NUESTRO SIGLO XVIII Y SU REVOLUCIÓN
Nuestro siglo XVIII no ha sido objeto de especial atención por parte de nuestros historiadores, salvo estudios monográficos y alguna que otra visión de conjunto, pero sin las metódicas exploraciones de los archivos que son necesarias para ir descubriendo, paulatinamente, los diversos aspectos que ofrece España en dicha centuria, de clarísima transición. Al logro de esos objetivos contribuyó el profesor norteamericano, y gran hispanista, Richard Herr, autor de un libro muy importante: «España y la revolución del siglo XVIII».
«Revolución» es la palabra que sirve de clave a su estudio, que ofrece positivas particularidades en relación con la España del siglo XVIII. Sólo tangencial, en determinados puntos, con las naciones europeas que colaboraron en el fomento de la vida intelectual característica de tan desconcertante período. Desconcertante por el doble fondo en que se tramita la lucha del pensamiento, de clara intención subversiva, contra el que llegaría a llamarse «antiguo régimen».
La contraposición en España fue, por lo pronto, menos visible y operante que en Francia, por obvias razones. La Revolución francesa no hubiera podido lograr en España un total reflejo, en ideas y en procedimientos, y precisamente ese fenómeno se percibe, como antecedente, en el cuadro que, en síntesis, compone Richard Herr en el primer capítulo, «La época de la Ilustración» de la parte primera. El autor nos hace recordar hechos e ideas que dieron por fruto la Enciclopedia, ajena, como nadie ignora, a estímulos y colaboraciones españolas, aunque fuese cundiendo su espíritu revísionista.
A ningún español se le ocurriría pensar —desde Feijoo a Jovellanos— en las repercusiones antirreligiosas aquí del nuevo espíritu. Pero acaso no dejaran algunos de temer esa última consecuencia, dada la relación de vida y cultura, cuerpo y sombra.
«En el siglo XVIII —nos dice Richard Herr en esas páginas introductorias—,
Francia no tenía un rey de la talla de los mejores déspotas ilustrados, pero tenia una clase media poderosa y era el punto de donde partían los rayos de "las luces".
Inmediatamente al sur estaba España, inmejorablemente situada, en virtud de esta proximidad, para recibir la influencia del concepto laico de la vida.
Pero España era la nación que desde hacía siglos había sostenido con mayor tesón la religión católica en su suelo y la había sostenido con su oro y su sangre en el extranjero. Era también la nación donde los comerciantes y los industriales habían ido perdiendo importancia desde el siglo XVI, mientras su nobleza, una de las más orgullosas de Europa, había conservado la totalidad de sus tierras. Todo parecía indicar que a pesar de estar tan próxima a "las luces", España no se vería iluminada por ellas... Quedaba una posibilidad: que un déspota ilustrado ocupara su trono y favoreciese el nuevo espíritu.
Con intención o sin ella, conscientes o inconscientes, los «ilustrados» de España se esforzaron por distinguir lo que hubiese en ese controvertido «nuevo espíritu» de irreligiosidad, por un lado, y de otro de servicio a la cultura, pero sin quebranto de la ortodoxia. Y precisamente en esta discriminación,estriba una de las aportaciones más valiosas del libro, si bien el autor atendía más a los factores políticos, sociales y económicos que al juego de las ideas.
Richard Herr con objetividad no vacila en considerar un error —por tantos otros compartido—creer que «el liberalismo había llegado a España con los carros del ejército de Napoleón». Hizo falta poco tiempo para descubrir que todas las creencias de los hombres que apoyaron al «rey intruso», como las de los diputados de las Cortes de Cádiz, insensibles a los hechizos del emperador francés, tenían raíces profundas en los años anteriores a 1808.
Los arbitristas, que marcan en tiempo de los Austrias la línea media entre los escritores políticos de talla —Saavedra Fajardo, Fernández de Navarrete...— y el conformismo e ignorancia generales, bastan a dar idea de una inquietud que prevalecía en gentes deficientemente preparadas, pero sensibles al ya insinuado «problema de España», cuyo arranque acaso pudiera fijarse en las primeras repercusiones de la paz de Westfalia, todo ello bajo los auspicios de Quevedo, consciente de las primeras grietas en los muros y torreones de la patria.
Pero, evidentemente, no sucedió hasta la aparición, muy concreta, de fray Benito Jerónimo Feijoo, a tono ya con esas reales o alegóricas «luces» que darían un resplandor típico e inequívoco al siglo XVIII.
El profesor Herr puntualizaba la entrada de las consabidas «luces» en la España que la Casa de Borbón dominaba y que habría de impulsar la expansión de la cultura, innovando mucho más que continuando. Feijoo centra el dilatado momento político de Felipe V y Fernando VI: su experimentación en la ciencia y el espíritu crítico en materia intelectual.
Herr afirma que la ciencia que alcanzó mayor desarrollo en ese período inicial fue la medicina, y a este respecto aduce los frutos de su erudición, extensiva a otros ramos del saber, no sin registrar el aspecto de la ciencia, importada en gran parte, que no tuvo éxito en España, y es interesante saber que Fernando VI dictó «una orden prohibiendo la publicación de refutaciones o contestaciones a los artículos de Feijoo, pues sus obras eran de su real agrado».
Y también es significativo el interés que merecían a los secretarios del real despacho los descubrimientos científicos. «El Gobierno quería mejorar la calidad y el número de los productos manufacturados y agrícolas de la nación», y en esta línea van siendo enumerados los hechos legislativos y sociales que definen la apertura de una ejemplar parte de la sociedad española a nuevas exigencias culturales.
El profesor Herr extiende su mirada desde la cultura propiamente dicha a los intereses económicos. En este orden son de consideración los datos y noticias tomadas de primera mano en relación, por ejemplo, con don Bernardo Joaquín Danvila y Viltarrasa, profesor en el Real Seminario de Nobles, de Madrid, autor de unas «Lecciones de economía civil o del comercio», que abundan en curiosas
anticipaciones Francisco Cabarrús, de más señalado relieve en ese tipo de literatura, merece ahora especial atención, como Vicente Alcalá Galiano, José Isidoro Morales, Valentín Foronda, Francisco Javier Peñalanda, no tanto por lo que cada uno de ellos representa como por el valor de grupos intelectuales que van apareciendo en abono del desarrollo en España de la Ilustración, nunca en pugna, de ninguna manera, con el sentir católico del país. Y menos que nunca, al renacer la Ilustración bajo el signo —en otro sentido recusable— de Godoy.
En esa atención proyectada por el profesor Herr sobre fenómenos menos estudiados que los puramente culturales, es de citar el capítulo «La política
fiscal y el precio de la guerra», de novedad indudable en las varias disciplinas utilizadas por el profesor Herr y su importante estudio: economía y hacienda, sociología, historia política... En ese capítulo se trenzan los hechos de este último carácter con los económicos principalmente, y no creemos que hasta ahora hayan sido estudiadas a esa doble luz las guerras de España con Francia y con Inglaterra.
Otros capítulos de recalcado interés: «El origen de la tradición liberal», «El desarrollo de la oposición»... y la simple mención del título nos bastan para dar idea del último: «Nueva unión y nueva desunión».
Por la ventana de este libro se percibe no sólo la revolución del siglo XVIII, sino la más espaciada y extensa del siglo XIX.
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