VIETNAM XIX


En las impenetrables selvas del Reino de Annam, sometidos a mil tormentos chinos son asesinados algunos cientos de fieles católicos. Entre ellos está el obispo de Platea, José María Sanjurjo, y poco después su sustituto Fray Melchor García y junto a ellos son pasados a cuchillo unos cuantos misioneros más entre franceses y españoles, masacrados sin piedad por las turbas.

En Francia la gente pide venganza a gritos, y su flamante emperador Napoleón (el de Santa Elena, no; el otro), ordena a su poderosa flota que se prepare para emprender una expedición de castigo contra aquellos asesinos impíos... Pero para poder hacerlo necesita el permiso de España, para usar las islas Filipinas como base de aprovisionamiento, así que de mala gana, los franceses piden a O'Donnell (el mandamás español del momento) ayuda y apoyo en la empresa:

--¡Oh la lá, O'Donnell, también degollaron a espagnoles --le dicen.

A pesar del calamitoso estado en que se encuentra el país, con el ejército desperdigado entre América y África, peleando allí contra independentistas y moros, tras tres guerras civiles consecutivas y con las ideas de gloria e imperio todavía en la cabeza hambrienta, el gobierno y la Reina apoyan con entusiasmo la operación:

--Pero que no salga muy cara la cosa, O'Donnell --cuentan que dijo Isabel mientras le miraba el paquete a un guardia de corps.

Así que se envió orden hasta Manila para que preparasen a mil y pico hombres y algún que otro barco para presentar ante los aliados gabachos. Rebañando y escarbando mucho, se consiguió enviar al buque Elcano, pero como las risas de los franceses se escucharon hasta en Pekín cuando vieron llega al viejo navío de vela, se decidió entonces enviar al vapor Jorge Juan, acompañado de una goleta y una corbeta.

Mil quinientos españoles formaban la expedición, españoles peninsulares y de la provincia de Filipinas que servían bajo nuestra bandera.

En agosto de 1858 la fuerza expedicionaria franco-española llega a la hermosa bahía de Turena. Hoy en día se llama Da Nang, y les sonará mucho gracias a los "héroes" yanquis Chuck Norris y Rambo.

Allí hay dos fuertes anmanistas muy bien defendidos y que guardan el camino de la ciudad de Hué, la capital.

Seis de octubre, ocho de la mañana.

El sol sale por la bahía y los soldados de infantería españoles avanzan hacia los fortines con la consigna de tomarlos y despejar el camino de Hué. Bajo fuego de artillería enemigo los españoles avanzan y se encuentran una línea de estacas defensivas, que atraviesan bajo el horroroso fuego de fusilería y de cañón que les hace el enemigo. La primera línea de cañones es tomada y los artilleros pasados a cuchillo sin compasión.

Pero quedan dos líneas más, igual de protegidas y bajo el fuego cruzado de los vietnamitas. Los soldados españoles avanzan impasibles como dignos herederos de los vencedores de Las Navas y de Lepanto.

La segunda línea de estacas y de defensas es arrollada y la tercera también, el enemigo huye espantado de la turba de soldados que, ensangrentados y casi sin resuello, no dejan de ensartar vietnamitas con sus agudísimas bayonetas. Los filipinos con sus machetes causan espanto entre el enemigo vietnamita.

El contraalmirante francés Rigault de Genouilly, jefe de la expedición, no puede creer que los españoles, que son menos numerosos, los peor pertrechados y los que no ven un duro desde que llegaron a la selva, los mismos que generan el desprecio y la desconfianza de la estirada oficialidad gabacha, los rudos y atrasados españoles, sean los que estén rompiendo (con dos cojones) la línea enemiga:

--Mon Dieu!... ¡Ahora me explico lo de Bailén, Gastón!

Sin embargo, los esfuerzos aliados chocan, como chocarán cien años después los franceses (que no escarmentaron) y los norteamericanos (que no se enteran) contra la espesura impenetrable, contra la enfermedad, los pantanales, las serpientes y el enemigo emboscado en selvas oscuras y densas, selvas que se tragaban a compañías enteras para no devolverlas jamás.

Así que en vez de atacar Hué, los franceses, que tienen mucha prisa por abrir factorías comerciales y asentar las bases de su imperio en ultramar en Asia, cambian el objetivo estratégico y ponen sus ojos en Saigón.

La ciudad es grande. La habitan cerca de cien mil personas, pero el mando francés está seguro de la victoria.

Por algo llevan en la expedición a mil y pico españoles, aunque ya quedan algunos menos, pues muchos han dejado sus huesos para siempre en los arrozales de Da Nang.

Pero los que quedan, acompañados de frailes dominicos, que luchan como demonios junto a las tropas, animándolas como en cruzada, con el recuerdo de sus compañeros martirizados en la cabeza y el corazón, logran tomar a puros huevos la ciudad de Saigón el diecisiete de febrero de 1859.

La Gran Pagoda Sagrada la tomó el capitán don Ignacio Fernández, espada en mano y empapado en sangre y sudor junto a los cazadores españoles. ¡Toma ya, Rigault de los cojones!

Después, los franceses ondearon la tricolor en la pagoda, y a los españoles, pese al valor y al sacrificio, tan sólo nos dejaron ponerle nombre a una plaza. ¡Y gracias, François!

Empieza ahora un sitio de seis meses de duración que aguantarán ochocientos franceses, que tambien matan y mueren ¡ojo!, que no todo iba a ser ver a los españoles desjarretando vietnamitas y a ciento y pico paisanos nuestros que pelean junto a ellos como numantinos.

Desde Manila se envía entonces al coronel don Carlos Palanca con refuerzos para los sitiados de Saigón.

Lo que se encuentra es indescriptible.

No se reponen las bajas, no hay pretrechos ni intención de enviarlos, no hay dineros, ni vendas para el médico, ni apenas garbanzos. Menos mal que allí, arroz hay más que en su querida Albufera.

Un desastre típico de nuestro país, y más típica y tradicional es la respuesta de los señores ministros de Estado y de la Guerra cuando Palanca, aun sabiendo lo que le espera les solicita socorros urgentes:

--¿Dineros?

--Y bastimentos, y hombres, y barcos, y uniformes, y pagas, y fusiles, y municiones...

--¡Pardiez!

--Lo mismo digo yo.

--Pues no hay un duro, Palanca... Así que apechuga...

--¡Joder!

--Eso, Isabelita...

Y así, la fuerza y el respeto que se han ganado los españoles allí a base de esfuerzo y sangre se diluye por la incapacidad de los gobernantes, por la ceguera de un pueblo que parece condenado, en bucle diabólico, a repetir siempre los mismos errores.

Por eso el nuevo jefe francés Page, sin consultar al gobierno español --¿pa qué?, debió de pensar el hombre--, ordena que se retiren nuestras tropas de la zona. Todos menos el destacamento que Palanca tiene en Saigón.

Así que el que ha sido jefe de la expedición hasta el momento, el muy olvidado Ruiz de Lanzarote y el grueso de las tropas españolas, regresan a las Filipinas, dejando atrás casi cuatro años de calamidades, de enfermedad, de húmeda selva, de combates contra un durísimo enemigo, de sangre y de valor. Y a muchos compatriotas enterrados allí para siempre.

Regresan con la honra de su nación en lo más alto. Orgullosos y la cabeza alta. A pesar de todo.

El coronel Palanca permanecerá en Saigón dos años más junto a sus doscientos soldados.

Serán empleados siempre en las misiones más arriesgadas, en los puestos de mayor peligro y fatiga. Cumplirán como los mejores, admirando en cada combate a los aliados franceses y causando pavor en el enemigo.

Palanca lucha y se desvive por proteger los intereses de España, en briega constante con los oficiales franceses, que tienen que aguantar las verdades que Palanca les suelta casi cada noche, y los otros tragan pues no pueden prescindir de un hombre que les ha sacado las castañas del fuego en más de una ocasión.

Desde España solamente recibe, en respuesta a sus súplicas para el envío de hombres y material, la cantinela española por excelencia: el sonido del aire entrando y saliendo de las orejas de los gobernantes:

--¡FIUUUSSS, FIUUUSSS, FIUUUSSS!

De esta manera, cuando el rey anmanita decide aceptar las condiciones francesas, o sea, ocupación territorial, instalación de comercios, comerciantes y etcéteras y libertad de culto religioso, en el tratado ni siquiera nombran a España. ¿Pa qué?, debieron de pensar aquellos hideputas.

Mientras, Carlos Palanca masticaba despacio el ala de su sombrero, despidiendose para siempre de aquella tierra, de aquellas selvas en las que España pudo haber tenido importante papel y no quiso. O no pudo.

Y de esta manera tan española, tan nuestra, tan de aquí, nos ganamos el derecho a que en la hermosa ciudad de Saigón una plaza (de las importantes, ojo) se llamase durante un cierto tiempo Plaza de España.

Y que en la bahía de Da Nang, escondida entre matojos y hierbajos con las lápidas derrumbadas, los nichos abiertos, las cruces oxidadas, el incienso y los regalos que hacen los budistas al espíritu de aquellos guerreros de lejanas tierras, haya un olvidado cementerio de soldados franceses y españoles muertos durante aquella expedición.

Y pone los pelos de punta mirar la foto y saber que allí dentro, olvidados, están los huesos de un compatriota, de un hermano. De un hombre que murió con la nostalgia de España en la boca, con la punzada de tristeza para siempre en el corazón.

Yo creo que deberíamos de dejarnos de tanta estupidez, de tanto pisotearnos, hundirnos y humillarnos. Ya es hora de que nos unamos y gritemos que no queremos nada, nada exigimos y nada reclamamos. Excepto que los huesos de nuestros hermanos regresen a casa. Al menos eso se lo debemos.

A. Villegas González

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En Orán Cien Lanzas...