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Tema: Hacia la guerra- la iglesia socavada

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    Hacia la guerra- la iglesia socavada

    “The undermining of the catholic church”, capítulo “Heading towards the war” (cuarta edición, 2007). Por Mary Ball Martínez. Traducción libre por la revista “Verdad” (verdadrevista.blogspot.com).

    Hacia la guerra


    Hacia el año 1930, los cinco líderes trasformadores de la Iglesia Católica habíanse trocado tres, habiendo muerto Giacomo Della Chiesa ocho años atrás y habiéndose retirado Pietro Gasparri tras dieciséis años como Secretario de Estado del Vaticano.


    Entrando en escena desde la Nunciatura en Alemania estaba Eugenio Pacelli, 53, y pronto se unió a él Giovanni Battista Montini, 33. Respecto a Ángelo Roncalli, en ese momento 49, sus rutinarios reportes diplomáticos llegaban a Roma desde la Nunciatura en Estambul adonde, se decía, había sido exiliado por el Papa Pio XI por haber insertado en sus enseñanzas de teología en la Universidad de Letrán las teorías del antropólogo Rudolf Steiner.


    Habiendo retornado a Roma en enero de 1930 para recibir el solideo de Cardenal y su cargo como Secretario de Estado, Monseñor Pacelli encontró al Vaticano disfrutando de un nuevo estatus. Dentro de los palacios había trabajo, como siempre, pero la tierra sobre la cual los palacios, las iglesias, los jardines y las capillas asentábanse se había convertido en un Estado soberano e independiente.


    Cartas que datan de comienzos de la década de 1920 muestran a Charles Maurras urgiendo a Benito Mussolini, como Primer Ministro de Italia, para que “establezca la paz religiosa a través de un gesto histórico”. Maurras se estaba refiriendo al estado de guerra fría existente entre los herederos de la insurrección italiana del pasado siglo y el “prisionero en el Vaticano”, Pío XI. Siguieron unas pocas cautelosas tentativas en ambos lados y luego un evento tuvo lugar, sin precedentes desde que las tropas de Cardona penetraron por la Porta Pía en una Roma absorbida por el Concilio Vaticano Primero: el Cardenal Merry de Val, aún en sus tempranos sesentas pero por mucho tiempo alejado de la corriente dominante del Vaticano, fue invitado a participar en las ceremonias oficiales del Gobierno Fascista en conmemoración del seiscientos aniversario del fallecimiento de San Francisco de Asís, santo patrono de Italia. Debe haber sido el entusiasmo del Cardenal en pos de la reconciliación lo que finalmente movió a Pío XI a comenzar las negociaciones. En cualquier caso, en febrero 11, 1929, el Cardenal Gasparri y Benito Mussolini firmaron el Tratado de Letrán, y un Concordato entre la nueva Ciudad- Estado del Vaticano y el Reino de Italia. El acuerdo, además de crear la Ciudad- Estado, concedió a la Iglesia más de 108 acres en el corazón de Roma. El Catolicismo se convirtió en la religión del Estado de Italia. Los crucifijos volvieron a las paredes de los edificios públicos de todo el país, desde escuelas a estaciones de policía; y la educación religiosa se volvió obligatoria en las escuelas de la nación.


    Tanto los clerecía como la jerarquía recibieron privilegios en materia legal. En Roma los arrabales fueron despejados para ampliar la Basílica de San Pedro al tiempo que una generosa financiación fue acordada para la Santa Seda por parte del Estado Italiano como reparación por las pérdidas materiales sufridas en 1870.


    El histórico gesto de paz de Mussolini, aunque, en general, apreciado en su momento, le reputó poca gratitud perdurable. “¡Pensar lo que mi marido hizo por la Iglesia!”, dijo a un periodista francés muchos años después su viuda, Rachele Mussolini. Y el Cardenal Krol de Filadelfia, llamado a Roma en 1981 para que ayudara a sortear los alarmantes problemas financieros de la Santa Sede, declaró: “Lo único que mantiene (las finanzas del Vaticano) a flote es el patrimonio de la Santa Sede, por el reembolso hecho por Italia cuando la firma de los Tratados de Letrán. Pero no es un recurso inagotable.”


    Apenas se había firmado el Concordato cuando el joven Padre Gianbattista Montini, capellán del sector de Roma de la Federación de Estudiantes Universitarios Católicos, la FUCI, conspiró para desestabilizarlo. Desde la primera infancia había experimentado la excitación de la política, habiendo sido su madre tan activista como su padre. Observando que el Partido Popular (luego renombrado Democracia Cristiana) tomaba forma, virtualmente, hasta en el vestíbulo familiar, había seguido cada sucesiva elección de su padre como diputado por Brescia para el Parlamento Nacional hasta 1924, cuando Italia se convirtió en una Estado de partido único. Después de ese año -como los ancestros de Eugenio Pacelli- los Montini se introdujeron en la banca. En un momento en el que muy pocos italianos eran opositores al fascismo, los Montini eran notables excepciones, y al tiempo de la firma del Concordato habían experimentado cinco años de frustración política. No sorprendentemente, el Padre Montini vio su cargo en la FUCI como una oportunidad para hacer una prueba: se decidió a rehusar obedecer una orden del gobierno para que permitiera que sus estudiantes se incorporaran a la organización nacional de la juventud. Por cuanto las autoridades, en estricta conformidad con las previsiones del Concordato, estaban proveyendo de capellanes católicos a todas las secciones de la formación Balilla, vieron el rechazo del grupo romano de Montini no sólo como innecesario sino como divisorio. Al ser conminado entre obedecer o disolverse, Montini denunció persecución y la prensa foránea, como de costumbre, recogió el lloriqueo. En la cumbre del revuelo, el Vaticano lanzó una fiera encíclica anti-gubernamental que, para estar rápidamente disponible para la prensa, fue redactada, no en el usual latín, sino en italiano. Non Abbiamo Bisogno, de acuerdo a un miembro fundador de la FUCI, el viejo estadista Giulio Andreotti, fue escrita, no por el Papa Pio XI, mas por su nuevo Secretario de Estado, Eugenio Pacelli. La ansiada paz religiosa fue destrozada. Para salvar lo que se podía de las esperanzas de 1929, y soportando la recriminación mundial, el gobierno de Mussolni permitió la supervivencia de la FUCI, previendo se limitara a actividades religiosas.


    Solamente seis semanas antes de la aparición de Non Abbiamo Bisogno, el Papa mismo había publicado lo que se consideró una encíclica pro- fascista, Quadragesimo Anno. Escrita como tributo al Papa León XIII en el cuadragésimo aniversario de su sobresaliente encíclica acerca de las relaciones laborales, Rerum Novarum, la nueva declaración demostraba que la Doctrina Social de la Iglesia se hallaba más en armonía con el sistema corporativo industrial que se desarrollaba en ese momento en Italia que con la clasista estructura del capitalismo.


    A los ojos del Secretario Pacelli, el triunfo del Padre Montini contra el gobierno italiano fue cautivante. Muy pronto, tras el furor mediático mundial, Pacelli llevó a Montini a su oficina para comenzar una relación laboral íntima que duraría veintitrés años. De los cinco italianos que dirigieron el cambio de la Iglesia Católica, los dos que probarían ser los más efectivos habíanse convertido en equipo. Separados por una generación, tenían todo en común. Los dos habían nacido en familias vaticano-ambiciosas. Los dos habían pasado su infancia en forzado aislamiento, privados de una normal asociación con sus pares y de instrucción en clase. Sus carreras habían sido notablemente estimuladas por el Vaticano. El Papa León XIII mismo puso al joven Pacelli en manos del Cardenal Rampolla y otro Papa, Benedito XV, lo consagró con el episcopado en una ceremonia privada en la Capilla Sixtina. En cuanto a Giovanni Montini, había sido ordenado inmediatamente por Pío XI quien lo designó a la Nunciatura de Varsovia con estas palabras: “Tú eres el joven sacerdote más prometedor de Roma”, y ello a pesar de que ocurrió diecisiete años antes que Montini obtuviera un diploma en Derecho Canónico. Sin perjuicio de no haber recibido aún el título o la consagración al episcopado, Pió XII lo hizo Pro- Secretario de Estado en 1954.


    Al tiempo que la tensión política internacional aumentó durante los años 30’, el Secretario Pacelli y el Padre Montini se encontraron crecientemente comprometidos con un bando. Según Andreotti, no solamente fue Non Abbisimo Bisogno creación de Pacelli sino también la vehemente Mit Brennender Sorge, la otra encíclica en lengua vernácula, en este caso animada contra el gobierno de Alemania. El Cardenal Siri, de Génova, notó que el borrador original del documento evidenciaba numerosas correcciones por parte de Pacelli. El hecho de que la anti- marxista encíclica de Pio XI, Divini Redemptoris, apareciera apenas cinco días luego de la anti- germánica Mit Brennender Sorge de Pacelli, da la impresión de que, una vez más, el Papa y su Secretaría estaban llevando adelante dos batallas opuestas entre ellos. Divini Redemptoris con su sentencia más mentada, “el comunismo es intrínsecamente perverso”, le presentaría serios problemas al Papa Pacelli en sus relaciones con los católicos norteamericanos cuando Rusia entrara en la Segunda Guerra Mundial.


    Frisando Achille Ratti [Pío XI] los ochenta años, el Cardenal Pacelli tomó virtualmente las riendas del Vaticano. Enterado de que Pío XI quería recibir a Adolf Hitler en audiencia durante una visita oficial a Italia, llevó al veterano Papa al Castillo Gandolfo. Luego, enterado de que el Canciller Alemán deseaba contemplar los mejores frescos de Miguel Ángel, clausuró la Capilla Sixtina. Las autoridades italianas se avergonzaron gravemente cuando, sin previo aviso, se hallaron con el cartel: “clausurado por reparaciones”.


    En marzo de 1938, cuando las tropas alemanas entraron en Austria, el Cardenal Innitzer de Viena participó de la celebración que duró toda la noche a lo largo de la avenida Ringstrasse, dando su bendición a las eufóricas multitudes. Tan pronto en el Vaticano se enteraron del hecho, se comenta que el Cardenal Pacelli expresó “auténtica amargura”. Pronto llamó a Innitzer a Roma y le ordenó realizar una pública rectificación; y, aunque la orden llegó, no del Papa sino del Secretario de Estado, el austríaco cumplió. En ese mismo año, 1938, de forma inadvertida para todos salvo para una élite intelectual, Civiltá Cattólica, la revista jesuita considerada la voz semi-oficial del Vaticano, intempestivamente dejó de advertir sobre los riesgos de la Masonería para la Iglesia, particularmente en relación a su declarado programa de creación de lo que se dio en llamar un “nuevo orden mundial”.


    Según Giulio Andreotti, los dos largos viajes internacionales del Cardenal Pacelli fueron realizados enteramente por su sola iniciativa, y no por órdenes del Papa. Como Secretario de Estado asistió al Congreso Eucarístico Internacional de 1936 en Buenos Aires y en el mismo año se lo encontró en los Estados Unidos, donde visitó doce provincias eclesiásticas, tuvo entrevistas con setenta y nueve obispos, y fue invitado innúmeras veces a instituciones religiosas, seminarios y hospitales, culminando su viaje como un invitado del Presidente Roosevelt en el Hyde Park. Al respecto, se reportó que los dos “se llevaron espléndidamente”; y, en sucesivos intercambios epistolares, Roosevelt llamaría al Papa Pacelli “su viejo y buen amigo”. En Nueva York, el futuro Pío XII fue huésped de Myron C. Taylor quien, no obstante el hecho conocidísimo de que llegó al Grado Treinta y Tres de la Masonería, sería bienvenido como Enviado Especial de Washington en el Vaticano durante los años de la guerra. El espectacular tour americano de Pacelli en 1936 fue dirigido por el Arzobispo Spellman, de Boston, y convirtió al Secretario de Estado en una figura por lejos más importante para la opinión pública que el estudioso y flemático Papa reinante.


    En el frente religioso, llegada la mitad de la década del 30’, la alianza Pacelli- Montini podía evaluar sus dos mejores golpes de la década, y las anteriores condenas en Francia y en México, con ciertos sinsabores. Si la valiente nueva Iglesia solamente estaba capacitada para la negación, habría de aparecer tan rígida e intolerante como la vieja. Junto con la destrucción, debía aparecer la construcción. Era necesaria ahora una nueva motivación espiritual.


    En ese momento, causando el mayor entusiasmo en círculos escolares estaba un ensayo impreso privadamente, titulado Le Sens Humain, por el paleontólogo jesuita francés, Pierre Teilhard de Chardin. Prefigurando su Phenomenon of Man, el escrito era un salvaje salto a una esjatología basada en la evolución, que los creadores de un nuevo tipo de cristianismo viéronse tentados de adoptar y adaptar. De muchas maneras, el ensayo replicaba las más coloridas desviaciones del modernismo anterior a San Pío X. Confesamente de acuerdo ellos mismos con los escritos de Teilhard, los reformadores fueron contrarios a compartir con las masas católicas las fantasías del jesuita francés. La experiencia les demostró que el creyente promedio espera una cuota de realismo junto con la piedad.


    Por más que las especulaciones de Teilhard fueron desacreditadas, no recibieron la condenación formal del Vaticano. Luego, se supuso que ciertos pasajes de la encíclica de Pacelli, Humani Generis, implicaban una condenación del evolucionismo del jesuita, a pesar de que el escrito papal no mencionaba ningún nombre y que, hablando en 1970 –en el centenario del nacimiento de Teilhard- el Cardenal Casaroli alababa “el inmenso impacto de su investigación, la brillantez de su personalidad, la riqueza de su pensamiento, su poderoso instinto poético, su precisa percepción del drama de la creación, su vasta visión de la evolución del mundo”.


    En los años 30’ no fue el Vaticano sino su orden, la Compañía de Jesús, la que prohibió a Teilhard de Chardin publicar trabajos religiosos de por vida, y por muchos años prohibió su lectura. Sin embargo, muy pronto tras convertirse Papa, Eugenio Pacelli persuadió a los jesuitas para que levantaran la prohibición, de manera que una serie de lecturas sobre Teilhard pudieran realizarse en el París ocupado por los Alemanes durante los últimos años de la guerra.


    Mientras que las teorías de Teilhard de Chardin se dirigían a un público limitado en el mundo de la academia, sería el pensamiento de otro francés, un seglar, el cual, una vez abrazado por el Vaticano, iría a convertirse en el alimento espiritual que los transformadores habían estado buscando.


    Jacques Maritain, un profesor de filosofía en el Instituto Católico de París, había nacido en una familia de protestantes. Durante sus años de estudiante en la Sorbona se convirtió al catolicismo y se hizo miembro de la Acción Francesa. En 1926, asombrado por la intempestiva condenación del Vaticano a esa organización, fue a Roma adonde, gracias a su prestigio como estudioso tomista, se le permitió hablar privadamente tanto con el Papa como con el Secretario de Estado. Habiendo sido el propósito de su viaje preguntar cómo la condenación a Maurras había sido posible, posiblemente vióse tentado de exponer una serie de ideas teológicas que habrían estado rondado en su cabeza desde hace un tiempo. Dejó Roma con un mandato, ora de Pío XI o, lo que es más probable, ora del Secretario Gasparri: estampar las teorías de lo que él llamaba su “humanismo integral” en un libro. Diez años después, la Iglesia sería sacudida por Maritain. Casi simultáneamente con la aparición de la primera edición francesa, una versión italiana veía la luz, con una brillante introducción de su traductor, Giovanni Battista Montini.


    La tesis de Maritain propiciaba un cambio de base en la eclesiología, esto es, en la manera en que la Iglesia se mira a sí misma, su función y su identidad. Su libro preparó el camino para el gran cambio de paradigma que habría de ser fundado por la encíclica Mystici Corporis, de Pío XII. No obstante, como es el Papa- y no los teólogos- quien origina la aceptación de nuevas creencias, el mensaje de Maritain, que ya circulaba libremente en los círculos académicos, debía esperar una encíclica papal antes de que pudiera convertirse en parte de la vida de la grey: en 1936, Achille Ratti aún era Papa.


    El humanismo integral, no distintamente de las teorías de Teilhard de Chardin, veía a todas las religiones convergiendo en un singular ideal humano, en el marco de una civilización humana en la cual todos los hombres serían reconciliados en justicia, amor y paz. La fraternidad entre los hombres habría de guiar sus vidas hacia una misteriosa realización del Evangelio. Como explica el teólogo francés Henri Le Caron, “el humanismo integral es una universal fraternidad entre los hombres de bien aunque pertenezcan a diferentes religiones, o a ninguna, y aún aquellos que rechacen la idea de un creador. Es bajo esa inspiración que la Iglesia debe ejercitar su influencia, sin imponerse y sin demandar su reconocimiento como la única, verdadera Iglesia. La base de esta fraternidad es doble, la virtud de hacer el bien y la comprensión anclada en el respeto por la dignidad humana”.


    “Esta idea de la dignidad humana”, continúa Le Caron, “no es nueva ni original. Había sido expuesta por los filósofos del siglo dieciocho y por los revolucionarios franceses de 1789. Es también la fraternidad adorada por los masones y por los marxistas. Lo que distingue al humanismo de Maritain es el rol que le asigna a la Iglesia. En el marco de la fraternidad universal, la Iglesia está llamada a ser inspiración y la Hermana Mayor, sin afirmar que para simpatizar con sus hermanos menores, debe ser intransigente o autoritaria. Ella debe aprender cómo hacer la religión aceptable. Debe ser práctica, no dogmática”.


    Que el temprano entusiasmo del Padre Montini por Maritain lo acompañó a lo largo de toda su vida lo describe el novelista, ex jesuita, Malachi Martin: “El humanismo integral de Paulo VI inspiró la entera política de su pontificado. Esa filosofía afirma que todo hombre es naturalmente bueno, que hará el bien y rechazará el mal si se le muestra la diferencia. La función de la Iglesia es dar testimonio de servicio por el hombre en el mundo de hoy, en el cual una nueva sociedad está naciendo”.


    La implementación de la doctrina de Maritain puede ser reconocida documento tras documento emergente del Concilio Vaticano Segundo, y en la mayoría de las exhortaciones oficiales y de las encíclicas que le siguieron, a pesar de que, al tiempo de la primera aparición del libro de Maritain, faltaba para el Concilio un cuarto de siglo. La tesis fue un eco que atravesó nuestro tiempo. Estuvo implícita en la cálida bienvenida que Pio XII le hizo a Maritain cuando llegó a Roma como el primer Embajador francés ante la Santa Sede de la posguerra, en los muy frecuentes homenajes públicos dispensados por Paolo VI, en las constantes reuniones de estudio y simposios dedicados a su trabajo que proliferaron en la academia católica alrededor del mundo y en el encendido tributo rendido a Maritain por Juan Pablo II en el centenario del nacimiento del filósofo. Para el final de los turbulentos años treinta, la aceptación del Humanismo Integral por parte del Vaticano lo hacía sólo una cuestión de cómo arraigarlo en la feligresía una vez que el viejo Papa muriera.


    En el tercer mes del último año de la década, Eugenio Pacelli fue elegido Papa, y en el noveno la Segunda Guerra Mundial comenzó.
    ALACRAN y juan vergara dieron el Víctor.

  2. #2
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    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    No existen en Internet -hasta donde pude investigar- traducciones al español de este valioso documento histórico.

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