Después de la IV y última Sesión (1966)
Esta última intervención puso fin a mi intervención directa en el Concilio. Sin embargo, durante el Concilio, mantuve informados por cartas o avisos mensuales a mis cofrades de la Congregación del Espíritu Santo. Estas informaciones ya están publicadas en "Un Obispo Habla" (‘Un évêque parle’). En esa misma colección podemos encontrar un artículo destinado a publicación y escrito durante el Concilio: "¿Para seguir siendo católico hará falta volverse protestante?"
Este conjunto de escritos agregados a la exposición de las intervenciones, demuestran claramente a qué serios problemas nos habíamos enfrentado. Se necesitaría cegarse voluntariamente para no temer lo peor de las secuelas de este Concilio. Éstas han superado todas las previsiones más pesimistas.
Un año después del Concilio, la fe de muchos fieles estaba hasta tal punto trastornada que el cardenal Ottaviani pidió a todos los obispos del mundo y a los superiores generales de órdenes y congregaciones que respondieran a una encuesta sobre el peligro que corrían determinadas verdades fundamentales de nuestra fe.
Me parece oportuno publicar seguidamente la respuesta que le hice como Superior General de la Congregación del Espíritu Santo y del Sagrado Corazón de María.
RESPUESTA AL CARDENAL OTTAVIANI
Roma, 20 de diciembre de 1966
Reverendísima Eminencia:
Vuestra carta del 24 de julio respecto a la puesta en duda de determinadas verdades ha sido comunicada por nuestro Secretariado a todos nuestros superiores mayores.
Pocas respuestas hemos obtenido. Las que nos han llegado de África no niegan que actualmente reina en los espíritus una gran confusión. Si bien estas verdades no parecen estar puestas en duda, sin embargo, en la práctica, asistimos a una disminución del fervor y de la regularidad en la recepción de los sacramentos, especialmente del sacramento de la penitencia.
Se constata que ha disminuido el respeto por la Sagrada Eucaristía, especialmente por parte de los sacerdotes, mayor escasez de vocaciones sacerdotales en las misiones en lengua francesa; las de idiomas inglés y portugués han sido menos afectadas por el nuevo espíritu, aunque las revistas y periódicos ya difunden entre ellos las teorías más "avanzadas".
Parece que la razón del pequeño número de respuestas recibidas proviene de la dificultad de captar esos errores, siempre difusos; el daño recae principalmente en la literatura que siembra la confusión de los espíritus con descripciones ambiguas, equívocas, bajo las cuales, sin embargo, se descubre una "nueva religión".
Creo mi deber mostraros claramente lo que se concluye de mis conversaciones con muchos obispos, sacerdotes y laicos de Europa y África, y también de mis lecturas en países ingleses y franceses.
Con mucho gusto seguiría el orden de las verdades enunciadas en vuestra carta, pero me atrevo a decir que el mal actual me parece muchísimo más grave que la negación o el cuestionamiento de alguna verdad de nuestra fe. Se manifiesta hoy por una confusión extrema en las ideas, por el desmoronamiento de las instituciones de la Iglesia, instituciones religiosas, seminarios, escuelas católicas, en definitiva de lo que ha sido sostén permanente de la Iglesia, pero no es más que la continuación lógica de las herejías y errores que socavan la Iglesia en los últimos siglos, especialmente desde el liberalismo del siglo pasado que se ha esforzado a cualquier precio por reconciliar a la Iglesia con las ideas que desembocaron en la Revolución.
En la medida en que la Iglesia se ha opuesto a estas ideas, que van contra la sana filosofía y la teología, ha progresado; por el contrario, cualquier compromiso con estas ideas subversivas ha provocado un alineamiento de la Iglesia con el derecho común y el riesgo de convertirla en esclava de las sociedades civiles.
Por otra parte, cada vez que grupos católicos se dejaron atraer por estos mitos, los Papas, valientemente, los llamaron al orden, los iluminaron y si fue necesario, los condenaron. El liberalismo católico fue condenado por Pío IX, el modernismo por León XIII, el sillonismo por San Pío X, el comunismo por Pío XI, el neo-modernismo por Pío XII.
Gracias a esta admirable vigilancia, la Iglesia se consolidaba y desarrollaba. La conversión de paganos y protestantes era muy numerosas; la herejía estaba completamente derrotada, los Estados aceptaban una legislación más católica.
Sin embargo, grupos de religiosos imbuidos de aquellas falsas ideas lograban difundirlas en la Acción Católica y en los seminarios, gracias a una cierta indulgencia de los obispos y la tolerancia de ciertos dicasterios romanos. Pronto sucedería que de entre aquellos sacerdotes habrían de ser elegidos los nuevos obispos.
Y es aquí donde se sitúa el Concilio, que se disponíaa por las Comisiones Preparatorias a proclamar la verdad frente a esos errores con el fin de hacerlos desaparecer para mucho tiempo del ambiente de la Iglesia. Hubiera sido el fin del protestantismo y el comienzo de una nueva vida fructífera para la Iglesia.
Ahora bien, esta preparación fue odiosamente rechazada para dar cabida a la tragedia más grave que jamás haya sufrido la Iglesia. Hemos sido testigos del matrimonio de la Iglesia con las ideas liberales. Sería negar la evidencia, cerrar los ojos, si no afirmáramos valerosamente que el Concilio ha permitido a los que profesan errores y tendencias condenadas por los Papas antes nombrados, que legítimamente crean que sus doctrinas están en adelante aprobadas.
De considerar al Concilio como preparado para ser una estela luminosa en el mundo de hoy, si se hubieran utilizado los textos preconciliares, donde había una solemne profesión de doctrina segura en relación a los problemas modernos, se puede y se debe por desgracia afirmar:
Que, de manera más o menos general, cuando el Concilio ha innovado, ha hecho tambalearse la certeza de las verdades enseñadas por el Magisterio auténtico de la Iglesia como definitivamente perteneciente al tesoro de la Tradición.
Trátese ya sea la transmisión de la jurisdicción de los obispos, de las dos fuentes de la Revelación, de la inspiración de las Escrituras, de la necesidad de la gracia para la justificación, de la necesidad del bautismo católico, de la vida de gracia entre los herejes, cismáticos y paganos, de los fines del matrimonio, de la libertad religiosa, de los fines últimos, etc. sobre todos estos puntos fundamentales, la doctrina tradicional era clara y se enseñaba con unanimidad en las universidades católicas. No obstante, numerosos textos del Concilio sobre estas verdades en lo sucesivo permiten dudar de ellas.
Las consecuencias de esto fueron rápidamente sacadas y aplicadas a la vida de la Iglesia:
- Las dudas acerca de la necesidad de la Iglesia y de los sacramentos conducen a la desaparición de las vocaciones sacerdotales.
- Las dudas sobre la necesidad y la naturaleza de la "conversión" de toda alma llevan a la desaparición de las vocaciones religiosas, la ruina de la espiritualidad tradicional en los noviciados y la inutilidad de las misiones.
- Las dudas sobre la legitimidad de la autoridad y la exigencia de obediencia, provocada por la exaltación de la dignidad humana, de la autonomía de la conciencia, de la libertad, resquebrajan todas las sociedades comenzando por la Iglesia, las sociedades religiosas, las diócesis, la sociedad civil y la familia.
El orgullo tiene como secuela moral todas las concupiscencias de los ojos y la carne. Quizás una de las más terribles experiencias de nuestro tiempo sea ver qué decadencia moral han alcanzado la mayoría de las publicaciones católicas. Se habla sin restricción alguna de sexualidad, de limitación de nacimientos por todos los medios, de la legitimidad del divorcio, de la educación mixta, del flirteo, de los bailes como medios necesarios de educación cristiana, del celibato de los sacerdotes, etc.
- Las dudas sobre la necesidad de la gracia para la salvación causan el desprecio del bautismo, de ahora en adelante pospuesto, y el abandono del sacramento de la penitencia. Que es, por cierto, una actitud de los sacerdotes y no de los fieles. Lo mismo ocurre con la presencia real: son los sacerdotes quienes actúan como si ya no creyeran, ocultando la Santa Reserva, eliminando todas las señales de respeto hacia el Santísimo Sacramento y todas las ceremonias en su honor.
- Las dudas sobre la necesidad de la Iglesia como única fuente de salvación, sobre la Iglesia Católica, única religión verdadera, procedentes de las declaraciones sobre el ecumenismo y la libertad religiosa, destruyen la autoridad del Magisterio de la Iglesia. De hecho, Roma ya no es la “Magistra Veritatis” única y necesaria.
Es necesario, entonces, obligado por los hechos, concluir que el Concilio ha favorecido de modo inconcebible la difusión de errores liberales. La fe, la moralidad y la disciplina eclesiástica se tambalean en sus cimientos, según las predicciones de todos los Papas.
La destrucción de la Iglesia avanza a ritmo rápido. Por medio de una autoridad exagerada dada a las Conferencias Episcopales, el Sumo Pontífice se ha vuelto impotente. En un solo año, ¡cuántos dolorosos ejemplos! Sin embargo, el Sucesor de Pedro y solo él puede salvar la Iglesia.
Que el Santo Padre se rodee de enérgicos defensores de la Fe, a quienes designe para diócesis importantes. Que se digne, mediante documentos decisivos, a proclamar la verdad, a perseguir el error, sin temer las contradicciones, sin temor a cismas, sin temor a cuestionar las disposiciones pastorales del Concilio.
Dígnese el Santo Padre: a alentar a los obispos para enderezar la fe y las costumbres individualmente, cada uno en su respectiva diócesis, como corresponde a todo buen pastor; a apoyar a los obispos valientes, incitarlos a reformar sus seminarios, a restaurar sus estudios según Santo Tomás; alentar a los superiores generales a mantener en los noviciados y comunidades los principios fundamentales de toda ascesis cristiana, especialmente la obediencia; alentar el desarrollo de las escuelas católicas, la prensa de sana doctrina, las asociaciones de familias cristianas; y, finalmente, reprender a los autores de herejías, silenciarlos. Las “alocuciones de los miércoles” no pueden reemplazar las encíclicas, los mandatos, las cartas a los obispos.
¡Sin duda que soy muy imprudente por expresarme de esta manera! Pero es con amor ardiente que compongo estas líneas, amor de la gloria de Dios, amor por Jesús, amor por María, por su Iglesia, por el Sucesor de Pedro, Obispo de Roma, Vicario de Jesucristo. Que el Espíritu Santo, al que está dedicada nuestra Congregación, se digne venir a ayudar al Pastor de la Iglesia universal.
Dígnese vuestra Eminencia aceptar la seguridad de mi más respetuosa devoción a Nuestro Señor.
+ Marcel Lefebvre,
Arzobispo tit. de Synnada en Frigia,
Superior General de la Congregación del Espíritu Santo.
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