    En primer lugar, una de las bases de dicho concepto la constituye una cierta idea que se tiene acerca de la forma de realizarse el conocimiento espiritual.

    ¿Qué ocurre cuando nuestros ojos ven una rosa? ¿Qué hacemos en esa ocasión? Al percatarnos de ella y observar su color y su forma, nuestra alma se comporta receptivamente, tomamos, percibimos. Es cierto que somos activos y estamos mirando algo. Pero es un mirar sin tensión, si es que se trata realmente de un intuir auténtico y no de una observación, que consiste ya en medir y calcular, pues la observación es una actividad tensa que ha inspirado a Ernst Jünger la afirmación de que ver es un “acto agresivo”. La intuición, intuir, contemplar, es, en cambio, la apertura de los ojos a un mirar receptivo de las cosas que se le ofrecen, que nos penetran sin necesidad de un esfuerzo de captación del observador.

    Apenas hay discusión en el hecho de que la percepción sensible se realice de esa forma de un modo muy análogo.

    ¿Y qué ocurre con el conocimiento espiritual? Cuando el hombre se percata de objetividades no visibles, no sensibles, ¿hay algo así como un puro ver receptivo? En términos técnicos, ¿hay una “intuición intelectual”?

    Los antiguos contestaron afirmativamente a esta pregunta, mientras que la filosofía moderna suele responder negativamente.

    Para Kant, por ejemplo, el conocimiento espiritual del hombre es exclusivamente “discursivo”; es decir, no intuitivo. Se ha caracterizado esta tesis en breves palabras como uno de los “presupuestos dogmáticos de más graves consecuencias de la teoría kantiana del conocimiento”. En opinión de Kant, el conocimiento humano se lleva a cabo principalmente en los actos de análisis, cópula, comparación, distinción, abstracción, deducción, demostración, simples formas y modos del esfuerzo activo del pensamiento. El conocer (el conocer espiritual del hombre), según la tesis kantiana, es exclusivamente una actividad, nada más que actividad.

    Partiendo de esta base, no es de extrañar que Kant llegara a entender el conocimiento y el filosofar (el filosofar precisamente, pues es lo más alejado de la percepción sensible) como trabajo.

    Y lo dijo expresamente: por ejemplo, en un estudio aparecido en 1796 dirigido contra la filosofía romántica de la intuición y del presentimiento de Jacobi, Schlosser y Stolberg. En la filosofía -dice- rige “la ley de la razón; es decir, la de la conquista de un patrimonio mediante el trabajo”. Y porque no es trabajo, por eso no es la filosofía de los románticos una auténtica filosofía, reproche que hay que hacer incluso al mismo Platón, “padre de todos los lirismos a que da lugar la filosofía”, y advierte, en cambio, con aprobación y elogio: “La filosofía de Aristóteles, por el contrario, es trabajo”. De esta opinión de que en la filosofía está uno dispensado de trabajar, procede también la “voz altiva y aristocrática que se alza de nuevo en la filosofía”: una falsa filosofía, “en la que no hace falta trabajar, sino únicamente oír y paladear en sí mismo el oráculo, para conquistar radicalmente toda la sabiduría que la filosofía se propone”; esta seudofilosofía cree poder mirar altivamente por encima del hombro el esfuerzo y el trabajo del verdadero filósofo.

    La filosofía antigua ha pensado sobre este asunto de modo distinto, aunque evidentemente estaba lejos de justificar a aquel que se comportase ligeramente, aunque en forma “genial”. Tanto los griegos, y Aristóteles no menos que Platón, como los grandes pensadores medievales, creían que había no sólo en la percepción sensible, sino también en el conocimiento espiritual del hombre, un elemento de pura contemplación receptiva, o, como dice Heráclito, de “oído atento al ser de las cosas”.

    La Edad Media distingue la razón como ratio de la razón como intellectus. La ratio es la facultad del pensar discursivo, del buscar o investigar, del abstraer y concluir. El intellectus, en cambio, es el nombre de la razón en cuanto que es la facultad del simplex intuitus, de la “simple visión”, a la cual se ofrece lo verdadero como al ojo el paisaje. Ahora bien: la facultad cognoscitiva espiritual del hombre, y así lo entendieron los antiguos, es ambas cosas: ratio e intellectus; y el conocer es una actuación conjunta de ambas. El campo del pensar discursivo está acompañado y entretejido por la visión comprobadora y sin esfuerzo del intellectus, el cual es una facultad del alma no activa, sino pasiva, o mejor dicho, receptiva; una facultad cuya actividad consiste en recibir.

    Una cosa hay que añadir, sin embargo: también los antiguos han visto en el esfuerzo activo del pensar discursivo lo propiamente humano del conocer del hombre; lo que distingue al hombre es la ratio; el intellectus está más allá de lo que corresponde propiamente al hombre. A éste, sin embargo, le es inherente ese algo “suprahumano”: lo “propiamente humano” sólo es capaz de llenar y satisfacer la facultad cognoscitiva de la naturaleza humana; le es esencial al hombre trascender los límites de lo humano y aspirar al reino de los ángeles, de los espíritus puros. “Aunque el conocimiento del alma humana tiene lugar del modo más propio por la vía de la ratio, hay, sin embargo, en él una especie de participación de aquel conocimiento simple, que se encuentra en los seres superiores, de los cuales se dice por esto que tienen la facultad de la intuición espiritual”; así se expresa Santo Tomás de Aquino en las Quaestiones disputatae de veritate. Esta frase quiere decir lo siguiente: en el conocimiento humano encontramos una participación en la facultad intuitiva no discursiva de los ángeles, a los cuales les está dado percibir lo espiritual lo mismo que nuestro ojo percibe la luz y nuestro oído el sonido. Hay en el conocimiento humano el elemento de la visión no activa, puramente receptiva, lo cual ciertamente no se debe a lo propiamente humano, sino a una superación de lo humano, que, sin embargo, da plenitud precisamente a la más alta posibilidad del hombre y es, por tanto, de nuevo lo “propiamente humano” (lo mismo que, según las palabras de Santo Tomás, la vita contemplativa, aunque es la forma más excelsa de la existencia humana, es non proprie humana sed superhumana, “no propiamente humana, sino suprahumana”).

    También la filosofía antigua, por tanto, encontró en el carácter laboral que tiene el conocimiento lo humano precisamente, y así lo llamó. Pues la actuación de la ratio, el pensar discursivo, es trabajo, actividad esforzada.

    La simple visión del intellectus, la intuición, sin embargo, no es trabajo. Y el que entienda, lo mismo que los antiguos, que el conocimiento espiritual del hombre es una actuación mutua de la ratio e intellectus y pueda percibir en el pensar discursivo el ingrediente de “intuición intelectual” y descubra, sobre todo, en el conocimiento filosófico, que tiene como objeto el ser en general, el ingrediente de contemplación, tendrá que encontrar que la caracterización del conocimiento y del filosofar como trabajo no sólo no es exhaustiva, sino que no llega al núcleo del asunto, pues se deja algo esencial. Es verdad que el conocer en general, y el conocer filosófico en especial, no es posible sin la actividad esforzada del pensar discursivo, sin la labor improbus del “trabajo del espíritu”. Pero hay algo, y algo especial, que no es trabajo.

    La afirmación de que el conocer es trabajo, porque el conocer es actividad, nada más que actividad, tiene dos aspectos, representa dos pretensiones o exigencias: una, planteada al hombre, y otra, que procede de éste.

    Si quieres conocer algo tienes que trabajar; en la filosofía rige “la ley de la razón de que hay que conquistarse, con el trabajo, un patrimonio”; ésta es la exigencia planteada al hombre. Y el otro aspecto, más oculto, no visible tan claramente a primera vista, lo constituye la pretensión del hombre contenida en aquella afirmación; si el conocer es trabajo, exclusivamente trabajo, lo que consigue en el conocimiento el sujeto cognoscente es el fruto de su propia y subjetiva actividad y nada más; en el conocimiento no hay, por tanto, nada que no se deba al esfuerzo propiamente humano; no hay nada recibido.

    En resumen, esta opinión acerca de la esencia del conocer humano, a saber: que consiste exclusivamente en una actuación activo-discursiva de la ratio, tenía que producir como consecuencia natural que se concediera una importancia muy especial al concepto del “trabajo del espíritu”.

    Y si observamos el rostro del “trabajador” vemos que es el rasgo del esfuerzo y de la tensión lo que se agudiza en el concepto del “trabajo del espíritu”, obteniendo una confirmación como si dijéramos definitiva. Es el rasgo de la “actividad incondicionada” (de la cual dice Goethe que “al final hace bancarrota”); es el gesto duro de no poder recibir, de no ser capaz de recibir; es el endurecimiento del corazón, que no quiere que le afecte nada y que en forma extrema y radical se expresa en una frase tremenda: “Cualquier acción tiene sentido, incluso el crimen; cualquier pasividad…, por el contrario, no tiene sentido”.

    Pero no es que “pensar discursivo” e “intuición intelectual” estén exclusivamente en la relación de actividad y receptividad, tensión activa y contemplar receptivo. También se comportan entre sí como si fueran, por una parte, dificultad y fatiga, y, por otra, facilidad y posesión tranquila y pacífica.

    Con esta contraposición de fatiga y facilidad se ha mencionado ya un segundo origen del matiz especial que se ha dado al concepto de “trabajo del espíritu”.

    Habrá que hablar aquí de una determinada concepción acerca del criterio del valor o no valor de la acción humana en general.

    Cuando Kant dice que el filosofar es un “trabajo hercúleo”, no hace simplemente calificar, sino que ve en el carácter laboral una legitimación; el filosofar se revela como auténtico en el hecho de que es un “trabajo hercúleo”. Lo que ante todo hace para Kant tan sospechosa la “intuición intelectual” es el hecho de que, como dice él desdeñosamente, “no cuesta nada”. No espera de la “intuición intelectual” ningún provecho real desde el punto de vista del conocimiento, porque a la naturaleza del intuir le es inherente la facilidad.

    Pero con esto, ¿no se desliza por lo menos la opinión de que en el esfuerzo del conocimiento es donde se encuentra la garantía de la verdad del mismo?

    Esta creencia no distará mucho de aquella ética que ve un falseamiento de la verdadera moralidad en todo aquello que hace el hombre por inclinación natural; es decir, sin fatiga. Según Kant, es inherente a la noción de la ley moral que esté en contraposición con el impulso natural. Por tanto, es propio de la misma naturaleza que el bien sea algo difícil y que el voluntario esfuerzo del dominio de sí mismo se convierta en la medida del bien moral; lo más difícil es bien en mayor medida. El irónico dístico de Schiller da certeramente en el punto débil de esta posición: “Sirvo con gusto al amigo, pero lo hago, desgraciadamente, porque me siento inclinado a ello –y me lamento con frecuencia de no ser virtuoso”.

    El bien sería entonces la fatiga. Ya formuló este pensamiento el antiguo cínico Antístenes, un compañero de Platón, perteneciente como él al círculo socrático. Es Antístenes, dicho sea de paso, una personalidad sorprendentemente moderna; en él se encuentra la primera formulación del modelo normativo del “trabajador”, o, mejor dicho, él mismo lo representa. No sólo procede de él la frase mencionada, de que la fatiga es el bien. Él es también el que ha creado el modelo del Hércules, el realizador de trabajos sobrehumanos, modelo que, según parece, tiene hasta la época contemporánea aún (o de nuevo) un cierto influjo imperativo; pasando por Erasmo de Rotterdam, llegamos a Kant, el cual adjudica al trabajo del filosofar el heroico calificativo de hercúleo, y asimismo en Carlyle, el profeta de la religión del trabajo: “Tienes que esforzarte como Hércules …” Antístenes el cínico no tiene, como moralista autárquico que es, ningún sentido de lo cultual, de lo cual más bien se burla al estilo de un hombre de la Ilustración; se desinteresa de las artes bellas (la poesía sólo le interesa en la medida que expone doctrinas morales); le falta la capacidad de reacción ante el Eros (“Con mucho gusto daría ya muerte a Afrodita”); como realista grosero que es, no piensa nada acerca de la inmortalidad (sólo importa que “vivamos rectamente” en la tierra). ¿No parece como si se hubiesen compuesto cuidadosamente los rasgos característicos de este cuadro con el fin de crear un modelo abstracto del tipo puro del “trabajador”?

    “La fatiga es el bien”: frente a esta opinión, Santo Tomás de Aquino, en la Suma Teológica, establece la tesis siguiente: “La esencia de la virtud reside más en el bien que en la dificultad”; “por tanto, no todo lo que es más difícil es más meritorio, sino que si es más difícil ha de serlo de tal forma que sea al mismo tiempo mayor bien”.

    La Edad Media dijo de la virtud algo que a nosotros, paisanos de Kant, nos cuesta penetrar: ¿Nos pone la virtud en estado de ser dueños de nuestras inclinaciones naturales? No, diría Kant; y todos nosotros estamos familiarizados con ese pensamiento. No; Santo Tomás dice que la virtud perfecciona, hasta el punto de seguir rectamente nuestras inclinaciones naturales. Las supremas realizaciones del bien moral se caracterizan por el hecho de que se consiguen fácilmente, pues es inherente a su esencia que procedan de la caridad. Pero el significado mismo de la caridad lleva implícita una relevancia operativa del esfuerzo y la dificultad. ¿Por qué el cristiano corriente cree que el amor al enemigo es una forma tan grande del amor? Pues, ante todo, porque en ese amor la inclinación natural queda dominada hasta un grado heroico; su grandeza la constituye su inusitada dificultad, su casi imposibilidad. Sin embargo, Santo Tomás dice: “No es la dificultad que hay en amar al enemigo lo que cuenta para lo meritorio si no es en la medida en que se manifiesta en ella la perfección del amor, que triunfa de dicha dificultad. Así, pues, si la caridad fueran tan completa que suprimiese en absoluto la dificultad, sería entonces más meritoria”.

    Hay que tener en cuenta también que lo propio del conocimiento no es el esfuerzo mental, sino la aprehensión de las cosas, que son el descubrimiento de la realidad.

    Y del mismo modo que tratándose del bien de la virtud más grande no sabe de dificultades, así también se le concede al hombre la forma suprema del conocimiento -la repentina ocurrencia genial, la auténtica contemplación- como si fuera un regalo; fácilmente y sin fatiga. Santo Tomás cita simultáneamente la contemplación y el juego; y la Sagrada Escritura, hablando de la divina Sabiduría, dice: “Por el ocio de la contemplación está siempre solazándose, recreándose en el orbe de la tierra” (Prov., 8, 30).

    Ciertamente que puede preceder a esa suprema realización del conocimiento un gran esfuerzo mental; quizá tiene que preceder (a no ser que el conocimiento en cuestión sea gracia en sentido estricto); pero en todo caso el esfuerzo no es causa, sino condición. También la santa facilidad del obrar, producto de la caridad, puede tener como presupuesto el heroico esfuerzo de la voluntad.

    Lo decisivo es que virtud quiere decir realización del bien; puede presuponer un esfuerzo moral, pero no se agota en ser esfuerzo moral. Y conocer significa alcanzar la realidad de las cosas que son, y el conocimiento no se agota en ser labor mental, “trabajo del espíritu”.

    Este aspecto del concepto del “trabajo del espíritu”, la revalorización de la dificultad en cuanto tal, representa la confirmación y agudización de un determinado rasgo del rostro del “trabajador”: el hieratismo del que está dispuesto incondicionalmente a soportar el dolor. Esta incondicionalidad para soportar el dolor es lo decisivo y distintivo; esta resolución ante el dolor, que es el sentido último de toda “disciplina”, se distingue radicalmente por el hecho de que no pregunta por el “para qué” de la oblación entendida cristianamente, la cual no quiere el dolor en cuanto tal, la fatiga en cuanto tal, ni la dificultad en cuanto tal, sino la integridad más alta, la santidad, la plenitud del ser y, por tanto, en último término, la plenitud de la felicidad. “Fin y norma de la templanza es la felicidad”.

    Pero la creencia más íntima que sostiene esa revalorización del esfuerzo parece ser la de que el hombre desconfía de todo lo que es fácil, que únicamente quiere tener, en conciencia, como propiedad lo que él mismo se ha conseguido con doloroso esfuerzo y rehúsa admitir regalos.

    Reflexionemos un momento en la importancia que para una comprensión cristiana de la vida tiene el hecho de que haya “gracia”; recordemos que al Espíritu Santo se le denomina, con un sentido concreto, “don”; que los grandes doctores de la cristiandad afirman que la justicia divina presupone su amor y que todo lo logrado, todo aquello que se puede exigir presupone algo donado, no debido y no meritorio, no logrado, que lo primero es siempre algo recibido; si tenemos presente por un momento todo esto, no daremos cuenta entonces del abismo que hay entre aquella actitud y las creencias del occidente cristiano.

    Nos hemos preguntado por la procedencia del concepto del trabajo espiritual y hemos encontrado que este concepto tiene su origen, ante todo, en dos tesis; en primer lugar, la creencia de que el conocimiento humano se lleva a cabo exclusivamente por la vía de la actividad discursiva y, en segundo lugar, la afirmación de que el esfuerzo del conocimiento es un criterio de verdad. Sin embargo, hay que hablar aún de un tercer elemento que tiene las apariencias de ser más decisivo todavía que los dos primeros y los implica. Ese elemento es el aspecto social que encontramos en el concepto del “trabajo del espíritu” y naturalmente tanto más en el de “trabajador del espíritu”.

    El trabajo así entendido quiere decir tanto como servicio social. Y el “trabajo del espíritu” será una actividad espiritual en cuanto que es un servicio social y representa una contribución al bien común. Pero no es esto sólo a lo que aluden las ideas de “trabajo del espíritu” y “trabajador del espíritu”. El significado actual de esa expresión idiomática hace referencia también a una “clase de trabajadores”.

    Con ello se da a entender también aproximadamente lo siguiente: no sólo el trabajador a sueldo, no sólo el artesano, no sólo el proletario, sino también el intelectual, el estudiante es trabajador, concretamente “trabajador del espíritu”; queda inserto también en el sistema social de distribución del trabajo, vinculado a su función; es un funcionario en el mundo totalitario del trabajo, aunque reciba el nombre de “especialista”; es en todo caso un funcionario. Ahora es cuando nuestra cuestión entra en la fase aguda de su problemática. Y todos saben en qué medida esta problemática ha empezado a cobrar una significación que trasciende resueltamente de la simple teoría.

    Y, sin embargo, lo “social”, entendiendo por ello la mutua relación de capas y grupos sociales, no es más que el primer aspecto de la cuestión, y de ello hablaremos más adelante.

    La cuestión auténtica es de carácter metafísico. Es la antigua cuestión acerca de la justificación y sentido de las artes liberales, de las “artes libres”. Pero ¿qué son las “artes libres”? En su comentario a la Metafísica aristotélica, Santo Tomás de Aquino da una definición: “Únicamente se llaman libres aquellas artes que están ordenadas al saber; aquellas, en cambio, que están ordenadas, mediante el ejercicio de una actividad, al logro de un bien útil, se llaman… “artes serviles”. Y seis siglos más tarde Juan Enrique Newman dirá: “Bien sé que el saber puede hacerse fructífero con la práctica; pero puede volver también al entendimiento de donde procedió, y hacerse filosofía. En un caso recibe el nombre de saber útil y en el otro el de saber libre”.

    Así, pues, las “artes libres” son aquellos modos de actuación humana que tienen su sentido en sí mismos, y las “artes serviles” los que tienen, por el contrario, su fin fuera de sí mismos, fin que consiste concretamente en un efecto útil realizable mediante una práctica. La “libertad”, por tanto, de las “artes libres” está en que no están dispuestas para fin alguno, no necesitan legitimarse por su función social, ni por el hecho de que sean trabajo.

    Muchos pensarán que la pregunta acerca de la justificación y sentido de las “artes libres” es algo completamente resuelto y concluido. Traducido al lenguaje de nuestro tiempo, se puede expresar en la forma siguiente: ¿Hay algún dominio de la actividad humana, mejor dicho, de la existencia humana, que no se legitime por el hecho de quedar incluido en la mecánica finalista de un plan quinquenal? ¿Lo hay o no lo hay?

    La intrínseca orientación de los conceptos “trabajo del espíritu” y “trabajador del espíritu” apunta a una respuesta negativa; el hombre es, esencialmente y en toda su existencia, funcionario, incluso en las formas más elevadas de su actividad.

    Orientemos la cuestión hacia la filosofía y la educación filosófica. La filosofía se puede contar como la más libre de las artes libres. “El saber es verdaderamente libre en la medida en que es saber filosófico”, dice Newman. La filosofía, en cierto sentido, ha impuesto también su nombre; la “Facultad de Artes” de la Edad Media, así llamada por cultivarse en ella las “artes liberales”, se llama en la actualidad Facultad de Filosofía.

    La filosofía y su vigencia constituyen, por tanto, para nuestra cuestión un indicador de un carácter muy especial.

    Pues no hay que discutir mucho acerca de si las ciencias naturales, la ciencia médica, la ciencia del derecho y las ciencias económicas tienen un lugar circunscrito en el sistema de funciones y de distribución del trabajo del moderno cuerpo social, y en qué medida ocurre eso, y si, por tanto, hay que incluirlas en el concepto de trabajo en este sentido social. Es inherente a la naturaleza de las ciencias particulares el que hagan referencia a fines que son exteriores a ellas. Hay también, sin embargo, la ciencia particular, que se cultiva en forma filosófica, y para ella sirve nuestra pregunta en el mismo sentido que para la filosofía misma. “La ciencia particular cultivada en forma filosófica” quiere decir, en verdad, la ciencia cultivada en una forma “académica”, en el sentido original que tiene esta palabra (pues “académicamente” quiere decir “filosóficamente” o no quiere decir nada”.

    Cuando se habla del lugar y de la justificación de la filosofía se trata nada más y nada menos que del lugar y de la justificación de la Universidad, de la formación académica, mejor dicho, de la formación en general en sentido auténtico; es decir, en el sentido en que se distingue primariamente de cualquier mera instrucción profesional y la supera también primariamente.

    El funcionario es una persona instruida. La instrucción se caracteriza por el hecho de que se dirige a una parte especial del hombre y a un sector del mundo. La formación tiene como fin la totalidad. Persona formada es aquella que sabe lo que pasa en el mundo tomado en su totalidad.

    La formación concierne a todo el hombre en cuanto que es capax Universi, en cuanto que puede abarcar el conjunto total de las cosas que son.

    Esto no quiere decir nada contra la instrucción ni contra el funcionario. Evidentemente, el ejercicio de la función profesional especializada es la forma normal de la actuación humana; lo normal es el “trabajo”, lo cotidiano es el día laborable. El problema es si el mundo del hombre se agota con ser un “mundo del trabajo”, si el hombre consiste simplemente en ser funcionario, “trabajador”, si la existencia humana adquiere plenitud siendo exclusivamente existencia que trabaja cotidianamente. Formulando la cuestión en otra forma, retraduciéndola, ¿hay artes libres? Los que propugnan el mundo totalitario del trabajo tienen que contestar negativamente. En el mundo del “trabajador” es válida, como dice Ernesto Jünger, “la negación de la investigación libre”. En el Estado laboral construido con consecuencia lógica no puede haber ni auténtica filosofía, pues es inherente a la esencia de ésta no estar dispuesta a servir para fines, y ser en este sentido “libre”, ni puede haber ciencias particulares cultivadas en forma filosófica; es decir, formación académica en su sentido original.

    Esta imposibilidad queda expresada y confirmada, como en una fórmula abreviada, ante todo en la frase acuñada “trabajador del espíritu”.

    Por eso es tan angustiosamente sintomático que el lenguaje, y concretamente el académico, haya adoptado en general estas expresiones de “trabajador del espíritu” y “trabajador intelectual”.

    Los antiguos afirmaban que hay formas humanas de actuación no útiles y justificadas, que hay artes libres. No sólo hay el mero saber funcional, sino también “el saber del gentleman” (con esta feliz fórmula intentó J. H. Newman traducir, en sus discursos universitarios, el antiguo término de artes liberales).

    No hace falta explicar que no todo lo que no se puede incluir en el concepto de útil es inútil. Y por eso en modo alguno es irrelevante para un pueblo y para la realización de su bien común que se conceda o no un lugar y un puesto destacado a esa actuación que no es “trabajo útil”, en el sentido que se da a la utilidad y al empleo. El ministro de Estado Goethe decía, el 20 de Octubre de 1830, a Federico Soret: “Nunca me he preguntado… ¿cómo serviré a la totalidad?, sino que siempre he procurado… expresar lo que yo he reconocido como bueno y válido. Esto, ciertamente…, en gran medida… ha sido útil; pero éste no era el fin, sino una consecuencia absolutamente necesaria”.

    No sólo existe la utilidad, sino también la bendición.

    Y en ese sentido se entiende la tesis medieval de que es “necesario para la perfección de la comunidad humana que haya hombres que se consagren a la vida no útil de la contemplación”; bien entendido: que esto es necesario para la perfección, no de los individuos que se dedican a la vita contemplativa, sino de la comunidad humana. Nadie que piense con la categoría de “trabajador del espíritu” podría decir algo parecido.

  4. #4
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    Re: Trabajo, esfuerzo y ocio

    III.

    Por el bosquejo que se ha hecho de la figura del trabajador vemos que dicha figura está caracterizada, ante todo, por estos tres rasgos: la más extrema tensión de las fuerzas activas, absoluta y abstracta disposición para el padecer, inserción total en el sistema racional de planificación de la organización utilitaria social; desde este punto de vista, repetimos, el ocio sólo puede aparecer como algo completamente imprevisto, extraño, incongruente, incluso absurdo, y moralmente hablando como algo impropio, sinónimo de holgazanería y pereza.

    En contraposición a esto, la doctrina vital de la Alta Edad Media dice precisamente lo contrario: la falta de ocio, la incapacidad para el ocio, está en relación estrecha con la pereza; de la pereza es de donde procede el desasosiego y la actividad incansable del trabajar por el trabajo mismo. Constituye una relación curiosa el hecho de que la actividad desasosegada de un fanatismo suicida por el trabajo proceda de una deficiencia en voluntad de realización; un pensamiento sorprendente que sólo podemos descifrar con esfuerzo. Pero merece la pena que nos detengamos en ello un momento. ¿A qué alude propiamente la antigua doctrina de vida al hablar de la pereza, de la acedia?

    En primer lugar, se refiere a algo distinto de lo que solemos querer decir cuando hablamos “de la madre de todos los vicios”. Para la antigua doctrina de vida, la pereza significa, ante todo, que el hombre renuncia al rango que se le fija en virtud de su propia dignidad; que no quiere ser lo que Dios quiere que sea, lo cual quiere decir que no quiere ser lo que realmente y en última instancia es. La acedia es la “desesperación de la debilidad”, de la que dijo Kierkegaard que consiste en que uno “desesperadamente no quiere ser él mismo”. El concepto teológico-metafísico de la pereza significa, por tanto, que el hombre no asienta en última instancia a su auténtico ser; que después de toda su enérgica actividad, no se encuentra consigo mismo; que, como decía la Edad Media, se apodera de él la tristeza, por lo que se refiere al bien divino que habita en él mismo (esa tristeza es la tristia saeculi de la Sagrada Escritura).

    Ahora bien: ¿será la actividad industriosa y la laboriosidad, en el sentido que tiene en la vida económica burguesa, el concepto contrario correlativo de este concepto teológico-metafísico de la pereza?

    Se ha querido interpretar en realidad la acedia como si tuviera algo que ver con el ethos económico de la Edad Media. Sombart, por ejemplo, dice que la acedia es el defecto del tranquilo sedentario, en oposición al trabajador útil y activo; pero contra esta interpretación ya se ha pronunciado Max Scheler. Y posteriormente a Sombart se tradujo acedia por “mezquindad laboral (industrial)”, lo cual sólo puede querer decir que la acedia es, por tanto, una falta de espíritu económico de empresa. Es especialmente lamentable la precipitación apologética con que se intenta legitimar la “doctrina cristiana”, haciéndola coincidir con la moda al uso y, en nuestro caso, introduciendo el activismo moderno en el “ethos del trabajo de la Iglesia”, lo que lleva, por ejemplo, a traducir la frase serena de Santo Tomás de Aquino “vivere secundum actum est quando exercet quis opera vitae in actu” de la siguiente manera: “Vivir in actu consiste en ejercitarse, trabajar, actuar”. (¡Cómo si no creyera Santo Tomás que la contemplación es un opus vitae!).

    El concepto opuesto al de acedia no es el espíritu de trabajo de la vida industriosa y laboral, sino la afirmación y aceptación alegre que el hombre hace de su propio ser, del mundo en su conjunto, y de Dios, es decir, el amor (del cual procede también ciertamente la especial lozanía propia del ser activo, que no puede confundirse, sin embargo, con la espasmódica actividad del fanático del trabajo).

    ¿Adivinaríamos, si no se nos hubiera transmitido expresamente, que Santo Tomás de Aquino entiende la acedia como un pecado contra el tercer mandamiento precisamente? Encuentra tan poca relación entre la pereza y la imagen contraria al “ethos del trabajo”, que la explica más bien como una infracción del “descanso del espíritu en Dios”.

    Pero se dirá: ¿Qué tiene que ver todo esto con nuestra cuestión?

    La acedia se cuenta entre los vitia capitalia, entre los siete “pecados capitales”. Esta traducción no es muy feliz. Caput significa cabeza; pero caput quiere decir también fuente, y esto es a lo que aquí se alude; los pecados de donde proceden, como de un manantial, otras desviaciones, en un proceso, por así decirlo, natural. La antigua doctrina de vida decía, y con esto volvemos a nuestra cuestión, que de la pereza se derivan, entre otras desviaciones, la interna actividad desazonada y la falta de ocio (“entre otras”, pues una de las “hijas de la acedia” es también la desesperación, lo cual significaría que la falta de ocio y la desesperación eran “hermanas”, pensamiento que podría poner al descubierto y aclarar la creencia que se encubre con la frase, tan sospechosamente enérgica, “trabajar y no desesperar”).

    La pereza, en el sentido antiguo, tiene tan poco que ver con el ocio que es más bien el íntimo supuesto de la falta de ocio. Sólo puede haber ocio cuando el hombre se encuentra consigo mismo, cuando asiente a su auténtico ser, y la esencia de la acedia es la no coincidencia del hombre consigo mismo.

    Pereza y falta de ocio se corresponden. El ocio se opone a ambas.

    El ocio es, como actitud del alma (pues hay que dejar bien sentado algo evidente: que el ocio no se debe solamente a hechos externos como pausa en el trabajo, tiempo libre, fin de semana, permiso, vacaciones; el ocio es un estado del alma), precisamente lo contrapuesto al ejemplo del “trabajador”, y esto desde cada uno de los tres aspectos de que se ha hablado, a saber: trabajo como actividad, trabajo como esfuerzo y trabajo como función social. Veamos:

    Primero. Frente al exclusivismo de la norma ejemplar del trabajo como actividad está el ocio como la actitud de la no-actividad, de la íntima falta de ocupación, del descanso, del dejar hacer, del callar.

    El ocio es una forma de ese callar que es un presupuesto para la percepción de la realidad; sólo oye el que calla, y el que no calla no oye. Ese callar no es un apático silencio ni un mutismo muerto, sino que significa más bien que la capacidad de reacción que por disposición divina tiene el alma ante el ser no se expresa en palabras. El ocio es la actitud de la percepción receptiva, de la inmersión intuitiva y contemplativa en el ser.

    En el ocio hay, además, algo de la serena alegría del no poder comprender, del reconocimiento del carácter secreto del mundo, de la ciega fortaleza del corazón del que confía y que deja que las cosas sigan su curso; hay algo de la “confianza en lo fragmentario, que es lo que precisamente constituye la vida y la esencia de la Historia”.

    En la misma nota del Diario del poeta Conrado Weiss, de la que se ha tomado la frase que antecede se habla de la forma precisas de hablar y pensar de Ernesto Jünger, que se caracteriza por una especie de “fanatismo de la verdad y de la disciplina”, y que de hecho parece arrancar a las cosas su secreto, en un audaz acto de agresión, y exhibirlo asépticamente disecado, de la forma siguiente: esa “forma de exponer” es, “sin embargo, lo opuesto a toda contemplación y es como una pereza que se aventura en las sublimidades de la exactitud …, frente a la verdadera pereza, que da su tiempo a Dios, a las cosas y al mundo, a todo, bueno o malo, con morosidad para lo bueno y para lo malo”.

    El ocio no es la actitud del que interviene, sino la del que se relaja; no la del que ase, sino la del que suelta, se suelta y abandona, casi como la actitud abandonada del que duerme (sólo el que se abandona está en disposición de dormir). Y en realidad, lo mismo que la falta de ocio y la falta de sueño parecen estar en cierto sentido relacionadas entre sí, así también el hombre, tratándose del ocio, es afín a los que duermen, de los cuales dijo Heráclito el Oscuro que “actúan y cooperan en el acontecer del cosmos”.

    El recreo confortante que nos procura la visión absorta de una rosa que se abre, de un niño que duerme, de un misterio divino, ¿no se asemeja al que conseguimos con un sueño profundo y tranquilo? Pues las grandes y felices intuiciones y ocurrencias, las que no se pueden captar, se le conceden al hombre en el ocio sobre todo; como dice el libro de Job (35, 10). Dios envía por la noche cantares de júbilo, y el pueblo sencillo sabe que el Señor concede a los suyos en el sueño la felicidad y lo que más le conviene. En ese silencioso estar abierto del alma se le puede dar al hombre el don de percibir “lo que íntimamente da consistencia al mundo”, quizá sólo por un instante, como un relámpago, de suerte que después haya de volver a descubrir con esforzado “trabajo” la visión que se tuvo en ese momento.

    Segundo. Frente al exclusivismo de la norma ejemplar del trabajo como esfuerzo se encuentra el ocio como la actitud de la contemplación festiva. La actitud festiva interior del que “huelga” pertenece, como lo expresa el concepto exclusivamente alemán “Feierabend” (“tarde de fiesta”, lo que queda del día después de la jornada de trabajo), a la esencia misma de lo que entendemos aquí por ocio. El ocio únicamente es posible una vez presupuesto, como hemos dicho, que el hombre no sólo concuerde con su propia y verdadera esencia, sino también con el sentido del universo (mientras que la pereza radica en la falta de esta conformidad). El ocio vive de la afirmación. No es simplemente lo mismo que falta de actividad; no es lo mismo que tranquilidad o silencio, ni siquiera interior. Es como el silencio en la conversación de los que se aman, que se alimenta del acuerdo que reina entre ellos. En el fragmento de Hölderlin: “Die Musse”, “El ocio”, se encuentran estos versos:

    Como una amoroso olmo me yergo en el campo apacible,
    y como sarmientos y frutos de vid me rodean,
    y se enroscan en mi tronco los juegos sabrosos de la vida.

    Y así como, según la Escritura, Dios, “gozándose en las obras que había hecho”, vio que “era bueno cuanto había hecho” (Gen. 1, 31), así también el ocio humano implica la detención aprobatoria de la mirada interior en la realidad de la Creación.

    La forma más elevada de afirmación es, pues, la fiesta; entre sus características esenciales se cuenta, según el especialista en historia de las religiones Karl Kerényi, “el sosiego, la intensidad de vida y la contemplación hermanas entre sí”. “Celebrar una fiesta” quiere decir vivir de un modo patente, no cotidiano, ratificándola, la aceptación del sentido fundamental del universo y la conformidad con él, la inclusión en él.

    La fiesta es el origen, íntimo y fundamental, del ocio. Es su carácter festivo lo que hace que el ocio no sea sólo carencia de esfuerzo, sino lo contrario del esfuerzo.

    Tercero. El ocio se contrapone a la exclusividad de la norma ejemplar del trabajo como función social.

    La simple pausa en el trabajo, ya dure éste una hora o una semana o más aún, sigue perteneciendo a la vida del trabajo cotidiano. Está incluida en el transcurso cronológico de la jornada de trabajo, es una parte de él.

    La pausa se hace para el trabajo. Su misión es suministrar “nuevas fuerzas para trabajar de nuevo”, como el concepto del descanso reparador indica; uno se repone tanto del trabajo como para el trabajo.

    El ocio corta perpendicularmente el término de la jornada de trabajo, exactamente como la “simple intuición” del intellectus no es una prolongación (por decirlo así) del proceso trabajoso de la ratio, sino que lo corta perpendicularmente (los antiguos compararon a la ratio con el tiempo y al intellectus, en cambio, con el “ahora permanente” de la eternidad).

    La razón de la existencia del ocio no es el trabajo mismo, por mucha fuerza que el activo trabajador saque de él; el sentido del ocio no es facilitar en forma de descanso corporal o de recreo espiritual nuevas fuerzas para trabajar de nuevo, aunque esto sea uno de sus efectos.

    Como la contemplación, también el ocio es de rango más elevado que la vita activa (aunque ésta sea lo humano en sentido más propio). Y las jerarquías son inalterables. Por muy verdad que sea que el que acostumbre a rezar por la noche se duerme mejor, nadie puede hacer la oración de la noche con el fin de dormirse. Del mismo modo que nadie que quisiera entregarse al ocio sólo para “reponerse” recogería el verdadero fruto de éste: una restauración como la que se consigue mediante un sueño profundo.

    El ocio no encuentra su justificación en el hecho de que el “funcionario” actúe en la medida de lo posible sin tropiezos y sin fallos, sino en el hecho de que el funcionario continúe siendo hombre (Newman diría que continúe siendo gentleman), lo cual quiere decir que no se circunscriba al limitado medio ambiente de la concreta función de su trabajo, sino que sea capaz de abarcar con su mirada al mundo como una totalidad, realizándose, por tanto, a sí mismo como un ser implantado en el todo del ente.

    La facultad de holgar pertenece, por tanto, a las facultades fundamentales del alma humana, lo mismo que el don de la inmersión contemplativa en el ente y la virtud de elevar festivamente el corazón es la fuerza que, trascendiendo el mundo del trabajo, nos permite establecer contacto con las virtudes sobrehumanas y vitalizadotas del ser, las cuales nos remiten, reanimados y renovados, a la vigilia del día de trabajo. Únicamente en el ocio verdadero se nos abre una “puerta que nos conduce al aire libre” fuera del recinto cercado de esa “angustia latente” en la que un agudo observador ha querido ver el signo del mundo del trabajo, para el que “trabajo y paro son los dos polos de una existencia humana sin salida”.

    El ocio -no sólo en él,, pero innegablemente también en el ocio- se protege y salva lo verdaderamente humano precisamente porque siempre se trasciende alguna vez el terreno de lo propiamente humano, no con el esfuerzo extremado del que quiere alcanzar algo, sino con una especie de arrobamiento (arrobamiento, por supuesto, “más difícil” que la tensión extrema y activa; “más difícil”, porque está menos a nuestro alcance; el estado de tensión extrema es más fácil de producir que el estado de relajación y abandono, por más que éste no implica esfuerzo; tal es la paradoja de la realización del ocio, que es un estado humano y sobrehumano a la vez). Aristóteles dice del ocio: “Así, no puede vivir el hombre en cuanto que es hombre, sino únicamente en cuanto que algo de divino mora en él”.

  5. #5
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    Re: Trabajo, esfuerzo y ocio

    IV.

    Ante esta norma ejemplar del ocio así formulada en una primera aproximación, surge la pregunta acerca de la potencialidad de realización que le es inherente y de las probables “perspectivas” en cuanto a esa realización, así como también del impetus histórico que le es propio. Expresándose más concretamente, la pregunta es la siguiente: ¿Será posible mantener o incluso reconquistar, frente a la presión del mundo totalitario del trabajo, un espacio para el ocio, que no sea sólo un bienestar dominical, sino el ámbito donde pueda desarrollarse una verdadera e íntegra humanidad, la libertad, la verdadera formación, la consideración del mundo como un todo?

    Dicho con otras palabras: ¿será posible evitar que el hombre se convierta por completo en un funcionario, en un “trabajador”? ¿Podrá conseguirse? ¿Y bajo qué condiciones? Pues no hay duda posible en cuanto al hecho de que ese mundo del “trabajador” tiende apremiantemente y de forma irresistible a realizarse históricamente (casi nos sentimos inclinados, con razón o sin ella, a hablar de fuerzas históricas demoníacas).

    La resistencia se ha intentado desde varios puntos y eso no sólo desde ayer ni desde hoy. También se puede decir que determinadas formas de resistencia se han mostrado ya insuficientes; por ejemplo, la posición de l´art pour l´art que la primera guerra mundial hizo desaparecer, y que era un intento plenamente justificado, en lo que cabe, de proteger los dominios del arte contra la tendencia general a que todo tenga su sentido práctico en el mundo. Y en este nuestro tiempo, cuando los frentes propiamente históricos se encuentran en procesos provisionales de restauración y no están aún bien definidos, sobre todo el retorno a la tradición, las obligaciones que, hasta cierto punto, nos impone nuestra condición de herederos espirituales de la antigüedad, la lucha por la subsistencia de los estudios clásicos en bachillerato, así como también por el carácter académico, filosófico, de la Universidad (que es una lucha por que la “Schola” no se convierta en un mero lugar de instrucción profesional), el “Humanismo”, en suma, todas estas palabras caracterizan otras tantas posiciones desde las cuales se intenta asegurar y defender un estado de cosas amenazado y en peligro.

    El problema es si estas posiciones resistirán, si podrán resistir. El problema es si el “Humanismo” es una consigna suficiente; suficiente no en el sentido de una efectividad y virtualidad proselitista, desde el punto de vista psicológico, sino en el sentido de la legitimación metafísica y, por tanto, claro está, de la credibilidad última y de la potencia histórica efectiva. (A propósito del “Humanismo” habría, por lo demás, que advertir que en la Alemania Oriental se acostumbra desde hace poco a llamar “humanista” al materialismo económico, y que el existencialismo ateo en Francia tiene asimismo empeño en ser humanisme, y a ninguno de los dos se les puede negar del todo la razón). Por tanto, la pregunta que hay que hacer es si ante las pretensiones del mundo totalitario del trabajo podría bastar la apelación a un humanum.

    Antes de intentar dar respuesta a esta pregunta, y teniendo en cuenta algunos malentendidos que fácilmente se producen y que quizá ya afloren, digamos algo acerca del aspecto social de nuestro problema en una

    Digresión sobre proletariado y desproletarización

    Hemos sostenido que en el término “trabajador del espíritu” se formulaba de un modo especialmente agudo esta pretensión totalitaria del mundo del trabajo. Ahora bien: en el “Diccionario alemán” de Trübner se afirma que lo valioso de estos conceptos, relativamente recientes, de “trabajo espiritual” y “trabajador del espíritu” está en que en ellos ha quedado vencida la antiquísima oposición, cada vez más acentuada en nuestros días, entre el trabajador manual y el universitario; y al no aceptar nosotros ahora estas denominaciones o aceptándolas sólo con reservas, ¿no expresamos con ello una tesis determinada respecto de ese “antagonismo social”? Por de pronto el hecho de rehusar validez al concepto “trabajador del espíritu” ya indica con seguridad por lo menos esto: que no es posible ni deseable franquear la distancia que separa a las clases sociales fundándose en el hecho común de ser trabajadores. Pero ¿no significa esto que el abismo que separa al sector de formación académica, que puede permitirse al saber como fin en sí, del proletario, que sólo conoce la pausa en el trabajar apenas suficiente para renovar las fuerzas, irá haciéndose de hecho, como consecuencia de nuestra tesis, cada vez más profunda, independientemente de cualquier intención y reflexión subjetivas? Esta objeción no se puede tomar a la ligera.

    En Platón se contrapone de hecho, en una ocasión, la figura del filósofo a la del burgués. Los filósofos son los que “no se han criado como los siervos, sino del modo opuesto. Tal es, ¡oh, Teodoro!, el modo de ser de cada uno de estos dos hombres; uno se ha criado verdaderamente en libertad y con ocio, el que tú llamas un amigo del saber, un filósofo, y a quien no se le da nada tener una apariencia sencilla y a quien no le importa ser útil en l oque a rendimientos serviles se refiere, no saber, por ejemplo, hacer bien su hatillo en los viajes, ni preparar una comida sabrosa …; el otro, que sabe preparar todo esto con disposición y soltura, no sabe llevar, en cambio, el manto como un hombre libre y aún menos alabar de modo digno y con la expresión debida la vida verdadera de los dioses y de los hombres”. Así se lee en el Teetetes platónico. En cuanto al antiguo concepto del bánausos o artesano griego, hay que tener en cuenta, como puede deducirse de este pasaje de Platón, que no se refiere únicamente al rústico, o al que no cultiva las artes bellas, o a la persona que carece de ambiente intelectual, sino expresamente también al hombre que vive del trabajo de sus manos, para distinguirlo de aquel que tiene lo suficiente para disponer libremente de su tiempo. Pero entonces, ¿habrá que renovar ese concepto del burgués y darle el significado a la vez social y cultural de la época precristiana? ¡Naturalmente que no! Pero ¿no está de hecho implicada esa consecuencia al rehusar aplicar el nombre de “trabajo”, que, como siempre se ha dicho, es un nombre honroso, al ámbito, a todo el ámbito de la actividad espiritual? No. Nosotros opinamos que, por una parte, ha de hacerse todo lo posible para vencer ese antagonismo social; pero que, por otra, para alcanzar dicho fin resulta algo falso, algo completamente desprovisto de sentido, buscar la unidad social en la proletarización, por decirlo así, puramente nominal (por ahora) del sector cultural y no en la desproletarización del proletariado.

    Pero, ¿qué quieren decir, en último término, los conceptos proletariado, ser proletario, desproletarización? Dejemos aparte resueltamente y sin reparos la discusión acerca de la realización política de una desproletarización y preguntémonos por principio y “teóricamente”: ¿Qué es propiamente ser proletario y, por tanto, en qué consiste la desproletarización?

    En primer lugar, ser proletario no es lo mismo que ser pobre. Puede uno ser pobre sin ser proletario: el mendigo en el mundo organizado por profesiones no cabe duda que no es proletario. También se puede ser proletario sin ser pobre: el ingeniero, el “especialista” del estado laboral totalitario es sin duda alguna proletario.

    En segundo lugar hay que decir formalmente algo evidente, a saber: que el aspecto negativo y, por tanto, rechazable del ser proletario no está en que este estado se limite a un determinado sector, de suerte que quedaría eliminado lo negativo cuando todos se volvieran proletarios. El ser proletario no puede superarse proletarizando a todos, claro está.

    ¿Qué es, pues, ser proletario? Si se quiere reducir a un común denominador, resumiéndolas, las innumerables definiciones sociológicas del concepto, se puede afirmar lo siguiente: ser proletario es estar vinculado al proceso laboral.

    Esta expresión “proceso laboral” no indica evidentemente el proceso general e ininterrumpido de la actividad humana. Ser proletario no es la necesidad general del hombre de estar ocupado. El trabajo es la ocupación útil, lo cual quiere decir que el trabajo por definición no tiene sentido en sí mismo: tiene por finalidad un bonum utile social, la realización de valores útiles y de cosas necesarias. Y el “proceso laboral” es el fenómeno universal, con distribución de funciones, del utilitarismo, por el cual y en el cual se realiza la “utilidad común” (“utilidad común” no es lo mismo que el concepto, mucho más amplio, de bonum commune).

    La vinculación al proceso laboral es, pues, una sujeción al proceso general del utilitarismo en el que se realiza el “provecho común”, y es además una sujeción de tal grado que con ella queda agotado el espacio vital del hombre que trabaja.

    Esta vinculación puede tener varios orígenes. Puede ser su causa la falta de propiedad: el proletario es “el trabajador que no tiene bienes y depende únicamente de su salario”, “que nada tiene sino su trabajo” y que por ello se ve obligado a enajenar constantemente esa potencialidad suya de trabajo. Puede, sin embargo, originarlo también una orden imperativa del Estado laboral totalitario: proletario es aquel que, desprovisto o no de bienes, en virtud de órdenes ajenas, “está sometido totalmente a las necesidades materiales de la producción de bienes más absolutamente racional”; es decir, del proceso utilitarista. Puede, en tercer lugar, tener su raíz en el empobrecimiento íntimo del hombre; proletario es aquel cuyo espacio vital queda colmado con el proceso laboral porque lo tiene ya íntimamente anquilosado, porque no puede realizar ni quizá siquiera representarse una actuación que tenga sentido y no sea trabajo.

    Y se nos permitirá decir que estas distintas formas de ser proletario, sobre todo las dos últimas, se suscitan y fomentan mutuamente; el Estado laboral totalitario necesita del que no es nada más que funcionario de alma empobrecida, y éste, por su parte, se inclinará a ver y admitir únicamente en el total “descargo” del “servicio” la imagen engañosa de una vida colmada.

    En cuanto a la vinculación interna al proceso laboral, hay que preguntar, por lo demás, si el ser proletario así entendido no es el síntoma que caracteriza a todas la capas sociales, en ningún modo limitado al ámbito social del proletariado; síntoma general que se acusa en el proletariado con una intensidad y peculiaridad extraordinarias; acaso seamos, por tanto, todos proletarios; acaso estemos también todos, incluso los de ideologías políticas decididamente contrarias, maduros y a punto para ser adjudicados como funcionarios disponibles a un Estado laboral colectivista, cualquiera que sea su forma. ¿Y no debería esperarse y desearse (si es que se espera) la inmunización de los espíritus contra el poder tentador de las estructuras totalitarias, de alguna conversión más profunda que la meramente política?

    Relacionándola con lo que antecede, cobra nuevo aspecto la distinción entre artes liberales y artes serviles. En la orientación a “un provecho que había de obtenerse mediante una actividad”, como dice Santo Tomás, vieron efectivamente los antiguos y la Edad Media la esencia de las artes serviles. Ser proletario sería, pues, la limitación de la existencia y del obrar al ámbito de las artes serviles, independientemente de que tal limitación la produzca la falta de bienes, la coerción estatal o la indigencia espiritual. Y la “desproletarización” sería: la ampliación de la existencia humana más allá del ámbito del trabajo meramente útil, servil, la limitación de los dominios de las “artes serviles” a favor de las “artes liberales”, con lo que a su vez la realización de la desproletarización habrá de reunir estas tres características: producción de riqueza mediante el salario, limitación del poder estatal, superación del empobrecimiento íntimo.

    La verdadera “desproletarización”, que no ha de confundirse con la lucha con la indigencia (cuya necesidad no vale la pena que nos entretengamos en discutir), presupone que se reconozca plenitud de sentido a la distinción entre artes liberales y artes serviles; es decir, entre la actividad utilitarista, por un lado, que no tiene sentido en sí misma, y por otro, “las artes libres”, de las que no puede disponerse para fine utilitarios. Y es plenamente lógico que los defensores de la “proletarización de todos” se empeñen en demostrar que esta distinción carece de sentido y no puede justificarse.

    Un ejemplo: la distinción entre artes liberales y artes serviles corresponde a la de honorario y salario; las “artes libres” merecen honorarios; las “artes siervas”, se pagan. En el concepto de honorario va implicada la desigualdad entre el rendimiento y la compensación, ya que el rendimiento en sí mismo no puede pagarse. El salario, en cambio (afinando el sentido para distinguirlo de los honorarios), quiere decir: pago del “trabajo como mercancía”; el rendimiento se paga mediante una compensación; no existe inconmensurabilidad de ninguna clase. Los honorarios significan, además, una aportación para el sostenimiento de la vida; mientras que salario (en el mismo sentido afinado) significa el pago del rendimiento laboral aislado, sin consideraciones para las necesidades vitales del que lo rinde. Es significativo que las inteligencias moldeadas por un marxismo extremista no quieran admitir esta distinción entre honorario y salario: no hay más que salarios. Así escribe, por ejemplo, Jean Paul Sartre en un trabajo programático sobre el escritor en el tiempo, en el que se proclama a la literatura “función social”, que el escritor, que pocas veces sabe “establecer una relación entre sus obras y la compensación material de las mismas”, tiene que aprender a considerarse a sí mismo como “un trabajador que obtiene la compensación de sus esfuerzos”. Aquí se declara inexistente la inconmensurabilidad entre rendimiento y compensación que expresa el concepto de honorario, también en cuanto a la filosofía y a la poesía se refiere, que no son nada más que “trabajo espiritual”. En cambio, una doctrina social que se nutra de la tradición occidental cristiana no solamente se negará a considerar cualquier compensación como un pago, sino que dirá incluso: no existe en absoluto pago para el rendimiento al que no pueda en mayor o menor medida asignársele el carácter del honorario; también en la prestación de servicios “serviles”, y porque se trata de una actuación humana, hay algo que no puede pagarse adecuadamente con dinero; también en ellos hay una cierta desproporción entre el rendimiento y el pago, como ocurre en las artes liberales.

    Así se produce la aparente paradoja de que un dictador proletario pueda decir: “Ha de pagarse al trabajador con arreglo al trabajo aportado y no con arreglo a sus necesidades” y de que en la encíclica Quadragesimo anno, que tiene por fin la “desproletarización”, se diga: “En primer lugar, al trabajador le corresponde un salario suficiente para el sustento suyo y de su familia”.

    Por una parte existe, pues, el intento de reducir e incluso de suprimir la esfera de las “artes libres”; sólo el trabajo útil, el “remunerativo”, tiene sentido. Por otra parte, el intento de ampliar los dominios de las “artes libres” hasta invadir los de las “artes siervas”. El primero se propone la proletarización de todos; el segundo su “desproletarización”.

    Desde este punto de vista, ¿no se nos hace nuevamente patente lo que significa el hecho de que, mientras el Estado laboral totalitario declara “indeseables” todas las ocupaciones que no sean productivas y se sirve hasta del tiempo libre, exista en el mundo una institución que en determinados días prohíbe precisamente las actividades que reportan utilidad, o sea, las “artes siervas”, y de este modo prepara, por decirlo así, su ámbito de existencia no proletaria?

    De este modo uno de los primeros socialistas, P. J. Proudhon, al que, por supuesto, suprimió Marx por pequeño burgués, no andaba tan descaminado cuando empieza con un escrito sobre la celebración de los domingos, cuyo sentido social expresa él de este modo: “Los que servían, recuperaban durante un día su dignidad humana y se ponían al nivel de sus señores”. Y una frase de la introducción a ese librito, que mencionamos a continuación, da de lleno en el corazón mismo del problema: “En todas las cuestiones relativas al trabajo y al salario, a la organización de la industria y de los talleres nacionales, que llaman ya en estos momentos la atención pública, pensé que no serían inútil el estudio de un código cuya base la constituyera la teoría del descanso”. Claro está que no podría desentrañarse el último fondo de esta “Teoría del descanso” si se la considera exclusivamente, como Proudhon, “desde el punto de vista de la salud publica, de la moral, de las relaciones familiares y ciudadanas”. De esto tendremos que tratar con más detalle en seguida.

    Resumamos lo tratado en esta digresión: si ser proletario no significa otra cosa en el fondo sino la vinculación al proceso laboral, el punto capital de su superación, es decir, de una verdadera “desproletarización”, consistiría en que al hombre que trabaja se le depare un ámbito de actuación que tenga sentido y que no sea “trabajo”; con otras palabras: que se le dé acceso al verdadero ocio.

    Pero para esto no basta solamente con ampliar desde el punto de vista económico y mediante medidas políticas su espacio vital. Aunque con esto ya se hubiera cumplido con un requisito indispensable, aún queda lo más decisivo por hacer. No basta una posibilidad meramente externa de holgar; ésta solamente llegará a dar fruto cuando el hombre sea capaz por sí mismo de “ejercitarse en el ocio” (así reza la expresión griega σχοήν άγειν, en la que se revela la nada “ociosa” esencia del ocio). “El problema principal es saber con qué clase de actuación hay que llenar el ocio”. ¡A quién se le ocurriría pensar que esta frase es de la Política de Aristóteles!

    ¿Qué es, pues, lo que, en último término, da al ocio su íntima posibilidad y al mismo tiempo su legitimación más profunda?





    Con esto volvemos a nuestra pregunta: ¿Basta la apelación a un humanum para garantizar y fundamentar la existencia del ocio? Se verá que la apelación a un humanum, es decir, al “Humanismo”, no basta.

    Puede decirse que el punto esencial del ocio es la celebración de la fiesta. En ella se dan cita los tres elementos: la relajación, la falta de esfuerzo, el predominio funcional del “ejercicio del ocio”.

    Pero si la celebración de la fiesta es el elemento esencial del ocio, éste adquiere su íntima posibilidad y su legitimación de la misma fuente de donde la fiesta y su celebración derivan su sentido y su íntima posibilidad. Y éste es el Culto.

    No hay fiesta “sin dioses”, sea Carnaval o fiesta de bodas. No hay fiesta que no haya vivido del culto y en la que precisamente su carácter festivo no proceda de que vive del culto. En este caso no se trata de una imposición; no queremos decir que tenga que ser así, sino que nuestra frase pretende ser esta afirmación: de hecho no se encuentra una fiesta que no haya vivido del culto, por confuso y débil que esta relación se encuentre en la conciencia del hombre. Desde la Revolución francesa, siempre se ha vuelto a intentar la creación de fiestas artificiales sin relación con el culto o incluso en contra del mismo: las llamadas “fiestas del Trabajo”. Pero precisamente éstas son las que prueban, por lo forzado y espasmódico de su “carácter festivo”, lo que significa el culto con relación a la fiesta; en casi ninguna otra ocasión se hace tan patente el hecho de que el genuino carácter de la fiesta sólo se logra allí donde aún se encuentra viva la relación con el culto, como cuando se comparan las fiestas sólidamente enraizadas en el culto, como árboles bien plantados en terreno favorable, con las fiestas artificiales, troncos separados de su raíz y plantados aquí y allá para fines en festivales y bailes.

    Esto mismo puede aplicarse al ocio: recibe su íntima posibilidad y su última justificación de su enraizamiento en la celebración del culto. No se trata aquí de una construcción abstracta de tipo conceptual, sino de lo que sabemos por la historia de las religiones. ¿Qué quiere decir “descanso del trabajo”, tanto en la Biblia como en Grecia o Roma? Su sentido es cultual: hay días y épocas determinadas que son “exclusiva propiedad de los dioses”.

    El culto tiene con respecto al tiempo un sentido semejante al que tiene el templo con relación al espacio.

    Templo quiere decir (como lo indica la significación lingüística primitiva de las palabras correspondientes) que una determinada superficie se separa, acotándola, cercándola, deslindándola del resto del suelo que se utiliza para el cultivo y la colonización, y que esta superficie cercada se transfiere, por decirlo así, a los dioses en propiedad, no se la habita ni cultiva, se la sustrae al aprovechamiento. Mediante el culto y gracias a él se separa también del tiempo aprovechado en la labor diaria un periodo determinado, un espacio de tiempo limitado, y este tiempo, lo mismo que la superficie del recinto del templo y del lugar de los sacrificios, no se “utiliza”, queda sustraído a la “utilización”. Este periodo de tiempo es el séptimo día. Es el espacio de tiempo dedicado a la fiesta, que surge así y no de otro modo.

    En el mundo laboral totalitario no puede darse un espacio inutilizado, ni una superficie del suelo que no se utilice, ni un periodo de tiempo que no se aproveche; no puede haber, pues, lugar para el culto ni para la fiesta, pues el principio de la utilización racional es la base exclusiva donde se apoya el mundo del trabajador. La “Fiesta” en el mundo laboral totalitario es o pausa en el trabajo (y, por tanto, existe por y para el trabajo), o es, en las fiestas del trabajo, exaltada celebración de los principios mismos del trabajo (y, por tanto, otra vez implicación en el mundo laboral). Puede haber “Juegos”, naturalmente; puede haber circenses; ¡pero quién va a dar el nombre de “fiesta” a la diversión de las masas!

    El mundo del “trabajador” no puede ser más que un pobre y mezquino mundo, aunque haya la mayor abundancia de bienes materiales. Con arreglo al principio utilitario en virtud del cual existe el mundo laboral, no puede haber verdadera riqueza ni verdadera abundancia. Cuando sobre algo, el exceso irá a someterse a su vez al principio de la utilización racional: “el trabajo no hace rico, sino jorobado”, dice un antiguo proverbio ruso.

    En cambio, es propio de la naturaleza del culto que, incluso en caso de extrema pobreza en lo material, dé margen para una sobreabundancia y riqueza, porque el centro del culto lo constituye el sacrificio. ¿Qué quiere decir sacrificio? Ofrecimiento voluntario y obsequioso; es decir, no utilitario, justamente el extremo más opuesto a la utilidad. Así es como en la participación cultual, y solamente a partir de ella, se produce una reserva que el mundo laboral no puede agotar, una prodigalidad sin término y no sujeta a cálculo, una abundancia no ligada a fines utilitarios, una verdadera riqueza: el tiempo dedicado a la fiesta.

    Y es en este periodo de tiempo dedicado a la fiesta donde únicamente puede desarrollarse y perfeccionarse el ocio.

    Fuera del ámbito de la celebración del culto y de su irradiación, ni el ocio ni la fiesta pueden prosperar. Separados del culto, el ocio se hace ocioso y el trabajo inhumano.

    De esta forma surgen, por una parte, las parodias del ocio, tan cercanas a la falta de ocio, como la pereza (en su antiguo sentido teológico-metafísico). Toman auge el mero pensamiento y el aburrimiento, que está en relación inmediata con la falta de ocio; no puede aburrirse sino aquel a quien falta el ánimo para el ocio. También la hermana de la inquietud, la desesperación, alza su rostro de muerte. En el diario íntimo de Charles Baudelaire se encuentra una frase impresionante por la fría precisión de su cinismo; en conjunto puede formularse así: “Hay que trabajar, si no por gusto, por desesperación. Ya que, en resumidas cuentas, el trabajo es menos aburrido que el placer”.

    Por otra parte, cuando al trabajo se le quita el contrapeso de la verdadera festividad y del verdadero ocio, se vuelve inhumano; puede conllevarse indiferente o “heroicamente”, pero no deja por eso de ser esfuerzo árido, sin esperanza, comparable al de Sísifo, que de hecho hay que considerar como la encarnación primitiva del trabajador encadenado a su trabajo sin descanso y sin íntimo fruto.

    En una evolución que llega a su forma extrema, la, por decir así, natural extrañeza y hasta enemistad por el culto que siente el aislado espíritu laboral, deriva hasta el punto de convertir al trabajo mismo en un culto. “Trabajar es orar”, dice Carlyle, en cuyos escritos se encuentra también la frase siguiente: “En el fondo cualquier verdadero trabajo es religión y toda religión que no es trabajo puede irse a vivir con los brahmanes, antinomistas, derviches, danzantes o con quien quiera”. Nadie diría que esto es simplemente una opinión aislada de una mente del siglo XIX expresada patéticamente y no la concepción del mundo laboral totalitario en que se va convirtiendo nuestro mundo.

    La raíz profunda, por tanto, de la que vive el ocio -ocio quiere decir todo aquello que sin ser meramente utilitario forma parte de un destino humano sin mengua- se encuentra en la celebración del culto.

    En unos tiempos en que una auténtica ordenación cultual tuviera una validez indubitable podría (¡quizá!) ser menos apremiante poner de manifiesto ese fundamento; si en tales tiempos fuera necesario justificar el ocio, podría ser (¡quizá!) suficiente argumentar desde un punto de vista puramente “humanístico”.

    Pero en una época de situaciones decisivas, cuando el mundo laboral totalitario tiene la pretensión de abarcar todo el ámbito de la existencia humana, hay que apelar a nuestro fondo último y buscar la legitimación en los primeros orígenes.

    La apelación meramente cultural a la antigüedad carece de importancia en estos tiempos: frente al impetus, tanto interno como externo, del mundo laboral totalitario, no produciría resultados apreciables. Ya no basta apelar a Platón, a menos que se descienda también hasta la raíz (¡no se habla de “precursores”, sino de raíces!). Ya no sirve mencionar para la formación filosófica la Academia de Platón, a menos que se reconozca y acepte al mismo tiempo el carácter cultual de esa Academia primitiva, de la cual todo lo “académico” de este mundo, con razón o sin ella, deriva de su nombre; la escuela de Platón fue una verdadera asociación de culto en la que, por ejemplo, existió la función de encargado de los sacrificios.

    ¿No habrá venido a significar la esterilidad, la intrascendencia, la irrealidad, el sentido literal que en el lenguaje común se dé a lo “puramente académico”, precisamente porque se ha perdido esa fundamentación de la schola en el culto, surgiendo así en lugar de la realidad un mundo intrascendente de ficciones culturales, como el “Templo de las Musas” y otros “santuarios” por el estilo? Goethe sí que parece haber sido de esa opinión cuando en una admirable declaración acerca del clasicismo de su tiempo llama a todos los inventa de la antigüedad “artículos de fe”, que ahora, por extravagancia, se imitan de modo caprichoso.

    Digámoslo otra vez: en estos tiempos carece de sentido querer defender el ocio desde posiciones que no sean extremas. El ámbito del ocio es, como dijimos, el ámbito de la cultura propiamente dicha, en cuanto que esta palabra indica lo que excede de lo puramente utilitario. La cultura vive del culto. Y hay que tener en cuenta esta relación de origen cuando se quiere tratar de ella de un modo completo.

    Este es también el sentido del grandioso texto platónico sometido en primer término a nuestra consideración. En él se dice, en una magnífica alusión mística, que las bellas artes tienen su origen en el culto, y que de la celebración del culto procede el ocio: “en el trato festivo con los dioses” adquiere el hombre su verdadera e íntegra fisonomía.

    Entonces, ¿qué es lo que hay que hacer?, preguntará quizá alguno.

    El presente estudio no se ha propuesto dar indicaciones y normas de actuación, sino hacer pensar. Sólo queríamos dar un poco de luz sobre un asunto que nos parece muy importante y muy urgente, pero que las faenas cotidianas amenazan quizá ocultar.

    No es, por tanto, algo inmediatamente práctico lo que este tratado se propone.

    De todos modos, permítasenos expresar finalmente una esperanza, ya que en este campo lo decisivo no ha de realizarse con la acción, sino esperarse de la entrega y sumisión.

    Nuestra esperanza es la siguiente: que las muchas señales que intra y extramuros anuncian una resurrección de todo lo referente al culto no son engañosas. Ya que, repitámoslo, de una fundamentación sobre bases nuevas puramente humanas no puede esperarse la creación de un verdadero culto. Pertenece a la naturaleza del culto que tenga su origen en un precepto divino (lo cual también queda implicado en nuestro lema platónico). El sentido para lo ya previamente legislado y acatado puede perder fuerza y vitalidad en el hombre, pero también puede ganarlas. Y esto y sólo esto (no ya la resurrección de un antiguo culto ni la fundación de uno nuevo) es el objeto de nuestra esperanza. El que no sienta a este respecto la posibilidad de esperar (y convenimos en que habrá algunos que puedan aducir como justificación esta falta de esperanza), o quien no pueda ver en esto nada digno de ser esperado, a ése no podemos darle derecho a seguridad alguna.

    Nos importa mucho no dejar en esto lugar a duda.

    El culto mismo o es algo dado previamente, o no existe. Aquí no hay nada por fundar. Y para el cristiano hay algo que no ofrece lugar a dudas: que después de Cristo no hay sino una forma verdadera y válida de celebración del culto: la ofrenda sacramental de la Iglesia cristiana. (Por lo demás, al que investigue los hechos simplemente desde el punto de vista de la historia de las religiones, sea él mismo cristiano o no, no le sería posible encontrar de hecho en Europa culto alguno fuera del cristiano).

    A este culto cristiano histórico le es propio ser a la vez sacrificio y sacramento. En tanto que el culto cristiano es sacrificio, que se celebra en medio de la Creación, la cual encuentra en este sacrificio del Dios Hombre su máxima afirmación y perfeccionamiento, se produce una fiesta en verdad siempre perenne, de modo que hasta el día corriente se llama feria, lo cual quiere decir que la liturgia no sabe más que de días de fiesta. En tanto que es Sacramento, tiene lugar de un modo materialmente visible en signos. Y la celebración del culto cristiano sólo puede desplegar su potencialidad de significado cuando el signo sacramental se haga plenamente visible. Hemos dicho que en el ocio el hombre trasciende al mundo laboral del día de trabajo, no en una tensión extrema, sino como en un arrobamiento. Ahora bien: éste es precisamente el sentido de la visibilidad sacramental: que el hombre “arrebatado” por ella se sienta “arrobado”.

    Esto no es una interpretación romántica y particular. Con esta misma palabra ha expresado la misma Iglesia el sentido de la encarnación del verbo: ut dum visibiliter Deum cognoscismus, per hunc invisibilium amorem rapiamur; es decir, que por lo visible de este sacramento primario seamos “arrebatados” al amor de la realidad invisible.

    Nuestra esperanza es que este verdadero sentido de la visibilidad del Sacramento se manifieste de tal forma en la celebración del culto, que el “hombre nacido para el trabajo” sea transportado de la fatiga del día de esfuerzos a un interminable día de fiesta, arrebatado de la angostura del ambiente laboral y centrado en el mundo.

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    Re: Trabajo, esfuerzo y ocio

    El ocio en el pensamiento cristiano y en la práctica

    Ponencia de David Pucell


    Uno perderá el tiempo en buscar en un diccionario la definición de Ocio. Un diccionario expresará vagamente su significado diciendo que es “tiempo libre”, lo cual transmite una impresión completamente inadecuada sobre lo que realmente es el ocio. Si bien apenas resulta sorprendente que un diccionario no nos ayude. El ocio es una actitud espiritual y mental –una Idea– y no podemos abarcar en un simple término o frase la definición de una Idea. Un examen de algunos aspectos de esta Idea, sin embargo, nos ayudará a entender la naturaleza del ocio. La primera cosa que hay que advertir es que el ocio posee un valor positivo por sí mismo. No es meramente la negación del trabajo. En Griego y Latín sólo existían palabras negativas para expresar la idea del trabajo. En Latín, la palabra para el ocio era “otium”. La palabra para el negocio era “neg-otium”: “no ocio”. Lo mismo pasaba en el Griego. La mayor parte del trabajo en las civilizaciones Griega y Romana era llevado a cabo por los esclavos. Un ciudadano libre, sin embargo, habría estado envuelto en negociaciones de uno u otro tipo y habría considerado la negociación o lo que nosotros llamamos comercio o negocio como la negación del ocio y, por tanto, trabajo.

    El ocio es una actitud de contemplación, de una calma interior, de rendición ante la Realidad. La palabra Inglesa “leisure” deriva de la palabra Latina licere, que significa “ser permitido”. El Libro del Eclesiástico nos permite penetrar en la naturaleza del ocio cuando nos dice “La sabiduría de un hombre instruido proviene de su tiempo de ocio, y aquél que se ocupa menos de la acción, recibirá sabiduría”. (Cap. 28, v. 25). “El ocio es una actitud receptiva de la mente, una actitud contemplativa, y es… la capacidad de empaparse uno mismo con toda la creación” (Leisure The Basis of Culture, Josef Pieper, p. 49). Aquí de nuevo advertimos esta idea de receptividad: de dejar que las cosas ocurran, Licere: ser permitidas. No debería suponerse que el ocio signifique mera holgazanería (idleness). El significado de la palabra en Inglés Antiguo de “idel” era probablemente “vacío”. (Concise Oxford Dictionary). Una persona holgazana (idle) era por tanto una que estaba vacía de realidad. “Holgazanería (idleness)… significa que un hombre prefiere renunciar a los derechos… que pertenecen a su naturaleza… él no desea ser lo que realmente, fundamentalmente ES”. “En el cénit de la Edad Media… se sostenía que la pereza y la inquietud, “la impotencia para el ocio”, la incapacidad para disfrutar del ocio, estaban todas estrechamente conectadas; la pereza era considerada como la fuente de la inquietud, y la causa última del “trabajar por el trabajo mismo”. (Pieper, op. cit., pp. 48, 49).

    Ha sido sostenido por muchos filósofos que aquello que supone trabajo duro es bueno. Esta visión fue sostenida por uno de los compañeros de Platón, por Emmanuel Kant, por Calvino y por un lamentablemente largo número de (supuestos) Cristianos modernos. La visión histórica Cristiana, todavía sostenida (al menos nominalmente) por la mayoría de los Cristianos, es diametralmente opuesta a este punto de vista. Santo Tomás de Aquino sostenía que la esencia de la virtud consiste en lo bueno más que en lo difícil, y que la virtud nos hace perfectos al permitirnos seguir nuestra inclinación natural por el camino correcto. Y él escribió “debería haber hombres que dedicaran sus vidas a la contemplación… necesaria no sólo para el bien del individuo que a ella se consagra, sino también para el bien de la sociedad humana”. (Comentario a los Proverbios).

    Es obvio, por tanto, que en el pensamiento clásico y medieval Cristiano el ocio no derivaba su valor del alivio que traía con respecto al trabajo, ni del hecho de que pudiera ser un reconstituyente para después del trabajo o un agente fortalecedor para el trabajo presente o futuro. Si el ocio es considerado como meramente un descanso en el trabajo de uno, entonces “todavía forma parte del mundo del trabajo. La pausa es hecha por razón del trabajo… y un hombre no solamente se refresca del trabajo sino también para el trabajo”. (Pieper, op. cit., p. 56).

    Pero entenderemos más claramente la naturaleza del ocio examinando la idea del ocio en la enseñanza y el pensamiento Cristiano. Aunque uno raramente encontrará la palabra “Ocio” mencionada en los escritos Cristianos, sin embargo la idea es inherente a la Cristiandad y, de hecho, es “uno de los fundamentos de la cultura Occidental”. (Pieper, op. cit., p. 25). Solamente podremos comprehender esto entendiendo la enseñanza Cristiana sobre el origen del hombre, su naturaleza y su destino. El Cristiano sostiene que “Dios creó al hombre a Su imagen y semejanza”. (Genesis 1, 26-27), y que “Esta imagen de Dios en el hombre, no es en el cuerpo, sino en el alma, que es una substancia espiritual, dotada de entendimiento y libre albedrío”. (Notes on the Revised Rheims, Douay Bible, 1750, Bishop Challoner). Si bien los Cristianos sostuvieron esto durante muchos siglos y la mayoría todavía lo sostiene, ha existido una negación de la verdadera naturaleza del hombre, que, como mostraré más adelante, ha afectado profundamente a la actitud del hombre hacia el ocio.

    “Todas las cosas están ordenadas a un bien, como a su último fin… y éste es Dios”. (Summa Contra Gentiles, III, Cap. 17, Santo Tomás de Aquino). Nada puede satisfacer completamente la voluntad del hombre excepto sólo Dios, pues Dios es su comienzo y su fin. El hombre está imbuido con lo que se ha llamado un “descontento divino”. Esto es lo que San Agustín de Hipona tenía en mente cuando él oraba “Nuestros corazones, Oh Señor, están inquietos, hasta que descansen en Ti”. La creencia Cristiana es, pues, que Dios es el último propósito; el fin último de todos los deseos humanos, y la posesión de Dios por el alma es la completa felicidad. Puesto que esto es así, toda la actividad humana debería dirigirse hacia la verdadera felicidad. Todo esfuerzo del hombre, que se empeña en negar a Dios, o en ignorarLe o en no tener en cuenta el destino del hombre, sufrirá el destino de la antigua Torre de Babel. Los hombres entonces intentaban construir su propio camino hacia la felicidad. Debido a que sus actos no estaban conformes con la realidad, sus esfuerzos se desintegraron. Y el mismo nombre del edificio, que ellos intentaban erigir, se ha convertido en el símbolo de la confusión: de la actividad febril dirigida a un fin fútil; del activismo; del trabajar por el trabajo mismo.


    EL OCIO EN EL NUEVO TESTAMENTO

    Cuando leemos el Nuevo Testamento advertimos inmediatamente similitudes entre la civilización en la que Cristo vivía, y nuestra propia civilización. Debemos estar sorprendidos a su vez con el contraste hacia estas actitudes hacia la vida contenidas en la enseñanza de Cristo. En éstas no hay énfasis en la virtud del trabajo por el trabajo mismo; no hay elogios a la eficiencia material por la eficiencia misma. De hecho encontramos exactamente lo contrario. En el Nuevo Testamento leemos el mensaje de paz y tranquilidad de la mente, y encontramos avisos continuos acerca de los peligros de la mundanería: de concentrar nuestra atención en las cosas materiales. “Ningún hombre puede servir a dos señores. No se puede servir a Dios y a mammon” (Mateo VI, 24). La traducción de Knox de las Escrituras dice así: “uno no puede servir a Dios y al dinero”. “Vengan a Mí todos los que trabajan y están cargados y Yo les daré descanso. Tomen Mi yugo sobre sí y encontrarán descanso en sus almas” (Mateo XI, 28). Pienso que el “descanso” del cual habla Cristo aquí, posiblemente no podría estar más cerca de la verdadera naturaleza del ocio. Encontramos en el Nuevo Testamento también una advertencia para distinguir entre la sombra y la substancia, entre lo que parece ser importante y lo que en realidad es nuestro destino. “No acumuléis tesoros sobre la tierra, donde la herrumbre y la polilla los consumen, y donde los ladrones lo atraviesan y lo roban. Por el contrario acumulad tesoros en el cielo, donde ni la herrumbre ni la polilla los consumen ni los ladrones lo atraviesan y lo roban. Pues allí donde esté tu tesoro, allí estará tu corazón”. (Mateo VII, 19-21).

    Hay en las palabras de Cristo mismo el primer pronunciamiento Cristiano específicamente sobre el asunto de lo que yo llamo activismo: esto es, la práctica de actividades sin referencia ninguna al verdadero propósito del Hombre: el concepto moderno del trabajo. La escena fue en el pueblo de Betania y Nuestro Señor fue el invitado de las dos hermanas Marta y María. María se sentó a los pies del Señor y las Escrituras nos dicen que ella “escuchaba Su palabra”. Pero Marta, ocupada con las tareas del hogar y el servicio, se quejaba de que María la hubiera dejado sola para hacer el trabajo. Y Cristo la rebatió diciendo, “Marta, Marta, andas afanada y preocupada por muchas cosas. Pero una sola es necesaria. María ha escogido la mejor parte…” (Lucas X, 38-42).

    La primacía del espíritu, la supremacía de lo espiritual sobre lo material está ejemplificada en el Antiguo Testamento en las palabras: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que procede de la boca de Dios” (Deuteronomio VIII, 3). Y en el Nuevo Testamento: “Pues la sabiduría de la carne es muerte, pero la sabiduría del espíritu es vida y paz” (Romanos VIII, 6).


    SAN FRANCISCO DE ASÍS

    Es importante no malentender esta actitud hacia las cosas materiales: a lo que en terminología Cristiana se denomina el “mundo”. El Cristiano habla de este mundo como de un “Valle de lágrimas” y, sin embargo, él sabe que toda la creación, aún la creación material, da testimonio de la existencia de Dios y de una vida más alta. Si tratamos de divorciar este mundo de su origen y si negamos nuestro destino último, entonces esta vida pasa a no tener sentido y a estar vacía y bien podemos desesperar porque entonces somos realmente personas perdidas. Ésta es una de las muchas paradojas del Cristianismo.

    De todos los hombres, esta paradoja de estar en el mundo y ser del mundo y sin embargo ser poco mundano, de despreciar los bienes de este mundo en tanto que bienes del mundo, y sin embargo amarlos en tanto que creación de Dios, se ve de la manera más clara en la vida de San Francisco de Asís. Un hombre tan despegado de las cosas materiales que activamente envidiaba con un celo ardiente a los pobres materiales y a los enfermos, y sin embargo un hombre que amaba tanto las cosas creadas que otorgaba sobre ellas el título de “Hermano”, “Hermano Perro” y “Hermano Sol”, e incluso su propio cuerpo, con una mezcla paradójica de desprecio y amor, lo llamaba afectuosamente “Hermano Burro”.

    Menciono a San Francisco de Asís por otra razón. Él es un Santo que es venerado por los Cristianos de todas las denominaciones y que es frecuentemente admirado incluso por ateos y agnósticos, normalmente porque ha venido a asociarse su nombre con una especie de humanitarismo benevolente y porque su naturaleza poética apela a la imaginación humana. Es muy extraño que un hombre así sea venerado, ya que en el sentido en que nuestra civilización entiende el término “trabajo” él fue un inútil. ¡Desde su juventud en adelante él no hizo ni un día de “trabajo” durante el resto de su vida! ¿Podría haber posiblemente una mayor antítesis con respecto al pensamiento moderno sobre el trabajo que el espíritu del Poverello de Asís, el cual tipifica la actitud de los Santos Cristianos?

    San Francisco apreciaba profundamente el verdadero sentido del ocio. Él amaba la naturaleza (mucho más que cualquier otro ser humano); él pensaba en los lirios del campo y las aves del cielo, y a causa de eso, más que ningún otro hombre; él siguió implícitamente el mandato: “Buscad primero el reino de Dios y Su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura” (Lucas XII, 31). Si un hombre busca primero el Reino de Dios, y en la medida en que lo haga, apreciará más verdaderamente los dones de Dios.

    Resulta un comentario interesante acerca de los siglos XIII, XIV y XV el hecho de que San Francisco, debido a que él primero buscó el Reino de Dios, inspiró el arte y la poesía de estas edades. Éstos fueron los siglos en los que, a pesar de la imperfección en sus vidas individuales que hayan podido tener, los hombres tuvieron una idea clara de su naturaleza y de su destino final. Ellos conocían la importancia del desarrollo de la personalidad de uno mismo, que ellos llamaban santificación personal, y así era natural que uno en quien se diera un gran desarrollo de la santidad fuera venerado como San Francisco lo fue.

    No era una cuestión indiferente para los hombres de los siglos XIII a XV cómo fueran llevadas sus propias vidas. Ellos entendían la artesanía porque ellos sabían que Dios es glorificado por la belleza de la forma. El aspecto de la Iglesia (la Casa de Dios) era un asunto de importancia, y al construir las catedrales que nos han legado, se esforzaron en glorificar a Dios construyéndoLe una morada en la tierra lo más adecuada que fuera posible. Todo esto estaba dirigido a su propia santificación: hacia el desarrollo de sus propias personalidades a través de la glorificación de Dios. Estos fueron los siglos del artesano, del menestral que estaba dedicado al proceso creativo, orgánico del verdadero trabajo. Él estaba en contacto con el producto final de su trabajo y estaba marcado con su personalidad. Él era “no el sirviente sino el maestro en el proceso de producción”. (The Tower of Babel, Dietrich von Hildebrand, 1953). El artesano amaba su trabajo, y él podía estarse atado a él por el disfrute que de él derivaba, dejando aparte la utilidad que para él se derivaba del mismo. El artesano se ha ido. Ha sido reemplazado por el trabajador en serie, el cual está empleado en lo que se denomina “trabajo repetitivo”; el cual no es más que un engranaje en la máquina de la línea de montaje; el cual no es más el maestro sino el esclavo de la producción.

    Ahora, espero, resulta evidente que existe una relación definida entre la religión y el ocio. Nuestro sistema social moderno materialista de “pleno empleo”, sin embargo, requiere para su servicio hombres que estén espiritualmente en bancarrota. El vacío espiritual en la vida del hombre moderno es llenado con “trabajo” y su total dedicación a esta actividad, de una forma u otra, le proporciona una falsa sensación de realización que mitiga la desesperación en la cual él inevitablemente reincide. Un hombre espiritualmente iluminado logra la realización: logra su sentido de “pertenencia” a Dios y en la creación de Dios en su religión. Un hombre espiritualmente en bancarrota siente una realización espuria en el “trabajo”. Y así el “trabajo” se ha convertido en la “religión” de nuestra edad materialista. ¿Qué ocurrió entonces para que se descompusiera la idea del ocio que hemos considerado, de manera tal que, aun cuando la idea sobrevive, está siendo oscurecida y es empujada hacia el fondo por las nuevas ideas?


    PECADO ORIGINAL Y OCIO

    En este punto es necesario explicar las doctrinas Cristianas del Pecado Original y la Justificación, pues la actitud Cristiana hacia el ocio depende de la verdad sobre la naturaleza del hombre, y su estado antes y después de la Caída de Adán. Cuando la verdad de estas doctrinas fue negada, entonces el fundamento de la idea del ocio fue quebrantado. Brevemente, pues, resumo la enseñanza que fue negada en varios grados por Lutero, Calvino, Jansenio y otros. Dios creó a Adán como el primer hombre y a Eva como la primera mujer. Toda la raza humana desciende de Adán y Eva. Cuando Dios creó al hombre, Él le dio, además de su naturaleza, otros ciertos dones respecto de los cuales el hombre no podía hacer ningún reclamo en virtud de su naturaleza. De estos dones el principal era la gracia santificante. Dios dio a Adán otros dones: inmortalidad (es decir, libertad frente a la muerte corporal y frente a la enfermedad y el dolor) e integridad. Mediante el don de la integridad el hombre estaba libre de la inclinación al mal, llamada concupiscencia. Estos dones los perdió Adán a causa de la Caída y, a través de Adán, fueron perdidos por sus descendientes: toda la raza humana.

    La Justificación es un acto Divino, que transmite la gracia santificante al alma, la cual por el pecado, ya original o ya actual, estaba espiritualmente muerta.


    CALVINISMO

    Éstas son las doctrinas, las cuales he expuesto lo más simple y breve que he podido, que fueron sostenidas generalmente por los Cristianos hasta el tiempo de Lutero. Es cierto que en fecha tan temprano como el siglo V, un monje británico, Pelagio, negó la doctrina del Pecado Original. Su opinión y las opiniones sostenidas por Lutero sobre la materia fueron polos opuestos, y en el contexto del Ocio no necesitamos preocuparnos del Pelagianismo. Prevaleció durante sólo unos 25 años, y su principal oponente fue San Agustín (354-430).

    Fue la doctrina de la Justificación la que principalmente negó Martín Lutero. La enseñanza de Lutero no guarda relación con el asunto de la visión Cristiana del ocio excepto en un aspecto, y éste es la influencia de su enseñanza en su propia generación y en las siguientes, que abrió el camino para el Calvinismo. (No trato aquí con lo que es sostenido por los modernos Luteranos o Presbiterianos, sobre lo cual no estoy cualificado para hablar. Aquí, y en los párrafos que siguen, hablo de lo que el propio Calvino creía y enseñaba).

    En la mitad del siglo XVI Juan Calvino aceptó la opinión Luterana de que la naturaleza humana está irremediablemente viciada por el pecado original. Pero Calvino era un pensador mucho más claro y más lógico que Lutero. Desarrolló las ideas de Lutero y sostuvo esa opinión de la absoluta predestinación de la humanidad la cual, aunque humorísticamente expresada, está perfectamente descrita por Robert Burns en “Holy Willie´s Prayer”:

    “Oh Tú, que estás en los cielos, haciendo lo que más Te place,
    Envías uno al Cielo y diez al Infierno,
    Todo por Tu gloria,
    Y no por ninguna orientación o mal que Ellos hayan hecho en Ti.”

    El Calvinismo se extendió de Ginebra a Francia (donde sus partidarios eran llamados Hugonotes), a Escocia (donde John Knox fue su principal defensor), a Holanda, a Polonia, y a Inglaterra por medio de los Puritanos. De Inglaterra cruzó el Atlántico hasta América. En Ginebra, donde Calvino tenía el control completo, la doctrina se trasladó a la acción de inmediato. Fueron nombrados Ancianos cuya función consistía en vigilar las vidas de todos los individuos. Fueron puestos en cada rincón de la ciudad de manera que nada pudiera escapar a su escrutinio. No debía haber ocio por el ocio mismo: “aquellos que son pródigos de su tiempo desprecian sus propias almas”. (The Worth of the Soul, Matthew Henry). La contemplación se convirtió para el Puritano en una forma de autoindulgencia. El trabajo fue exaltado como una virtud: “Dios te ha ordenado en una forma u otra que trabajes para tu pan diario”. (Baxter´s Christian Directory, Vol. 1, p. 168). Los seguidores de Calvino aceptaron “la necesidad del … comercio y la finanza a gran escala, y los otros hechos prácticos de la vida de negocios”. (Religion and the Rise of Capitalism, p. 113, Prof. R. H. Tawney, 1926). La palabra negocio se pronuncia y escribe mejor como ajetreo [N. T. Juego de palabras intraducible: The word busines is more correctly written and pronounced busy-ness].


    JANSENISMO

    En el año 1640, se publicó un libro (Augustinus) que fue el fruto de veinte años de estudio de los escritos de San Agustín. Su autor, Cornelius Jansen, un Obispo Católico Flamenco, había muerto dos años antes de su publicación. En su libro él se negó a reconocer que en el estado en que el hombre fue creado por Dios, él fue dotado con numerosos dones y gracias que eran puros regalos de Dios, y de ninguna forma debidos a la naturaleza humana. Puesto que estos dones eran, de acuerdo con Jansenio, una parte integral del conjunto natural humano, y puesto que fueron perdidos en la Caída de Adán, se concluía que por el Pecado Original, nuestra naturaleza estaba corrompida en su esencia. El hombre caía sin poder hacer nada bajo el control del pecado, de manera tal que, independientemente de lo que hiciera, había una inclinación irresistible que lo arrastraba hacia el mal. Para contrarrestar esta inclinación, Jansenio sostenía que Dios da la gracia como una fuerza que arrastra al hombre a la dirección opuesta, y en consecuencia el hombre es arrastrado, y arrastrado irresistiblemente hacia el bien o hacia el mal de acuerdo con la fuerza relativa de estas dos inclinaciones enfrentadas.

    La doctrina jansenista fue tomada en Francia por muchos que hasta entonces habían rechazado las enseñanzas de Lutero y Calvino, y condujo a una campaña de rigorismo en la Iglesia Católica en Francia que duró cerca de un siglo, y que era una reminiscencia del Fariseísmo o Puritanismo, los cuales tienen mucho en común. Se decía que los Jansenistas nunca aprendieron a sonreír.

    Estas políticas fueron el lógico resultado de las filosofías de las cuales brotaron. Alcanzaron su apoteosis durante el periodo que va desde el fin de la Primera Guerra Mundial hasta el día de hoy. Exactamente, resulta evidente, pienso yo, el éxito que han tenido en cambiar completamente la estructura social del mundo. El Por qué han tenido tanto éxito y el cómo han ayudado las políticas ha su realización son aspectos que están fuera de mi ámbito y requerirían un estudio separado.


    LA ACTITUD GRIEGA Y ROMANA ANTE EL TRABAJO


    Para los Griegos y los Romanos el trabajo era no-ocio. Para el mundo moderno el ocio se ha convertido en no-trabajo. Descansamos del trabajo sólo para reparar el desgaste de trabajo pasado: sólo para construir una reserva de energía que se adecue para un trabajo más eficiente. El trabajo del hombre se ha convertido en lo mismo que el trabajo de los animales. Ambos, hombres y animales, trabajan para producir algo. La oveja trabaja por su naturaleza para producir lana y corderos. No existe intención por parte de la oveja para hacer esto: lo hace por su propia naturaleza, obrando por instinto. Pero en el trabajo del hombre existe un elemento diferente al resultado producido: este elemento es la intención o propósito, el cual implica el ejercicio de la razón y de la voluntad, y que incluye la perfección de uno mismo o el desarrollo de uno mismo.

    Los errores concernientes a la naturaleza de los seres personales han conducido a la idea de que la importancia de un hombre consiste principalmente en la producción de bienes impersonales o en cierto aspecto de organización de esa producción, y en sus logros para el Estado, para el arte, para la ciencia, para la economía (incluso para el deporte). El logro, como tal, es puesto por encima de la personalidad. Dentro de la línea o rango de bienes producidos, la preferencia es dada a aquéllos que están menos marcados con la impresión de la personalidad individual. Estos bienes se consideran que representan la parte “importante” y “seria” de la vida, tales como la esfera de la economía, la política, el “desarrollo” nacional, etc… El simple conocimiento o el arte, o comunidades tales como la familia y el matrimonio, son relegados al fondo. El trabajo, como tal, es inmensamente sobrevalorado. El terrible ritmo del trabajo esclaviza a la persona individual y le impide cumplir su verdadero propósito. El Papa Pío XI subrayó (en Quadragessimo Anno) que “… puede decirse con toda verdad, que hoy en día las condiciones de la vida económica y social son tales que la inmensa mayoría de los hombres sólo pueden con gran dificultad prestar atención a esa única cosa necesaria: esto es, su eterna salvación”. Éste es un recordatorio moderno del aviso de Cristo a Marta “… una cosa es necesaria …” Hablando como el pastor lo hace de su rebaño, él señalaba en un pasaje altamente conmovedor: “Apenas podemos reprimir nuestra lágrimas cuando reflexionamos acerca de los peligros que les amenazan”.


    TRABAJAR POR EL TRABAJO MISMO

    La posición a la que la función del trabajo ha sido exaltada no quiere decir que todas las personas se encuentren ocupadas en el trabajo mismo por largas extensiones de tiempo en particular. De hecho, es probable que la mayoría de la gente trabaje por menos tiempo de lo que lo hacían en pasadas épocas. Lo importante, sin embargo, es que la función del trabajo ha sido elevada a un fin en sí mismo. Los individuos, los sindicatos, las patronales, los partidos políticos, todas las naciones están persiguiendo el trabajo como un fin en sí mismo. Todos claman insistentemente que debemos tener “pleno empleo”. Puesto que el trabajo se ha convertido en un fin en sí mismo, la vida se orienta hacia él. Los estudios de las personas de edad son hechos con el objetivo principal de prepararlos para el trabajo útil. No se les permite siquiera envejecer en ocio agraciado. Se acortan las horas de trabajo, y se incrementa la dispensa del trabajo, de tal forma que el trabajo pueda convertirse en más eficiente. Se instituyen universidades especiales para el propósito específico de entrenar a la gente para el trabajo. Incluso los dementes son reclutados para el trabajo. Se ha descubierto que sobresalen en ciertas funciones, que son matadoras del alma para una persona normal. Ha habido especulación acerca de qué haría este tipo de trabajo sobre una persona normal.

    La alternativa al trabajo es la diversión, y ésta es considerada igual de importante y necesaria, aunque, por supuesto, en cierta forma frívola en comparación con el asunto realmente serio del trabajo. La diversión juega un papel enorme y es considerada una parte esencial de la vida. Las carreras de caballos, el campo de fútbol, la pantalla de televisión, la radio, el cine, el hotel, se han convertido en las alternativas al trabajo. Oímos frecuentemente los términos “películas para evadirse” y “literatura para evadirse”. Evasión con respecto al tedio destructor del alma del trabajo hacia el mundo de los sueños de la diversión. Holgazanería (idleness) en su verdadero sentido. Belzebú es invocado para expulsar a Satán.

    “La alternativa moderna de trabajar por un lado, y diversión por otro, es, en cierta forma, una expresión de infantilismo. Es normal para los niños considerar la escuela como la parte seria de la vida e identificar la seriedad con tareas desagradables y gravosas. El niño es libre de jugar sólo cuando ha sido hecho el trabajo escolar, y jugar entonces pasa a identificarse con lo alegre. La misma alternativa desafortunada tiene a veces graves consecuencias en la educación. Muchos complejos de culpa son debidos al hecho de que el trabajo se considera como la única parte seria en la vida. Algunas personas se sienten moralmente culpables tan pronto como cuando no están trabajando. Ellos incluso se sienten “culpables” cuando dedican su tiempo a algún asunto humano importante en lugar de a un trabajo profesional, aunque al hacer eso ellos se comportan en un forma moralmente correcta” (Von Hildebrand, op., cit., p. 226).


    New Times. 10 de Octubre de 1958.

    Fuente: LEAGUE OF RIGHTS

  7. #7
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    Re: Trabajo, esfuerzo y ocio

    Cita Iniciado por Martin Ant Ver mensaje
    ...Para los Griegos y los Romanos el trabajo era no-ocio...
    salario social.jpg

  8. #8
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    Re: Trabajo, esfuerzo y ocio

    Cualquier cosa que hagamos en el orden político y social, nuestra acción debe tener su fundamento indispensable en la oración, el corazón de la cual es el santo sacrificio de la Misa, plegaria perfecta de Cristo mismo, sacerdote y víctima, en la cual el sacrificio del Calvario se hace presente de un modo incruento. ¿Qué es la cultura cristiana? Esencialmente la Misa. Esta no es mi opinión personal o de algún otro, o una teoría o un deseo, sino el hecho central en dos mil años de historia. La Cristiandad, que el secularismo llama Civilización Occidental, es la Misa y todo el aparato que la protege y favorece. Toda la arquitectura, el arte, las instituciones políticas y sociales, toda la economía, las formas de vivir, de sentir y de pensar de los pueblos, su música y su literatura, todas estas realidades, cuando son buenas, son medios de favorecer y de proteger el santo sacrificio de la Misa. Para celebrar la Misa es necesario un altar, y sobre el altar un techo, por si llueve. Para reservar el Santísimo Sacramento, construimos una pequeña Casa de Oro, y sobre ella una Torre de Marfil con una campana y un jardín alrededor con rosas y lirios de pureza, emblemas todos de la Virgen María -Rosa Mystica, Turris Davidica, Turris Eburnea, Domus Aurea, que llevó su Cuerpo y su Sangre en su seno, Cuerpo de su cuerpo, Sangre de su sangre. Alrededor de la iglesia y del jardín donde enterramos a los fieles difuntos, viven los que se ocupan de ella: el sacerdote y los religiosos cuyo trabajo es la oración, y que conservan el misterio de la fe en ese tabernáculo de música y palabras que es el Oficio Divino. Y en torno a ellos, se reúnen los fieles que participan del culto divino y realizan los otros trabajos necesarios para perpetuar y hacer posible el Sacrificio; producen el alimento y confeccionan el vestido, construyen y salvaguardan la paz, para que las próximas generaciones puedan vivir por Él, por quien el Sacrificio continuará hasta la consumación de los siglos.

    Debemos gravar en nuestro corazón la primera ley fundamental de la economía cristiana: el fin del trabajo no es la ganancia sino la oración, y la primera ley de la ética cristiana: debemos vivir para Cristo, no para nosotros mismos. Y vivir en Él es amar. Si guardamos los diez mandamientos, evitaremos el infierno; si amas a Dios y al prójimo como a ti mismo, cumplirás la ley de justicia. Pero la vida cristiana no consiste solamente en evitar el infierno, aunque esto sea esencial. Porque la vida misma es el Reino de los Cielos que consiste en amar a Cristo y a nuestro prójimo como Él nos ama.


    Fuente: Extractos del capítulo 1 del libro The Restoration of Christian Culture, de John Senior.

    Traducción y origen del texto reproducido: THE WANDERER

  9. #9
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    Re: Trabajo, esfuerzo y ocio

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    La “Gracia” Económica del Crédito Social






    Wallace Klinck


    “La obvia, si bien no reconocida, verdad es que el trabajo innecesario, impuesto o bien por edicto o bien por una artificial prestidigitación financiera, no es más que esclavitud o servidumbre; totalmente irracional e inmoral. Todo ingeniero digno de este nombre está intentando eliminar la necesidad de esfuerzo humano como factor de producción mientras que al mismo tiempo todo político estúpido o hipócrita –presionado por los poderes financieros por arriba, y por una población insegura e incapacitada para la comprensión por abajo– está pretendiendo, como mínimo, promover políticas diseñadas para ´poner al pueblo de vuelta a trabajar´.”

    A causa de su perjudicial impacto sobre la libertad e iniciativa personales, la centralización tanto del poder económico como del político es el asunto crucial que la sociedad tiene enfrente. El principal obstáculo para revertir esta creciente concentración de poder se encuentra en la casi universal ignorancia sobre la manera en que el actual sistema financiero hace que el sistema de precios, de manera creciente, no sea autoliquidable, haciendo imposible el recobro o recuperación de los costes de producción industrial a través de las ventas. Las instituciones y los individuos intentan resolver este problema recurriendo a la deuda bancaria, obteniendo así acceso a los productos de la industria mediante el recurso contraproducente de hipotecar nuestro futuro –es decir, transfiriendo esos costes, como una carga de deuda exponencialmente creciente, contra futuros ciclos de producción– e implicándose en una orgía de actividades despilfarradoras y destructivas, culminando eficazmente en una continua guerra.

    Sus propensiones monopolísticas hacen reacios tanto al Capitalismo Financiero que opera con arreglo al Monopolio del Crédito como a toda forma de organización colectivista (por ejemplo, socialismo, comunismo o fascismo) a luchar o lidiar con este problema. La solución debe acarrear una apropiada modificación de los sistemas de crédito financiero y de precios actualmente existentes para así facilitar apropiadamente la distribución de la inmensa producción de la moderna industria basada en la tecnología, dentro del contexto de un ocio en expansión.

    Hace casi un siglo este desafío emergente fue estudiado en profundidad por el ingeniero británico Clifford Hugh Douglas, quien no sólo analizó los defectos del sistema de precios existente tal y como funciona con arreglo a las actuales convenciones financieras y de contabilidad del coste industrial, sino que además presentó propuestas de remedio realistas. En el periodo de entreguerras y durante un tiempo después de la Segunda Guerra Mundial, las ideas de Douglas, a las cuales denominó “Crédito Social”, atrajeron a grandes cantidades de partidarios y engendró muchos movimientos políticos en varios países alrededor del mundo.

    Douglas reconocía que la vida es algo más que sólo el pan y que, con el fin de conseguir su plena estatura, el hombre debe ser liberado de preocupaciones materiales innecesarias con el fin de crear tiempo para los asuntos de la Mente y el Espíritu. Esto claramente aparecía de manera inherente en ciertos –y muy olvidados– aspectos del mensaje de Jesús, quien explícitamente afirmaba que la falta de fe es la razón de nuestra obsesión por elaborar nuestra propia vía para la supervivencia material. Jesús preguntaba cómo podíamos dudar de que Dios, que provee a los peces y a los pájaros y a las bestias, sabe de nuestras necesidades y nos proveerá aún mejor a nosotros. En más de una ocasión Jesús distribuyó incondicionalmente panes y peces a las muchedumbres que se habían reunido para escucharle. Para indicar cómo la realidad funciona al margen de las humanas nociones puritanas de la moralidad, Jesús subrayó que su Padre celestial hace que el sol se levante sobre malos y buenos, y permite que la lluvia caiga tanto sobre los justos como sobre los injustos.

    Un aspecto de este cuidado divino está en la capacidad que se nos ha dado para acumular el conocimiento de las leyes naturales, que ha derivado en una ilimitada extensión de la “ventaja mecánica” –denominada por los Credistas Sociales como la Plusvalía de Asociación– , de la cual ha emergido nuestra asombrosa tecnología moderna con su efusión de abundancia material. A través del aprendizaje de cómo asociarse eficazmente en las áreas de los esfuerzos humanos y los recursos materiales, hemos multiplicado nuestra capacidad productiva muchos miles, por no decir millones, de veces por encima. La histórica agregación de esas Plusvalías ha proporcionado esa vasta Herencia Cultural de la cual dependemos todos nosotros tan grandemente, si bien inconscientemente.

    Éste es el contexto que explica la razón de por qué el Crédito Social vino a ser considerado por sus principales pensadores como “Cristianismo práctico”. Aunque Douglas no se propuso diseñarlo en ese sentido, el posterior desarrollo del pensamiento del Crédito Social se ha revelado estar en consonancia inequívoca con, así como reveladora de las seguridades dadas por el fundador de la fe Cristiana.

    Esta percepción realista de nuestra situación está ausente de las principales ideologías de nuestro tiempo. Por ejemplo, los Libertarios promueven la noción de que el individuo debe “hacer las cosas por su cuenta”. Nadie hoy en día (a excepción quizás de los individuos perdidos en el desierto) está haciendo eso; todos se benefician de la Herencia Cultural, que nos vincula a una red de dependencias no solamente con nuestros contemporáneos sino también con las generaciones pasadas.

    El Socialismo, que clama por la propiedad y administración de los medios de producción por el Estado –la planificación central de la economía y de la actividad humana– igualmente se esfuerza por alienar o alejar al pueblo de su herencia. Además de atacar específicamente el mismo principio de la herencia, los Socialistas fuerzan las energías de los miembros de la sociedad a entrar en el empleo obligatorio en proyectos prescritos por el Estado. La supresión de la iniciativa individual es un resultado inevitable de esta restricción de acceso a las posibilidades otorgadas por la riqueza de la herencia Cultural. Esta observación se aplica a todas las formas de “socialismo”, ya sea de naturaleza nacional o internacional.

    El Crédito Social es el reverso del socialismo y una negación del capitalismo financiero. Muchas personas tienen en sus mentes la idea de que una sociedad compartida o participativa necesariamente ha de ser socialista, es decir, centralización del poder. Seguramente piensan de esta forma en base a la errónea asunción de que esa participación se habrá de conseguir redistribuyendo la riqueza existente por medio de varias formas confiscatorias de tributación. Sin embargo, el Crédito Social, inequívocamente, está a favor no de una redistribución de ingresos procedentes del trabajo, sino de una distribución de los bienes de consumo en su origen o fuente, a medida que emergen de la línea de producción.

    Douglas enunció y enfatizó la perogrullada de que la producción sin consumo es pura inutilidad y despilfarro.

    La tarea fundamental de la política económica es ajustar y equilibrar los ciclos de consumo y producción. Los costes de producción no pueden recuperarse sin el dinero recibido de los consumidores, cuyos ingresos solos proporcionan a los negocios su medio para liquidar todos los costes financieros de la producción.

    Con el fin de efectuar este equilibrio, Douglas recomendó que los Dividendos (al Consumidor) Nacionales y los Precios Compensados (rebajados) en el punto de venta al por menor fueran suministrados y financiados por una Agencia Gubernamental (creada o existente, cualquiera que sea la más eficiente y conveniente) con fondos no derivados de impuestos sino dispuestos a partir de una Cuenta de Crédito Nacional apropiadamente construida. Ésta vendría a ser una contabilidad actuarial constantemente actualizada del crédito real de la nación, siendo un inventario de todos aquellos recursos que están disponibles para ser usados para la producción y que, de ser usados, pueden derivar en la formación de precios financieros.

    Desafortunadamente, el público está condicionado a razonar partiendo de la falsa asunción de que la “tarta” económica está limitada a los ingresos financieros desembolsados en la producción, y de ahí que él los perciba como la única fuente de fondos posible. Esta asunción incluye el erróneo corolario de que el sistema de precios es autoliquidable, es decir, que los ingresos desembolsados como sueldos, salarios y dividendos no solamente son iguales a, sino que también están disponibles para satisfacer el total de los costes financieros de la producción. Que esto constituye una gran falacia aparece probado inmediatamente por la enorme acumulación de deuda pública y privada inflacionaria, creada como préstamos por el sistema bancario, y que permite que los bienes puedan adquirirse en cierto modo, pero que no liquida sus costes financieros de producción de un modo sincronizado. Como recurso para salir del paso, estos préstamos simplemente transfieren esos costes al futuro, para ser liquidados con ingresos derivados de posteriores ciclos de producción sin relación alguna con los ciclos en los que dichos costes se incurrieron.

    Los costes físicos (es decir, reales) de producción se satisfacen a medida que la producción tiene lugar. Obviamente, si éste no fuera el caso, la producción no podría continuar. Esto es evidente por sí mismo y axiomático. Cuando los bienes son producidos en su forma final, están destinados para ser usados y deberían estar disponibles inmediatamente para el conjunto del público consumidor en su totalidad y sin acarrear ninguna deuda financiera residual.

    La acumulación universal de deuda es fraudulenta y se requiere únicamente a causa de que el precio incluye de manera creciente –a medida que el capital real reemplaza al trabajo como factor de producción– cargas asignadas en relación al capital real que no son distribuidas como ingreso en el mismo ciclo de producción. El ingreso del consumidor se cancela prematuramente, dejando una creciente deficiencia de ingreso en relación al total de precios de los bienes que aguardan su compra. En otras palabras, el flujo de precios finales excede de manera creciente al flujo de poder adquisitivo financiero efectivo. El poder adquisitivo se cancela prematuramente con respecto al capital real todavía existente, mientras que debería ser cancelado solamente al ritmo del consumo o depreciación física verdadera. El dinero debería emitirse al ritmo de la producción y cancelarse al ritmo del consumo.

    Enfrente de esta dificultad, podemos simplemente abstenernos de adquirir estos bienes, no dejando al productor ninguna opción que la de almacenarlos o destruirlos y caer en bancarrota –haciendo de sus esfuerzos un sinsentido ejercicio de inutilidad. O bien podemos asegurarnos de que, al mismo tiempo que los verdaderos “trabajadores” (es decir, perceptores de una remuneración de parte de otros por los servicios prestados) restantes que se necesiten continúen obteniendo el beneficio de sus ganancias, todos los ciudadanos, trabajadores incluidos, tengan acceso a la producción total de la industria proporcionándoseles el poder adquisitivo agregado adecuado para hacerlo posible.

    Además de ser una necesidad práctica, una estructuración como ésa reconoce la parte o participación que todos tienen en la casi fabulosa Herencia Cultural de la Civilización. En una distribución basada en el Crédito Social, la Herencia se generalizaría.

    En rígido contraste está la actitud socialista, que consiste en que la herencia es algo malo y debería ser abolida.

    El Crédito Social está más definida, clara y descaradamente a favor de una sociedad compartida o participativa –y a medida que el trabajo se reduce de manera creciente a causa de la tecnología pasaría a ser más compartida o participativa con el paso del tiempo. A diferencia del Socialismo, que en realidad siempre ha tenido que ver más con el control centralizado que con la participación, el Crédito Social no implica la propiedad del Estado, la planificación o la administración de la economía o de la organización social como tal. El dar a la gente, de manera individual, pleno acceso a esa cada vez más creciente abundancia hecha posible por la tecnología, así como a una concomitante independencia económica, constituye de hecho algo altamente descentralizador.

    El propósito racional de la tecnología consiste en eliminar la ineficiencia, y los “puestos de trabajo” inventados simplemente con el fin de distribuir ingresos son precisamente eso: simple despilfarro de energía y materiales. La solución al problema de la inseguridad económica en la era moderna de superproducción no radica primariamente en el hecho de “hacer” trabajo, sino de manera creciente en facilitar la distribución. Aquéllos que claman por “puestos de trabajo” realmente visualizan un modelo conforme a los lineamientos de los estados fascista y comunista, que dan y exigen de todos un ilimitado trabajo a lo largo de toda su vida, en concordancia con ese aforismo enclavado en cierto lugar sospechoso que reza “el trabajo os hará libres” –si bien no sea así hasta que uno se muera.

    La obvia, si bien no reconocida, verdad es que el trabajo innecesario, impuesto o bien por edicto o bien por una artificial prestidigitación financiera, no es más que esclavitud o servidumbre; totalmente irracional e inmoral. Todo ingeniero digno de este nombre está intentando eliminar la necesidad de esfuerzo humano como factor de producción mientras que al mismo tiempo todo político estúpido o hipócrita –presionado por los poderes financieros por arriba, y por una población insegura e incapacitada para la comprensión por abajo– está pretendiendo, como mínimo, promover políticas diseñadas para “poner al pueblo de vuelta a trabajar.”

    Francamente, si yo deseara “trabajo”, entonces yo querría hacerlo conforme a mi elección y a mi propia libertad, liberado de manera creciente de la conformidad y servidumbre forzadas del sistema actual.

    No deberíamos afanarnos en proporcionar más y más trabajo humano sino más bien en conseguir más eficiencia productiva tecnológica, con un aumentado poder adquisitivo efectivo del consumidor capaz de eliminar la deuda del consumidor y liquidar los costes industriales de una manera oportuna. Déjese que los robots hagan el trabajo. Sin descanso y sin queja ninguna, ellos ejercen la gran mayoría de éste mejor de lo que la gente puede.

    ¿Quieres más trabajo? Entonces dejemos que haya otra guerra –o, mejor aún, continuas guerras hasta que terminemos destruyendo todo el planeta o toda vida sobre ella.

    En efecto, los fallos en el actual sistema financiero proporcionan un constante incentivo para la guerra militar, la cual normalmente no es más que una extensión de la guerra económica. El comercio internacional desequilibrado es dirigido e impulsado por la creciente necesidad ortodoxa inherente de exportar –no para recibir una riqueza real equivalente a cambio, sino para capturar créditos financieros de otras naciones que compensen la interna deficiencia intrínseca de poder adquisitivo del consumidor que existe en el sistema de precios doméstico de todas las naciones.

    Todo el que no entienda esta compulsiva dinámica destructiva del sistema económico-financiero moderno se encuentra totalmente incapacitado incluso para hacer cualquier comentario acerca de nuestra situación económica.

    La abundancia que la tecnología hace posible debería liberar a los hombres y mujeres de de la escasez o indigencia física, permitiéndoles de manera creciente elegir independientemente y sin coacción sus actividades preferidas en la vida. En oposición al ubicuo y omnipresente concepto keynesiano, cognitivamente disonante y falsificado por los socialistas de la “democracia económica” entendida como un Estado-Trabajo proletario administrativo centralizado, el Crédito Social da su verdadero significado al concepto de democracia económica, favoreciendo un sistema de producción motivado o estimulado por el consumidor.

    C. H. Douglas enfatizó la importancia de entender la política, trazando sus raíces. Desde un punto de vista metafísico, el Crédito Social sería una encarnación práctica, física de la Doctrina Cristiana de la Salvación por la Gracia Inmerecida –en contradicción con la imperante concepción, y sistema, Judaico de la Salvación por las Obras. El actual sistema financiero se afirma sobre una filosofía materialista caracterizable conforme a la fórmula de do ut des, que significa “esto a cambio de aquello” –en otras palabras, que nada puede obtenerse excepto si se gana como remuneración; que, como dice el dicho, “No existen las comidas gratis”. Es el principio subyacente de aquella doctrina que induce a la locura de la “Salvación por las Obras”.

    De ahí que el actual sistema financiero emita dinero, sólo como deuda para la producción, y nunca para el consumo, excepto en este último caso como deuda que debe ser pagada mediante trabajo futuro. Esta política de suministrar solamente dinero a cambio de trabajo, pudo haber tenido cierto fundamento en la equidad en la economía primitiva en donde la producción se debía principalmente al esfuerzo humano. Pero no tiene ningún sentido racional o moral en la altamente tecnológica economía moderna, en donde los factores de producción no humanos predominan, y la intervención humana se va convirtiendo de manera creciente en un simple, aunque esencial, catalizador dentro de un vasto complejo productivo.

    El Crédito Social es profundamente coherente con la filosofía Cristiana de la Salvación por la Gracia Inmerecida –siendo la Gracia un completo y verdadero don procedente de Dios. La Gracia Espiritual tiene, o debería tener, una contraparte física, o encarnación, en el campo económico o material. De esta forma, desde este punto de vista filosófico, el acceso a los bienes y servicios de consumo debería justificarse de manera creciente, no por el trabajo solo, sino más bien por la participación del individuo en la herencia inalienable del capital común que se ha acumulado a lo largo de los siglos. El efecto del crecimiento de nuestra Herencia Cultural ha sido siempre avanzar el potencial para una más rápida, más diversificada y menos despilfarradora productividad, junto con el concomitante y consecuente potencial para un aumentado ocio humano.

    La filosofía Cristiana sostiene que constituye un pecado capital el hacer de un medio un fin en sí mismo. El propósito y fin racional de la producción es el consumo, y no crear trabajo (un medio). Un sistema económico debería proporcionar bienes y servicios a la humanidad lo más eficientemente posible, con el mínimo de molestia y esfuerzo para todos los implicados.

    Uno podría preguntarse cómo es posible que para una nación como la de los Estados Unidos de América, supuestamente fundada sobre principios Cristianos, haga basar toda su estructura económica y social sobre un sistema financiero que constituye una total inversión o reverso de aquellos principios. Una clave para entender esta extraña contradicción puede encontrarse en la observación de Douglas de que la Finanza y los Medios de Comunicación Establecidos son concéntricos. Como resultado, dice él, la sociedad ha sido hipnotizada, con la consecuencia de que solamente una drástica deshipnotización puede salvarla.

    Si la sociedad es capaz de seguir una continua, destructiva, malevolente y maligna política de devastación de continentes y poblaciones de naciones extranjeras, entonces ciertamente será capaz fácilmente de seguir, por el contrario, la alternativa civilizada de proporcionar Dividendos (para el Consumo) y Precios Al Por Menor Compensados (rebajados), para así apoyar una vida segura y de ocio para nuestros ciudadanos. Bajo el actual inicuo sistema financiero, se nos dirige o estimula a distribuir esos Dividendos potenciales a otras naciones en forma de bombas. Esto debería aparecer como algo insano juzgado a partir de cualquier criterio racional, pero sin embargo satisface aquel otro criterio general irracional consistente en proporcionar plenitud de “puestos de trabajo” e “ingresos” (por no mencionar los “beneficios”) –si bien esto se realiza a costa añadida de un colosal despilfarro físico, del sufrimiento humano y de una masiva y exponencialmente expansiva hipoteca financiera que se carga sobre nuestro futuro. Esto también debería aparecer como algo insano, pero aparentemente no es así para los miembros de la confraternidad bancaria, que lo financia todo ello con una ecuanimidad visiblemente desinteresada.

    Ciertamente hace ya mucho tiempo que los individuos y naciones deberían haber parado de “luchar” entre ellos y, en su lugar, haber concentrado su inteligencia, energías y talentos en exigir políticas financieras y económicas realmente fundadas en la realidad.

    Espero que la explicación anterior pueda ayudar a clarificar algunas de las principales cuestiones y asuntos que a menudo se plantean sobre el Crédito Social.

    El Dr. Oliver Heydorn ha publicado recientemente un importante libro informativo, que incorpora exhaustivamente las ideas esenciales de C. H. Douglas. Referencia: http://www.socred.org/.



    Véase también:

    https://en.wikipedia.org/wiki/Social_credit

    http://social-credit.blogspot.ca/

    https://en.wikipedia.org/wiki/Social_credit

    http://socialcredit.schooljotter2.com/


    ---------------


    El autor nació durante la llamada “Gran Depresión” cuando en 1935 la histórica elección del primer Gobierno en el mundo de “Crédito Social” en la Provincia de Alberta, Canadá, sobresaltó a los expertos y alarmó a los poderes financieros globales. Años después se familiarizó con varios de los Ministros del Gabinete de ese Gobierno. Su mentor más cercano fue Mr. Leslie Denis Byrne, O.B.E., un actuario británico y experto técnico en Crédito Social, el cual fue enviado, junto con un colega, desde Gran Bretaña por C. H. Douglas para asesorar a la inexperta nueva Administración Provincial. El autor posee los grados de bachiller en Artes y Educación. En Artes, se especializó en ciencia política, y cursó estudios subsidiarios de economía. En Educación, se especializó en estudios sociales, vía secundaria.

    Se expresa el agradecimiento a Robert E. Klinck, M.A., por su considerada y paciente ayuda en editar este ensayo.


    Fuente: CLIFFORD HUGH DOUGLAS INSTITUTE

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