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Nación española
El Concilio de Constanza, reunido entre 1412 y 1414 para poner remedio a la primera de las grandes divisiones entre europeos, definió que éstos se encuentran distribuidos entre cinco naciones: Italia, Alemania, Francia, España e Inglaterra. Nación no era entonces un término político, sino que aludía al patrimonio cultural que cada una de ellas significaba. Y, desde luego, los padres conciliares no se equivocaban: basta con traer aquí cinco nombres: Dante, Goethe, Moliére, Cervantes y Shakespeare, para descubrir los signos de identidad. Pero se referían también a esa plataforma común, Cristiandad, que, en todos esos autores, se halla presente. No podemos prescindir de ella: el cristianismo, presentando a la persona humana racional y libre, como una criatura trascendente, ha sido capaz de establecer los rasgos esenciales de aquel que reconocemos como hombre europeo, el cual, en un pasado todavía reciente, llegó a convertirse en educador del mundo. Escribe el catedrático y académico de la Historia don Luis Suárez
Es fácil detectar el origen romano: Italia, Hispania, Galias, Britannia y Germania ya existían en los esquemas administrativos del final del Imperio. Sucede, sin embargo, que sólo dos de ellas conservaron su nombre sin someterse a la primacía de los ocupantes germánicos. España demostró de este modo su absoluta latinidad (no se encuentran inscripciones que no sean latinas en ningún lugar). La consecuencia fue que, desde el 589, alcanzada la unidad disciplinaria católica, España se convierte en el primer lugar de Occidente en que se logra la síntesis completa entre romanidad y cristianismo. Lo llamamos cultura isidoriana. Este movimiento cobraría enorme importancia en el llamado renacimiento carlovingio, en la creación de escuelas y en la formación de bibliotecas. Las divisiones políticas que, por necesidades de tiempos muy duros, llegarían a producirse, no alterarían la conciencia de unidad. España llegará a ser una suma de reinos dentro de una misma nación, y no, como ahora se pretende, una suma de naciones dentro del reino.
Sucedió que, en 711, la monarquía visigoda sucumbió a una invasión musulmana. Un anónimo cronista mozárabe, que continuaba a san Isidoro, la llamó pérdida de España. Pues los árabes no se proponían conservar ese patrimonio, sino destruirlo, cambiando la lengua, olvidando el nombre que pasó a ser al-Andalus, y renunciando incluso a ocupar el espacio peninsular. Una tercera parte del mismo quedó más allá de la frontera. Sin embargo, ahí se organizaron núcleos de resistencia, envueltos en curiosas leyendas que apelaban a milagrosas intervenciones de la Virgen María o del apóstol Santiago, afirmando así la pervivencia cris-tiana. A principios del siglo X ya detectamos una conciencia de que Hispania no se había perdido del todo, y que, en breve tiempo, sería restaurada.
Las características esenciales de esta España que resucitaba eran una jurisprudencia emanada de Roma y que iba tomando forma en las versiones regionales, desde el Fuero de León a los Usatges; un cristianismo que buscaba raíces más profundas en el sepulcro de Santiago, y una forma lingüística neolatina, que adoptaba usos distintos según las regiones. Entre 1085 y 1140, se hizo el primer ensayo de unidad política, asumiendo los reyes Alfonso VI y Alfonso VII esa calidad de regir la tota Hispania, aunque sobreviviesen Administraciones distintas. Las fuertes reacciones africanas, almorávide y almohade, inclinadas cada vez más rigurosamente al fundamentalismo musulmán, lo impidieron. La guerra imponía la división en cinco sectores que pudieran resistir la acometida, sin que pudiera librarse esa batalla resolutiva. Sin embargo, la conciencia hispana se mantuvo: el autor del Poema de Fernán González diría que, «de toda España, Castilla es lo mejor», mientras que la Crónica de Pedro el Ceremonioso insistiría en llamar a Cataluña la mejor tierra de España. Y los cinco reinos consideraban que su unidad de destino les empujaba a una recuperación de la España perdida, fijando sobre el mapa los límites del espacio que, a cada uno, debía corresponder.
Esta tarea se concluyó a mediados del siglo XIII. Y entonces se planteó a los monarcas peninsulares la ardua pregunta de cómo hacer compatible la unidad deseada con la conservación de estructuras de gobierno que afectaban a los intereses de muchas personas. Nunca han faltado, tampoco, minorías que, por egoísmo posesivo, preferían renunciar a las ventajas de la unidad que establece comunicación y mayores dosis de libertad. Tampoco faltaron respuestas equivocadas: Alfonso X pensó en adoptar el sistema europeo del Imperio, y un descendiente suyo, Pedro I, que no andaba muy bien de la cabeza, quiso recurrir a las armas para doblegar resistencias. Esto no podía conducir a libertad, sino a odio. Fue Pedro IV de Aragón, el Ceremonioso, antes mencionado, quien dio el primer paso decisivo, descubriendo la diferencia que existe entre soberanía y administración. La primera pertenece en exclusiva a la Corona, y en ella están la suprema justicia, la diplomacia, la economía y todas aquellas funciones que corresponden al bien común de la república. La segunda permite a cada reino conservar sus fueros, usos y costumbres, que en aquel tiempo eran llamadas libertades. Cuando en 1410 se produjo una vacante difícil en la Corona de Aragón, los reinos dijeron que la unidad, superior, debía ser a toda costa conservada.
Después de 1368, los Trastámara, que utilizaron el Ordenamiento de Pedro IV para sus propias reformas, añadieron dos principios: cesar en cualquier apetencia territorial y establecer matrimonios recíprocos, de tal manera que los reinos se rigiesen todos por una sola dinastía. De este modo, y como una consecuencia natural, un día habría de llegar en que un castellano, Fernando el de Antequera, se sentase en el trono de Aragón, y en que otro aragonés del mismo nombre ciñera con su esposa la corona de Castilla, y luego la de Navarra.
Pero esta unidad política sin traumas no se presentaba como destrucción del pasado, sino como término de llegada de una comunidad que, por ser esencialmente cristiana, garantizaba a todos –leyes de Guadalupe– la libertad sin servidumbres, la comunicación económica interna y lo que los pensadores de la Escuela de Salamanca llamaron derechos de gentes, aunque es preferible referirse a ellos como derechos naturales humanos. La clave fundamental, que hacía compatible esa pluralidad de base con la unidad esencial de la nación, estaba precisamente en el cristianismo, que reclamaba el sometimiento de las leyes a un orden moral objetivo y preexistente.
No debe extrañarnos que la pérdida de unidad, en la conciencia se vaya traduciendo, también, en las desgarraduras que algunos lamentamos. Aquella nación española que alcanzó madurez en el siglo XVI ha perdido, entre nosotros, una dimensión esencial. Y, naturalmente, los errores acaban pasando factura.
Luis Suárez Fernández
También algunos extractos de otro artículo con el mismo origen:
Cita:
Las reflexiones acerca de España de algunos de sus más ilustres hijos aparecen recogidas en el libro Voces de España. Antología de autores españoles, editado por la Fundación Tomás Moro y por la Fundación Altadis. Ésta es una muestra:
<<Pues creemos, ciertamente, que nadie podría encontrar malo esto, ya que nosotros lo hacemos, en primer lugar, por Dios, en segundo lugar para salvar a España, y en tercer lugar para que nosotros y vosotros adquiramos buena fama y gran nombre por haber salvado España. Y, por la fe que debemos a Dios, puesto que el de Cataluña es el mejor reino de España, y el más honrado y el más noble>>.
Jaime I, el Conquistador
[...]
<<El humanismo español es una fe profunda en la igualdad esencial de los hombres… A los ojos del español, todo hombre, sea cual sea su posición social, su carácter, su nación o su raza es siempre un hombre; por bajo que se muestre, el rey de la creación. No hay pecador que no pueda redimirse, ni justo que no esté al borde del abismo. Este humanismo español es de origen religioso. Es la doctrina del hombre que enseña la Iglesia católica. Pero ha penetrado tan profundamente en las conciencias españolas, que la aceptan, con ligeras variantes, hasta las menos religiosas. No hay nación más reacia que la nuestra a admitir la superioridad de unos pueblos sobre otros, o de unas clases sociales sobre otras>>.
Ramiro de Maeztu
en Defensa de la Hispanidad
<<Los males inveterados de España obedecen, a mi ver, a tres condiciones principales. A que cada institución o clase social se estima como un fin y no como un medio, creciendo viciosa e hipertróficamente a expensas del Estado. A que, salvo contadas excepciones, nadie ocupa su puesto: los altos cargos políticos, militares y administrativos se adjudican a gentes sin adecuada preparación, con tal de pertenecer al partido imperante, por donde aviene su rápido desprestigio. A que, cualquiera que sean los fracasos, jamás se les inflinge ninguna sanción. Sólo en la desventurada España, según se ha repetido hasta la saciedad, se da la monstruosa paradoja de galardonar con ascensos las derrotas, imprevisiones e insensateces de los próceres de la política o de la milicia>>.
Santiago Ramón y Cajal
en Charlas de café
[...]
<<Desde principios del siglo XIX han vivido en el área nacional dos Españas. Una España detenida, aferrada a lo antiguo, cristalizada muchas veces en lo tradicional, entendida, por otra parte, la tradición muchas veces en formas viciosas y mezquinas; España opuesta, casi sistemáticamente, a toda novedad.
Otra España, por el contrario, desconocedora o poca estimadora de los valores de la raza, ajena al sentido íntimo de nuestra peculiar constitución nacional. Fácil en admirar la ideología o las instituciones de otros países…
¿Dos Españas? ¿No será más exacto decir tres Españas? Sí, siempre ha habido una tercera España. Una España, de un lado, tradicional, sabia y genuinamente tradicional en lo que existe en nuestra historia, en nuestra ideología y en nuestras instituciones de definitivo y eterno. Y, por otro, ampliamente progresiva, deseosa de recibir y adaptar las enseñanzas de otros pueblos>>.
Ángel Herrera Oria
en Meditación sobre España
<<Si penetramos en lo profundo, encontraremos, mejor que en la España metropolitana, en la atlántica, la génesis ideal que ha permitido que el verbo de la Hispanidad se hiciera carne y se lanzara a su obra de luz. Esta génesis sólo podía producirse allí donde se hubiera superado la oposición entre los conceptos de nacionalidad y extranjería: allí donde se supiese, y se supiese por lo vivo, que, para un hombre, puede existir más de una patria. Con ningún nacionalismo era compatible el servicio auténtico de la Hispanidad. Al hombre argentino, al filipino o al venezolano, el principio de las nacionalidades no deja más salida que la de recaer en la categoría de colonia o la de considerarse sustantivamente ajenos todos ellos a España –y, para colmo, sustantivamente ajenos entre sí–, sólo simpatizantes, si acaso con ella, en la vaguedad de algunas afirmaciones estéticas reconocidas… Todavía diré más, en confirmación de este origen americano que atribuyo a la idea hispánica. Diré que, si ésta no hubiera nacido en América, hubiera nacido en Cataluña. Aquí, donde –en perpetua contradicción con todo nacionalismo y con el separatismo de cualquier pelaje– se concibió la posibilidad de soberanías sin tierra>>.
Eugenio D’Ors
en Novísimo glosario
<<Yo quisiera que España fuera muy moderna, persistiendo en su línea antigua; yo quisiera que reuniera el estoicismo de Séneca y la serenidad de Velázquez, la prestancia del Cid y el brío de Loyola. En ese foco de civilización hispánica, me gustaría ver el País Vasco como un núcleo no latino, como una fuente de energía, de pensamiento y de acción, que representara los instintos de la vieja y obscura raza nuestra, antes de ser saturada de latinidad y de espíritu semítico>>.
Pío Baroja
en Divagaciones apasionadas
[...]
<<Contribuimos eficazmente a crear la civilización occidental y nos consagramos a su servicio. En ese servicio se forjó nuestro estilo de vida, pero nos agotamos y llegamos a vivir al margen del ímpetu creacional de Europa. Asistimos a la crisis de la sociedad y de la cultura occidentales. España, los españoles pueden enfrentarla con más confianza que los otros pueblos de Occidente, precisamente, por lo relativamente singular de nuestra herencia temperamental… Necesitamos ante todo tener fe en España y en nosotros mismos. No dudar de la capacidad de los españoles para hacer lo que hayan hecho y hagan los pueblos más inteligentes de la tierra. Y para, olvidados de nuestras supuestas frustraciones creacionales, aplicar todo el potencial humano que existe en nosotros a renovar la vida hispana>>.
Claudio Sánchez Albornoz
en España, un enigma histórico
<<Los españoles insistimos en afirmar que somos demasiado diferentes de los demás humanos, para que se nos pueda medir por el mismo rasero que a los demás. En el interior de España, un afán idéntico empuja a varios grupos regionales a demostrar y poner exageradamente de relieve las diferencias que distinguen a sus regiones respectivas del resto de las regiones españolas… Las verdades, a fuerza de exagerarse, se falsean. Claro que somos diferentes. Pues ¿quién no es diferente en este mundo? ¿Quién no lo es, muy singularmente, en esta Europa y esta España nuestras, tan pequeñas y tan homogéneas, y al mismo tiempo tan variadas, tan compartimentadas por la geografía, por la Historia, por la cultura? A fuerza de querer cargarnos de razón, la perdemos y quedamos en ridículo>>.
José Miguel Azaola
en El quehacer cultural de los vascos de nuestro tiempo
<<Comenzó España siendo una sed, la inmensa, descomunal, infinita sed de horizontes nuevos y realidades plenarias que van constituyendo sus nunca enteramente logradas empresas: la unidad política de sus tierras, la conquista y la colonización cristiana del Nuevo Mundo, la mística aventura interior de sus santos, la unidad católica de Europa, el quijotesco sueño de una Humanidad trabada por la fraternidad y regida por la justicia. ¿No dijo Nietzsche que lo propio de España –de la España cuya historia termina en Rocroi– fue precisamente haber querido demasiado?
Sin haber dejado de ser una sed, la vida española se hizo pronto y ha seguido siendo un conflicto, pintoresco unas veces y dramático otras. Pero nuestro indudable conflicto, ¿no llevará en su seno la indecisa posibilidad de una vida futura?>>
Pedro Laín Entralgo
en A qué llamamos España
Y otro par de citas más, que no sé si vienen a cuento pero que ponen de manifiesto el cacao mental moderno de algunos, que traicionan su propio legado: