Tenemos que hablar de Adam

JUAN MANUEL DE PRADA




¿Nos hallamos ante floraciones incontrolables del Mal, o más bien ese Mal halla su vivero en la relajación de los frenos morales?
HACE algunos años se publicaba una novela muy sugestiva de la escritora estadounidense Lionel Shriver, Tenemos que hablar de Kevin (Editorial Anagrama), de la que luego se haría una interesante versión cinematográfica, protagonizada por Tilda Swinton. En ella, una mujer llamada Eva Katchakurian, dirigía una serie de cartas a su exmarido Franklin, el padre de su hijo Kevin, que acaba de perpetrar una matanza entre sus compañeros de instituto. La lectura de la novela resultaba, en verdad, devastadora: Eva, la narradora y protagonista, resultaba a la postre una mujer aborrecible que odiaba la maternidad; Franklin aparecía retratado como el típico padre dimisionario, dispuesto siempre a transigir con los caprichos y tropelías de su hijo; y el niño Kevin utilizaba las desavenencias paternas para sacar siempre tajada y convertirse en un tiranuelo extorsionador. Como telón de fondo de unas relaciones familiares tan deletéreas, aparecía también en la novela de Shriver una implacable crítica social: desde la tenencia de armas amparada por la Constitución americana al solipsismo social auspiciado por la vida suburbana, pasando por una educación que exige a los profesores desempeñar el papel que los padres no ejercen, a la vez que los despoja de autoridad.

He recordado la novela de Shriver en estos días, a rebufo de la matanza de Connecticut. Adam Lanza, el muchacho que la perpetró, parece guardar muchos puntos de semejanza con el Kevin de aquella novela, tanto en su perfil psicológico como en sus circunstancias familiares. A Adam se le ha descrito como «inteligente», «introvertido» y «un tanto autista»; casi todos los rasgos encajan a la perfección con el llamado «trastorno antisocial de la personalidad». Adam era lo que vulgarmente se conoce como un psicópata: un individuo que ni siente ni padece, o que al menos es incapaz de sentir o padecer por otro, incapaz de ponerse en el lugar del otro, incapaz de entablar relaciones afectivas consistentes, egocéntrico e impermeable a los remordimientos, que recurre a la violencia de forma calculada y desapasionada, incluso aleatoria. Pero la ciencia psiquiátrica, que ha descrito con profusión las personalidades psicopáticas, no ha logrado sin embargo explicarnos la etiología de esta enfermedad. ¿Cómo es posible que existan tales monstruos? ¿Están determinados por un código genético que los configura fatalmente o, por el contrario, son hijos de un determinado clima social y espiritual? ¿Influyen las nuevas formas de vida, desvinculadas y artificiosas, en la formación de caracteres psicopáticos? ¿Nos hallamos ante floraciones espontáneas e incontrolables del Mal en estado puro, o más bien hemos de aceptar que ese Mal halla su vivero en la relajación de los frenos morales, en la destrucción de los vínculos familiares y comunitarios y en la extensión de una suerte de solipsismo social que nos impide ver en el prójimo otra cosa que no sea un instrumento para la satisfacción de nuestros intereses egoístas? ¿Por qué tales conductas proliferan, sobre todo, en Estados Unidos y, por extensión, en los países que en mayor o menor medida se han dejado colonizar por el american way of life?

Son preguntas para las que no disponemos de respuestas unívocas. Psicópatas los ha habido siempre; pero quizá nunca tantos como en nuestro tiempo. Detrás de su proliferación (y detrás también de la fascinación creciente que su figura despierta en nuestra época) sospecho que existe una enfermedad social cada vez más extendida. Tendremos que empezar a hablar de ella, si no queremos sucumbir a sus causas.



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