IX. La cuestión lingüística
Modernamente en los movimientos secesionistas se concede la mayor importancia a la diversidad de lengua. Mientras la cultura tiende cada vez más a la uniformidad universal, se valoriza más la individualidad de múltiples culturas menores, representadas por lenguas cuyo desarrollo histórico no puede decirse completo, en comparación con las grandes lenguas culturales. El vivo interés científico y literario despertado modernamente hacia las lenguas menos estudiadas antes, sirve de apoyo al interés político por las “pequeñas naciones” y éste no aprecia el diferente papel que representan las grandes lenguas hegemónicas y las que no tienen una sustantividad tan firme, por no tener un cultivo tan intenso y original como las otras, ni tan continuado y sin vacíos extensos. El flamenco, el estonio, el irlandés, el catalán… vienen a tomar un valor representativo de aspiraciones políticas; lenguas que nunca fueron de cultura, como el vasco, hacen desesperados esfuerzos por querer serlo y bastarse a sí mismas. En suma, se tiende a igualar en la consideración histórica las grandes lenguas de cultura con las pequeñas y hasta con las antes no existentes como tales.
A propósito, debemos, desde luego notar, respecto a España, que ni el mayor individualismo ibérico produjo mayor diversidad de lenguas, ni esta diversidad obró como determinante en disgregaciones históricas que hayamos de recordar.
Si tomamos como término de comparación un país tan unitario como Francia, hallamos en él mucha más variedad lingüística en cada uno de los territorios bretón, vasco, gascón, languedociano, catalán, franco-provenzal, francés, picardo, etc., frente a nuestro vasco, catalán, gallego-portugués, asturiano, leonés, castellano y alto-aragonés. Abundantes variedades locales comparables a las que llenan todo el suelo de Francia y de Italia, sólo se hallan en Asturias, en el Alto Aragón, en el norte de Cataluña. De modo que la particularista España constituye una excepción de mayor uniformidad lingüística, siendo el país románico en que la diversidad de dialectos es menor relativamente a la extensión territorial. Hubo una acción uniformadora, la expansión de la Reconquista de Norte a Sur, que actuó lo mismo sobre las manifestaciones lingüísticas que sobre las del carácter en general, muy en contradicción con aquella teoría, que dijimos, de los valles y las sierras disociables. Lo cual es confirmación de que las causas del localismo no son las diversidades étnicas, psicológicas y lingüísticas, sino justamente lo contrario: la uniformidad del carácter, en todas partes individualista, el iberismo, que describe Estrabón como poco apto para concebir la solidaridad.
En segundo lugar, las diferencias de idioma no influyeron en el progreso de fragmentación durante la Edad Media, cuando este proceso obedeció a verdaderas necesidades históricas. La lengua no determinó la formación de los reinos y condados de entonces, no fue tenida en cuenta para nada.
El reino astur-leonés fue, desde el siglo VIII un reino bilingüe, pues a él estuvo siempre unida Galicia, sin vida independiente; y dentro de este reino se establecieron una serie de regiones administrativas, bilingües también siempre: Asturias, el Bierzo, Sanabria, que las tres hablan gallego en su parte occidental y leonés en su parte oriental.
El reino de Navarra, desde su comienzo en el siglo X, usó promiscuamente dos lenguas habladas, el vasco y el dialecto navarro, afín al castellano, y como lengua escrita sólo usó el latín y el dialecto románico, pues el vasco no comenzó a escribirse algo sino el siglo XVI; la capital, Pamplona, habla castellano desde los siglos medievales.
Por su parte, la misma Castilla fue, desde sus orígenes, en el siglo X, un condado o reino bilingüe, por tener incorporados en sí los territorios de Álava y Vizcaya, ya bilingües de suyo: casi toda Álava, la mitad occidental de Vizcaya hasta la misma villa de Bilbao, inclusive, hablan castellano desde tiempo inmemorial.
Lo mismo el reino de Aragón, desde su principio en el siglo XI, fue bilingüe por su condado de Ribagorza, cuya mitad oriental habla catalán, y el bilingüismo del reino se afirmó cuando se le unió en el siglo XII el gran condado de Barcelona, el cual desde entonces dejó de llevar vida aislada, formando un Estado único con Aragón; como advierte Rovira Virgili, la corte o curia del monarca único era mixta de nobles aragoneses y catalanes, y mixtas eran frecuentemente las Cortes del reino (1). El reino de Valencia, en fin, desde su reconquista en el siglo XIII es bilingüe de catalán y aragonés.
Así, pues, durante los muchos siglos en que la fuerza centrífuga del localismo estuvo en su auge, pues lo exigía el desarrollo de la vida nacional, un bilingüismo constitutivo, inextricable, se extiende por todas partes. Aun Portugal, que forma un reino de compacta habla portuguesa, tiene un rincón, Miranda de Duero, donde se habla un dialecto leonés.
En consecuencia, el bilingüismo, aumentando sus efectos con la constante convivencia, es hoy más íntimo, más penetrante que en la Edad Media. El castellano, como lengua hegemónica, después de haberse asimilado completamente los dialectos leonés y aragonés, fue arraigando cada vez más como lengua de cultura por el territorio catalán, gallego y vasco. Su mayor actividad literaria atrajo a su cultivo no sólo a los vascos, que siempre tuvieron por lengua escrita el castellano, sino a los otros, habiendo cesado casi por completo el uso literario del gallego desde el siglo XV y habiéndose disminuido notablemente el del catalán desde el siglo XVI, hasta que en el XIX trajo el Romanticismo un renacimiento de las culturas locales.
El más grande historiador que el siglo XIX tuvo de las culturas catalana y castellana, Milá Fontanals, recordaba ante la Universidad de Barcelona el entusiasmo sentido en Cataluña por Calderón y por el teatro clásico español, representado en ciudades y villas, y aquellas sonoras tiradas de versos repetidas con majestuoso énfasis por sencillos menestrales, le hacen concluir: “La lengua castellana ha sido para nosotros la de un hermano que se ha sentado a nuestro hogar y con cuyos ensueños hemos mezclado los nuestros; es verdad que uno de los hermanos no ha hecho siempre oficios de padre y que el otro no se precia de muy sufrido, pero el vínculo existe y es indisoluble” (2).
Y el prestigio literario se deja sentir no solo ejercido por las producciones del arte exclusivamente docto, sino por las de mayor extensión popular: el romancero tradicional, tan difundido por Cataluña y por Galicia, ora en versiones castellanas salpicadas de catalanismos o galleguismos, ora en versiones catalanas y gallegas llenas de castellanismo, prueba cuán profunda es la influencia hegemónica cultural sobre todas las capas sociales, tanto, las altas como las manos instruidas; el romancero, tan hermoso por su elemento castellano como por sus creaciones catalanas o gallegas viene a ser a modo de un plebiscito secular en pro de la natural necesidad hispánica de ese íntimo bilingüismo que los autonomistas rechazan cual si fuera una imposición centralista arbitraria e insoportable. Ese plebiscito romancístico es tan ajeno a cualquier centralismo, que se comenzó a votar desde los primeros años del siglo XV, a lo menos, es decir mucho antes que, por la unión de los reinos de Aragón y de Castilla, ésta tuviese la posibilidad de ejercer ninguna presión política sobre Cataluña: ya por los años 1420, el romance tradicional castellano, mezclado otras composiciones poéticas catalanas, figura entre las curiosidades deleitables con que un estudiante mallorquín en Italia gustaba recordar la patria hispánica distante.
En rebeldía contra estos grandes hechos, el nacionalista pretende sacudir el peso de la historia y someter su idioma nativo a una violenta acción descastellanizante, queriendo suprimir el natural y universal fenómeno lingüístico de los préstamos entre dos idiomas tangentes, préstamos mutuos, aunque siempre recibiendo más la lengua menos vigorosa. Unas veces los nacionalistas, por huir de un castellanismo cotidiano, escogen una expresión inusitada que resulta en ocasiones ser también castellanismo, salvo que embozado; otras veces inventan a granel neologismos indigestos. Todo es abultar artificialmente los “hechos diferenciales”, violentar la naturaleza, tomar el idioma como instrumento de odios políticos, cuando lo es de fraternal compenetración, profanar el natural amor a la lengua materna inoculándole el virus de la pasión invidente. Y lo malo es que las exageraciones del nacionalismo no es raro que respondan exageraciones centralistas, hasta la de prohibir el uso razonable y necesario de la lengua particular.
En suma: el desarrollo histórico de los idiomas locales y de los reinos independientes antiguos no apoya el que una diferencia de lengua se tome como base natural de autonomismo, ni el que se rechace como imposición centralista el bilingüismo íntimo y popular, que por tradición viene practicándose.
(1) Historia Nacional de Catalunya, IV, pág. 82
(2) Discurso leído en el Paraninfo de la Universidad de Barcelona en mayo de 1881, en el centenario de la muerte de Calderón; reimpreso en Obras de don Manuel Milá. V. Barcelona, 1893, pág. 459
(continúa)
Marcadores