HistoriaEuskalherría : “recuperar” lo que nunca existió


Los Pirineos: la frontera más estable de Europa

Luis González Antón
Doctor en Historia
Catedrático


Día a día se nos acumulan nuevas pruebas de que son falsificaciones muy toscas de la historia lo que está en la raíz del más grave problema político de la actual democracia española. Resulta descorazonador. Mucho más que -tal y como van las cosas- un cuarto de siglo después de la configuración de un Estado autonómico, democrático y avanzado, que supera con gran ventaja “el mito de la fórmula federal” (Martín Oviedo) son también la causa lejana pero directa de que las corrientes del nacionalismo vasco, parido y amamantado por tales falsificaciones, mitos absurdos, ignorancia voluntaria y otras perversiones ideológicas que repugnan a la inteligencia y la más elemental sensibilidad, hayan llevado a la actual sociedad vasca a la insoportable situación que está viviendo y aun al horizonte de riesgo cierto de enfrentamiento civil profundo, mucho más grave que el que ya se está viviendo hace décadas, como empieza a entreverse en estos días.

Pero, si desde esas posiciones fanáticas se apela a la historia, vista a su modo, y se habla de “recuperar” la soberanía originaria de “los vascos”, de derechos históricos preconstitucionales que nadie ha sido capaz de definir como tales, el historiador no puede aceptar y guardar silencio ante mitos de identidades y peculiaridades de pueblos ab origine que resisten el paso de milenios, o de supuestas agresiones “extranjeras” contra mundos puramente imaginarios cuando no es eso lo que encuentra en sus fuentes de estudio. No puede sustraerse a su deber de sostener un combate dialéctico contra el irracionalismo ciego -y de una violencia cruel- de quienes se niegan a aceptar la realidad de los hechos demostrados, aun sabiendo que quizás es una causa perdida.

La falsificación burda de la Historia no es de ahora ni exclusiva del nacionalismo vasco. Pero sí es el País Vasco donde desgraciadamente se derrama sangre vasca en nombre del puro desvarío de una doctrina cuyo fundador, desde su peculiar ultracatolicismo, predicaba el odio a lo español como instrumento de salvación moral y salvaguardia de la identidad del pueblo vasco. Es también la tierra española en la que las fabulaciones y la mitificación del pasado son más toscas y primarias, donde tienen menos asideros históricos mínimamente dignos de consideración. Quizás por ello mismo han generado y alimentado más fanatismo maniqueo y más violencia contra los propios vascos que se atreven a disentir de la doctrina oficial imperante; porque, si disienten, es que no son vascos.

Después de las tragedias nazi y stalinista, éste es un drama inexplicable en la avanzada Europa del s. XXI, sólo posible en lo que durante el franquismo se sentía como un “país de ficción”, soñado viviendo en libertad, y se ha convertido después en una triste y cruel “ficción de país”, en expresiones de G. Jaúregui, porque la libertad de los individuos de vivir y hablar sin miedo sigue siendo un derecho inalcanzable bajo gobiernos nacionalistas, cuya prioridad no es impedir que se asesine a sus opositores democráticos, a sus conciudadanos, sino recuperar una supuesta soberanía antigua de “los vascos”. El tenebroso parecido de esta situación con la Alemania nazi está en la mente de muchos y ha sido explicada con rigor por Varela Ortega.

El mito de una Arcadia feliz en que habría vivido el “pueblo vasco” con plena identidad de tal, soberano y libre y bajo un régimen patriarcal y democrático es un absurdo histórico, pero alimenta hoy políticas letales. También lo son otros mitos más precisos sobre la época medieval referidos a que “los vascos” elegían libremente a su señor, o que pactaron su integración en la Corona de Castilla. Pero el problema más grave, que supera al historiador, es que tales mitos han adquirido en este caso “potencia homicida”, como ha escrito Martínez Gorriarán, y en su sentido estricto. Así ocurre cuando las distintas corrientes del nacionalismo vasco, sin distinción, pretenden que, si esa fabulosa Arcadia dejó de existir, se debió necesariamente a la agresión de fuera, a la ocupación militar de ese inexistente País Vasco de cuento de hadas por parte de esa “nación enteca y miserable” que era España para el orate Sabino Arana; o por los Estados español y francés, nada menos. En definitiva potencia homicida por caer en la fácil tentación de lo que el historiador británico J. Elliott, refiriéndose al nacionalismo catalán, denomina con acierto “visiones conspirativas de la historia”. Los nacionalistas necesitan sentirse víctimas inocentes de un enemigo exterior. Las realidades son más simples y menos malévolas.

No sólo nunca existió esa llamada Euskal Herría a caballo del Pirineo (la soñada “Siete en Uno” o Zazpiak Bat de Arana); tampoco un ente político ni siquiera administrativo “País Vasco” que englobara a las tres provincias vascongadas. Jamás ha existido un “pueblo vasco” democrático, de individuos libres e iguales. Jamás hasta que -al margen el abortado precedente de 1936-37- se ha desarrollado el Estatuto de Guernica, aprobado con entusiasmo por la sociedad vasca y emanado de la Constitución española de 1978.

Lo que el estudioso de la Historia Medieval constata desde un principio es que las nociones de fronteras son extremadamente lábiles y nada tienen que ver con nuestros conceptos modernos; que las mismas fronteras se alteran a compás de crisis sucesorias, circunstancias fortuitas, actos de fuerza de ida y vuelta y, muchas veces, por la conveniencia o el pragmatismo de la oligarquía de señores feudales que dominan las tierras; las vascas, en este caso. Nada cuentan supuestas fuerzas telúricas ni espíritu de pueblos, ni siquiera no menos supuestas homogeneidades étnicas o parentescos lingüísticos. Todo ello es particularmente claro en la conformación de los reinos y territorios en la España de aquellos tiempos y afecta al moderno País Vasco de manera seguramente más intensa que a otros territorios españoles. Las pruebas objetivas abundan.

En este escenario se advierte que, precisamente donde el Pirineo no es un obstáculo serio, los parentescos entre los montañeses caristios y várdulos (vascones) de la franja Nervión-Bidasoa y las gentes del otro lado, que ocupan tierras más abiertas y de contornos más indefinidos, no fueron un lazo bastante fuerte como para que puedan advertirse los rasgos de una comunidad medianamente formada siquiera.

Tras la conquista romana las tierras más o menos eusquéricas de la Galia quedaron englobadas en la provincia de Aquitania y las tribus de la zona ibérica en la Tarraconense de Hispania, adscritas al convento jurídico de Clunia, al sur de la actual provincia de Burgos. Incluso lo que luego fue Navarra, sólo parcialmente vascona también, tiene una suerte distinta porque quedaba incluida en el convento de Zaragoza. Lapurdum (Bayona), en tierra de los tarbelli, fue una ciudad romana fortificada precisamente para contener las incursiones de los montañeses del sur. Hoy sabemos muy bien que no sólo Álava y Navarra fueron tan intensamente romanizadas como otras zonas de España, como escribiera Caro Baroja, sino que las propias Vizcaya y Guipúzcoa lo fueron también mucho más de lo que se creía y los buscadores de peculiaridades identitarias se complacen en afirmar. Cohortes enteras de vascos hispanos combatieron bajo estandarte romano en Italia o Inglaterra.

También es cierto que la pobreza y marginalidad de estas tierras facilitaron que sus gentes no se incorporaran en masa al modo de vida romano y mantuvieran su inestabilidad y su tendencia al bandolerismo y las incursiones violentas en zonas vecinas más ricas; pero su fama de irreductibles y belicosos no estaba para el historiador Lacarra del todo justificada.
Con la salvedad que señalaré, esa frontera pirenaica hasta la desembocadura del Bidasoa ha permanecido inalterada durante más de dos mil años, un caso verdaderamente excepcional en Europa. El Iparralde del absurdo irredentismo nacionalista de hoy nunca alcanzó a tener una identidad diferenciada dentro de Francia ni a establecer unos lazos particulares con nuestra zona vasca. Con otras muchas tierras formó parte del ducado de Gascuña (nombre que parece deberse a inmigrantes vascones peninsulares en el s. VI) inserto a su vez en el reino carolingio de Aquitania, que después y como un inmenso feudo y categoría de ducado estuvo en manos de la Monarquía de Inglaterra entre 1154-1204 y 1259-1453. Alfonso VIII de Castilla, soberano legítimo de las tres provincias vascas, intentó en 1204-05 hacerse con Gascuña porque era la dote de su esposa, Leonor de Inglaterra; no sólo fracasó ante la lejana Burdeos sino que también Bayona se le resistió con éxito.

Tan sólo en los inicios del s. XIII el rey navarro Sancho VII el Fuerte aprovechó hábilmente las circunstancias para obtener la sumisión de algunos señores ultrapirenaicos, con lo que se iniciaba el dominio formal y la integración de la luego llamada Merindad de Ultrapuertos (Baja Navarra) que permaneció en manos de la Monarquía de Pamplona y luego de la castellana y española hasta su cesión definitiva a Francia por Carlos I en 1529-30. Labourd-Lapurdi y Soule-Zuberoa no conocieron nunca una relación semejante con ningún dominio navarro o vasco hispano ni conformaron ninguna entidad común. Cuando la Asamblea Nacional de 1789, al comienzo de la gran Revolución Francesa, dividió el país en departamentos como medida fundamental para superar las rémoras históricas y los poderes de los grupos privilegiados de un Antiguo Régimen a enterrar, ambas comarcas, con la Baja Navarra (cuyos diputados sí protestaron tímidamente contra la medida) quedaron integradas en el Departamento de los Bajos Pirineos y ésa es la realidad que persiste hoy, más de dos siglos después.

En ellas el vasquismo nacionalista apenas tiene un alcance puramente testimonial y -conviene mucho recordarlo- envidia sin complejos “una autonomía que es la más evolucionada de Europa”, como señalaba el vasco-francés Ximún Haranne en el Aberri Eguna de 1996. Y es que la historia española ha discurrido por caminos mucho más dúctiles y respetuosos con las tradiciones y personalidades de sus gentes y sus culturas minoritarias.

Pero, precisamente por ello, cabe preguntarse y debatir sin prejuicios sobre si no fue la actitud contemporizadora de la Monarquía con ciertas particularidades de las tierras vascas -entre otros motivos de fondo por su propia pobreza y marginalidad- la que ha contribuido a las posteriores fabulaciones, como ha ocurrido en Aragón o Cataluña. Gonzalo Martínez Díez ha estudiado, por ejemplo, cómo se sostuvo durante mucho tiempo que la cofradía alavesa de Arriaga (1258) era una “formación política independiente” y que, a partir de ahí, “se inventó un gobierno electivo e independiente para Álava ya desde el s. VIII”, falsedad que se aplicó también a Guipúzcoa.

La realidad es muy otra. Muy poco después de la invasión musulmana, de la que quedó libre de hecho la franja costera septentrional, nos encontramos a un Alfonso I de Asturias repoblando Las Encartaciones, hoy vizcaínas, o a un Alfonso II, hijo de una vasca, ayudando en 816 a sostenerse al naciente núcleo cristiano de Pamplona, que todavía tardará en englobar el NO. de la actual Navarra. Con la creciente seguridad, los montañeses vascones, de vida aún muy primitiva, descienden al llano y contribuyen a repoblar tierras de Burgos, Álava y Rioja, mezclándose allí con inmigrantes mozárabes del sur. En la zona Nervión-Bidasoa, algunas gentes más abiertas y, sobre todo, señores asturleoneses, parientes, vasallos y agentes de los reyes, van creando una “superestructura política” (Lacarra) y todo ello facilita su mayor integración en la zona de resistencia cristiana.

A partir de ahí se conocen bien las alternativas históricas que hacen que las tierras vascas, o sólo parte de ellas, queden englobadas bien en el reino de Castilla bien en el de Pamplona-Navarra, pero sin intervención de maléficas manos “antivascas”. Si en el s. X el primer conde de Castilla que se independiza de León es a la vez conde de Álava y de parte de la “tierra de los várdulos”, el asesinato en 1020 de su descendiente, el joven García, es lo que permite al cuñado de éste, Sancho III el Mayor de Pamplona (que parece que no fue del todo ajeno al hecho) apropiarse de una Castilla extendida a Cantabria y de todas las tierras vascas, colocando al señor aragonés García Aznar como tenente-gobernador de Guipúzcoa, nombre que aparece ahora, y a Íñigo López como primer conde o señor de Vizcaya. Sancho, un gran monarca por muchos motivos, se ha adueñado también de los condados del Pirineo central.

Entonces empieza a llamarse “Emperador de España” y, según Maravall, se convierte en “el primer actualizador conocido, entre los reyes, de la idea de España”. Es el gran momento del reino medieval de Pamplona; suficiente para que ahora los nacionalistas quieran glorificarlo como padre del gran “estado vasco” que jamás existió. Ideología manda, historia pierde.
Esa situación dura cincuenta años y las tornas históricas cambian: en 1076 el asesinato por sus hermanos de Sancho IV en Peñalén altera el mapa de las Españas: una Navarra muy reducida, aunque con salida al mar, queda de hecho absorbida hasta 1134 por la pujante monarquía aragonesa, mientras las tierras vascas pasan de nuevo a Alfonso VI de Castilla-León, un reino ya muy extenso que ofrecía a los señores de tierras mejor abrigo y más posibilidades de desarrollo.

Aún habrá dos cambios de fronteras del mismo tipo: crisis castellana y minoría de Alfonso VIII dan ocasión a Sancho VI, primer rey que se denomina “de Navarra”, de recuperar efímeramente Álava y el oeste de Guipúzcoa, en la que funda y da fuero a San Sebastián en 1180. En 1200 Alfonso VIII se desquita y rinde fácilmente Vitoria y, por los mismos motivos de conveniencia y pragmatismo, los numerosos tenentes de tierras vascas, empezando por el nuevo señor de Vizcaya, Diego López de Haro, le juran fidelidad, sin más acciones de fuerza. “La incorporación [a Castilla] más que obra de las armas lo fue de las negociaciones, pero no con las provincias, que no tenían entidades políticas o administrativas, sino con sus tenentes” (Martínez Díez).

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