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Tema: Los Ramones (Ernesto Giménez Caballero)

  1. #1
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    Los Ramones (Ernesto Giménez Caballero)

    Los Ramones (españoles) fueron seis personajes de letras, la ciencia o cultura que marcaron la primera mitad del siglo XX español: Ramón y Cajal, Ramòn Menéndez Pidal, Ramón del Valle Inclán, Ramón Pérez de Ayala, Juan Ramón Jiménez y Ramón Gómez de la Serna. Leamos su retrato, según Ernesto Giménez Caballero

    Comienza por Ramón y Cajal:


    "Ramón y Cajal

    Tras la televisión que nos actualizó —con interpretación perfecta de Marsillach— a quien nunca dejó de estar presente en España y en el mundo desde que muriera en Madrid un 17 de octubre de 1934, don Santiago Ramón Cajal, se preparó una exposición de sus recuerdos y un ciclo de disertaciones en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas. He escrito Ramón Cajal, como él se firmaba, sin la internominal y como tengo prueba por la dedicatoria con que me honró en sus Recuerdos de mi vida, tercera edición, Madrid, 1923: «Al doctor Giménez Caballero en testimonio de cordial amistad. S Ramón Cajal.» (Aun cuando en la portada del libro apareciera impresa la y copulativa, bajo la dirección de mi domicilio, escrito también por su mano.)

    —Nunca dejó de ser actual, don Santiago —me afirma don Pedro Manzano, conservador del Museo Cajal, al írmelo mostrando en su sede de Velázquez, 44—. Tan actual que no se ha superado ninguno de sus fundamentales descubrimientos, como la Textura del sistema nervioso del hombre y de los vertebrados, publicado en 1897. Y el funcionamiento anatómico de la neurona, célula motora de ese sistema; en suma, sobre el neuronismo. Cualquier especialista en el mundo que quiera operar sobre el sistema nervioso tiene que consultar antes a Cajal.

    Mientras me habla el ilustre celador de ese museo, voy esparciendo mis ojos. Ante todo sobre su elemental y pobre mesa de trabajo, sus microscopios, sus fotografías, sus condecoraciones, sus premios...

    —Esa medalla del Helmholtz es superior en mérito a esa otra del Nobel. Quizá no llegan a media docena los que la posean.

    —Yo vi esa mesita de trabajo en activo y tras ella, sentado, don Santiago. Una mañana de febrero de 1926, allá en su «laboratorio de investigaciones biológicas del doctor Cajal», donde el Museo del doctor Velasco, final de Alfonso XII, y que antes, al fundarse por 1901, creo se instaló en un hotel de la calle Ventura de la Vega (debió de ser el Inglés, donde Rizal pronunciara su primer discurso en 1884). Junto al laboratorio vivía, y creo que sigue, su familia. Y él trabajaba en el sótano, ante esa mesita, cuando rehusó la fastuosidad del Instituto Cajal en el Cerrillo de San Blas, junto al Observatorio y la Escuela de Ingenieros. Pues bien, yo estaba por esa fecha de 1926 en la tertulia de la Revista Occidente, y uno de los contertulios, el físico don Blas Cabrera, contó cómo en otra tertulia, la del Café Suizo, a la que don Santiago asistía, un día increpó para que se dejara de vaguedades científicas y pusiera la tenacidad que él en su Histología. Y a él le debo hoy el Instituto de Física que acaba de regalarnos Rockefeller ¡y hasta un pensionado alemán, el doctor Bechert!

    Entonces le rogué a mi admirado guanche que me presentara a don Santiago. Y a los pocos días me avisaron para verlo una mañana en su laboratorio. (Eran los momentos en que otro Ramón —Franco— acababa de volar a Buenos Aires desde Palos, gran éxito para el Gobierno Primo de Rivera y en que dimitió en Francia Arístides Briand.) Me abrió la puerta un hombre manco e inquisitivo. Le dije mi nombre y estar citado con don Santiago. «Yo soy Tomás. Sígame.» Subimos por una escalera en espiral desvencijada, oliendo a patatas fritas. «Yo vivo aquí.» Y señaló una puerta de donde salía ese olor. Que se confundió con otro menos confortante, el de palomina, de un desván con palomas, ratones en jaulas, mesas, carpetas, revistas, ficheros. Llegamos a otra puerta, que me abrió y era el laboratorio. Tictac de dactilografía. Blusas blancas. «Y ¿por qué los focos bulbares?» «¿Y el artículo de la Monatschrift?» «Avisar a Tello»... Y allá, al fondo, don Santiago. Que al verme se levantó de esta misma mesa y se quitó las gafas bajo un gorro de quinto que evocaba la Cuba de su heroísmo y de su malaria.

    —¿Qué quiere usted preguntarme? —me dijo mientras me acercaba a un balcón con azotea y del que se divisaba la estepa manchega y se oían pitos de trenes...—. Leo sus artículos en El Sol y leí sus Notas marruecas.

    (Me quedé anonadado y por el momento guardé silencio.) Evocándole en el Café del Prado frente al Ateneo, leyendo en solitario, tomando notas, urdiendo sus «Charlas de Café». Pero ahora se me aparecía con ojeras descarnadas, perfil helénico, atlético, y estatua de sí mismo como un Esquines de Herculano, con aquella cabeza que Victorio Macho reprodujera y está hoy en su museo revelando lo que debió de ser la Hélade de un Sócrates o un Galeno o la Roma de un Séneca. A mí me sonaba el nombre de Cajal (cahal) a hebraico. Pero no: era el perfecto ario, el indoeuropeo pirenaico, el arquetipo de Gobineau, el hombre ascendente que profetizara Nietzsche cuando anunciaba que Dios había muerto para dar paso a otra divinidad: la humana. La de este Hombre que había superado por sí mismo la coz mortal de un mulo en la frente, una tuberculosis aguda, el feroz paludismo cubano, la pobreza, la familia numerosa y, sobre todo, la mezquindad del Estado español ante la Ciencia.

    —Mi pregunta es ésta, don Santiago: ¿Es posible la investigación científica en España?

    —Es una pregunta que en silencio se la debieron ya hacer, Cervantes, Quevedo, Fajardo y, con más decisión, Azara. Iba la vida, la persecución... Ahora... El que quiera trabajar en firme puede hacerlo. Lo malo es que hay poca gente con firmeza de intención, con la gran virtud de la tenacidad.

    —¿Es usted del parecer de Rey Pastor a propósito de nuestro pasado entre las ciencias exactas?

    —Sin restricción. Quien haya leído a un Villarroel, un ilustrado de casi ayer, que desdeñaba las matemáticas por la astrología...

    —Para usted, ¿cuándo empezó España a figurar algo en la ciencia europea?

    —Desde finales del XVIII, con Azara. Azara, sí, fue un gran Hombre...

    —Paisano suyo, don Santiago, otro aragonés robinsónico...

    —Para la clasificación de las especies naturales hemos tenido gente. Lo que escaseó fue la investigación profunda, original. Y los Gobiernos, más costistas que Costa, sólo respondiendo algo cuando suena la palabra «escuela». Pero no pasan de ahí en su ayuda... (Se miró la punta de las botas.) Hasta ahora nadie ha hablado con atención aquí de mis Reglas y consejos sobre investigación científica, del capítulo «Deberes del Estado». Páginas que son la historia más perfecta de la decadencia española.

    —¿Y su Instituto al que el Rey dio su nombre?

    —Psh, qué sé yo... Le hace a uno sentirse monumento nacional. Ya sabe aquello de «Homenaje en puerta, menosprecio a la vuelta».
    —¿Y el otro Instituto, el de Física?

    —Ése es un hecho. Los Rockefeller son los verdaderos humanistas de hoy, al destruir fronteras y unificar la Ciencia. Con ellos pocas bromas caciquiles, o se trabaja e investiga o lo cierran. No sólo fundan en Estados Unidos, sino por toda Europa... Europa está entrando en decadencia y América terminará por apoderarse de ella...

    Le llamaron en ese momento. Me pidió disculpas y que seguiríamos hablando. Y ofreció enviarme los Recuerdos de su vida. A los dos días me los mandó con esa su firma autógrafa de «Ramón Cajal» sin la y copulativa. Pero Cajal con páginas tan decisivas para un español que ese libro se hace sacro. Y se transforma en Biblia nacional (mi libro de cabecera)."
    Hombre en su siglo. Los sujetos eminentemente raros dependen de los tiempos. No todos tuvieron el que merecían, y muchos aunque lo tuvieron, no acertaron a lograrlo. Fueron dignos algunos de mejor siglo, que no todo lo bueno triunfa siempre; tienen las cosas su vez, hasta las eminencias son al uso, pero lleva una ventaja lo sabio, que es eterno, y si éste no es su siglo, muchos otros lo serán. (Gracián)

  2. #2
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    Re: Los Ramones (Ernesto Giménez Caballero)

    El segundo Ramón visto por Giménez Caballero: don Ramón Menéndez Pidal


    Don Ramón (Menéndez Pidal)

    Debemos a Ortega el haber descubierto en «nuestro Pidal» algo más que «una infatigable exploración y un cúmulo de saberes». Pues «la laboriosidad de un erudito empieza a ser ciencia cuando moviliza los hechos y los saberes hacia una teoría».

    Pero lo que no precisa Ortega cuál es esa teoría pidaliana. Como no sea «la cinemática del lenguaje castellano, con sus mapas fonéticos y su homogeneidad, hacia el siglo IX». Esto es, con una tal «pobreza de variaciones» que le hacen a Ortega sentirse orgulloso de haber llegado, también él, a esa misma conclusión en lo político con su España invertebrada.

    Por lo que, cautelosamente, Ortega advierte: «Yo espero que en la vida del Cid, próxima a publicarse (esto se escribía en diciembre de 1926), se nos comunique la palabra del enigma).»

    Y esa palabra es la que Pidal jamás pronunciaría, dejándola quizá, también cautamente, pero como buen galaico-astur, a que un seguidor suyo —aun el más oscuro de todos, pero el más decidido en la romanidad, como pudiera ser el que esto está escribiendo— la pronunciase. Esa de la Caudillarquía. La verdadera teoría pidaliana, implícita y audaz.

    Alguien, inmediatamente pensará que lo que yo deseo del «más grande romanista entre los vivientes» es utilizarlo como un augur o teoreta de un Caudillo de España: Franco. (Nombre, por cierto que el propio Ortega anticipara, comentando Los orígenes —pidalianos— del español, al subrayar la europeidad de Alfonso VI, quien, además «de sustituir la letra visigótica, traer monjes cluniacenses y matrimonios reales con princesas extranjeras», recibe gente franca entre sus huestes, como aquel Kigelme Franco, importante vecino de Burgos.»

    Pero ¿han sido otra cosa los llamados «hombres del 98» —dando a este sigma una amplia «borrosidad de límites generacionales» según la ley de Lidz—, han sido otra cosa que augures pronosticadores y maestros de la España realizada, al fin, por nosotros sus nietos?

    ¿Es que las generaciones pueden realizar otra gestión sino la de actualizar postulados implícitos en las precedentes?

    El día que alguien lea, con piedad y respeto, lo que impliqué en mi obra sobre El dinero y España o nuestro «Tercer resurgimiento», descubrirá entre líneas aquello que ya las nuevas generaciones están poniendo en marcha. Aunque luego a lo mejor hagamos también aspavientos, como aquellos del 98, ante la augurada realidad cuando pasa del dicho al hecho. Al hablar de esa famigerada «generación del 98» se olvida que, como toda generación con fecundidad histórica, se compone —en rigor— de tres promociones: la inicial y dos subsiguientes que perfeccionan y concretan la primera. Es el ritmo según el propio Ortega, descubierto, antes que un Petersen, por el arábigo español Abenjaldún: «Tres generaciones, ciento veinte años.» «Eso dura un Estado.» «Poco antes, poco después, sobreviene la decrepitud. Los Estados, como los individuos, tienen una vida: crecen, llegan a la madurez, luego comienzan a declinar.»

    Ley de las Crisis. En la historia de los grandes pueblos que mueren para resurgir. Y que, al desfallecer, provocan un despertar sobre sus más alertas conciencias.

    Siguiendo el sentido de esta ley crítica podríamos llamar «hombres del 98», en la Historia Universal, a vigías como aquel del Antiguo Egipto que escribiera la Profecía de Neferrohu. A Job en su babilónico libro de lamentaciones y esperanzas. A San Agustín en su Ciudad de Dios u Orosio en su Historia ante la catástrofe de Atila. A Joaquín de Fiore queriendo eternizar el Evangelio. A Maquiavelo en su Príncipe. Al Vico de la Ciencia o Vida nueva. Al Hobbes del Leviatán. Al Danivlesky de Rusia y Europa o la desesperación en la apatía, al Spengler del Untergang des Abendlandes...

    Caracterizándose, esas Crisis, por una vida pobre, desesperanzada y difícil en los pueblos donde se producen. Pero también por brotar de clamores regenerantes. Piénsese en la Alemania —precaria y dispersa del XVIII—, cuando aparecieron aquellos haces germinales de un Lessing, un Herder, un Goethe, un Schelling, un Kant, un Novalis, creados de una Aufklärung germánica.

    Y otro hecho que confirma mi afirmación sobre nuestro tercer resurgimiento español. Éste: que los pueblos próceres podrán declinar, pero también realzarse. Y más de una vez. Según intentó precisar Alfred L. Kroeber en Configurations of Cultural Growth. Así, China tuvo ya dos renaceres y quizá está en el tercero desde Mao. Japón, cuatro. India, dos. Francia, tres. Y tres Inglaterra. Y cuatro Alemania.

    Siendo también característico de algunos, como podría acaecer para España el aparecer lo que Spengler denominara una «segunda religiosidad» o enlace a una «fase primaveral» de otra nueva cultura, tras inevitables incertidumbres. Tal como ya aconteció en el hiperespiritual barroco español del XVII después de la primera aurora del XV y la plenitud del XVI.
    Ésta es la verdadera explicación de nuestro 98 como crisis. Vida precaria, desilusa y rebelde. Pero incitadora, por ello, de un brote primario de vaticinadores, de esperanzadores. Así, frente a la España que se hundía en atomizaciones individualistas, Maeztu postula otra, unánime, colectivizante, gremial, «sindical». Valle-Inclán desempolva el «Tradicionalismo carlista» y lo prepara para el juvenil de 1936. Baroja, ante la farsa del parlamentarismo, plantea la disyuntiva de un César o Nada. Y descubre la imperialidad de Loyola. Azorín, con Antonio Mochado, descubren el mito de Castilla.

    Unamuno recatoliza las juventudes con un existencialismo trágico que le hace morir en Salamanca, entre nosotros, 31 de diciembre, 1936, cuando alborea ya una victoria que tanto le debería en inspiraciones.

    Ortega es el «Estado fuerte» y el maestro de José Antonio y de tantos de nosotros, incitador de disciplinas y altas morales, civiles, cesáreas. Pero ¿para qué seguir con más figuras señalativas? Basta con la de don Ramón Menéndez Pidal que, al carismar al Cid, crea, más que una teoría, toda una doctrina: esa de la Caudillarquía.

    ¿Fue el Cid, como dicen algunos de sus detractores, un simple aventurero, un anticipo del condotierismo renacentista, a sueldo de moros y cristianos, por lo que el Rey Alfonso VI tuviera razón al exiliarlo de Castilla? Algo así como los que quisieron historiar a Cristo presentándolo al modo de un subversor del Imperio romano. Pero lo cierto es que Cristo, con su Mensaje, encontró evangelistas que proclamaron la máxima doctrina universal y más sublime del hombre: el Cristianismo. Como también es cierto que en el mundo ya no religioso, sino simplemente legendario, el Cid encontraría también un notíficador de su buena nueva: la supremacía caudillal sobre la Real cuando ésta deja de saber «regir», de lograr un «Rex». La Caudillarquía, como institución uniarcal frente a la monarquía cuando deja de serlo y se transforma en pluriarquía, sin un solo Mando o Poder, que reparte entre validos, camarillas, cuando no mujeres y concubinas.

    Todos los pueblos, instintivamente monárquicos —y sobre todo el español (como en religión apasionadamente monoteísta)—, buscan un rey, un regimentor o conductor, un Caput o cabeza. Y cuando no lo encuentran, aceptan un sucedáneo, aun cuando deban diminutivizarlo y hacer de ese Caput un Cabdiello, o Caudillo o Cabecilla, sin carisma dinástico, pero sí: popular y nacional. Y por tanto Legendario.

    Y ése es el Cid que nos evangelizó Menéndez Pidal. Hasta prototipizarlo umversalmente. Y justificar así —desde un simple Carmen o poema coetáneo de Rodrigo Díaz de Vivar (siglo XI) hasta el Mio Cid del Juglar de Medinaceli— sus crónicas historiales, todo un Romancero, un Teatro y una Novelística histórica. Con poetizadores (aparte de los hispánicos) como Corneille, Hugo, Herder, Leconte de Lisle, Heredia, Southey, Dennis, Monti, Bagger. Y aun llegar a poseer un cine actual como ese Cid de Samuel Bronston asesorado por el propio Menéndez Pidal, un Cid hispano-yanqui de mundial éxito.

    En esa mágica y eficiente doctrina caudillarcal entrarían no sólo los Caudillos como Mío Cid o Giménez de Rada y un Cisneros, sino los futuros Libertadores de naciones, desde Washington a Bolívar, y los grandes Presidentes a la norteamericana, y los Secretarios generales de Partido a la rusa. Es decir, la «instauración de lo Monárquico», cuando este valor se debilita o desaparece en la historia de los pueblos. Eso sería la Caudillarquía o teoría pidaliana del Cid. Que encendió de tal modo a nuestras Juventudes cuando nuestra Monarquía tradicional quedó destruida en 1931, que por todas partes buscaron su sustitución y reencarnación. Su «Caudillización». Hasta encontrar a Franco tan galaico como el autor de aquella palabra del enigma, de aquella teoría pidaliana advertida y denunciada por Ortega.

    Menéndez Pidal fue nuestro gran augur, el modelador poético, sibilino, mágico, insinuante que nos enseñara a buscar en la vida española: alguien que correspondiera a aquellos rasgos que él nos propusiera del Cid, a un «Salvador de catástrofes nacionales».

    Y los «modernos frutos» fuimos nosotros, humildes, fieles, estrictos cumplidores de las directivas de Pidal y de todos los demás Maestros del 98, a los que nadie tiene el derecho de enfrentarlos con nosotros, como si fueran nuestros contrarios o adversarios, ellos los liberales y los reaccionarios nosotros.

    La verdad revolucionaria sólo ha sido una: la continuidad. Y el que a los suyos se parece, honra merece. Y si hoy a don Ramón se le honorífica por lo que hiciera con el Cid, ya va siendo también hora de un poco de honor y de piedad para los que del Cid hicimos otra vez, Vida, Sangre, Victoria: Tercer Resurgimiento de España. Y «Homenaje» como el de estas líneas: al gran Maestro Menéndez Pidal. (Aunque al fin ese triunfo fracasara al Monarquizarse otra vez la Caudillarquía.)
    Hombre en su siglo. Los sujetos eminentemente raros dependen de los tiempos. No todos tuvieron el que merecían, y muchos aunque lo tuvieron, no acertaron a lograrlo. Fueron dignos algunos de mejor siglo, que no todo lo bueno triunfa siempre; tienen las cosas su vez, hasta las eminencias son al uso, pero lleva una ventaja lo sabio, que es eterno, y si éste no es su siglo, muchos otros lo serán. (Gracián)

  3. #3
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    Re: Los Ramones (Ernesto Giménez Caballero)

    El tercer biografiado es don Ramón del Valle Inclán:

    Ramón María del Valle-lnclán

    La literatura española en torno al 98 parece un árbol del que cuelgan eso: ramones, grandes ramas literarias; la lírica (que ya dio en el XIX otro RAMÓN (de Campoamor) con JUAN RAMÓN. La científica con RAMÓN Y CAJAL. La histórica con don RAMÓN (Menéndez Pidal). La Novecentista (que diría D'Ors) con las greguerías de RAMÓN y la novelesca y grotesca y galaica con DON RAMÓN MARÍA del Valle-lnclán y Ramón Pérez de Ayala.

    De todas las figuras del 98 don Ramón María fue la que menos traté. Y mi veneración por ella, tardía. Cuando conocí los Tiranos Banderas de América, cuando dejé de tener repulsión hacia D'Annunzio y sus Sonatas que parecen mal imitadas de las de Valle-lnclán. Y con el que coincide en algo más serio: Don Ramón María con su Carlismo, que anticipó al heroico que yo conocí de 1936 a 1939. Y Gabriele a quien Mussolini hizo Príncipe de Montenevoso como Juan Carlos, el Rey, Marqués de Bradomín a don Ramón María.

    Yo traté a Baroja, a Azorín, a Unamuno, a Antonio Machado, a Maeztu. Pero no a Valle. Sólo cambié unas palabras con él cuando a él me llevó Conchita Albornoz, la hija del Ministro republicano, compañera mía, y que al estallar la guerra civil me escondió en un piso de la calle Valenzuela frente al Retiro. Y fue la que también me presentaría con unas letras a Miguel Hernández venido de Orihuela a verme. Fueron unas pocas palabras las que crucé con don Ramón María, hundido en un sofá, casi a oscuras la habitación en una casa de la plaza madrileña del Progreso.

    Y saqué la misma impresión que con los otros 98: eran unos Señoritos en el más profundo, dramático y exacto sentido de esa despectiva palabra. Unas gentes que habían dejado de ser Señores no por ellos, sino por culpa de su época burguesa, ramplona y antiheroica, antinoble. Y se rebelaron. Se anarquizaron y su signo histórico fue el 98; la ruina final de nuestro Imperio en Cuba y Filipinas. Y se agarraron a Nietzsche para preparar —perdidas las guerras carlistas— una victoriosa: la nuestra del 36 al 39. ¡Queridos abuelos heroicos del 98! No es de extrañar que a don Ramón María le hicieran luego Marqués, y Baroja dejara un auténtico palacio señorial en su Casona de Vera. Y Azorín el Museo de su casa hidalga en Monóvar. Y Maeztu: condecoraciones y tricornios emplumados de Embajador. Y Unamuno, su vasquismo radical que supera toda prosapia nobiliaria. Y al fin y al cabo, Antonio Machado murió envuelto en sayal y, una cruz, como lo que él mismo poetizara, como «un Caballero andaluz». A don Ramón María le traté más a través de uno de sus hijos, gran amigo mío y que me acompañó cuando estuve en Compostela y parece ser que ha heredado el título nobiliario, como quien acierta una quiniela.

    Don Ramón María, igual que los demás del 98, va «afamándose» cada día más que pasa. Son estos 98 cada día más actuales. Y por tanto más clásicos, más merecedores de ser leídos en clase. Don Ramón María salta a los escenarios con sus farsas grotescas y al cine con sus novelas.

    Pero donde yo más recuerdo a don Ramón María —aún sin haber con él convivido entonces— en Roma. Cuando dirigió la Academia nuestra allí. Sé que le impresionó mucho el Fascismo. Y que le habló de él a Azaña como yo con mi libro sobre don Manuel. Y como Jiménez Fraud con su Visita a Maquiavelo. Pero Azaña rechazó todo Sambenito, San Benito Mussolini. Y le perdió su Ateneísmo, su ramplonería histórica, su caricatura política del 98. Y su despegue de Ortega, que ése sí: tenía vena imperial. Valle —y no en vano RAMÓN (otro RAMÓN que le haría un libro)— anticipó la musa vanguardista que él denominó «grotesca» «la que con sus gritos espasmódicos irrita a los viejos retóricos».

    A don RAMÓN MARÍA le tengo preparado el mejor homenaje que un escritor puede ofrecer cuando se acerca al final de su vida: releerlo.
    Hombre en su siglo. Los sujetos eminentemente raros dependen de los tiempos. No todos tuvieron el que merecían, y muchos aunque lo tuvieron, no acertaron a lograrlo. Fueron dignos algunos de mejor siglo, que no todo lo bueno triunfa siempre; tienen las cosas su vez, hasta las eminencias son al uso, pero lleva una ventaja lo sabio, que es eterno, y si éste no es su siglo, muchos otros lo serán. (Gracián)

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    Re: Los Ramones (Ernesto Giménez Caballero)

    Otro Ramón más, que no pareció gustarle a Giménez Caballero

    "Ramón Pérez de Ayala

    A RAMÓN Pérez de Ayala siento dedicarle breve recuerdo porque me costaba dificultad leerlo a causa de su cultismo grecolatino de discípulo de jesuítas, a los que atacaría luego su demoledor A.M.D.G. Y por su anglosajonismo, que procuraba disimular escribiendo de toros y de sainetes puro en boca y buen coñac.

    Recuerdo que, examinando yo de literatura en mi cátedra del Cardenal Cisneros, se presentó un hijo suyo. Al oír su nombre le invité a que hablara de la literatura de su padre. «Podré decirle poco. No me gusta.» Le di un sobresaliente."
    Hombre en su siglo. Los sujetos eminentemente raros dependen de los tiempos. No todos tuvieron el que merecían, y muchos aunque lo tuvieron, no acertaron a lograrlo. Fueron dignos algunos de mejor siglo, que no todo lo bueno triunfa siempre; tienen las cosas su vez, hasta las eminencias son al uso, pero lleva una ventaja lo sabio, que es eterno, y si éste no es su siglo, muchos otros lo serán. (Gracián)

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    Re: Los Ramones (Ernesto Giménez Caballero)

    El quinto Ramón:

    Juan Ramón

    Ya lo dijo la Ley del Manu: ¿Quién es mi enemigo? Mi vecino. Y también Juan Ramón Jiménez en lo que tenía de indostánico con su barba esquiva. Y quizá el secreto de su altísima Poesía haya sido ese de la DISIDENCIA, hasta de sí mismo. Como la más dolorosa de las vecindades. («¿Necesito yo acaso I de algún vivo en la vida? / ¡Olvido! ¡Soledad tan gratos / aquí despierto!»)

    Contó en la «Residencia de Estudiantes» el ilustre puertorriqueño Jaime Benítez los dramáticos escapismos de Juan Ramón por los hospitales psiquiátricos de Estados Unidos. Hasta que Zenobia tomó la decisión de llevarle a Puerto Rico y hacerle vivir en casa de un médico español, el doctor Madrid, cuya terapéutica consistió en soltarle por la explanada de la Universidad entre estudiantes que le rodeaban y aclamaban: «¡el Poeta!, ¡el Poeta!»

    Tal como ahora una publicación «A JUAN RAMÓN JIMÉNEZ» con portada lapidaria, editada por el «Aula cultural» del Consejo Superior de Investigaciones y el Instituto de Cooperación iberoamericano y orquestada con cien voces españolas clamando: «¡El Poeta!, ¡el Poeta a los cien años de su nacer!»

    Cuando el 15 de abril en 1927 me decidí a visitarle en Madrid para explicarme esa «fobia vecinálica» tomé muchas precauciones. No asustarme. Persignarme. Y reducirle —poéticamente— a la familia de los lepidópteros. Buscando su espiritrompa. Como supremo Lírico de España.

    Recién mudado de casa (una de las mudas inevitables que hace la larva de la seda periódicamente), tenía aún en desorden su rincón y se excusaba. (Recuerdo que su voz salía de un oboe metido en un profundo pozo seco.) Y esa voz se le enredaba en la espiritrompa que, al fin, descubrí en su capilaridad bucal, en su barba, donde los lepidópteros poseen radicadas —según los entomólogos— las células selectivas del gusto. Y sólo entonces comprendí que su manía era la de un solitario inmerso en un huevo de oro, evitando que nadie se acercara a perturbar su morada mágica. No consintiendo vecindad alguna.

    Me he tenido que mudar de casa porque en la anterior tenía un Magistrado que tiró un tabique y penetró en mi cuarto... Y lo peor fue antes en otra mansión con otro vecino que tocaba pared por medio todo el día la pianola y al encontrármelo por la escalera me preguntaba si me molestaba... Al fin encontré un piso que me gustaba pero el vecino era un novelista, Académico que se creía un hidalgo (Ricardo León), pero que tomaba por las mañanas aguardiente en calzoncillos... Ahora sólo me molesta, en el piso de abajo un emblema de burguesía pudiente e intolerable...

    Una tarde vino a visitarme Juan Ramón a La Gaceta Literaria, donde colaboró con honrosa asiduidad. Y se quedó extasiado de mi piso que daba al romántico Cementerio de San Nicolás, cuyos cipreses se mecían (como la acipresada barba juanramoniana) tras la calle cerrada, por una larga valla. (Calle de Canarias, 41.) ¡Parece un plateau de cine! Y además los obreros del taller al salir no me molestarían porque parecen aquellos de cuando el Cine empezó con Pathé Freres...

    Me faltó tiempo para ofrecerle mi propio apartamento. Convirtiéndome, por tanto, en vecino que huye... Pero quizá aquel ofrecimiento me valió la altísima consideración de incluirme en sus Españoles de tres mundos. Aún le veo sentado en la butaca de níquel y sarga negra que dibujó el polaco Jahl, junto a mi mesa también funcionálica, y que por timbre tenía una esbelta bocina deliciosa de auto y detrás el cartel de «L'Étoile du Nord».

    Aún le veo. Pero ya no le volví a ver más. Porque se lo dejé al insigne Benítez para que fuera a recogerle el Premio Nobel —1956— y se lo trajera a Zenobia, que lo recibió ya en agonía mientras él arrancaba flores, flores y las derramaba temblando sobre el lecho de esa muerte que había sido su Vida (Su Esposa como Musa). ¡Su única Vecina sin mudanza] («¿Cómo era, Dios mío, cómo era? ¡Y sólo quedó en mi mano la forma de su huida!») (...)
    Hombre en su siglo. Los sujetos eminentemente raros dependen de los tiempos. No todos tuvieron el que merecían, y muchos aunque lo tuvieron, no acertaron a lograrlo. Fueron dignos algunos de mejor siglo, que no todo lo bueno triunfa siempre; tienen las cosas su vez, hasta las eminencias son al uso, pero lleva una ventaja lo sabio, que es eterno, y si éste no es su siglo, muchos otros lo serán. (Gracián)

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    Re: Los Ramones (Ernesto Giménez Caballero)

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    Ramón (inaugurando el 900)

    Me interrogo a mí mismo.

    —Ramón Gómez de la Serna no era de la generación del 27, ¿verdad?

    —Pero un gran inspirador suyo, así como Ortega fue su apadrinador desde La Gaceta Literaria. Ramón se vanagloriaba de no pertenecer a generación alguna: «No tengo generación. No soy de ninguna generación —dijo una vez—: soy el creacionista natural.»

    —¿Y era cierto? —

    No. Precisamente Ortega le encasilló a Ramón con su famosa tertulia de Pombo en «la última generación o barricada liberal».

    —¿La última?

    —Así lo proclamó Ortega: «Al menos en Poesía, son ustedes la última generación liberal y esta Sagrada Cripta de Pombo, donde se alojan, la última barricada. Han derribado ustedes los postreros, casi impalpables, reductos de la tradición literaria...

    —Entonces la generación del 27 o de la Gaceta, ¿qué fue?

    —Sigamos escuchando la definición orteguiana: «Más allá (de Ramón) me parece estar viendo otros hombres, más jóvenes, en quienes un sentido de la vida, ya nada negativo, comenzará a pulsar. Amantes de las jerarquías, de las disciplinas, de las normas, comenzarán a juntar las piedras nobles para erigir una nueva tradición y alzar una futura Bastilla...»

    —¿Y Ortega, el máximo índice liberal de España, pudo expresarse así?

    —Y más que eso. En el inolvidable banquete que le ofreciera Ramón en Pombo por 1941: «El liberalismo —afirmó Ortega—, por su esencia misma, tiene los días contados. No es una actitud definitiva que se baste a sí propia. Cuando no quede un títere tradicional con cabeza, el liberalismo no hallará de qué liberarnos y se reabsorberá en su nada originaria.»

    —Un poco exagerado...

    —De acuerdo. Pues siempre queda algo que derribar. Por lo menos la generación precedente. Además, Ramón fue un precursor nuestro, como él mismo lo sintió: «Aquello que yo atisbé en no sé qué lejana estrella una noche de lunatismo fue esto que ahora comienza a triunfar y a ser fórmula de arte de toda una generación» (la del 27).

    —¿Y cuál, ese precursor atisbo?

    —El descubrimiento de la metáfora como átomo poético, como energía nuclear de la poesía. Y que llamó «Greguería». No en vano escribió como un Einstein de la literatura, aquella novela hoy llevada ya a la T.V. El dueño del átomo. En rigor cada novela ramoniana no era sino greguerías en reacción. Atomizaciones de las cosas. La generación del 27, con su exaltación de Góngora, fue la que logró, al fin, fisionar la metáfora y descubrir sus protones y neutrones y desarrollarla en cadena.

    —¿Cómo veía usted a Ramón?

    —Pues así: como un ciclotrón, en explosión continua, alimentado por su pipa y la hélice de su corbata, con patillas y pelo de bucles nucleares. Grueso, estallante en trajes de rayas como calibres, con una voz disparada, atronadora, y unos rasgos de nariz y boca aleonados, voraces, dignos de su nombre aumentativo y mayúsculo: Ramón.

    —¿Alguna otra visión menos ciclotrónica de Ramón?

    — ¡Oh, sí! Su otro medio ser, como él hubiera dicho, respondía quizá a su apellido secreto y materno Puig. A él le gustaba firmarse solamente RAMÓN, ciclotrónicamente. Menos, Gómez de la Serna en la línea señorial y aria de su estirpe montañesa (de la que por cierto procedía el argentino Ernesto Guevara de la Serna —nada de Che—, estirpe de conquistadores y virreyes). Pero Ramón nunca se firmó con el Puig que le mediterraneizaba. Y por el cual parecía a veces un mandolinista napolitano, un batelero griego, un rabassaire catalán, un sultán turco que le hacía preferir mujeres de estirpe oriental como Carmen de Burgos y Luisita Sofovich... Y, a veces, le desvalorizaba la greguería en baratija y quincallería.

    —¿Recuerda alguna greguería de las buenas?

    La Gaceta Literaria le editó una selección entre las que quizá estaba aquella de que «el jabón era el pez más difícil de pescar en el agua», o esa de que «las cintas de los gorros de los marineros van diciendo adiós a todos los mares». O esa otra: «El rayo es una especie de sacacorchos encolerizado...»

    —¿Fue usted contertulio del célebre café de Pombo en la calle de Carretas junto a la Puerta del Sol?

    —No muy asiduo. Pero merecí un banquete como los que ofreciera a Ortega, a Azorín, a Larra y que resultó histórico.

    —¿Por qué?

    —Era el final de 1930 cuando ya la unidad española estaba en crisis presagiándose la revolución en estas nubes literarias, pues el poeta es siempre el precursor o agorero. Tras el discurso de Ramón sobre mí, publicado en la última edición de Pombo, se levantó Antonio Espina y tras unas cáusticas palabras sacó una amenazante pistolita de madera. Entonces, Ramiro Ledesma Ramos, futuro fundador de las JONS (o Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista), respondió con otras palabras más agresivas aún y una pistola de verdad. El jaleo fue terrible. También en ese banquete Rafael Alberti distribuyó unas cuartillas contra algunos colaboradores de La Revista de Occidente.

    —¿Qué otros recuerdos tiene de Ramón?

    —Ramón venía mucho por nuestra imprenta y nuestra casa. Se hizo amigo de toda mi familia. Y nos quería y le queríamos entrañablemente. Asistió a una célebre comida en mi casa de la calle Canarias, 41, que ofrecí por 1930 al conde de Keyserling y tomé en cine y aún conservo en No-Do. Y a laque asistieron Baroja, Menéndez Pidal, Américo Castro, Rafael Alberti, Benjamín Jarnés, José Bergamín, Ramiro Ledesma Ramos, César Muñoz Arconada, Emilio García Gómez, Pérez Ferrero, Rivera Pastor y Ramón. Al final, en la azotea, sobre una chimenea, Alberti empezó a hacer que freía huevos en una sartén y Keyserling a aspirar su olor. Keyserling bebió tanto que a la salida quería a todo trance sacar en brazos a Menéndez Pidal hasta el coche de mi hermano.

    —¿Ramón actuó en una película suya?

    —Sí. En mi documental Esencia de Verbena, hoy también conservado en No-Do y que aún se proyecta como film clásico, o sea, sin envejecer. Hacía de muñeco del pim pam pum con chistera y pipa: y luego de falso torero. Participando también Miguel Pérez Ferrero, Samuel Ros y Joaquín Goyanes. Asimismo actuó en el primer Cine Club español que fundé yo para presentar El cantor de jazz tiñéndose el rostro de negro como si fuera el protagonista Al Jolson.

    —¿Visitaba usted su casa?

    —Su casa pública era el café de Pombo en los sábados por la noche. La privada, un torreón de la calle Velázquez, 4, donde vivía con una muñeca de cera, un farol y las paredes llenas de recortes gráficos de periódicos. Pero llegó la guerra y marchó en 1936 a Buenos Aires, donde ya había estado antes, colaborando desde allí en el diario Arriba en una sección que titulaba «De orilla a orilla».

    —¿Volvió a España?

    —Ramón volvió en 1949 acompañado de su esposa, la escritora argentina Luisita Sofovich. Le recibió Franco, dimos su nombre a la calle donde nació, la calle de las Rejas, cerca del Palacio de Oriente. Le ofrecimos un banquete en el Ritz y celebró las últimas reuniones de Pombo antes de que se transformara en un comercio de valijas y baúles. Ese café, fundado a fines del XVIII y a donde asistieran Goya, Fígaro, José Bonaparte, Prim, Sagasta, cuando aún se llama «Café y Botillería de Pombo».

    —¿Qué más recuerda usted de su estancia en Madrid?

    —Paseó conmigo y asistió a una velada de mi «Cripta de Don Quijote» o de los «Libertadores de América», en el Antiguo Café de Levante, donde instauré los bronces de Bolívar, San Martín, Rodríguez de Francia, O'Higgins, Martí, Rizal, Hidalgo, Rubén.

    —¿También ese venerable café acaba de desaparecer, es cierto? —El café se transformó simbólicamente en una zapatería: «Los Guerrilleros.» (¡Oh Manes de los Libertadores!)

    —¿En Buenos Aires le visitaba usted?

    —Siempre que venía a Asunción (Paraguay). Apenas llegaba a la capital porteña llamaba a su teléfono 474775 de la calle Hipólito Irigoyen, 1947. Me citaba y subía en ascensor a su nuevo torreón bonaerense empapelado de grafías periodísticas como el de Madrid, sin camas, con sofases y en vez de una muñeca de cera, una mujer de verdad, Luisita.

    —Dicen que era muy celoso.

    —Le salía el fondo turco de que antes hablé. Por cierto que una de las veces de mi paso organizamos una conferencia juntos, proyectándose mi film Esencia de Verbena, donde él actuaba. Resultó un gran éxito.

    —¿Estuvo Ramón en Paraguay?

    —Él me dijo que sí. Y que recordaba la calle Palma y un hotel al pie del cual por la noche cantaban las ranas. Eso debió de ser por 1931. Luego yo aquí he preguntado y me dijeron que estuvo en el Hotel Hispano-americano, hoy Colonial y que efectivamente en la calle Palma, mal empedrada, cuando llovía había sapitos y sapotes. Y que Ramón dio tres conferencias en el cine Granados y una charla en la «Sociedad España». Aún recuerda Emilio Saguier Aceval que llevaba unos cuellos anchos y una corbata de nudo muy grueso. Yo le invité varias veces a la Embajada como huésped de honor y me prometió venir por el río, pues en avión, a pesar de su vanguardismo, no montaba nunca.

    —¿Dónde murió?

    —Murió en Buenos Aires a las 11 menos 5 minutos de la noche del sábado 12 de enero de 1963. Ramón había nacido el 3 de julio de 1888 a las 7,20 de la tarde. El cronista Félix Centeno —que también murió después— calculó que Ramón vivió 74 años 6 meses 3 horas y 35 minutos. Su cadáver se trasladó a Madrid, recibiendo un entierro nacional y popular. El cuadro de Solana sobre Pombo fue adquirido por el Museo de Arte Moderno y el velador por el Museo Romántico. Y luego, poco tiempo después, llegarían a Madrid desde Buenos Aires en el Cabo San Vicente, tres cajas con 2.320 kg de cosas ramonianas que se distribuirían quizá a nuevos museos españoles.

    —¿Cuál fue su mejor libro?

    —En rigor todos eran el mismo: la greguería con un fondo de Madrid, o Francia, o Portugal, o Italia, o Argentina, las tierras que él recorriera y simbolizaba en La Nardo, La Quinta de Palmyra, El Torero Caracho, Piso Bajo... Pero donde la greguería adquirió más trascendencia fue en dos temas: uno muy madrileño: El Rastro y otro muy universal: El Circo.

    —¿Cree que se le ha hecho justicia a Ramón?

    —No. Mereció el Premio Nobel y sólo recibió a última hora el Premio March. Él jamás aspiró a premio alguno. Era de una generosidad fabulosa en su pobreza. Regalaba los libros. Inundaba a los amigos de cartas afectuosas, escritas en papel amarillo y tinta roja como la bandera de España, compartía su comida con escritores más pobres aún. Su amor y su espiritualidad le hicieron alejarse de las gentes en los últimos tiempos para que no le vieran morir. Ni cómo se consumía su pletórica humanidad tal como lo había entrevisto en su Automoribundia. Entre otras cosas dejó unas páginas inéditas sobre Dios que se publicaron en Mundo Hispánico, en su número 320.

    —¿Qué epitafio merecería Ramón Gómez de la Serna?

    —Quizá aquel que él mismo —anticipándose al Apolo XI— transcribió bajo el cuadro de Pombo y del que fue autor el dibujante uruguayo Barradas:

    Ramón
    con eso que tiene de pepón
    nos conduzca en su tartana
    decorada por Solana
    a una Luna, de cartón.
    Última edición por ALACRAN; 06/10/2022 a las 13:08
    Hombre en su siglo. Los sujetos eminentemente raros dependen de los tiempos. No todos tuvieron el que merecían, y muchos aunque lo tuvieron, no acertaron a lograrlo. Fueron dignos algunos de mejor siglo, que no todo lo bueno triunfa siempre; tienen las cosas su vez, hasta las eminencias son al uso, pero lleva una ventaja lo sabio, que es eterno, y si éste no es su siglo, muchos otros lo serán. (Gracián)

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