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Tema: Historia de España en Africa

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    Re: Historia de España en Africa

    XI - La guerra del 60

    Mientras Francia iba conquistando Argelia, aquí nos entreteníamos en rompernos la crisma carlistas y cristinos; hubiéramos podido, cuando menos, reivindicar la posesión de Orán y Mazalquivir, pero en otras cosas pensaban nuestros gobiernos.

    Y, sin embargo, como escribe don Gonzalo de Reparaz en su libro ‘Política de España en África', «con la décima parte de lo que se malgastó en las guerras civiles, que poco después surgieron, habríamos puesto los cimientos de un imperio africano.»

    Cayó en el más profundo olvido cuanto se refiriera a cuestiones en la otra parte del Estrecho, hasta que en 1844 ocurrió un incidente que por un momento hizo temer pudiese dar lugar a graves complicaciones, y fue el asesinato de nuestro agente consular en Mazagán. Acababa de subir al poder el famoso general Narváez, y, sin embargo, en vez de ponerse de acuerdo con Francia, de cuyo gobierno era devotísimo, para una acción militar mancomunada, prefirió dejar el arreglo en manos de Inglaterra, por lo cual no ocurrió absolutamente nada de lo que se temía.

    Tal vez envalentonados con ello los rifeños se atrevieron a atacar a Melilla al siguiente año, pero gracias a las impetuosas salidas de su gobernador, con fuerzas del Fijo de Ceuta y cazadores de África, quedaron rudamente escarmentados los agresores. Iguales ataques ocurrían contra Ceuta, pero lo verdaderamente alarmante era el auge que había tomado la piratería marroquí, sin que valieran de nada nuestras reclamaciones al Majzén. Lo cual no hubiera sucedido si en vez de acudir Narváez a los buenos oficios de Inglaterra, hubiese mandado bombardear Tánger o Mogador, ya que no enviara una expedición de castigo.

    Más acertado estuvo el referido general al proceder según procedió en 1848, y fue que como un oficial de ingenieros, que seguía las operaciones de los franceses en Argelia, comunicara a Narváez que el mariscal Bugeaud, general en jefe de aquel ejército, se disponía a apoderarse de las islas Chafarinas, llave del valle del Muluya, ordenó en seguida al general Serrano, que ejercía el cargo de capitán general de Granada, ocupase sin pérdida de tiempo dichas islas. Y así fue como en una tempestuosa noche de primeros de enero del citado año, se hacía a la mar en Málaga la expedición, a las órdenes del futuro regente de la monarquía española y futuro presidente de la república de 1874. El efectivo ascendía a 550 hombres, sacados de los regimientos de África y Navarra y fuerzas de artillería e ingenieros, componiéndose la escuadrilla de los vaporcitos «Piles» y «Vulcano» y algunos veleros.

    Verificóse el desembarco el 6 de enero, y acto seguido izóse la bandera española, y proclamó Serrano por tres veces: ¡Islas Chafarinas,por S. M. la Reina de España Doña Isabel ll!

    Inmediatamente se procedió a la fortificación de aquel pequeño archipiélago, de inapreciable valor estratégico y marítimo, y el 23 de enero regresaba la escuadrilla a la Península, después de dejar, bien guarnecida la nueva posesión. A cuerno quemado les supo a Francia y al sultán de Marruecos nuestra ocupación, pero nada pudieron hacer, pues estábamos en nuestro plenísimo derecho al realizarla.

    Tal vez sea digno de recordación que, en vista de aquel aumento de territorio, fuese nombrado capitán general de las posesiones españolas de África el bravo general e ilustre literato don Antonio Ros de Olano, ministro que había sido de Instrucción y Obras públicas en el gabinete Pacheco, llamado de los puritanos, en 1847; introdujo importantes mejoras en Ceuta, y al triunfar O'Donnell, en 1854, aunque cediendo la presidencia a Espartero, le nombró conde de la Almina, denominación de un castillo de aquella plaza.

    Pocos años después subía al poder el eminente político don Juan Bravo Murillo, y desempeñaba la cartera de Estado el respetable diplomático señor marqués de Miraflores (1851), quien con más decisión de lo que podía esperarse de su carácter apacible, propuso una intervención armada en Marruecos, aliada España con Inglaterra y Francia. Comenzaron, en efecto, las negociaciones, aunque con toda la lentitud característica de las cancillerías, y cuando parecía que de un momento a otro íbamos a Marruecos, surgió la guerra de Crimea y se fue a rodar la intervención anglo-franco-española en el Mogreb.

    Sea como fuere, Francia e Inglaterra habían reconocido nuestro pleno derecho a emprender una acción armada en Marruecos, y por lo mismo nos dejaron dueños insolutos de proceder como quisiéramos.

    Ocupaba por entonces el poder el conde de San Luis, don José Luis Sartorius, que se disponía a organizar el cuerpo expedicionario, pero sublevados O'Donnell y otros generales en el Campo de Guardias (1854), quedó para mejor ocasión el envío, que no hubiera sido sin duda tan disparatado como el que proponía, en el transcurso del bienio progresista, nuestro embajador en París don Salustiano de Olózaga, empeñado en que mandáramos 40.000 hombres a Crimea, en auxilio de los turcos, ingleses y franceses.

    Así se perdió una ocasión sumamente propicia para imponer nuestra influencia en Marruecos, pues se nos habían dejado las manos completamente libres, lo cual no sucedió ya después.

    Y atribuyendo sin duda los rifeños a nuestra debilidad aquella suspensión, volvieron a atacar a Melilla, siendo nuevamente contenidos por la guarnición de la plaza (1855).

    Subió, por fin, la Unión Liberal, y si en 1854, cuando todo nos era favorable, había tenido O'Donnell la culpa de que no se emprendiera la expedición que estaba ya preparando el conde de San Luis, creyó muy favorable para su sostenimiento en el poder declarar entonces la guerra al infiel marroquí (1859), excelente manera de distraer la atención de la política.

    Pero las circunstancias internacionales eran ahora muy distintas; si Napoleón III, en efecto, nada tenía que objetar, Inglaterra, en cambio, nos imponía las más humillantes condiciones.
    Prueba de su malquerencia fue su exabrupto cuando en vísperas de la declaración de guerra nos exigió el inmediato pago de una porción de millonadas, como deuda del tiempo de la guerra civil de los Siete Años. Y, ya en campaña, nos impuso el más rotundo veto a que pudiésemos ocupar Tánger, pues si por acaso llegábamos a entrar había de ser para salir en seguida de concertada la paz.A decir verdad, fundados motivos para una declaración de guerra no los había, pero le convenía a O'Donnell que la hubiera, y justo es afirmar que el país acogió con delirante entusiasmo la empresa. El gobierno español se dirigió bruscamente al sultán, exigiendo el pago de cuantiosas indemnizaciones por apresamiento de algunos laudes y goletas y ampliación de las zonas de Ceuta y Melilla, todo a un tiempo.

    Irritada la morisma, derribó la cábila de Andyera, cercana a Ceuta, un cuerpo de guardia en construcción y un mojón, en vista de lo cual el ministerio unionista exigió una reparación que equivaliese a una ruptura de hostilidades.

    No hemos de referir aquí la gloriosa campaña de 1859-1860, aunque bien sabíamos que nada nos había de producir, vedada la ocupación de Tánger. Elegida como base de operaciones la plaza de Ceuta, fueron acudiendo allí, desde mediados de noviembre, las tropas de los tres cuerpos de ejército y la división de reserva, al mando de los generales Echagüe, Zavala, Ros de Olano y Prim, que, a las órdenes de O'Donnell, debían invadir a Marruecos. El plan consistía en llegar desde Ceuta a Tetuán y después remontar desde Tetuán a Tánger.

    Comenzó el avance el 1.° de enero de 1860, y el 4 de febrero tremolaba la bandera española en Tetuán, dejando escritas el ejército en este transcurso las brillantes páginas de Castillejos, Cabo Negro, llano de Tetuán y tantas otras.

    Ya en Tetuán prosiguió el avance hacia Tánger a últimos de marzo, librándose la terrible batalla de Wad-Ras, a consecuencia de la cual pidió las paces el sultán, a pesar de faltarnos aún pasar por el Fondak para llegar a Tánger.

    Razones de política interior aconsejaban poner fin a la campaña, sin reparar en la inmensa impopularidad que representaba tal desenlace. La prensa ministerial procuraba convencer al país de que ya lavada la afrenta- no nos tocaba más que hacer, y en igual sentido se expresaba el héroe de los Castillejos en carta en la que dice, con fecha 1.° de abril de 1860:
    «Nuestra bandera, ¿no ondea orgullosa del valor de sus hijos? Pues, ¿a qué más? Estamos en estado de conquistar la tierra?, etc. » Por todo lo que, bien venida sea la paz, que, salvado el honor, Tetuán y sus vegas no valen el sacrificio del último de nuestros soldados

    Un triste episodio vino a empañar la alegría de la feliz victoria de Tetuán. Ejercía el cargo de gobernador de Melilla el brigadier Buceta, con orden terminante de no salir para nada del recinto amurallado, pero como el día 6 de febrero, el mismo en que entraban nuestras tropas en la capital de Yebala, se presentaran los rifeños en actitud hostil ante Melilla y colocara la cábila de Beni-Sidel un viejo cañón en una altura de Tres Forcas, organizó el referido gobernador una columna compuesta del segundo batallón del Fijo de Ceuta, otro de provinciales de Murcia—reservistas— y algunos presidiarios y moros adictos.

    Puesto al frente, apoderóse con facilidad de la altura llamada «Ataque Seco», pero reapareciendo al siguiente día los de Beni-Sidel, atacaron dicha posición, guarnecida por el batallón del Fijo, y, aunque no lograron desalojarnos, nos causaron bastantes bajas. Continuaron las agresiones los días sucesivos, 7 y 8, hasta que en la noche del 10 atacaron furiosamente al provincial de Murcia, que había relevado al Fijo en la custodia de aquella posición. Acudió entonces Buceta en su socorro, pero, por fin, tuvo que replegarse con sensibles pérdidas. En suma, costó aquéllo, para nada, 55 muertos y 169 heridos, motivo más que suficiente para que fuese relevado y sumariado, como lo fue.

    A. OPISSO
    Última edición por ALACRAN; 03/06/2016 a las 13:35
    Pious dio el Víctor.
    “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los reyes de Taifas.

    A este término vamos caminando: Todo lo malo, anárquico y desbocado de nuestro carácter se conserva ileso. No nos queda ni política nacional, ni ciencia, arte y literatura propias. Cuando nos ponemos a racionalistas lo hacemos sin originalidad, salvo en lo estrafalario y grotesco. Nuestros librepensadores son de la peor casta de impíos que se conoce, pues el español que deja de de ser católico es incapaz de creer en nada. De esta escuela utilitaria salen los aventureros políticos y salteadores literarios de la baja prensa, que, en España como en todas partes, es cenagal fétido y pestilente”. (Menéndez Pelayo)

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    Re: Historia de España en Africa

    XII - La campanada de Moret

    Otorgadas las recompensas debidas a los bravos combatientes de Marruecos, no por profusas menos merecidas—títulos, ascensos, grados, cruces, pensiones, etc.— y comenzadas a cobrar en buenos sacos de ochavos morunos los veinte millones de duros exigidos como indemnización, ya no se volvió a pensar en África. Algo se ensancharon las zonas de Ceuta y de Melilla, pero no se tomó posesión del territorio de Santa Cruz la Pequeña [Sahara Occidental frente a Canarias], cedido por el Sultán, como ya diremos.
    En cambio, ya que no peleábamos en África lo hacía la Unión Liberal en la Cochinchina, Santo Domingo, Perú y Chile, y si no nos enredamos con Méjico, fue por la pericia diplomática de Prim.

    Ello es que, a los pocos meses del regreso de las tropas expedicionarias, hallábanse nuestras plazas africanas en igual estado que antes de la guerra y nuestros gobernantes estaban tan enterados de lo que ocurría en Marruecos como de lo que hubiera podido acontecer en tiempo del Preste Juan de las Indias.

    Pero no sólo dejó de pensarse en África, sino que una vez que se pensó, fue precisamente para todo lo contrario de emprender nuevas aventuras. De ahí que siendo presidente del Consejo y ministro de la Guerra el general Narváez a fines de 1866, nombrara una comisión para que emitiera dictamen sobre el abandono del Peñón de la Gomera, a lo que contestó aquélla en sentido afirmativo; gracias a haberse consultado luego a nuestro digno ministro en Tánger, señor Merry y Colón, se desistió de la idea, pues según manifestó aquel experto diplomático, la cesión proyectada podría acarrear las más funestas consecuencias sin compensaciones adecuadas, como por ejemplo, el compromiso del Sultán a cerrar el puerto de Tetuán para favorecer el de Ceuta.

    Dos años hacía que duraban las negociaciones cuando sobrevino la Revolución de Septiembre (1868), pero a pesar del cambio de política que representaba, persistióse más que nunca, comenzando por Prim, en la idea del abandono, sólo que agregando también el de Alhucemas, y así fue como bajo el reinado de don Amadeo y ocupando el ministerio de la Guerra el entonces zorrillista y antes absolutista y narvaísta, don Fernando Fernández de Córdoba, presentó éste al Senado el proyecto de ley para abandonar los dos Peñones. Por fortuna pasó «al seno de la comisión» y no se volvió a hablar del asunto.

    Vino la Restauración y por fin hubo que pensar a la fuerza en África, allá hacia 1877. Era que el inglés, Mr. Mackenzie se dedicaba a vastos negocios mercantiles en Cabo Juby [Sahara Occidental], frente a Canarias (por fin ocupado desde hace algunos años) y el señor Cánovas del Castillo creyó era ya hora de que tomáramos posesión de aquella Santa Cruz de Mar Pequeña, que nos había sido cedida por el Sultán, en virtud del tratado de 1860; pero eso era mucho más fácil de pensar que de hacer, por la sencilla razón de no saber nadie dónde caía aquello. Con este motivo se envió una comisión, a bordo de un vapor de guerra, para su descubrimiento, pero no se dio con el tal lugar, y fue inútil el viaje.

    Reinaba la anarquía en Marruecos y a tal grado llegaron los desórdenes que algunas cábilas, como la de Quebdana y la de Beni Inassen, imploraron nuestra protección, pretensión que le faltó tiempo al señor Cánovas del Castillo para rechazar; temía aquel político que con ello no se viniese abajo el trono de Muley Hassan y, en consecuencia, apresuróse a ofrecerle a éste su concurso para impedir las intrusiones de Mr. Mackenzie desde Cabo Juby [Sahara Occidental], a las de otros europeos en las costas del Sur.
    Así las cosas, propuso Inglaterra la celebración de una Conferencia en Madrid para poner coto a los abusos del derecho de protección ejercido que Francia y algunas otras naciones cometían. Aceptada la idea, fue elegido presidente, a instancias del embajador de Alemania, el señor Cánovas (1880).

    El resultado de la Conferencia no pudo ser más desastroso para nosotros. Apoyada Francia por Alemania—después de haber declarado Bismarck que su país «no tenía intereses especiales en Marruecos»—, fue derrotado el Sultán, juntamente con sus auxiliares Inglaterra y España. El representante de Francia, almirante Jaurés, declaró que su Gobierno no estaba dispuesto en manera alguna a renunciar a su derecho de protección. Con tal motivo prorrumpieron en clamores de triunfo los admiradores dé Cánovas, al lograr el mantenimiento del «statu quo» en el imperio africano, pero la verdad era muy distinta. Lo que había hecho Cánovas era darle la victoria a Francia, y pasar nosotros por la humillación de que arrimándose Muley Hassan al sol que más calentaba nos volviera la espalda. Así fue como al buscar instructores para sus askaris solicitara oficiales franceses e ingleses, sin acordarse para nada de los nuestros. «Indudablemente, escribe a este propósito el eminente historiador don Jerónimo Beker, había cambiado mucho nuestra situación en Marruecos, y disminuido de un modo notorio nuestra influencia».

    Cayó Cánovas y subió Sagasta. No estaba resuelta aun la cuestión de Santa Cruz de Mar Pequeña [Sahara Occidental frente a Canarias], y propuso Hassan que renunciáramos a aquel derecho, ofreciendo en compensación una importante suma, pero no se avino a ello nuestro Gobierno. Envióse otra comisión y se obtuvo igual resultado negativo, en punto a descubrir donde paraba el tal lugar. Díjose si Francia hacía presión sobre el Sultán para que no pudiéramos instalarnos en aquel trozo de la costa del Sur, y así lo confirmaba su indiferencia a nuestras reclamaciones cuando los asesinatos de millares de españoles por Bu Amema en el Sahara oranés, la silba con que había sido acogido en París don Alfonso XII y los entremetimientos del cónsul francés en Tánger, M.Ordega, al procurar humillarnos por todos los medios posibles y aumentar de continuo la influencia de su país. Resquemores, sin duda, por no haber aceptado Prim, después del 4 de septiembre, la alianza ofensiva y defensiva contra Alemania propuesta por el Gobierno de París, por mediación del conde de Keratry.

    Pasaron muchos años y ocupando de nuevo Sagasta en 1887, la presidencia del Gabinete, y siendo ministro de Estado don Segismundo Moret, bajo la regencia de doña María Cristina, hubieron todas las cancillerías de Europa de sentirse grandemente alarmadas al anuncio de que España estaba reuniendo en Algeciras un cuerpo de ejército para el refuerzo de nuestras posesiones allende el Estrecho, en previsión de lo que podría ocurrir si moría el sultán Muley Hassan, a la sazón gravemente enfermo.

    La prensa francesa se mostraba enfurecida, atribuyendo unos el hecho a influencias del «partido militar español», diciendo otros, que obrábamos movidos por Alemania, o bien, que Francia, Alemania e Inglaterra se opondrían en absoluto a que pusiéramos la mano sobre Marruecos. A su vez, propalaban los alemanes que nos habíamos puesto de acuerdo con Italia. Pero de pronto cambió la decoración de la manera más repentina: ‘Le Temps’ afirmaba el perfecto acuerdo en que se hallaban Francia y España respecto a la cuestión de Marruecos, otros reconocían que la única nación que tenía verdaderos intereses allá éramos nosotros, y aun ‘Le Fígaro’ sostenía que España debía conquistar el Moghreb. Y en igual sentido se expresaban los Gobiernos de Inglaterra, Alemania e Italia.

    ¿A qué venía tan radical transformación? Tal vez pudiera explicarse por los temores de que a consecuencia del incidente de frontera Schrebel, entre Francia y Alemania, estallara la guerra, y no convenir a nadie indisponerse con nosotros, que por entonces representábamos cuando menos, un poderío más o menos hipotético, con tanto mayor motivo en cuanto Francia no contaba aun con la alianza rusa, ni se había llegado a la entente cordiale con Inglaterra, sin que tampoco Alemania- estuviese muy segura de la Tríplice.

    «Ante tan significativa actitud, escribe el señor Reparaz en su citada obra, nuestro Gobierno que al principio se mostrara dispuesto a cualquier arrojada iniciativa, creyó llegado el momento de declarar que no pensaba adoptar ninguna verdaderamente peligrosa, que pudiera agravar la crisis marroquí».

    Restablecióse Muley Hassan y volvió a quedar en sosiego Europa, pero no tardó mucho el señor Moret en provocar un nuevo incidente, propio de su asombrosa ligereza. Hay al oeste de Ceuta, pasada Punta Leona, una isla llamada del Perejil, que con fundamento se cree ser la famosa isla de Calipso, a donde fue a parar Ulises en su azarosa odisea, y sin encomendarse a Dios ni al diablo, dispuso que fuese a tomar posesión de ella una comisión, siendo así que jamás habíamos ejercido allí señorío. Procedióse a continuar unas obras, pero acudieron unos moros de Tánger y las derribaron. Reconoció el Gobierno su error y mandó se retirase la gente allí enviada; alborotó la prensa, a igual de cuando lo de las Carolinas, pero como no había ambiente africanista en el país, éste recibió el abandono con la mayor indiferencia. Tal fue el resultado de la gran campanada dada por el señor Moret al enviar tan numerosas tropas a Algeciras.

    A. OPISSO
    Última edición por ALACRAN; 03/06/2016 a las 13:57
    Pious dio el Víctor.
    “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los reyes de Taifas.

    A este término vamos caminando: Todo lo malo, anárquico y desbocado de nuestro carácter se conserva ileso. No nos queda ni política nacional, ni ciencia, arte y literatura propias. Cuando nos ponemos a racionalistas lo hacemos sin originalidad, salvo en lo estrafalario y grotesco. Nuestros librepensadores son de la peor casta de impíos que se conoce, pues el español que deja de de ser católico es incapaz de creer en nada. De esta escuela utilitaria salen los aventureros políticos y salteadores literarios de la baja prensa, que, en España como en todas partes, es cenagal fétido y pestilente”. (Menéndez Pelayo)

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