Revista ¿QUÉ PASA? núm. 197, 7-Oct-1967
La sinceridad y la duda progresistas
El santuario de la conciencia progresista es el santuario de la sinceridad. Casi tanto mencionan la sinceridad como el diálogo. La cuestión es ser sinceros. Lo que les preocupa, ¡oh. caso de risa!, no es hablar de acuerdo con los hechos, sino hablar de acuerdo con lo que piensan. Fijaos bien que esto es auténtico retroceso mental. Los tomistas llegan hasta las cosas. El progresista se apea en una estación más retrasada, no llega hasta la realidad.
Interesa, principalmente, incluso exclusivamente, lo que se piensa, como si la realidad misma fuera inabordable, no interesara, o se redujera, justamente, a lo que se piensa. Determinar la naturaleza de las cosas y averiguar qué se deduce de ella, cuáles son sus atributos, propiedades y operaciones. Esto está superado. Un planteamiento semejante, para el progresista, que no da una el clavo, quiera o no reconocerlo, es prehistórico.
El avance progresista, en este aspecto, consiste en una regresión de tipo idealista o, mejor dicho, como quiere Mauricio Carlavilla, ideísta. Ya no hay la búsqueda de la verdad, es decir, de concordancia del pensamiento con las cosas. La realidad no es lo real, sino el pensamiento. La adecuación del pensamiento y las cosas se transforman en una adecuación entre un pensamiento y otro pensamiento. Para buscar esta concordancia, esta adecuación, se dialoga y se buscan los puntos de vista comunes y las bases de colaboración pacífica. Por ello, lo que interesa es hablar sinceramente, expresar lo que se piensa y se siente y no otra cosa. No decir la verdad, sino ser sinceros, he aquí la preocupación progresista.
Para el amante de la verdad, para el que quiere entregarse a ella con todo fervor, la consideración precedente pone fuera de combate al progresista. La suya es una mercancía averiada, atacada de un mal incurable. Su palabra no merece crédito porque... podía ser muy sincera, pero esto, a mí, ¿qué me va? Toda la sinceridad progresista, por sí sola, me importa un comino. A mí me interesa, es indudable, la sinceridad de mi novia, de mi mujer, de mis hijos, de mis padres, de mis amigos... Pero ¿la sinceridad progresista? Yo lo que quiero de ellos, lo que necesito, lo que me interesa, no es que me informen sinceramente, sino verazmente. Su sinceridad podrá justificarlos, pero no los hace estimables en un riguroso campo científico.
Además, que su sinceridad es un refugio. Han huido a su sinceridad. Son sinceros porque no se atreven a ser otra cosa. No es tan fácil explicar cómo es esto. Son como los ancianos que se retiran a «lo suyo» y se recluyen dentro de unos estrechos límites al abrigo de la dura intemperie, de los soles ardorosos y de los fuertes vientos. El progresista se ha refugiado en su sinceridad, su opinión, su criterio, su conciencia. El se dice: «Yo pienso esto. ¿Es distinta su opinión? La mía es ésta y con ella me quedo.» Hace de las opiniones propiedades privadas, que cada cual posee como si poseyera un cortijo, por ejemplo. No entréis a robar esa propiedad con las armas de la lógica, de la evidencia, de los hechos, de... Es inútil Todo se reduciría a «un diálogo para sordos», como titulaba Ruiz Ayúcar uno de sus artículos en « El Español» Y al fin, el progresista os dirá: «Usted piense como quiera; mi opinión es como le he dicho. Respete usted mi opinión como yo respeto la suya.» Aquí no hay verdades universales, de idéntico valor para todos, por las cuales somos poseídos y a las cuales debemos someternos. Todo se ha reducido, aldeanamente, a los estrechos límites de los cotos privados. El progresista, bien resguardado en «lo suyo», se protege admirablemente de los ataques de los adversarios.
¡Y cuándo el progresista quiere atacar es cuando más grita a los cuatro vientos su sinceridad! Cuando el progresista dice: «Soy sincero», el integrista debe de responder: «Ya se está metiendo conmigo.» Bien es cierto, y además está aureolado, este hecho, por la corona del heroísmo. Cuando el progresista hace alardes de su sinceridad, las más de las veces es para arramblar, desvergonzadamente, con lo más noble, con lo más sagrado, lo más digno que pueda poseer el hombre
«Mi sinceridad me obliga a decir...» Este es el comienzo progresista de una sarta de innobles atrevimientos en que, o se ataca a la familia, o a la patria, o a cualquiera de los valores públicamente consagrados. Al hacerlo así, el progresista dice que se aparta de la hipocresía ambiental, del conformismo, del sometimiento al poder establecido, y se lanza valiente, arrojado, sin prejuicios, sin concesiones... Toda ésta es la leyenda levantada en torno de la piqueta.
Pero ¿es cierto que los progresistas son sinceros? ¿Es cierta su sinceridad? ¡Pero si es pecado considerarse en posesión de la verdad! El progresista, muy sinceramente, piensa que... cree que... considera que... Pero, ¿con qué fundamento puede pensar ni creer ni considerar nada, si no debe de creerse en posesión de la verdad, porque esto es malo? Si el progresista, sinceramente, cree que no debe de considerarse en posesión de la verdad, sinceramente debe de creer que él ni piensa, ni cree, ni considera nada. Los únicos que tienen derecho a afirmar son los dogmáticos. De manera que el progresista, para ser sincero, debía de callarse, o hablar en un continuo tono dubitante.
En realidad, muchas veces es así, el progresista habla en un tono dubitante. Pero en seguida, incluso sin que nos demos cuenta, dogmatiza sobre ese tono. Se trata, de hecho, de una retirada estratégica, de un situarse más atrás (nuevo retroceso) en una trinchera más apartada del camino común, situada en un retorcido y escabroso repliegue del terreno. Allá, precisamente, donde no existen los fundamentos es decir un manojo de verdades obvias, palpables, evidentes y universales, de idéntico valor para todos los hombres y para todos los tiempos. Las deducciones progresistas (y ateas pues en esto como en otras muchas cosas coinciden) carecen de fondo, de base, de raíces, cosa que suele ocultarse con hábiles metáforas, engarzando, por ejemplo, fantasías pseudocientíficas con inventadas exigencias de los tiempos, o hablando, ladinamente de puntos de vista, enfoques, puntos de partida distintos, y todo para justificar pensamientos desquiciados, e incluso para defenderlos de ataques razonados.
De esta manera, últimamente, lo que importa es la congruencia interna. La huida del silogismo aristotélico y de la exigencia de la ciencia ha parado en esto: en un formalismo logicista en que lo que importa es la consecuencia «buena», correcta, aunque sea falsa. No el acuerdo con la realidad, sino el acuerdo del pensamiento consigo mismo. Es válido, simplemente, un sistema que no se contradiga. Esto da lugar, indudablemente, a una tremenda anarquía, hasta el punto de transformarse el pensamiento de severo en caprichoso. Pero el pensamiento avanzado, que para justificar una cosa le basta el que no sea razonable, dogmatiza que ante la soberbia amplitud de la realidad misma, los distintos enfoques tienden a completar la esplendorosa panorámica. Esta es la justificación que se ofrece a una babel mareante.
El dogmático tono dubitante del progresista se resiste a emplear juicios de valor. Esto de «los juicios de valor» es una nueva argucia del «otro» Occidente. Es un producto neto de lo que decía antes. El pensar fundamentado afirma y niega. Pero el que no tiene por base otra cosa que hipótesis, dubita. No puede decir esto es así, esto no es así, esto es bueno, esto es malo. La afirmación decisiva, definitiva e inquebrantable está prohibida. Este miedo dialéctico, esta falta de coraje la expresa el progresista (y su compadre el ateo) cuando dice que no quiere emplear juicios de valor. El progresista avanzado es un timorato, pues no pone valor en sus juicios. No afirma ni se afirma. Queda, en realidad, a merced de los vientos.
El progresista, todo él, está comprometido en esta postura. Todo él es así. Respeta, dialoga, convive, tiende la mano a todo y a todos. Este es su espíritu: no es capaz de enfrentarse a nada. La lucha, incluso intelectual, es pecado. Y un juicio de valor lo enfrentaría a otros juicios de valor o sin él... Y esto no puede ser. Esto rompería la idílica armonía, la paz del lobo y del cordero.
Pero este tono dubitante es dogmático. Es como si la debilidad progresista se fortaleciera con el aire, con nada. El progresista dogmatiza sobre su postura dubitante. Duda, y considera además que es obligatorio para todo el mundo dudar. El no dudar en algo es soberbia, atrevimiento, locura. El considerarse en posesión de la verdad es querer ser más que los otros, considerarse por encima de ellos, cual seres privilegiados. Por lo demás, el hecho de poseer una verdad y afirmarse en ella sin lugar a dudas, los progresistas lo han rodeado de vituperios, copiados, naturalmente. Afirmarse en la verdad: enquistarse, inmovilizarse, detener el progreso, cerrarse… Para avanzar es preciso dudar; como el movimiento del tigre: antes de saltar, toma impulso retrocediendo. Lo malo es que el progresista al retroceder pisa en el vacío, en el abismo insondable, en la negrura tenebrosa. No pisa en ninguna plataforma: pisa en la duda. Se hace la ilusión de que saltando a partir de la duda, «por aproximaciones», alcanzará la verdad. Es el silogismo aristotélico en que las premisas evidentes han sido sustituidas por hipótesis. El progresista es muy mal filósofo y muy mal sicólogo. No sabe que la verdad sólo se obtiene a partir de la verdad, la evidencia a partir de la evidencia.
De todas maneras, el movimiento progresista es éste: retrocede para negar, dudando, el pensamiento ortodoxo. Salta, como el tigre, en busca del pensamiento heterodoxo y ateo. Avance progresista: sustituir un piso firme por fango y lodo.
Miguel PEREZ PUJADA
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