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Tema: Fernando VII, a la luz de la historia (Melchor Ferrer)

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    Fernando VII, a la luz de la historia (Melchor Ferrer)

    Fuente: Misión, Número 396, 17 Mayo 1947. Páginas 1 y 7.



    Las escenas de BAYONA

    Por Melchor Ferrer


    Para conmemorar la fecha del 2 de mayo, el periódico “Arriba”, órgano de F.E.T. y de las J.O.N.S., publicó las cartas enviadas por la familia real española, que se hallaba presa en Bayona, a Napoleón Bonaparte. La antología, publicada, iba precedida de unas líneas en las que se pide con urgencia un folleto que explique a los españoles la estela de vileza y cobardía que han dejado a su paso por la geografía peninsular los representantes de la Monarquía española.

    Estamos de acuerdo con el periódico “Arriba” en cuanto a la necesidad de renovar ciertas páginas de la historia moderna de España. Como después de nosotros habrá otros que juzguen urgente modificar algunas de las de la historia contemporánea. Pero siempre ha de tenerse en cuenta que los hechos históricos pierden su significación cuando se los aísla de las circunstancias y del ambiente en que se produjeron. No es reproduciendo sólo un desdichado epistolario como se corrigen los yerros u omisiones en que han incidido los historiadores españoles. Por eso nosotros hemos solicitado del ilustre escritor don Melchor Ferrer, director de la “Historia del Tradicionalismo Español”, actualmente en curso de publicación, algunas notas, de las cuales publicamos hoy las primeras sobre las “Escenas de Bayona”.






    En polémicas y discusiones, por el ardor con que se discute, se incurre con frecuencia, casi diría normalmente, en notorias injusticias, entre las que las más corrientes son las generalizaciones. Se confunde lo accidental con lo sustancial, y de algunos detalles parciales se inducen principios que no son en realidad más que accidentes pasados, con más o menos buena fe, a deducciones históricas.

    La desviación a que se llega en las polémicas nos exige intervenir en una discusión pública, que tiene su origen en un simple accidente –la desacertada actuación de un príncipe en trance de ambición del Poder– para llegar a la conclusión, si no explícitamente manifestada, muy aparente para quienes no tengan más que remotas ideas de la función institucional de la Monarquía, a confundir esta Monarquía con los desaciertos de un rey. La gente no preparada creerá siempre, por este afán de generalizar, que sólo a la función monárquica se debe el que en ciertos momentos España haya pasado por determinados trances, cuando en realidad esas situaciones críticas son debidas a que la función propia de la Monarquía ha estado oscurecida o en decadencia.

    Por haberse entrado en el terreno de generalizaciones acerca de ciertos hechos –muy lamentables–, palidece el valor de la institución monárquica y también el buen nombre de la Gloriosa Monarquía española; ya que dice ARRIBA estamos en «este día de la libertad española» se hace preciso señalar lo que es meramente accidental y defender, una vez más, el concepto puramente histórico, tal como lo entendieron nuestros grandes tratadistas del Siglo de Oro, de la Institución Monárquica hereditaria y tradicional. Y hasta no sería de más explicar el concepto de legitimidad, sólo que en el espacio de un solo artículo de periódico no cabría todo ello.

    Téngase en cuenta que la Monarquía es una institución que encarna o es representada por unos reyes. La acción de los reyes, buena o mala, queda fiscalizada por la Historia, y, como es natural, donde hay hombres que encarnan una institución, los hombres pueden errar, pueden traicionar, pueden desmerecer. Pero la institución queda a salvo. Entre los reyes hay diferencias, y, por tanto, no es lo mismo enjuiciar una dinastía que a un rey particularmente. Dentro de las dinastías hay ramas, y a veces una rama ha emprendido el camino de la claudicación y otra ha seguido la senda del honor. Podríamos citar muchos ejemplos. No es lo mismo enjuiciar toda la Casa de Trastámara en Aragón que tratar del reinado tristísimo de Juan II. En Francia, la rama de Orleáns se hizo servidora de las ideas revolucionarias, mientras que Enrique V se constituía en guardián de la bandera blanca. Sin embargo, todos ellos pertenecían al mismo origen de los Borbones.

    Ahora, ante las declaraciones liberales del príncipe don Juan, hay muchos que se rasgan las vestiduras y emplean para combatirle todo el material abundantemente recogido, y hasta desnaturalizado, acumulado por los liberales durante siglo y medio de destrucción de las esencias tradicionales españolas. Y es que si el príncipe don Juan no puede sustraerse al «heredo» de tres generaciones al servicio de la revolución, muchos de sus detractores no pueden librarse de los principios liberales en que fueron educados e instruidos.

    Hablar hoy de Fernando VII y presentarlo con las características del rey «felón», como hacían todavía los liberales hace diez años, es un verdadero anacronismo, porque si se compara su actuación con la que se ha observado en Europa no más allá de hace diez años y lo que ha venido sucediendo hasta hoy, Fernando VII probablemente saldría reivindicado, y de lo más que se le podría acusar sería de ser un ligero precursor de muchos hombres de Estado de hoy.

    No es que quitemos importancia a las tristes y hasta abyectas escenas de las abdicaciones de Bayona, pero también es necesario comprender e interpretar lo que realmente influyó en ello. Toda Europa estaba avasallada por la espada de Napoleón cuando las águilas imperiales no conocían límite en el Continente. El recuerdo de Trafalgar estaba todavía en la mente y en el corazón de los españoles, y, por singular punto de vista, España maldecía al que nos había vencido materialmente, pero creía hallar un amigo en el aliado que nos había arrojado a aquella catástrofe. No sería difícil todavía hallar ecos recientes de este concepto que se tenía en aquella época. Además, España estaba ligada con Francia por un tratado –tan triste y vergonzoso como se quiera –, pero que no se debía principalmente a la función regia, y claro está que en esta circunstancia había particularidades que no son de desdeñar. ¿No hemos visto en nuestros días a un rey europeo que ha estado supeditado a Alemania y luego sigue supeditado a la Unión Soviética? Y, sin embargo, la función monárquica que hizo la independencia de aquel pueblo no puede ser tachada por esta doble y sucesiva supeditación. Y acercando más a nuestros días los tiempos de Bonaparte, ¿no recordamos también la creencia tan generalizada del poderío indestructible de Hitler, que extendía la cruz gamada como antes se habían extendido las águilas napoleónicas? Ha habido tantas coincidencias en la Europa del siglo XX con la del comienzo del siglo XIX que quien quiera comprender uno de estos períodos históricos sólo ha de procurar compararlos y esclarecerlos.

    Que en Bayona ocurrieron tristes escenas; que Carlos IV fuera débil; que María Luisa, arrastrada por su pasión desordenada, tuviera como enemigos a todos aquellos que eran desafectos a Godoy; que Fernando VII tuviera miedo ante la omnipotencia de Napoleón, a quien jamás le arredró un crimen, cuando este crimen servía a su ambición, todo esto se explica y todo esto se comprende, pero nada de esto infiere daño a la Monarquía, ni siquiera atenta contra la dinastía. Fernando VII, mal aconsejado, no tuvo otro remedio que ceder, pues él temió perder la vida, ya que toda su historia de príncipe y rey tiene siempre la sombra del patíbulo en que murió Luis XVI y el recuerdo de los fosos de Vincennes. No hay otra forma honrada de interpretar su reinado. Y no se olvide que el Ejército napoleónico ocupaba a España y el deseo natural de no meternos en las guerras del Imperio.

    Pero esto no afecta a la Monarquía. María Luisa, por liviana que fuera, aunque se hubiera superado, no hirió la institución monárquica, como ésta salió indemne de las pasiones de Catalina la Grande. El hecho de que Fernando VII ante una imposición cediera a los deseos del emperador, tampoco infiere daño a la institución de la Monarquía, porque en nuestra Reconquista también hubo momentos en que parece que se proyecta como un anticipo de lo de Bayona, y, sin embargo, la Reconquista fue obra personal de nuestros reyes. No debe juzgarse ni generalizarse demasiado los tiempos históricos de un reinado; poner a la luz pública lo triste y vergonzoso de nuestra historia en la actuación de un rey y no poner en parangón la gesta gloriosa de otro monarca o del mismo rey, induce al error en las personas poco preparadas.

    La Monarquía es algo demasiado importante y trascendental para que pueda juzgarse tan ligeramente. Se dirá, quizá, que la intención no era ésta; pero nunca se debe olvidar que hay en España una masa inculta, o de poca formación, apta siempre a recoger en su aspecto peor lo que se le sirve de forma inadecuada. Para muchos lectores, sorprendidos por lo imprevisto, que no sabían de lo de Bayona más que unas nociones que se les fueron borrando de la mente, la Monarquía traicionó a España. Y la Monarquía no la traicionó, y así lo comprendieron los españoles todos, lo mismo los liberalizantes que los llamados serviles, lo mismo los que rezaron en sus hogares por la salvación de España y por su rey en cautiverio, que los que empuñaron las armas y ofrendaron su sangre y sus vidas por la independencia de nuestro suelo y por el retorno de Fernando VII. Si se quiere comprender por qué los españoles supieron que Fernando VII no les había traicionado, no hay más que conocer la historia del ministro Ceballos, que también estuvo en Bayona, que fue ministro de José I y que, sin embargo, aprovechó su regreso a España para entrar en la gran comunidad de los que defendían el Altar y el Trono. Porque, digan lo que quieran los historiadores españoles, en Historia no hay más que una verdad, y esta verdad es que en la guerra de la Independencia los españoles murieron por su fe y por su rey.

    Bien conocían lo que había ocurrido en Bayona. No olvidaron la debilidad de Carlos IV, el odio que a los enemigos de Godoy impulsaba en sus violencias a María Luisa. Pero también supieron que Fernando VII resistió en el castillo de Marrac, como nunca olvidaron que el infante don Carlos María Isidro –el Carlos V de la legitimidad española– nunca aceptó aquellos acuerdos y protestó de la violencia que se les hacía.

    Si Fernando VII después hubiera sido fiel servidor de la revolución, como lo fue más tarde la rama de don Francisco de Paula, podría arrancarse de Bayona su deslegitimación. Pero como no fue así, ya que la historia de aquel monarca viene siendo desnaturalizada por los liberales, puesto que nunca fue de los suyos, debe considerarse lo de Bayona simplemente como un acto violento de Napoleón, al que no pudo oponerse por aquella «musa del miedo» que fue el signo de su reinado. Pero de aquí a sacar la condenación de la Monarquía como consecuencia inevitable, hay un abismo infranqueable.

    Jugar con la Historia no es hacer historia. Fácil es hacerse una erudición «de lance», con unos cuantos libracos mal leídos y peor digeridos. Tratar de ofender la Monarquía española es herir a España. No hay duda ninguna que desde la batalla de Covadonga hubo reyes pobres de espíritu, reyes que atendieron más a sus placeres que al bien común, reyes que fueron malos, y también los hubo gloriosos, santos y sabios. La obra conjunta de esta Monarquía la tenemos presente: España. Siempre que el régimen español ha olvidado la legitimidad de sucesión; siempre que se ha roto la herencia dinástica; siempre que los regímenes electivos han pasado por nuestra historia, España ha conocido el dolor de la desintegración. Esto no puede olvidarse, no debe olvidarse, no es honrado olvidarlo. La Monarquía hereditaria, como obra humana, tiene sus imperfecciones, y esto ya lo sabía Santo Tomás; sin embargo, le daba su preferencia. España ha sido la obra de cien reyes, y para juzgarlos nos basta comprender el esfuerzo que realizaron para legarnos esta herencia, de la que nos sentimos justamente orgullosos: nuestra Patria.

    No podemos ni debemos borrar nuestra historia por el afán de las pasiones políticas, con el solo objeto de salir al paso de un príncipe que él mismo se aparta de nuestra alma tradicional, porque convenga combatirlo a la accidentalidad del momento.

  2. #2
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    Re: Fernando VII, a la luz de la historia (Melchor Ferrer)

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    Fuente: Misión, Número 397, 24 Mayo 1947. Página 3.




    A LA LUZ DE LA HISTORIA

    FERNANDO VII, EN BAYONA

    Por Melchor Ferrer




    Ningún rey ha sido más zarandeado por los llamados historiadores que Fernando VII. Una densa niebla rodea su historia, su vida y sus acciones, creada por el odio que constantemente le tuvieron los escritores liberales, ya que nunca fue de los suyos. Ni siquiera cuando, dominado por María Cristina, preparaba el triunfo de las ideas constitucionalistas, le han ahorrado estos juicios adversos que recogidos como moneda sana y corriente todavía nos sirven en nuestros días. No es que intentemos o pretendamos hacer su apología ni tomar su defensa. Nada tan lejos de nuestro concepto de rey ideal como la figura de este monarca constantemente dominada por lo que llamó Mella «La musa temblorosa del miedo».

    Los liberales del siglo pasado y del actual que esgrimieron las plumas contra Fernando VII, pasaron en silencio lo que este rey tuvo de bueno o aceptable, y exageraron lo que era defectuoso o francamente malo. Así, esta figura, entenebrecida por la pasión sectaria de los adversarios al régimen absolutista, se convierte en caricatura de rey, con lo que los historiadores ad usum, no diré Delphini, sino revolucionario, han llenado la imaginación de las generaciones que le sucedieron, con el plan preconcebido de ridiculizar la institución monárquica. Liberales doceañistas, constitucionalistas, masones, carbonarios, anilleros y comuneros, liberales isabelinos, lo mismo moderados que progresistas, revolucionarios septembrinos, republicanos, socialistas y socializantes, toda la masa de la España revolucionaria y sectaria ha tratado a Fernando VII con despiadado odio, por haber sabido aquel rey sustraerse a las ambiciones y designios de la grey liberal.

    Si consideramos las escenas de Bayona, nos daremos cuenta, si la reflexión es objetiva, sin sujetarnos a sugerencias e interpolaciones sectarias, de que en aquellas jornadas nada gloriosas hubo una pugna entre María Luisa, violentamente apasionada, contra los enemigos de Godoy y Fernando VII. Existe tan sólo Carlos IV como juguete entre ambos contendientes. Ella, la reina madre, aconsejada por Godoy, Fernando con su no mejor consejero, Escoiquiz, que si durante cierto tiempo pudo ser confidente de Fernando, los hechos han demostrado que nunca el rey se entregó por entero en sus brazos. Y en aquella pugna, en que se debaten las condiciones de una renuncia que no era válida, Fernando se mantuvo con dignidad, pues de haberse rendido a la primera sugerencia de Napoleón, las escenas domésticas no hubieran podido suceder. Pero es que Fernando no sentía inclinación a aceptar las tentadoras promesas de Bonaparte; no las sentía, decimos, y por esto rehusaba, y de aquí que las discusiones se prolongaran, que María Luisa, impulsada por Godoy, reprochara al hijo de desobediencia, casi diríamos deslealtad, al padre, hasta que, llevada por su exaltación, prorrumpiera en frases que al sonar a injuria, recaían sobre sí misma. Todo lo cual indica energía de Fernando, deseo y aspiración de resistir a las imposiciones de Napoleón y, por tanto, sentido de la majestad real.

    Incluso llegó a aceptar el retorno de la corona a Carlos IV, haciendo observar que no intervino para nada en el motín de Aranjuez, pero supeditando este retorno de la corona a su padre a estar éste libre en Madrid y con las Cortes convocadas. Es decir, sacarlo del extranjero, donde había coacción, y hacer la corona independiente entre los vasallos españoles. Claro está que tampoco esto se lo agradecen los liberales, ya que éstos, tomando como blanco a Fernando VII, tiran más allá, no a la persona, sino que asestan sus disparos contra la institución real.

    Más tarde, con aquella lógica que asombra no sea advertida de muchos escritores, se reintegró a su empleo de capitán general y se devolvió el título de duque de Alcudia al infausto Godoy. Lo hicieron en 1847 los moderados, tan liberales como los demás, y se autorizó su regreso a España. Se llegó a nombrar una comisión de cuatro árbitros –dos por su parte y dos por la del Gobierno– para tratar de la indemnización o devolución de sus bienes. Godoy no regresó a España, pero tuvo la satisfacción de figurar de nuevo en la cabeza del generalato español. Y en aquellos tiempos en que por un quítame allá estas pajas cualquier general se pronunciaba, no hubo siquiera uno de la España liberal, moderada o progresista, que protestara contra aquel oprobio para el glorioso y sufrido Ejército español.

    En cuanto a Fernando VII, nadie procuró de rectificar los juicios que le son adversos. Ya hemos dicho que la lógica de los liberales era aplastante: Godoy era su precursor; Fernando, su enemigo; reivindicaron al primero y dejaron en el abandono al último.

    Fue ésta la tónica de la historia liberal del siglo XIX: Godoy, loa y glorificación de los afrancesados; Fernando y los realistas, denigrados. Hasta nuestros días este juicio sectario ha ejercido su poderoso imperio; las generaciones se han sucedido con esta influencia morbosa, y el liberalismo arraigó en lo más íntimo. Es difícil, obra de titanes, desarraigar aquellas raíces.

    Sin embargo, y además de aquella resistencia de Fernando en Bayona, que sólo terminó cuando la imposición imperial llegó hasta el dilema de renunciar en el término de seis horas o bien atenerse a las consecuencias, nos quedan documentos de Fernando VII en que se hace patente su posición al lado del pueblo español.

    En los mismos días en que se consumaba la violencia de Bayona, cuando ante el corso inflexible el rey temblaba, y no sin motivos, por su vida, Fernando consiguió comunicarse con los asturianos, alentándolos a la resistencia. La Junta de Asturias recibió desde el destierro, mejor dicho desde el cautiverio, palabras de aliento, que puestos a exhumar textos, y aunque no los recojan los historiadores antifernandinos, bien merecen ser tenidas en consideración. Se había ofrecido a Fernando el reino de Nápoles y a Carlos el de Etruria. Ambos los habían rechazado, lo que demuestra la violencia de la presión de los agentes de Napoleón y del mismo emperador. Al fin, ante aquella especie de ultimátum, Fernando renunció la corona en su padre; pero no aceptó favor ni compensación por su sacrificio. Es decir, cedió a la violencia cuando no tenía libertad de acción. Y en aquellos momentos, como grito del corazón, en su españolismo que nunca dejara de demostrar, Fernando dio a conocer su pensamiento en un pequeño escrito que a continuación reproducimos, que le hace presente al lado del pueblo en aquel alzamiento glorioso del Dos de Mayo.


    «Nobles Asturianos: Estoy rodeado por todas partes; soy víctima de la perfidia; vosotros salvasteis la España en peores circunstancias, y hoy, aprisionado, no os pido la Corona, pero sí que vindiquéis (arreglando el plan con las Provincias inmediatas) vuestra libertad de no admitir un yugo extranjero, y sujetéis a este pérfido enemigo, que despoja de sus derechos a vuestro desgraciado Príncipe Fernando. Bayona 8 de Mayo de 1808.»



    Fácil ha sido a los autores liberales reproducir aquellas cartas que amañadas o hasta inventadas se publicaron por orden del emperador en el Monitor. Y decimos amañadas y también inventadas porque hoy la sana crítica histórica francesa las rechaza como obra falsa sin otro objeto que desmoralizar a los españoles. Procedimiento antiguo y que no ha muerto todavía en las lides políticas internacionales, pero que los amantes de la Historia saben colocar en el lugar que le corresponde. Napoleón era maestro consumado en estas falsedades. Sólo la pasión sectaria de los autores liberales y el servilismo a todo cuanto nos llegaba de Francia explican cómo pudieron tenerse las cartas por auténticamente indiscutibles y cómo muchos aún las tienen hoy por artículo de fe. Y como la carta a los asturianos no servía a sus fines, los liberales decidieron y siguen firmes en silenciarla.

    Los españoles supieron siempre que las renuncias de Bayona habían sido arrancadas por la violencia y la coacción. Sabían también que no estaban libres los príncipes ni Fernando cuando firmaban lo que se le antojaba a Napoleón. Una de las más ilustres personalidades de la resistencia española contra Napoleón y la invasión francesa, el obispo de Orense, don Pedro de Quevedo y Quintano, en su «Respuesta dada a la Junta de Gobierno por el Ilustrísimo Señor Obispo de Orense, con motivo de haber sido nombrado diputado por la Junta de Bayona», hacía notar que donde estaban Fernando y los infantes «no podían ser libres», pues «se han contemplado rodeados de la fuerza y del artificio y desnudos de las luces y asistencia de sus leales vasallos», por lo que «exigen (las renuncias) para su validación y firmeza, y a lo menos para la satisfacción de la Monarquía española, que se ratifiquen, estando los reyes e infantes que las han hecho, libres de toda coacción y temor».

    En otro documento fechado el 17 de junio de 1808 se dice que el rey Fernando «está rodeado de guardias francesas; se le ha separado de los de su comitiva; se le ha reducido a un estado miserable, y aún se le ha amenazado con la pérdida de la vida» («Manifiesto o declaración de los principales hechos que han motivado la creación de esta Junta Suprema de Sevilla, que en nombre del Señor Fernando VII, gobierna los reinos de Sevilla, Córdoba, Granada y Jaén»). Y anteriormente, en la proclama de la Junta de Gobierno de Sevilla del 29 de mayo del mismo año, ya se consideraba lo acaecido en Bayona como «nulo por el estado de violencia y opresión en que se ha hecho».

    Esto lo sabían perfectamente los españoles, sabían igualmente que su guardia estaba encomendada a un comandante de origen judío de la Nacional de Bayona. Sabían que no había transigido, ni aceptado la permuta de la corona con el reino de Etruria, ni luego con el de Nápoles. Sabían que la coacción y violencia eran empleadas contra la familia real. En estas circunstancias, como que no hubo libertad, no existe razón alguna para dar importancia a nada que se escribiera en tales condiciones.

    Pero todavía queda otro documento que es necesario reproducir:


    «Amados Pueblos:

    Aunque son desfiguradas las noticias que me llegan, sin embargo me convencen de vuestros esfuerzos, hijos de vuestra fidelidad y de vuestro amor, y ya solo debo hablaros de mi reconocimiento y de vuestra constancia. ¡Plegue al Cielo pueda ir a acreditároslo algún día! Acaso depende solo de vuestra consequencia. Para vuestro valor es muy débil la barrera que se os opone. El heroísmo de vuestros compatriotas en el Norte: las nuevas ideas de aquellos dominios: y el suceso de Córdoba, todo os convida. Dudo si ésta y las que le acompañan para Navarra, Aragón, Cataluña, Valencia, Extremadura, Castilla, Galicia y las Montañas llegarán; pero por si no, qualquiera que llegue debe publicarse. Por estas protexto en la misma forma que lo hice en mi renuncia, su nulidad, y de quanto se establezca en el Congreso de Bayona. Debo preveniros la estrecha atención en cortar el paso de vuestro intruso Monarca que se previene a salir, y la de su cuñado Murat que regresa a esta. Si llegaseis a pisar la Francia, esta Francia miserable esclava, aseguradla no será inquietada: que solo buscais la persona de su usurpador; las de mi Tio y Hermano, la mía, y la de Godoy y sus sequaces. Sí, esta Francia debe mereceros toda consideración; ella es inocente en las tramas que alborotan toda la Europa; llora incesantemente la muerte de seis millones de ciudadanos sacrificados por un capricho orgulloso, y en su alma celebra los rompimientos de los dos Emperadores. Si la proporción y confianza correspondieran a mis deseos todos los días, todos los días os certificaría de mi existencia, los gastaría enteros en que Palafox, Ezpeleta, Cervellon, Castaños, Morla, Chavarria, Maturana, Filangieri, Cuesta y los Navias supieran mis ideas; mas no puede su Rey. ¡Ay! ¡Aún se dará por bien satisfecho de que lleguen a las Juntas centrales estas líneas ilegibles que forma del modo que puede vuestro infeliz Monarca en su destierro y 7 de Junio.= Fernando.= Está rubricada.

    Puede que el Infante Carlos hoy haya escrito en todo conforme.»


    La fecha de esta carta indica que Fernando VII conocía ya el levantamiento del pueblo español y que estaba tan seguro de la victoria de nuestras armas, que hacía un llamamiento a su misericordia a favor del pueblo francés, que después de haber sufrido los horrores de la revolución debía soportar el yugo del emperador. Es decir: fe en el pueblo de España, seguridad en la victoria y compasión para el vencido. Este, como otros documentos de Fernando VII posteriores a su regreso a España, expresan una personalidad muy distinta de la caricatura forjada por los liberales.

    Y además hemos de señalar la seguridad que tiene de que comparte el infante Carlos María Isidro aquellas esperanzas en la victoria de nuestras armas. Y se explica porque sobre el afecto fraternal de ambos hermanos existía la convicción en Fernando de la entereza del infante –al que más tarde los carlistas aclamaron y juraron como Carlos V de la legitimidad española.

    El incidente ha sido conocido generalmente a través de la Historia, de R. Sánchez. No estará de más que de los documentos de la época reproduzcamos las palabras del infante en la reunión celebrada el 5 de mayo, presidida por Napoleón y Carlos IV, a la que asistieron la reina María Luisa, Godoy y Ceballos, entre otros.

    Es ésta la famosa reunión en que María Luisa, exacerbada por su pasión por Godoy, increpó tan dura como injustamente a Fernando VII… Napoleón cortó aquel violento exabrupto actuando de moderador, diciendo: «A Fernando yo le doy el reino de Nápoles, y a Carlos, el de Etruria, y los casaré con dos sobrinas mías; digan ellos si les acomoda este partido.» Y entonces, antes de que hablara Fernando, con gran entereza, don Carlos María Isidro contestó: «Yo no he nacido para ser rey, sino infante de España; y tú, hermano y rey mío, habla, no te cortes, defiende tu derecho…, eres español; toda tu nación estará pronta a sacrificarse por ti y por su independencia. La Providencia guiará a la fiel nación, que a su tiempo tomará la venganza contra un emperador separado de sus mismos principios y aún desposeído de todo derecho y razón. ¡Ah Fernando! ¿Quién te quita la corona de España? Un Godoy traidor, tramador de la muerte de nuestro padre, usurpador de la legítima dinastía, delincuente de oprobios y criminal en la religión. ¿Y quién autoriza estos designios? La tiranía de un emperador en quien pensábamos tener asilo. Nos engañamos; pero ha faltado a los derechos de soberano…»

    Dejemos el lenguaje propio de la época y notemos en el infante don Carlos el mismo e idéntico espíritu de cumplimiento del deber que más tarde la caracterizará, cuando se enfrente con su hermano Fernando VII y luego con el representante en Portugal de María Cristina. Es decir, espíritu austero, que sabe ser infante de España a su tiempo y rey de las Españas cuando la ley sucesoria le llama a ello. Porque en estas sencillas palabras del infante está perfectamente representada su personalidad. Infante sin ambiciones; pero de carácter enérgico, al que no arredran las glorias imperiales ni siquiera las imposiciones violentas; más tarde, al austero deber piadosamente fiel, rechaza honores y fortuna, cuando ser rey de la legitimidad implica la pobreza y el destierro.

    En lo que acabamos de decir se nos muestran Fernando VII y el infante Carlos María Isidro bajo aspectos poco conocidos. Se habla mucho de revisar nuestra historia; bajo el peso de la losa de la formación histórica liberal esta revisión es inconcebible; pero debe hacerse, y se debe hacer sin prejuicios que un siglo y medio de historia «oficial» liberalizante ha extendido por toda España. Bien está que recomencemos nuestra historia, no en el XIX, ni siquiera en el XVIII, sino también en el XVII. Librarla de las influencias no solamente de los liberales, sino de los juicios antiespañoles que han sido recogidos por los extranjeros. Por mi parte he comenzado; pero cuando miro alrededor veo que estoy solo.

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