En una primera lectura, tengo que reconocer que me ha gustado la nueva encíclica de Benedicto XVI. Después, he encontrado el artículo del conocido periodista italiano Antonio Socci, que he traducido y reproduzco a continuación:



QUÉ SIGNIFICA LA BELLÍSIMA ENCÍCLICA DE BENEDICTO XVI SOBRE LA ESPERANZA



Un texto bellísimo para leer y meditar

Una bomba. Es la nueva encíclica de Benedicto XVI, “Spe salvi” en la que no hay ni una sola alusión al Concilio (lo cual es tremendamente significativo), finalmente se vuelve a hablar del Infierno, del Paraíso y del Purgatorio (incluso del Anticristo, aunque sea en una cita de Kant), se llama a los horrores por su nombre (por ejemplo “comunismo”, palabra que estaba prohibido pronunciar y condenar en el Concilio), en vez de agradar a los poderosos de este mundo se menciona el impactante testimonio de los mártires cristianos --las víctimas--, se abandona la retórica ecuménica para afirmar que solo hay un Salvador, se pone a María como “estrella de esperanza” y pone de manifiesto que la confianza ciega (solamente) en el progreso y (solamente) en la ciencia conduce al desastre y a la desesperación.

Del Concilio, Benedicto XVI no cita ni siquiera la “Gaudium et spes”, que en el mismo título ya llevaba la palabra “esperanza”, sino que elimina el equívoco mismo que fue introducido con consecuencias desastrosas en el mundo católico con la principal de las constituciones conciliares, “La Iglesia en el mundo contemporáneo”. De hecho, en el párrafo 22 el Papa invita a hacer “una autocrítica del cristianismo moderno”. En particular con respecto al concepto de progreso. En expresión de Charles Péguy, “el cristianismo no es la religión del progreso, sino de la salvación”. No es que el progreso sea algo negativo. Todo lo contrario, debe muchísimo al cristianismo, como demuestran incluso libros recientes (pienso en los de Rodney Stark, “La victoria de la razón” y Thomas Woods, “Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental”). El problema está en la “ideología del progreso”, en su trasformación en utopía.


Lo catastrófico de la “Gaudium et spes” y del Concilio fue sustituir la virtud teologal de la esperanza por la noción mundana de optimismo”. Son dos cosas radicalmente antitéticas, porque, como escribía Ratzinger, cuando era cardenal, en el libro “Mirar a Cristo”: “El fin del optimismo es utópico”, mientras que la esperanza es “un regalo que ya se nos ha concedido y que esperamos de Aquel que únicamente puede hacérnoslo: el Dios que ya ha instalado su tienda en la historia con Jesús”.

En la Iglesia del postconcilio, el optimismo se volvió una obligación y un nuevo dogma incuestionable mientras el pesimismo se convertía en el mayor de los pecados, todo ello fomentado ya desde el ingenuo discurso de apertura del Concilio pronunciado por Juan XXIII, que, en el siglo que ha conocido el mayor exterminio de cristianos de toda la historia veía con lentes de color de rosa y arremetía contra los llamados “profetas de desgracias”: “Dadas las circunstancias actuales de la sociedad humana” –decía-- “no son capaces de ver otra cosa que ruina y calamidad; afirman que, comparados con los siglos pasados, los tiempos que vivimos son mucho peores. Y llegan a comportarse como si no hubiera nada que aprender de la historia… Nos parece que debemos disentir resueltamente de esos profetas de desgracia que siempre anuncian lo peor, como si el fin del mundo fuera inminente”.

La apologética progresista consideró a Roncalli depositario de un verdadero “espírito profético”, el cual se negó --por ejemplo—a la Virgen de Fátima, que --por el contrario-- en 1917 advertía de terribles desgracias y avisaba de la gravedad del momento y del peligro mortal que suponía el comunismo que llegaría a Rusia al cabo de tres meses. Indudablemente, se desató un mar de horror y de sangre. Sin embargo, cuarenta años después, en 1962, mientras el Vaticano aseguraba a Moscú que el Concilio no condenaría explícitamente el comunismo, y mientras se condenaba a mil vejaciones a santos como el padre Pío, Juan XXIII declaró alegremente que la Iglesia del Concilio prefería evitar condenas porque aunque existieran en el mundo doctrinas engañosas, al parecer los propios hombres ya tendían a condenarlas.

Lo cierto fue que poco después el comunismo alcanzaría su máxima expansión por el planeta, no solo con regímenes que se extendían desde Trieste hasta China y luego Cuba e Indochina, sino con la explosión del 68 en los países occidentales, que durante décadas fueron devastados por ideologías de odio. Pocos años después de la clausura del Concilio, Pablo VI hacía el trágico balance de lo que había supuesto para la Iglesia el ”profético” optimismo roncalliano y conciliar: “Se creía que tras el Concilio vendría un día soleado para la historia de la Iglesia. Al contrario, ha venido un día nublado, de tormenta, de oscuridad, de búsqueda, de incertidumbre.…La apertura al mundo se ha convertido en una auténtica invasión del pensamiento secular. Tal vez hemos sido demasiado débiles e imprudentes”, “la Iglesia se encuentra en un difícil periodo de autodemolición”, “por algún lado, el humo de Satanás ha penetrado en el templo de Dios”.

Esta sincera admisión le valió al propio Pablo VI la exclusión como “pesimista” por parte del sistema clerical establecido, para el cual la religión del optimismo hacía olvidar toda decadencia y destrución” (además de la enormidad de los peligros que se ciernen sobre la humanidad y de dogmas como el pecado original y la existencia de Satanás y del infierno). En el libro citado, Ratzinger arremete contra esa sustitución de la esperanza por el optimismo. Dice: “Ese optimismo metódico había sido suscitado por los que deseaban la destrucción de la Iglesia tradicional, bajo la capa de la reforma”, “el optimismo público era una especie de tranquillizante… al objeto de crear el clima adecuado para derrotar pacíficamente si fuera posible a la Iglesia y adquirir así dominio sobre ella”.

Ratzinger ponía además un ejemplo personal. Cuando la polémica del libro-entrevista con Vittorio Messori “Informe sobre la fe”, donde se ilustraba claramente la situación de la Iglesia y del mundo, se lo acusó de haber escrito un libro pesimista. “En algunos lugares –escribía el cardenal-- se intentó hsata prohibir su venta, porque no se podía tolerar una herejía de tal magnitud. Los que detentaban el poder de la opinión pusieron el libro en el Índice. La nueva inquisición hizo una demostración de fuerza. Quedó demostrado una vez más que no hay mayor pecado contra el espíritu de la época que ser declarado culpable de falta de optimismo”.

Hoy, Benedicto XVI, con esta encíclica de pensamiento fuerte (que valoriza, por ejemplo, la Escuela de Francfort), finalmente manda al desván el empalagoso optimismo roncalliano y conciliar, aquel ideologismo cómodo y conformista que ha hecho que la Iglesia se arrodille ante el mundo y le ha causado una de las crisis más tremendas de su historia. De este modo, la crítica implícita no se dirige solo al postconcilio, a las “interpretaciones erróneas” del Concilio, sino también a algunos de sus puntos de partida. Por añadidura, ya un teólogo del Concilio come Henri de Lubac (citado además en la encíclica) escribía a propósito de la Gaudium et spes: “Se habla todavía de ‘concepto cristiano’, pero muy poco de fe cristiana. Toda una corriente en el momento actual trata de enganchar la Iglesia, por medio del Concilio, a una pequeña mundanización”. E incluso Karl Rahner dijo que el borrador nº 13, que se convertiría en la Gaudium et spes, “reducía el alcance sobrenatural del cristianismo”. Incluso vivió el Concilio: es el autor del discurso con que el cardenal Frings demolió el viejo Santo Oficio que tanto “daño” había hecho. Y hoy, el pontificado de Benedicto XVI está demostrando ser la clausura de la época oscura que, aprovechando lo positivo del Concilio, nos devuelve la belleza bimilenaria de la tradición de la Iglesia. No es casualidad que en la encíclica no se cite el Concilio, pero sí a San Pablo, San Gregorio Nacianceno, San Agustín, San Ambrosio, Santo Tomás y San Bernardo. Una encíclica bella, bellísima, incluso poética, que habla al corazón del hombre, a su soledad y sus deseos más hondos. Es aconsejable leerla y meditarla atentamente.

Antonio Socci
Da “Libero”, 1 de diciembre de 2007