Fuente: Centinela. Boletín de orientación e información del Requeté de Cataluña, Números 4 y 5. Página 3.



DECLARACIÓN de la Junta de Gobierno de la Comunión Tradicionalista

La Junta de Gobierno, constituida por todos los Jefes Regionales carlistas y el Secretariado de S. M., en la primera reunión celebrada después del reconocimiento prestado a Don Juan de Borbón por un grupo de tradicionalistas, acordó hacer pública la siguiente declaración:



Los tradicionalistas que el día 20 de diciembre de 1957 visitaron en Estoril a Don Juan de Borbón y Battenberg y le prestaron acatamiento no tenían representación alguna de la Comunión Tradicionalista, sino que obraron a título puramente personal. Como afirmó S. M. el Rey Don Javier en su carta al Jefe Regional de Navarra, no estaban ya de hecho dentro de la Comunión. Han simulado una personalidad que no tienen y una representación de la Comunión Tradicionalista totalmente falsa.

Menos títulos tienen, todavía, para intervenir en la resolución de una cuestión como la dinástica, que ha estado planteada en España durante más de un siglo. Si invocaban calidad de carlistas, no podían desconocer el mandato del Rey Don Alfonso Carlos, quien confió esa misión al Príncipe Don Javier de Borbón y Braganza.

Indebidamente invocan los cinco puntos del Decreto de Regencia de Don Alfonso Carlos de 23 de enero de 1936. Aparte de que, para mayor comodidad de su argumentación, prescinden deliberadamente del Documento definitorio de la finalidad de la Regencia que, poco después, con fecha 10 de marzo de aquel mismo año, dirigió el Rey al Príncipe Regente, y que en modo alguno puede ser soslayado; aun dentro de la dialéctica que esgrimen, falla por su base la razón de su reconocimiento de Don Juan. Dice el punto IV del Decreto de Regencia que el que haya de ser Rey deberá respetar como intangible «la auténtica Monarquía tradicional, legítima de origen y de ejercicio». Por legitimidad de origen no debe entenderse solamente la indicación de sangre, pues entonces no tendría explicación todo el Decreto de Regencia, sino la aceptación de los Derechos del Trono como derivados del origen de la auténtica Monarquía tradicional. Es decir, el reconocimiento solemne de que los derechos vienen de la Dinastía legítima, lo que en el caso de Don Juan hubiese debido ser el reconocimiento de que sus derechos al Trono le venían por la herencia de Don Alfonso Carlos. Ni Don Juan hizo esto en vida de aquel Rey, que es cuando de verdad hubiese tenido valor tal manifestación, ni siquiera durante los largos años de espera de la Regencia, a pesar de que durante muchos de ellos ya no podía pesar la consideración de herir susceptibilidades paternas. Antes al contrario, en todas sus manifestaciones deriva Don Juan sus supuestos derechos de la herencia de su padre, y si alguna vez ha hablado de coincidencias de las dos ramas, lo ha hecho sin considerar que ambas ramas eran excluyentes y no podían derivarse derechos de entrambas a la vez.

Pero es lo cierto que en el acto de Estoril (que, para los tradicionalistas que allí fueron, es la justificación de su reconocimiento) no invoca Don Juan derechos de sucesión a la Dinastía legítima. Para nada recoge el punto IV del Decreto de Regencia, pues la única mención que hace a dicho Decreto es para decir que en él Don Alfonso Carlos, a quien no llama Rey, «fijó los Principios fundamentales de la doctrina tradicionalista», que Don Juan dice que «acepta sinceramente por creer que deben orientar la legislación que haga viable su realización en la sociedad actual». ¿Es esto un reconocimiento del origen de sus derechos como derivados de la Dinastía legítima? En modo alguno. No es más que un juego de palabras para incluir la mención del Decreto y el nombre de su autor, de forma que haya algo que suene bien al oído del grupo de visitantes. ¿Puede afirmarse, entonces, seriamente que se trata de un hecho histórico semejante a los juramentos que obligan a un Rey con su pueblo y exigen de éste una correspondencia que en conciencia obligue?

No necesitamos hablar a la lealtad carlista. Exponemos esto a la consideración de los españoles que limpiamente analizan los hechos para que juzguen de la inoperancia de todo el acto de Lisboa y de la veleidad de los que allí fueron, los que, por no confesar el fracaso, tratan de justificar su postura invocando unos resultados totalmente contrarios a la realidad de los hechos.

Si de la legitimidad de origen pasamos a analizar la de ejercicio, la nulidad de la reunión de Estoril es todavía mayor. Aquí ya no cabe invocar, ni siquiera, sentimientos filiales. Con mucha más claridad aparece la falta de legitimidad de ejercicio de que adolece Don Juan de Borbón.

Sin negar la historia, no puede desconocerse el derrumbamiento de España como consecuencia del siglo liberal presidido por una dinastía que combatió con saña a los defensores del auténtico ser nacional. El proceso culminó en la segunda república, de la que nos salvó el alzamiento del 18 de julio de 1936. La dolorosa experiencia nos mostró que había que arrumbar las doctrinas trágicamente fracasadas e iniciar una nueva política inspirada en el Derecho Público Cristiano, en oposición al llamado derecho nuevo que repudia Don Alfonso Carlos en el punto V de su Decreto.

Pero, si bien toda la España del 18 de julio está frente al liberalismo, el único que lo defiende es el propio Don Juan. Lo ha defendido en Lausanne con su manifiesto [1], en Londres por sus enviados (Ansaldo, ¿Para qué…?), en las llamadas Bases de Lisboa [2], y aun ahora en las aclaraciones hechas el 8 de enero sobre la interpretación que debe darse a su entrevista con los tradicionalistas. En una constante línea de conducta, como con razón dice Don Juan, en carta posterior, a uno de los expedicionarios tradicionalistas. Ésta es la auténtica verdad: que Don Juan de Borbón mantiene una constante línea de conducta política, pero esta línea no es la del 18 de julio, no es una línea antiliberal, no es línea que esté dentro del Decreto de Regencia, no es línea, en suma, que le haya hecho adquirir tampoco la legitimidad de ejercicio.

Con razón, una presunta Monarquía encabezada por Don Juan de Borbón asusta a los monárquicos españoles, que temen que no sea más que vehículo para una nueva república. Si, al igual que en los años 29 y 30, hoy, después del enorme sacrificio de la Cruzada, no se ofreciese a los españoles más que otra vuelta «a la normalidad constitucional», caería la nación en un desánimo y desconcierto que sería campo propicio para nuevas convulsiones, como ocurrió en 1931.

Pero es preciso que España sepa que la Monarquía del 18 de julio no es la Monarquía de Don Juan de Borbón. Que no se trata ahora de un simple problema dinástico, sino de un problema de auténtico fondo monárquico. Y que subsiste una Dinastía, descendiente por línea de varón de Felipe V, la Casa española de Parma, que en lucha constante, mantenida contra los principios revolucionarios, ha sabido forjar unos Príncipes fieles a la mejor tradición de su estirpe, entre los cuales Don Javier de Borbón tan compenetrado está con el espíritu de la Monarquía que debe surgir de la España del Alzamiento, que a la tarea de su instauración se ha entregado plenamente desde hace más de veinte años, sin temor a las amarguras, defecciones y ataques que pueda sufrir, y trabaja para que a España venga en su día una Monarquía que perdure. No la efímera que, por asentarse sobre principios falsos, llevase en su seno la razón de su muerte y dejase incumplidas las consecuencias políticas a las que España tiene derecho después del gran esfuerzo nacional de la Cruzada.


Madrid, 16 de marzo de 1958.





[1] Nota mía. De fecha 19 de Marzo de 1945.

[2] Nota mía. De fecha 28 de Febrero de 1946.