EL QUE FUERA LÍDER DE LA INDEPENDENCIA DE FILIPINAS: «SIEMPRE HE QUERIDO Y SIGO QUERIENDO A LA MADRE ESPAÑA»






Luis María Anson entrevistó al veterano combatiente Emilio Aguinaldo en su casa de Kawit en 1962, poco más de un año antes de su muerte


«Mire usted, en ese punto, entre estos dos pequeños cañones que usted ve, yo hice nación independiente a Filipinas», le dijo Emilio Aguinaldo a Luis María Anson durante su estancia en aquel país. El enviado especial de ABC se había acercado con emoción al histórico balcón de la casa del general en Kawit desde donde se proclamó la independencia filipina. Sesenta y cuatro años después, el mismo protagonista de aquel acto le había abierto las persianas y le invitó a pasar. Anson recordaba que el sol de la Filipinas tropical y abrasada le hirió los ojos, pero a su lado el veterano combatiente, erguido y cuadrado militarmente, ni pestañeó. Semanas después de aquella proclama, el 13 de agosto de 1898, se arrió la bandera del fuerte de Santiago.

La casa del general Emilio Aguinaldo, con el histórico balcón desde el que proclamó la independencia de Filipinas

Anson visitó al héroe de la revolución filipina en noviembre de 1962, en una mañana de calor extremo. Había viajado hasta Kawit, a 13 kilómetros de Cavite y a 50 de Manila, por una carretera con baches, en compañía del escritor yugoslavo Ante Radaic y el canciller de la Embajada de España. La casa-palacio-museo del general Aguinaldo se encontraba en la calle principal de Kawit. Era «una vieja mansión colonial emborrachada de bellísimas maderas nobles» en cuyas mesas se fraguó una parte de la revolución filipina y se celebraron los primeros Consejos de Ministros. Las paredes estaban cubiertas de fotografías y recuerdos históricos. Entre ellas, a Anson le llamó la atención «una del Rey Alfonso XVIII y otra del general Primo de Rivera, al que Aguinaldo admiró muchísimo», con esta emocionada dedicatoria: “Al general Aguinaldo, bravo y leal adversario en la guerra noble y fiel amigo en la paz”».

Aguinaldo, en su casa

Emilio Aguinaldo tenía 93 años cuando recibió a Anson. Solo viviría un año y unos pocos meses más. «Era un hombre pequeñito, casi momificado, de andar vacilante y de manos expresivas y muy vivas. Llevaba grandes gafas que parecían extrañas en la cara. El pelo blanco y abundante. Hundidas las mejillas hasta acusar los pómulos. Los ojos diminutos, casi ciegos, pero todavía, a veces, con brillos de energía». Así lo describió el periodista español, como «una pequeña figura oriental, en fin, entrañable, sencilla sin exceso, dignísima en todo momento».

«Ah, cuánto me alegro de que haya venido. Yo quería que viniera un escritor español. Yo quería, yo quería, yo quería… nunca viene nadie a verme. Vino Salvador de Madarieta (sic). Pero yo quería un escritor de España», le dijo el general antes de invitarle a sentarse. Iba cubierto con una bata oriental de color rojo, demasiado vivo. Anson tomó asiento junto a él, cerca de la cama donde su mujer, María Agoncillo de Aguinaldo, se reponía de una enfermedad con los cuidados de su marido. «La pareja tenía algo de infantil que enternecía», apuntó Anson.

Hablaron un rato de España. Aguinaldo se expresaba en perfecto castellano. Nunca aprendió inglés, pese a que en la Filipinas de entonces solo se podía entender uno en tagalo o en inglés. Anson le enseñó unos ejemplares de ABC que él tomó con una veneración que sorprendió al que años después sería su director.

«La Madre Patria -dijo-. La Madre España. Después de a Filipinas, yo amo a la Madre España y querría ir algún día a ella… Los norteamericanos nos traicionaron, nos traicionaron, nos traicionaron, nos traicionaron…».

Aguinaldo se calló de golpe y con otro tono de voz le llamó «teniente» a Anson y le pidió que cuando volviera a España le enviara un libro de Fite sobre la Revolución filipina.


Luis María Anson, con Aguinaldo y su esposa en su casa

«Pasaba el anciano estadista de momentos de lucidez plena a momentos de chochera. Al referirse a la época revolucionaria recordaba hechos y fechas con una precisión asombrosa. De 1940 a nuestros días todo era confusión en la cabeza del general», anotó Anson. Durante una hora, Aguinaldo contestó sin titubear en un nombre o un dato a las preguntas que éste le hizo. Recordó a todos los grandes personajes asiáticos de la época, a los que había conocido personalmente (el poeta Rizal, el doctor Sun Yat-sen, la emperatriz Tse-Hsi…) y los pormenores de la Revolución filipina. «Todo fue desfilando ante mí explicado minuciosamente por su propio protagonista: las primeras conspiraciones, Rizal, Polavieja, la situación de las islas, Andrés Bonifacio, las primeras batallas, el convenio con los españoles, su exilio en Hong Kong, la reanudación de la guerra, su ataque a Kawit, la victoria, la proclamación de la independencia, la presidencia de la República, la traición de Bonifacio, su victoria sobre él, la guerra contra los americanos, la derrota, el cautiverio…».


Decreto firmado por Aguinaldo sobre los héroes de Baler

«¿Y los héroes de Baler? ¿Y los últimos de Filipinas?», le preguntó Anson. Aguinaldo se levantó entonces con una gran lucidez en la mirada, buscó unos papeles y leyó con orgullo la orden que él mismo firmó en junio de 1899 en la que destacaba el valor de aquel puñado de hombres aislados y sin esperanza de auxilio alguno que defendieron su bandera durante un año «realizando una epopeya tan gloriosa y tan propia del legendario valor de los hijos del Cid y de Pelayo». En aquel escrito -«tal vez único, por su caballerosidad e hidalguía, en la Historia contemporánea», según apuntó Anson-, Aguinaldo dispuso que los héroes de Baler no fueran considerados como prisioneros «sino como amigos» y en consecuencia de les proveyeran los pases necesarios para volver a España.


Una fotografía que Aguinaldo, ya en silla de ruedas, dedicó a España

«La reina doña María Cristina, en nombre de Alfonso XIII me concedió la más alta distinción de la Cruz Roja española», recordó orgulloso Aguinaldo. Y volviéndose al escritor yugoslavo Ante Radaic, afirmó:

«Siempre he guardado un gran cariño hacia la Madre España y en los días de la guerra siempre ordenaba a mis soldados qeu tuvieran un gran respeto a la santa bandera española. Siempre he querido y sigo queriendo a la Madre España como a mi propia madre. Cuando yo hablaba así de España durante la Revolución, mis soldados y oficiales me lo reprochaban. Nunca he permitido maltratar a los españoles. A los prisioneros sanos los mandaba a España y a los enfermos les curaba en los hospitales».

La conversación continuó por otros derroteros y llegó un fotógrafo. Aguinaldo no consintió en retratarse sentado. Se puso en pie y se cuadró militarmente. Anson estrechó las manos de aquel pedazo de Historia viva y todavía al marcharse, el general repetía: «España…, la Madre España».
Fuente: Abc



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