Los toros, nuestra fiesta nacional





Decía Benito Pérez Galdós: “el día en que no haya toros, los españoles tendrán que inventarlos”. Si queremos definir al pueblo español, resulta imposible prescindir de las corridas de toros. Forman parte de nuestro carácter bravo e ingobernable, indómito y pasional.
Pero también forma parte del carácter español rebelarse contra su idiosincrasia y lanzar piedras contra su propio tejado, en muchas ocasiones incluso con más dureza que los ataques extranjeros. Así, hay españoles contrarios a las corridas de toros por diferentes motivos, la mayoría basados en un trivial sentimentalismo, en el desconocimiento e incluso en política encubierta.
Los toros son un arte, y esto es una realidad. Como también es una realidad que hay quienes son incapaces de apreciar un cuadro de Velázquez o una sinfonía de Beethoven, y no por ello estas obras pierden su condición artística. Quien critica desde la ignorancia, dirá que Las Meninas son un mero trazo de líneas que posan impertérritas en una habitación. Dirá que una sinfonía tan solo es un conjunto de sonidos, sin coherencia ni armonía, incapaces de evocar sentimiento alguno. Dirá que una corrida de toros se compone de un hombre con pintas de payaso frente a un animal salvaje, al que con ayuda de una cuadrilla de individuos provistos de armas, e incluso a caballo, dará muerte mientras un público animalizado ovaciona el fallecimiento del astado. Y nada más lejos de la verdad.

Desde las barreras y los tendidos, admiramos la solemnidad del ritual, la ligereza de la música, el destello multicolor de los trajes de luces, la coreografía de capote, banderillas, caballo, toro y torero. Se crea una belleza elegante, con armonía de movimientos y perfección en las formas, un equilibrio de volúmenes. Donde el toro crea formas a partir del caos, el torero pone orden y quietud. Donde el toro crea líneas rectas, el torero dibuja mágicas curvas.
Esto demuestra que los aficionados a la fiesta brava también tenemos sensibilidad, y no acudimos allí para gozar del sufrimiento y dolor del animal. Es una lucha de la astucia contra la fuerza, de lo humano contra lo salvaje. Es una lucha desigual, de acuerdo, pues los contrincantes disponen de armas distintas, y un guión dicta de antemano quién debe morir y quién debe vivir. Pero desigual no significa desleal. El toro tiene la oportunidad de acometer, embestir y atacar, e incluso su ejemplar bravura puede ser premiada con un indulto. Por tanto, no puede calificarse de tortura, puesto que el torturado nunca tiene posibilidad alguna de defenderse y, además, la vida del torturador no correría peligro. Y el torero desconoce si amanecerá mañana.

Por otro lado, hay quien afirma demagógicamente que el toro no ha elegido luchar; que si pudiese elegir, no estaría en el ruedo. Pero los animales no tienen libertad de elección, sino que actúan conforme a su naturaleza. ¿Acaso los perros o los gatos “eligieron” vivir en las casas? No, pero son domésticos por naturaleza y actúan conforme a ella. Y la naturaleza del toro bravo es atacar contra todo aquello que pueda presentarse como una intromisión en su territorio. Si hincáramos con una puya a cualquier buey o a un lobo, éstos huirán automáticamente, puesto que la fuga es su reacción inmediata frente a una agresión. Sin embargo, el toro bravo redobla su ataque.

Otro craso error que cometen los antitaurinos es confundir una tendencia “ecologista” con una “animalista”. El “ecologismo” consiste en defender la conservación de los ecosistemas y el equilibrio entre las especies que en éstos habitan. El “animalismo” va más allá, y se preocupa por la muerte y el sufrimiento de todos los animales que habitan océanos, montañas y bosques del mundo. Pero sería absurdo proteger a las gacelas de los leones, y tampoco se puede estar preocupado por los lobos y las ovejas al mismo tiempo. Sin olvidar que todo animal que consumimos para satisfacer nuestras necesidades, recibe sufrimiento.
Eso sí, el toro bravo es el único animal que dispone de una extensión de entre 1 y 3 hectáreas de tierra, donde es escrupulosamente cuidado por su ganadero durante 4 o 5 años, hasta su llegada al ruedo. Si es que llega, pues de 300 cabezas criadas, menos de una docena son toreadas. El resto cumple su ciclo vital hasta la muerte.
Por tanto, resulta que quienes, en nombre del supuesto bienestar de los animales, defienden valores como el respeto y la libertad, pretenden dar muerte a un arte que desconocen y que no comprenden. Un arte que ha disfrutado el pueblo español durante siglos, y que constituye una de nuestras cartas de presentación de cara al extranjero. Un arte que Hemingway retrató en sus libros, y Orson Welles filmó en sus películas. Un arte que no desaparecerá mientras haya un español que, al son de clarines y timbales, se levante, saque su pañuelo, y grite Olé.

Serafín Marín toreando en Barcelona

Autor: Pablo Úrbez Fernández
Historiador en potencia y periodista en los ratos libres, terminó por causalidad en la Universidad de Navarra. Cinéfilo empedernido, aficionado a los toros y actor sobre el escenario. Orgulloso de ser español y un católico devoto.
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Fuentes utilizadas:
“El toreo: gran diccionario tauromáquico Sánchez de Neira, José. Turner, 1988
Blog “Del toro al infinito” Del toro al infinito: Argumentos en defensa del toreo / Por Jesús Zamora
Corridas de toros, Yo sí estoy a favor | El Estigma de Caín Corridas de toros, Yo sí estoy a favor | El Estigma de Caín

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